
Hermosos y malditos por F. Scott Fitzgerald - Un problema de estética
Previo - Libro 3 Capítulo I
Libro Tres, Capítulo II
La noche en que Anthony saliera para Camp Hooker un año antes, todo lo que
quedaba de la hermosa Gloria Gilbert —su caparazón, su cuerpo joven y lleno de
atractivo— subió las amplias escaleras de mármol de Grand Central Station con el
ritmo de la locomotora todavía latiendo en sus oídos como un sueño, para
desembocar en la avenida Vanderbilt, donde la enorme masa del Biltmore dominaba
la calle, mientras en su parte inferior la resplandeciente entrada del hotel iba
succionando las capas multicolores de muchachas elegantemente vestidas que se
disponían a asistir a un baile. Gloria se detuvo un momento junto a la parada de
taxis para contemplarlas, recordando que, muy pocos años antes, ella formaba
parte de aquel grupo, siempre en camino de un maravilloso lugar indeterminado,
siempre a punto de vivir la última aventura apasionada, para la cual las capas
de aquellas muchachas estaban delicada y elegantemente forradas de piel, sus
mejillas maquilladas, y sus corazones con más altas expectativas que la
transitoria cúpula de placer que iba a devorarlas a ellas, a sus peinados, a sus
capas y a todos sus demás atributos.
Empezaba a hacer frío, y los peatones llevaban levantado el cuello del abrigo. A
Gloria aquel cambio le resultaba propicio. Aún le hubiese gustado más una
completa transformación de clima, de calles y de personas, y verse arrebatada
para despertar en una habitación de techo alto, recién perfumada, sola,
sintiéndose interior y exteriormente tan serena como una estatua, de vuelta en
aquel virginal pasado suyo tan lleno de colorido.
Dentro del taxi Gloria derramó lágrimas de impotencia. Que no hubiese sido feliz
con Anthony durante más de un año, carecía de importancia. Últimamente su
presencia no tenía más entidad que los recuerdos que despertaba en ella de aquel
junio memorable. El Anthony actual, malhumorado, débil y pobre, no podía por
menos de irritarla a ella a su vez… y hacer que se aburriera con todo excepto
con el hecho de que durante una juventud elocuente y llena de imaginación los
dos habían llegado a unirse en una extática orgía emocional. Debido a aquellos
intensos recuerdos mutuamente compartidos, Gloria hubiese hecho por Anthony más
que por cualquier otro ser humano, de manera que al entrar en el taxi lloró
desconsoladamente, cediendo casi al deseo de repetir su nombre en voz alta.
Sintiéndose muy infeliz y tan sola como una niñita abandonada, Gloria se sentó
ante el escritorio en el silencioso apartamento y le escribió una carta repleta
de confusos sentimientos:
***
… Casi puedo aún seguir la vía con los ojos y ver cómo te alejas, pero sin ti,
queridísimo, ni veo, ni oigo, ni siento, ni pienso. Estar separados —a pesar de
lo que ya nos ha sucedido o vaya a sucedernos— es como pedir clemencia a una
tormenta; es como hacerse viejos. Quisiera besarte mucho… sobre la nuca, en el
sitio donde te nace el pelo. Porque te quiero, y a pesar de lo que hagamos o nos
digamos el uno al otro, o hayamos hecho o nos hayamos dicho, tienes que sentir
lo mucho que te quiero, y la indiferencia por todo que me domina al convencerme
de que te has marchado. Ni siquiera me molesta la maldita presencia de la GENTE,
esa gente de la estación que no tiene ningún derecho a vivir… no consiguen
molestarme aunque estén ensuciando nuestro mundo porque no puedo hacer otra cosa
que desearte con todas mis fuerzas.
Si me odiaras, si estuvieras cubierto de llagas como un leproso, si te escaparas
con otra mujer o me mataras de hambre o me pegaras —qué absurdo suena esto—,
seguiría deseándote y queriéndote. ESTOY SEGURA, querido.
Es tarde… tengo abiertas todas las ventanas y el aire que entra es tan tibio
como en primavera pero, al mismo tiempo, mucho más joven y frágil que en
primavera. ¿Por qué hacen de la primavera una chica joven, por qué canta y baila
ese espejismo durante tres meses por toda la absurda infecundidad de la tierra?
La primavera es un flaco caballo de labranza al que se le notan las costillas…
es un montón de basura en un campo, reseco por el sol y la lluvia hasta adquirir
una ominosa limpieza.
Dentro de unas pocas horas te despertarás, cariño, y te sentirás muy desgraciado
y harto de la vida. Estarás en Delaware o en Carolina o en algún otro sitio y
serás muy poco importante. No creo que haya ninguna persona viva que pueda
considerarse a sí misma como una institución transitoria, o como un lujo o como
un mal innecesario. Muy pocas de las personas que subrayan la futilidad de la
vida se dan cuenta de su propia inutilidad. Quizá piensen que, al proclamar la
incongruencia de vivir, de alguna forma se libran ellos de la quema… pero no lo
consiguen, ni siquiera tú y yo…
… Pero todavía soy capaz de verte. Hay una neblina azul entre los árboles por
donde vas a pasar, demasiado hermosa para ser predominante. No; lo más frecuente
serán los cuadrados de tierra en
barbecho… irán apareciendo a los lados de la vía como ásperas sábanas marrones
secándose al sol, vivas, mecánicas, abominables. La naturaleza, una zafia
tarasca vieja, ha estado durmiendo en ellas con cualquier granjero o con
cualquier negro o emigrante que la haya deseado…
Ya ves cómo ahora que te has ido he escrito una carta llena de desdén y
desesperación. Y eso quiere decir simplemente que te quiero, Anthony, con toda
la capacidad de amor que hay dentro de ti.
GLORIA ***
Después de escribir el sobre, Gloria fue a tumbarse en su cama, estrechamente
abrazada a la almohada de Anthony, como si mediante un esfuerzo puramente
emocional fuera capaz de transformarla en su cálido cuerpo vivo. Las dos de la
madrugada la encontraron sin lágrimas en los ojos, contemplando la oscuridad con
perseverante desconsuelo, recordando, recordando sin piedad, culpándose de cien
imaginarias crueldades, haciendo de Anthony algo muy semejante a un Cristo
martirizado y transfigurado. Durante algún tiempo Gloria pensó en él como
Anthony mismo, probablemente, se veía en sus momentos de mayor sentimentalismo.
A las cinco aún estaba despierta. Un misterioso ruido como de alguien moliendo
que le llegaba todas las mañanas a través del patio le informó de la hora que
era. Oyó sonar un reloj despertador y vio una luz que creaba una ventana
ilusoria en la lisa pared de enfrente. Con la decisión medio formada de seguir a
Anthony hacia el sur inmediatamente, su dolor se hizo remoto e irreal y terminó
por desaparecer mientras la oscuridad se trasladaba hacia el oeste. Finalmente
se quedó dormida.
Al despertarse, la contemplación de una cama vacía al lado de la suya la hizo
sentirse desgraciada otra vez, pero su dolor, gracias a la inevitable
insensibilidad que trae consigo una mañana soleada, duró muy poco tiempo. Aunque
no era consciente de ello, Gloria sintió cierto alivio al tomarse el desayuno
sin tener enfrente el rostro cansado y preocupado de Anthony. Ahora que estaba
sola, descubrió que había perdido las ganas de quejarse de la comida. Pensó en
cambiar el menú del desayuno: tomaría una limonada y un sándwich de tomate en
lugar de los sempiternos huevos con bacón y pan tostado.
Sin embargo, cuando al mediodía llamó por teléfono a varios conocidos, incluida
la marcial Muriel, y descubrió que todos tenían compromisos para el almuerzo, se
sintió llena de tranquila compasión de sí misma y muy consciente de su soledad.
Acurrucada en la cama con papel y lápiz escribió otra vez a Anthony.
A última hora de la tarde recibió de él una carta urgente, echada al correo en
algún pueblo de New Jersey, y lo familiar del estilo, el trasfondo casi audible
de preocupación y descontento, le resultaron tan conocidos que sirvieron para
consolarla. ¿Por qué no? Quizá la disciplina militar endureciera a Anthony y lo
acostumbrara a la idea de trabajar. Gloria estaba totalmente convencida de que
la guerra terminaría antes de que su marido tuviera que luchar, y que mientras
tanto ganarían el pleito y podrían empezar de nuevo, esta vez con una base
distinta. El primer cambio iba a ser un hijo. Era insoportable tener que estar
tan completamente sola.
Transcurrió una semana antes de que Gloria pudiera quedarse en el apartamento
sin echarse a llorar inevitablemente. Parecía haber muy pocas ocupaciones
divertidas en Nueva York. Muriel había sido trasladada a un hospital en New
Jersey y solo se tomaba un descanso en la gran metrópoli cada dos semanas, y
ante aquella defección Gloria llegó a darse cuenta de las pocas amistades que
había hecho en todos sus años en Nueva York. Los hombres que conocía estaban en
el ejército. «¿Hombres que
conocía…?» Más o menos Gloria se había hecho a sí misma la concesión de que
todos los hombres que habían estado enamorados de ella eran amigos suyos. Cada
uno de ellos había manifestado durante un considerable espacio de tiempo que
valoraban su amistad más que ninguna otra cosa en la vida. Pero ahora… ¿dónde
estaban? Por lo menos dos habían muerto, media docena o más se habían casado, y
el resto andaba desperdigado desde Francia hasta las Filipinas. Se preguntó si
alguno de ellos pensaría en ella, y con qué frecuencia, y con qué motivo. La
mayoría se la imaginarían aún como una jovencita de diecisiete abriles, la
sirena adolescente de nueve años antes.
También las chicas se habían ido muy lejos. Gloria nunca había gozado de mucha
popularidad en sus años de estudiante. Era demasiado hermosa, demasiado
perezosa, no suficientemente consciente de ser una chica de Farmover y una
«Futura Esposa y Madre» en perpetuas mayúsculas. Y condiscípulas que nunca
habían sido besadas insinuaban, con expresión ofendida en sus rostros feos y no
particularmente saludables, que Gloria sí lo había sido. Luego aquellas chicas
se habían ido al este o al oeste o al sur, casándose y convirtiéndose en
«gente», y profetizando, si es que profetizaban acerca de Gloria, que terminaría
mal… sin saber que no había finales malos, y que tampoco ellas eran, en
absoluto, dueñas de su destino.
Gloria se estuvo repitiendo los nombres de las personas que habían ido a
visitarlos a la casa gris de Marietta. Por aquel entonces parecía que siempre
estaban acompañados… incluso había llegado a aceptar tácitamente que todos sus
invitados quedaban después ligeramente en deuda con ella. Le debían algo así
como diez dólares morales por cabeza, y si alguna vez lo necesitara podría, por
así decirlo, pedirles un préstamo de aquel capital imaginario. Pero se habían
marchado todos, aventados como la paja, desvaneciéndose misteriosa y sutilmente
en esencia o de hecho.
Para navidades el convencimiento de Gloria de que debería reunirse con Anthony
había vuelto a aparecer, no ya como emoción repentina, sino como necesidad
recurrente. Decidió incluso anunciarle por carta su llegada, pero optó por
posponerlo aconsejada por Mr. Haight, quien casi semanalmente tenía esperanzas
de que se celebrara el juicio ante el tribunal de apelación.
Un día, a principios de enero, cuando Gloria paseaba por la Quinta Avenida,
animada ahora por la presencia de muy distintos uniformes y en la que ondeaban
además las banderas de las naciones virtuosas, se encontró con Rachel Barnes, a
quien no había visto desde hacía casi un año. Incluso Rachel, que había llegado
a hacérsele antipática, era un alivio contra el aburrimiento, y se fueron juntas
al Ritz para tomar el té.
Después del segundo cóctel las dos se entusiasmaron y sintieron una gran
simpatía mutua. Hablaron de sus maridos, Rachel en ese tono de pública
vanagloria con reticencias privadas que las esposas acostumbran a emplear.
—Rodman está en Europa en el Servicio de Intendencia. Es capitán. Quería ir a
toda costa, y no creyó que consiguiera un puesto en ningún otro sitio.
—Anthony está en Infantería. —Aquellas palabras, con la ayuda del cóctel,
hicieron que Gloria sintiera una especie de agradable calor. Con cada sorbo se
acercaba más a un cálido y reconfortante patriotismo.
—Por cierto —dijo Rachel media hora después, cuando se disponían a marcharse—,
¿podrías venir a cenar mañana por la noche? He invitado a dos oficiales
encantadores que están a punto de salir para Europa. Creo que debemos hacer todo
lo posible para que lo pasen bien.
Gloria aceptó con mucho gusto. Apuntó la dirección, reconociendo por el número
de Park Avenue que se trataba de un edificio de apartamentos muy elegante.
—Me alegro muchísimo de haberte visto, Rachel.
—Ha sido estupendo, y yo también tenía muchas ganas de verte.
Con aquellas tres frases, cierta noche en Marietta dos veranos antes, en que
Anthony y Rachel se habían mostrado innecesariamente interesados el uno por el
otro, quedó perdonada: Gloria perdonó a Rachel y Rachel perdonó a Gloria.
También quedó perdonado que Rachel hubiera sido testigo del mayor desastre en la
vida de Mr. y mistress Anthony Patch…
Haciendo concesiones a los acontecimientos, el tiempo sigue su curso.
Los ardides del capitán Collins
Los dos oficiales eran capitanes de una sección de ametralladoras, especialidad
que había llegado a hacerse muy popular. Durante la cena hablaron de sí mismos
con fingida indiferencia como miembros del Club de los Suicidas: en aquellos
días hasta la rama más recóndita de las fuerzas armadas hablaba de sí misma como
el Club de los Suicidas. Uno de los capitanes —el de Rachel, según pudo observar
Gloria era un hombre alto de aire caballuno y unos treinta años de edad, con un
agradable bigote y dientes muy feos. El otro, el capitán Collins, era regordete,
sonrosado y con tendencia a reír a carcajadas cada vez que Gloria lo miraba a
los ojos. Se sintió atraído por ella desde el primer momento y se pasó toda la
cena lanzándole piropos anodinos. Después de la segunda copa de champán, Gloria
decidió que, por primera vez desde hacía meses, lo estaba pasando francamente
bien.
Terminada la cena se sugirió que fueran todos a bailar a algún sitio. Los dos
oficiales se aprovisionaron de botellas de whisky tomadas del aparador de Rachel
—una ley prohibía vender bebidas alcohólicas a las fuerzas armadas—, y así
equipados ejecutaron innumerables fox-trots en varios resplandecientes locales a
lo largo de Broadway, cambiando de pareja de acuerdo con los cánones, mientras
Gloria se comportaba de manera cada vez más ruidosa y le resultaba cada vez más
divertida al capitán de rostro sonrosado, que raras veces dejaba de sonreír
afablemente.
A las once, con gran sorpresa por su parte, Gloria descubrió que era la única
partidaria de continuar la fiesta. Los demás querían volver al apartamento de
Rachel, en busca de más whisky, dijeron. Gloria insistió en que el frasco de
bolsillo del capitán Collins estaba medio lleno —acababa de verlo—, pero al
mirar a Rachel a los ojos vio que le hacía un guiño inconfundible. Un tanto
desconcertada dedujo que su anfitriona quería librarse de los oficiales y
accedió a apretujarse con los demás en un taxi que esperaba fuera.
El capitán Wolf se sentó en el lado izquierdo con Rachel sobre las rodillas. El
capitán Collins se sentó en el centro y, mientras se acomodaba, pasó un brazo
sobre el hombro de Gloria. Durante unos instantes permaneció allí como un peso
muerto para apretarse después como una enredadera. A continuación el capitán se
inclinó hacia ella.
—Es usted increíblemente bonita —susurró.
—Muchas gracias, mi capitán. —Gloria no se sentía ni halagada ni molesta. Antes
de que apareciera Anthony, tantos brazos habían hecho lo mismo que aquella
iniciativa se había convertido en poco más que un gesto, sentimental pero sin
significado.
En la alargada sala de estar de Rachel un fuego sin llamas y dos lámparas con
pantallas de seda color
naranja eran las únicas fuentes de luz, de manera que los rincones estaban
llenos de intensas sombras somnolientas. La anfitriona, moviéndose de un lado
para otro con una holgada bata de gasa decorada con figuras oscuras, parecía
acentuar la atmósfera ya de por sí sensual. Durante un rato estuvieron los
cuatro juntos, probando los sándwiches que les esperaban sobre la mesita de té;
luego Gloria se encontró a solas con el capitán Collins en el sofá más próximo
al fuego; Rachel y el capitán se habían retirado al otro lado de la habitación,
donde conversaban en voz muy baja.
—Me gustaría que no estuviese casada —dijo Collins, el rostro convertido en una
ridícula caricatura de lo que suele entenderse por «expresión de gran seriedad».
—¿Por qué? —Gloria le ofreció un vaso para que se lo llenara.
—No beba más —le suplicó él, frunciendo el entrecejo.
—¿Por qué no?
—Estará usted más atractiva… si no lo hace.
Gloria comprendió de pronto las implicaciones de aquella observación, el
ambiente que el capitán Collins trataba de crear. Sintió deseos de echarse a
reír, pero también se dio cuenta de que no había ninguna razón para hacerlo. Lo
había pasado bien durante toda la noche y no tenía ganas de irse a casa… al
mismo tiempo hería su orgullo ver que se intentaba flirtear con ella a aquel
nivel.
—Haga el favor de servirme — insistió.
—Por favor…
—¡No se ponga ridículo! —exclamó ella con voz crispada.
—Está bien. —El otro cedió con gesto de malhumor.
Luego volvió a rodearla con el brazo y Gloria tampoco protestó. Pero cuando su
sonrosada mejilla se acercó a la suya, ella se apartó.
—Es usted maravillosa —dijo él con aire de quien no sabe qué decir.
Gloria se puso a cantar suavemente, deseando que Collins retirara el brazo. De
repente sus ojos repararon en una escena muy íntima al otro extremo de la
habitación: Rachel y el capitán Wolf estaban enfrascados en un larguísimo beso.
Gloria se estremeció levemente, sin saber muy bien por qué… El rostro sonrosado
se aproximaba otra vez.
—No debiera mirarlos a ellos —susurró el capitán Collins. Casi inmediatamente la
rodeó también con el otro brazo… y sintió su aliento en la mejilla. De nuevo el
sentimiento del ridículo triunfó sobre la repugnancia, y su risa fue un arma que
no necesitó del filo de las palabras.
—Creía que era usted una persona sin problemas —estaba diciendo él.
—¿Qué es una persona sin problemas?
—Bueno, una persona a la que le gusta… disfrutar de la vida.
—¿Hay mucha gente que considere besarle a usted una ocupación agradable?
La conversación quedó interrumpida al aparecer repentinamente delante de ellos
Rachel y el capitán Wolf.
—Es tarde, Gloria —dijo Rachel, arrebolada y con el pelo en desorden—. Será
mejor que te quedes aquí a pasar la noche.
Por un instante Gloria pensó que su antigua amiga iba a despedir a los
oficiales. Luego se dio cuenta de lo que pasaba, y al entenderlo, se puso en pie
con el aire más indiferente que le fue posible.
Sin percatarse, Rachel continuó:
—Puedes quedarte en la habitación inmediata a esta. Te prestaré todo lo que
necesites.
Los ojos de Collins se volvieron tan implorantes como los de un perro; el brazo
del capitán Wolf estaba instalado con toda familiaridad alrededor de la cintura
de Rachel; todos esperaban.
Pero la tentación de la promiscuidad, pintoresca, mudable, laberíntica, e
incluso un poco odorífera y rancia, no presentaba atractivo ni promesa alguna
para Gloria. Si lo hubiese deseado se habría quedado, sin dudas ni
remordimientos; pero dadas sus inclinaciones, pudo enfrentarse sin perder la
calma con los tres pares de hostiles y ofendidos ojos que la siguieron hasta el
vestíbulo con forzada cortesía y palabras vacías.
«Ni siquiera ha tenido la decencia de ofrecerse a acompañarme a casa —pensó
Gloria, ya en el taxi;
y luego, con repentina oleada de resentimiento—: ¡No es posible comportarse de
manera más vulgar!»
Caballerosidad
En febrero Gloria tuvo una experiencia completamente distinta. Tudor Baird, un
antiguo pretendiente suyo, con quien en cierta ocasión había estado
completamente decidida a casarse, apareció por Nueva York en calidad de miembro
del Ejército del Aire y se presentó a verla. Fueron varias veces al teatro y, en
menos de una semana, con gran satisfacción de Gloria, Tudor estaba tan enamorado
de ella como siempre. Ella lo provocó de manera deliberada, dándose cuenta
demasiado tarde de que le había hecho una mala jugada. Llegó un momento en que,
cada vez que salían juntos, él se limitaba a estar en silencio a su lado,
sintiéndose muy desgraciado.
Miembro de Scroll and Keys en la universidad de Yale, Tudor Baird poseía la
discreción de todo «buen chico», las nociones correctas de caballerosidad y
noblesse obligue —y, por supuesto aunque desgraciadamente, los prejuicios
correctos y la correcta falta de ideas—, rasgos todos que Anthony había enseñado
a Gloria a despreciar pero que, sin embargo, ella más bien admiraba. A
diferencia de la mayoría de los de su tipo, Gloria no encontraba que fuese un
pelmazo. Tudor Baird era bien parecido, ingenioso sin pasarse de la raya, y
cuando estaba con él Gloria sentía que debido a alguna cualidad que poseía
—llámesela estupidez, lealtad, sentimentalismo, o algo no tan claramente
definido como cualquiera de esas tres cosas— habría hecho siempre todo lo que
estuviera en su mano para complacerla.
Esto se lo dijo a ella, además de otras cosas, de forma muy correcta y con una
actitud solemne y varonil que ocultaba un auténtico sufrimiento. Sin estar
enamorada en absoluto, Gloria se compadeció de él y una noche lo besó
sentimentalmente porque era encantador, reliquia de una generación a punto de
desaparecer que había vivido una ilusión absurda y elegante al mismo tiempo y
que estaba siendo sustituida por otros estúpidos mucho menos caballerosos.
Después se alegró de haberlo besado, porque al día siguiente, cuando su avión
descendió mil quinientos pies en Mineola, una pieza de un motor le atravesó el
corazón.
Soledad de Gloria
Al informarla Mr. Haight de que el juicio no se celebraría hasta el otoño,
Gloria decidió trabajar en el cine sin decírselo a Anthony. Cuando viera su
éxito, tanto artístico como financiero, cuando viera que podía conseguir lo que
quisiese de Joseph Bloeckman, sin entregar nada a cambio, desaparecerían sus
estúpidos prejuicios. Se pasó despierta media noche planeando su carrera y
disfrutando anticipadamente de sus éxitos, y a la mañana siguiente llamó por
teléfono a Films Par Excellence. Mr. Bloeckman estaba en Europa.
Pero esta vez la idea había hecho presa en ella con tanta fuerza que decidió
recorrer las agencias de colocaciones relacionadas con la industria
cinematográfica. Como ya había sucedido muchas otras veces, su sentido del
olfato tuvo un efecto muy adverso sobre sus buenas intenciones. La agencia que
visitó olía como si llevase muchísimo tiempo muerta. Esperó cinco minutos
mientras examinaba a sus poco atractivos competidores, y luego se dirigió a buen
paso a los rincones más apartados de Central Park, quedándose allí tanto tiempo
que se enfrió. Estaba tratando de airear su traje de calle para que
desapareciera el aroma de la agencia de colocaciones.
En primavera empezó a comprender por las cartas de Anthony —no se trataba de
ninguna en particular, sino de su efecto acumulativo— que su marido no quería
que fuese al sur. Excusas que parecían obsesionarla por su misma insuficiencia
volvían a aparecer de manera muy curiosa en su correspondencia con regularidad
freudiana. Las incluía en cada carta como si temiera haberlas olvidado en la
anterior, como si fuera vitalmente necesario convencer a Gloria con ellas. Y la
costumbre de sazonar sus cartas con diminutivos afectuosos empezó a convertirse
en algo mecánico y desprovisto de espontaneidad: casi dando la impresión de que
después de terminar cada misiva, la revisaba y procedía a añadirlos como si se
tratara de epigramas en una obra de Oscar Wilde. Gloria llegaba precipitadamente
a la solución de aquel misterio para rechazarla enseguida, y se enfadaba y
deprimía alternativamente… hasta que por fin decidió —llena de dignidad— ignorar
por completo todo el asunto, permitiendo que una creciente frialdad hiciese
aparición en su lado de la correspondencia.
Durante los últimos meses Gloria había encontrado un buen número de actividades
con que ocupar su tiempo. Varios aviadores que conociera a través de Tudor Baird
vinieron a Nueva York para verla y también aparecieron dos de sus antiguos
pretendientes, destinados en Camp Dix. A medida que aquellos hombres salían para
Europa, hacían entrega —por así decirlo— de Gloria a sus amigos. Pero después de
otra experiencia bastante desagradable con un capitán Collins en potencia,
mistress Patch dejó perfectamente claro que, cuando alguien le era presentado,
la persona en cuestión debía poseer una información fidedigna sobre su estado
civil y sobre sus intenciones personales.
Al llegar el verano, Gloria se dedicó, igual que Anthony, a repasar la lista de
bajas entre la oficialidad, descubriendo una especie de melancólico placer en
enterarse de la muerte de alguien con quien una vez bailara un cotillón y en
reconocer por sus nombres a los hermanos más jóvenes de antiguos pretendientes
suyos, pensando, a medida que progresaba la ofensiva hacia París, que allí,
finalmente, el mundo se encaminaba a su inevitable y bien merecida destrucción.
Cumplió los veintisiete sin apenas darse cuenta de ello. Años antes le había
asustado mucho llegar a los veinte, y también, hasta cierto punto, alcanzar los
veintiséis; pero en esta ocasión se miró en el espejo con tranquila
autocomplacencia al comprobar la lozanía de su cutis y descubrir en su figura la
misma esbeltez y aire juvenil que en otros tiempos.
Se esforzó por no pensar en Anthony. Era como si escribiera a un extraño. Les
dijo a sus amigos que lo habían nombrado cabo y le molestó que se mostraran muy
poco impresionados, aunque lo hicieran
con mucha cortesía. Una noche lloró porque Anthony le daba mucha pena (a poco
dispuesto que se hubiese mostrado, Gloria habría cogido sin vacilar el primer
tren); fueran cuales fuesen sus actividades, necesitaba que alguien se cuidara
de él espiritualmente, y ella sentía que ahora estaba en condiciones de ocuparse
incluso de aquello. Últimamente, sin el desgaste continuo de fortaleza moral que
Anthony suponía, Gloria se encontraba maravillosamente revitalizada. Antes de
que su marido se fuese, ella se había sentido inclinada, por simple asociación
con él, a cavilar sobre sus oportunidades perdidas; ahora volvía a su estado de
ánimo normal, sintiéndose fuerte y desdeñosa, dispuesta a existir cada día
pensando únicamente en el valor del momento presente. Se compró una muñeca y la
vistió; una semana lloró con Ethan Fromer: la siguiente disfrutó con algunas
novelas de Galsworthy, que le gustaba por su capacidad de recrear, mediante un
salto en la oscuridad, esa ilusión del romántico amor juvenil que las mujeres
buscan eternamente en el futuro y en el pasado.
En octubre las cartas de Anthony se multiplicaron, haciéndose casi frenéticas;
después cesaron repentinamente. Durante un angustioso mes Gloria necesitó de
toda su capacidad de autocontrol para no ponerse inmediatamente en camino hacia
Mississippi. Luego un telegrama le explicó que su marido había estado en el
hospital y que probablemente se hallaría de vuelta en Nueva York antes de diez
días. Como una figura de un sueño Anthony volvió a su vida a través de la sala
de baile aquella noche de noviembre… y durante largas horas, llenas de una
alegría que le era muy familiar, Gloria lo retuvo contra su pecho, acariciando
una ilusión de felicidad y de seguridad que había llegado a convencerse de que
nunca más poseería.
La derrota de los generales
Al cabo de una semana el regimiento de Anthony volvió al campamento de
Mississippi para proceder allí a su licenciamiento. Los oficiales se encerraron
en los compartimientos de los coches salón y se bebieron el whisky que habían
comprado en Nueva York, y en los vagones de tercera los soldados se
emborracharon también todo lo que pudieron… y cada vez que el tren se detenía en
un pueblo fingían que acababan de volver de Francia, donde prácticamente habían
acabado con el ejército alemán. Como todos llevaban los gorros que se usaban en
Europa y aseguraban que no habían tenido tiempo de que les cosieran los galones
dorados de los veteranos, los campesinos de la costa estaban muy impresionados y
les preguntaban si les gustaban las trincheras, a lo que los otros replicaban
con exclamaciones admirativas, fuerte chasquear de lenguas y violentos
movimientos de cabeza. Alguien cogió un trozo de tiza y garrapateó en la pared
del tren: «Hemos ganado la guerra y ahora volvemos a casa»; los oficiales se
rieron al verlo y lo dejaron estar. Todos procuraban obtener la mayor
satisfacción posible de aquel ignominioso regreso.
Mientras traqueteaban en dirección al campamento, Anthony estaba intranquilo
pensando en encontrar a Dot esperándolo pacientemente en la estación. Con gran
alivio por su parte ni la vio ni oyó nada acerca de ella y, convencido de que si
estuviera aún en la ciudad habría tratado, sin duda alguna, de ponerse en
contacto con él, llegó a la conclusión de que se había ido; dónde, ni lo sabía
ni le interesaba. Solo quería volver con Gloria: Gloria renacida y
maravillosamente viva. Cuando finalmente lo licenciaron, abandonó el campamento
en las entrañas de un enorme camión con un grupo de soldados que vitorearon de
manera tolerante, casi sentimental, a sus oficiales, y en especial al capitán
Dunning. El capitán, por su parte, les había hablado, con lágrimas en los ojos,
de la diversión, etc., del trabajo, etc., del tiempo no malgastado, etc., y del
deber, etc. Todo muy aburrido y muy humano; después de escucharle, Anthony, con
la mente revitalizada por su semana de estancia en Nueva York, reafirmó su
profundo odio a la profesión militar y todo lo que implicaba. Dos de cada tres
oficiales profesionales
creían, en su corazón infantil, que las guerras se hacían para los ejércitos y
no los ejércitos para las guerras. Se alegró de ver al general y a otros jefes
cabalgar desolados por el campamento vacío, privados de mando. Se alegró de oír
a los hombres de su compañía reír despectivamente ante los alicientes que se les
ofrecían para que se quedaran en el ejército. Estudiarían en «escuelas». Él
sabía lo que eran aquellas «escuelas».
Dos días después estaba con Gloria en Nueva York.
Otro invierno
Un día de febrero a última hora de la tarde Anthony regresó al apartamento y
después de cruzar a tientas el vestíbulo, que se quedaba completamente a oscuras
durante los crepúsculos invernales, encontró a Gloria sentada junto a la
ventana. Ella se volvió al entrar él.
—¿Qué tenía que decirte Mr. Haight? — preguntó apáticamente.
—Nada —respondió él—, lo mismo de siempre. Quizá el mes que viene.
Gloria lo miró detenidamente; su oído acostumbrado a la voz de Anthony captaba
la menor torpeza en la pronunciación.
—Has estado bebiendo —hizo notar con frialdad.
—Un par de copas.
—Ah.
Anthony bostezó, sentado en el sillón, y se produjo un momento de silencio.
Luego Gloria preguntó de repente:
—¿Has ido a ver a Mr. Haight? Dime la verdad.
—No. —Anthony sonrió débilmente—. En realidad no he tenido tiempo.
—Suponía que no habías ido… Mandó a buscarte.
—Me da lo mismo. Estoy harto de esperar en su despacho. Cualquiera pensaría que
me está haciendo un favor. — Miró a Gloria como si esperara apoyo moral, pero
ella había vuelto a su contemplación del dudoso y poco atractivo exterior—. Hoy
me siento bastante cansado de la vida — prosiguió él, a título de ensayo. Pero
Gloria no dijo nada—. Me encontré a un tipo y estuvimos hablando en el bar del
Biltmore.
De repente el crepúsculo se había convertido en noche, pero ninguno de los dos
hizo intención de encender las luces. Perdidos en Dios sabe qué meditaciones,
siguieron allí hasta que la aparición de unos copos de nieve arrancó un lánguido
suspiro de labios de Gloria.
—¿Qué has hecho tú? —preguntó él, encontrando agobiante el silencio.
—Leer una revista… llena de estúpidos artículos escritos por prósperos autores
sobre lo terrible que es para la gente pobre comprar camisas de seda. Y,
mientras estaba leyendo, solo podía pensar en lo mucho que me apetece tener un
abrigo de piel de ardilla… y en que no podemos permitírnoslo.
—Sí que podemos.
—Por supuesto que no.
—¡Claro que sí! Si quieres un abrigo de ardilla, lo tendrás.
La voz de Gloria, al atravesar la oscuridad, encerraba una implicación de
menosprecio.
—¿Quieres decir que podemos vender otro bono?
—Si es necesario. No quiero que te prives de nada. Aunque hemos gastado mucho
desde mi vuelta.
—¡Cállate, anda! —dijo ella muy irritada.
—¿Por qué?
—Porque estoy cansada de oírte hablar de lo que nos hemos gastado o de lo que
hemos hecho. Volviste hace dos meses y desde entonces hemos estado en alguna
fiesta prácticamente todas las noches. Los dos queríamos ir y hemos ido. ¿Acaso
me has oído quejarme? Pero todo lo que sabes hacer tú es gemir y gemir. Ya no me
importa nada lo que hagamos o lo que sea de nosotros y por lo menos soy
coherente conmigo misma. Pero no estoy dispuesta a tolerar tus quejas ni tus
aullidos calamitosos…
—A veces tú tampoco estás muy agradable, no sé si lo sabes.
—No tengo ninguna obligación de estarlo. Tú no haces el menor esfuerzo por
cambiar las cosas.
—Pero yo estoy…
—¡Vaya! Juraría que eso ya lo he oído antes. Esta mañana dijiste que no
volverías a probar una gota de alcohol hasta que tuvieras un empleo. Y ni
siquiera has tenido el coraje suficiente para ir a ver a Mr. Haight cuando te ha
mandado llamar para hablar del juicio.
Anthony se puso en pie y encendió la luz.
—¡Escúchame! —exclamó, parpadeando—, me estoy cansando de esa lengua tan afilada
que tienes.
—Bueno, ¿y qué vas a hacer para evitarlo?
—¿Crees que yo me siento particularmente feliz? —continuó él, ignorando su
pregunta—. ¿Crees que no sé que no estamos viviendo como debiéramos?
En un instante Gloria estuvo en pie junto a él, temblando.
—¡No voy a aguantarlo! —estalló—. ¡Note permito que me sermonees! ¡Tú y tus
sufrimientos! ¡No eres más que un pobre desgraciado y siempre lo has sido!
Se contemplaron el uno al otro estúpidamente, ambos incapaces de causar la menor
impresión en el otro, los dos tremenda, dolorosamente aburridos. Luego Gloria se
fue al dormitorio y cerró la puerta tras de sí.
El regreso de Anthony había traído otra vez a primer término todas las
exasperaciones de antes de la guerra. Los precios subían de manera alarmante y
el matrimonio veía sus ingresos reducidos a poco más de la mitad de lo que eran
al principio. Estaban los elevados honorarios de Mr. Haight; estaban los valores
comprados a cien, y que ahora habían bajado a treinta o cuarenta, y otras
inversiones que no producían nada en absoluto. Durante la primavera anterior
Gloria se había visto ante la alternativa de dejar el apartamento o firmar un
contrato por un año a doscientos veinticinco dólares al mes. Había tenido que
firmarlo. Inevitablemente, a medida que la necesidad de economizar aumentaba,
descubrían que como pareja estaban totalmente incapacitados para ahorrar.
Acababan recurriendo a la antigua estrategia de las mentiras. Cansados de su
ineptitud, charlaban de lo que harían… mañana, de cómo
«dejarían de ir a fiestas» y de cómo Anthony se pondría a trabajar. Pero cuando
oscurecía, Gloria, acostumbrada a tener compromisos todas las noches, se sentía
una vez más invadida por el antiguo desasosiego. Se quedaba de pie en el umbral
del dormitorio, mordiéndose furiosamente las uñas, y, a veces, mirando a Anthony
a los ojos cuando su marido levantaba la vista del libro. Luego sonaba el
teléfono y sus nervios se distendían, y lo contestaba con mal disimulada avidez.
Alguien venía «tan solo por unos minutos»… y había que incurrir una vez más en
el cansancio que provoca el fingimiento, tenía que hacer su aparición el carrito
de las bebidas alcohólicas, producirse la revitalización de sus espíritus
agotados… y, más tarde, el despertar como punto central de la noche insomne por
la que deambulaban.
A medida que transcurría el invierno con los desfiles por la Quinta Avenida de
las tropas que regresaban de Europa, se fueron dando cuenta cada vez con más
claridad de que desde la vuelta de Anthony sus relaciones habían cambiado por
completo. Después de aquel renacer de ternura y de pasión los dos habían
regresado a un sueño solitario no compartido por el otro, y las manifestaciones
de afecto que se dirigían pasaban, al parecer, de un corazón vacío a otro,
reflejando sordamente la desaparición de lo que sabían definitivamente perdido.
Anthony había vuelto a recorrer los periódicos metropolitanos y una vez más se
había visto rechazado por una mezcla heterogénea de botones, telefonistas y
redactores de noticias locales. La consigna era: «Reservamos las vacantes que
pueda haber para nuestros empleados que todavía están en Francia». Luego, a
últimos de marzo, Anthony se fijó en un anuncio del periódico de la mañana, y
encontró así finalmente la apariencia de una ocupación.
¡¡¡USTED ES CAPAZ DE VENDER!!!
¿Por qué no ganar dinero mientras aprende?
Los ingresos de nuestros vendedores oscilan entre 50 y 200 $ a la semana. A
continuación venía una dirección en Madison Avenue, y la una de la tarde como
hora de reunión.
Gloria, al mirar por encima del hombro de Anthony, después de uno de sus usuales
desayunos tardíos, vio que su marido estaba examinando el anuncio, aunque sin
especial interés.
—¿Por qué no lo intentas? —le sugirió.
—No es más que una de esas engañifas absurdas. —Quizá no lo sea. Al menos te
servirá de experiencia.
Ante su insistencia, Anthony apareció a la una en la dirección indicada, y se
encontró formando parte de una mezcolanza de hombres que esperaban delante de la
puerta. La diversidad era considerable, desde un botones que estaba a todas
luces malgastando sus horas de trabajo, hasta un sujeto inmemorial con un cuerpo
tan lleno de nudosidades como su bastón. Algunos de los hombres tenían muy mal
aspecto, con mejillas hundidas y ojos hinchados y enrojecidos; otros eran
jóvenes, posiblemente estudiantes de bachillerato. Después de un cuarto de hora
de apreturas en los que se contemplaron unos a otros con apática desconfianza,
apareció un joven y elegante guía, de traje muy ajustado, y modales de ayudante
de rector, que los condujo escaleras arriba a una habitación muy amplia que
parecía un aula y contenía innumerables pupitres. Allí los futuros vendedores se
sentaron… y siguieron esperando. Después de cierto tiempo un estrado al fondo de
la sala quedó oscurecido por la presencia de media docena de hombres serios y al
mismo tiempo llenos de vivacidad que, con una sola excepción, tomaron asiento
formando un semicírculo, de cara al público.
La excepción era el hombre más serio, más enérgico y más joven de todos, que
avanzó hasta situarse en la parte delantera del estrado. El público lo examinó
esperanzadamente. Era más bien pequeño y bastante guapo, con un atractivo de
tipo más comercial que dramático. Tenía cejas rubias, rectas y muy pobladas y
unos ojos que resultaban casi escandalosamente honrados y, al llegar al borde de
su tribuna, pareció arrojar aquellos ojos en medio del público, alzando
simultáneamente un brazo con dos dedos extendidos. Luego, mientras se balanceaba
hasta conseguir una posición de equilibrio, un silencio expectante se apoderó de
la sala. Con gran aplomo, el joven había conseguido despertar el interés de sus
oyentes, y sus palabras, cuando comenzó a hablar, estaban llenas de firmeza y de
confianza y muy en la escuela de «ir al grano directamente».
—¡Amigos! —empezó, e hizo una pausa. La palabra murió con un eco muy prolongado
en el fondo de la sala, mientras los rostros que lo contemplaban —esperanzados,
cínicos, cansados— manifestaban todos el mismo interés, la misma atención.
Seiscientos ojos se alzaron ligeramente. Con una entonación monótona que recordó
a Anthony el ruido sordo de las bolas al rodar en una bolera, el orador se lanzó
de cabeza al mar de las explicaciones.
—En esta soleada y radiante mañana habéis abierto vuestro periódico favorito y
os habéis encontrado con un anuncio en el que se decía con toda sencillez y sin
adornos de ninguna clase que sois capaces de vender. Eso era todo lo que el
anuncio decía: no hablaba de «qué», ni decía «cómo», ni explicaba «por qué». Se
limitaba a hacer una sola afirmación: que tú, y tú, y tú — señalando
sucesivamente con el dedo a varios de sus oyentes— podéis vender. Ahora bien, mi
tarea no es hacer unos triunfadores de vosotros, porque todos los hombres nacen
triunfadores, y son ellos mismos quienes se convierten en fracasados; tampoco
consiste en que os enseñe a hablar, porque todos los hombres son oradores por
naturaleza y solo ellos mismos destruyen su facilidad de palabra; mi tarea es
deciros una sola cosa de manera que no os quede la menor duda acerca de ello: y
lo que tengo que deciros es que tú, y tú, y tú tenéis derecho a una herencia de
dinero y prosperidad que está esperando tan solo a que aparezcáis y la
reclaméis.
Al llegar a este punto un irlandés de aspecto taciturno se levantó de su
pupitre, cerca del fondo del salón, y se marchó.
—Ese hombre ha decidido ir a buscarla en el bar de la esquina (risas). No la
encontrará allí. Hubo un tiempo en que yo también la buscaba en ese sitio
(risas), pero eso fue antes de que hiciera lo que cada uno de vosotros, amigos
míos, tanto si sois jóvenes como si sois viejos, tanto si sois pobres como si
sois ricos (débil murmullo de risas irónicas), podéis hacer. ¡Fue antes de
encontrarme a mí mismo!
»Me pregunto si alguno de vosotros sabe qué es una Charla con el corazón en la
mano. Una Charla con el corazón en la mano es un librito en el que, hace cosa de
cinco años, empecé a escribir lo que, según había ido descubriendo, eran las
razones principales del fracaso de un hombre y también las principales razones
de su éxito… desde John D. Rockefeller hasta John D. Napoleon (risas), e incluso
antes, en los días en que Abel vendió su derecho de primogenitura por un plato
de lentejas. Ahora existen ya un centenar de estas Charlas con el corazón en la
mano. A aquellos de vosotros que sois sinceros, que estáis interesados en
nuestra proposición, y, sobre todo, a los que no os satisface cómo os van las
cosas en el momento actual, se os entregará una de las «Charlas» cuando salgáis
dentro de un rato por esa puerta para que os la llevéis a casa.
»Aquí en mi bolsillo tengo cuatro cartas sobre Charlas con el corazón en la mano
que acabo de recibir. Los nombres de las personas que firman estas cartas son
conocidos en todos los hogares de
Estados Unidos. Escuchad esta que viene de Detroit: Querido Mr. Carleton:
Quiero encargar tres mil ejemplares más de «Charlas con el corazón en la mano»
para distribuirlos entre mis vendedores. Sus libritos han logrado hacerles
rendir más en su trabajo que cualquier incentivo en metálico. Yo los leo
constantemente y deseo sinceramente felicitarlo por haber llegado a la raíz del
mayor problema con que se enfrenta hoy nuestra generación: el problema de cómo
vender. La base
sobre la que descansa este país es el problema de cómo vender. Reiterándole mis
felicitaciones, me pongo cordialmente a su disposición.
HENRY W. TERRAL El orador pronunció el nombre del autor de la carta con tres
largos y resonantes alaridos triunfales,
seguidos de una pausa para que produjera el deseado efecto mágico. Luego leyó
otras dos cartas, una de un fabricante de aspiradoras y otra del presidente de
la Great Northern Doily Company.
—Y ahora —siguió después—, voy a deciros en pocas palabras la proposición que se
os va a hacer a aquellos de vosotros que tengáis la actitud correcta. Explicada
con toda sencillez, es la siguiente: «Charlas con el corazón en la mano» se ha
constituido legalmente como una compañía, y ¡vamos a poner estos libritos en las
manos de todas las grandes organizaciones comerciales, de todos los vendedores y
de todos los hombres que saben (no digo «creen», digo «saben») que son capaces
de vender! Estamos ofreciendo en el mercado parte de las acciones de la empresa
Charlas con el corazón en la mano, y para que la distribución resulte lo más
amplia posible, y también para que podamos ofrecer un ejemplo vivo, concreto, en
carne y hueso, de lo que es el arte de vender, o más bien de lo que puede ser,
vamos a loros a aquellos de vosotros que seáis las personas idóneas una
oportunidad de vender estos valores. Ahora bien, no me importa lo que hayáis
tratado de vender antes ni cómo hayáis tratado de hacerlo. Tampoco importa la
edad que tengáis. Yo solo quiero saber dos cosas: primera, ¿quieres tener
éxito?, y, segunda, ¿vas a trabajar para alcanzarlo?
»Yo me llamo Sammy Carleton, no «Mr.» Carleton, Sammy simplemente. Soy una
persona práctica y no me gusta darme aires. Quiero que me llaméis Sammy.
»Esto es todo lo que voy a deciros por hoy. Mañana quiero que aquellos de entre
vosotros que hayáis meditado sobre todo esto y hayáis leído el ejemplar de
Charlas con el corazón en la mano que se os va a dar a la salida, volváis a esta
misma habitación a la misma hora, para que entremos más a fondo en la
proposición que os voy a hacer y os explique mis descubrimientos sobre los
factores del éxito. ¡Voy a haceros sentir que tú, y tú, y tú sois capaces de
vender!
La voz de Mr. Carleton vibró por un momento a través de la sala y luego se
desvaneció. Acompañado por el resonar de muchos pies sobre el suelo, Anthony se
vio empujado hacia la salida con el resto del grupo.
Más aventuras con «Charlas con el corazón en la mano»
Sazonándolo con risas irónicas, Anthony hizo a Gloria el relato de su aventura
comercial. Pero ella lo escuchó sin dar indicios de encontrarla divertida.
—¿Vas a renunciar una vez más? —le preguntó fríamente. —¡No esperarás que…!
—Nunca he esperado nada de ti. Anthony vaciló.
—Bueno, no veo la menor ventaja en enfermar de risa con semejante asunto. Si hay
algo más viejo que esa historia tan vieja es el nuevo truco para ponerla al día.
Fue necesaria una asombrosa cantidad de energía moral por parte de Gloria para
conseguir que Anthony volviera y, cuando se presentó al día siguiente, un tanto
deprimido por la lectura de las inmemoriales perogrulladas caprichosamente
expuestas en «Charlas con el corazón en la mano sobre la ambición», halló que
solo cincuenta de los primitivos trescientos estaban aguardando la aparición del
atractivo y entusiasta Sammy Carleton. En aquella ocasión las dotes de
entusiasmo y persuasión de Mr. Carleton se consagraron a elucidar un magnífico
tema teórico: cómo vender. Parecía ser que el método adecuado no era formular la
propuesta y decir luego «Y ahora, ¿comprará usted?»; aquel, desde luego, no era
el sistema, ¡ni mucho menos! El sistema era formular la propuesta y luego,
después de haber agotado completamente al adversario, hacer uso del imperativo
categórico: «¡Vamos a ver! He gastado mi tiempo con usted explicándole este
asunto. Ha aceptado usted mis razonamientos. Todo lo que me queda por
preguntarle es: ¿cuántas va a comprar?».
Mientras Mr. Carleton acumulaba afirmaciones una encima de otra, Anthony empezó
a sentir una especie de hastiada confianza en él. Aquel hombre parecía saber de
qué estaba hablando. Indudablemente próspero, se había elevado lo suficiente
como para instruir a otros. A Anthony no se le ocurrió que el tipo de hombre que
alcanza el éxito comercial raras veces sabe cómo o por qué, y que si, como en el
caso de su abuelo, le atribuye unas razones, son generalmente inexactas y
absurdas.
Anthony se fijó en que, de los numerosos ancianos que habían respondido al
anuncio original, solo dos habían vuelto, y que entre los treinta y tantos
reunidos el tercer día para recibir de Mr. Carleton las definitivas
instrucciones sobre cómo vender, solo se divisaba ya una cabeza gris. Aquellos
treinta eran conversos entusiastas; iban siguiendo con los labios los
movimientos de la boca de Mr. Carleton; se balanceaban en los asientos
inflamados de celo, y en los momentos de descanso durante la exposición hablaban
entre sí con tensos murmullos aprobatorios. Sin embargo, de los pocos escogidos
que, según palabras de Mr. Carleton, «estaban decididos a alcanzar la recompensa
que en estricta justicia les pertenecía», menos de media docena llegaban a
combinar un mínimo de aceptable apariencia personal con el gran don de «ser
agresivos». Pero a todos se les dijo que eran agresivos por naturaleza: lo único
necesario era que creyeran con una especie de pasión salvaje en lo que estaban
vendiendo. Mr. Carleton llegó incluso a sugerir que, si era posible, compraran
ellos mismos algunos valores, para dar mayor peso a su propia sinceridad.
Fue así como, al quinto día, Anthony se lanzó a la calle con toda la sensación
de ser un hombre buscado por la policía. Actuando de acuerdo con las
instrucciones recibidas, eligió un edificio para oficinas de muchos pisos, con
el fin de subir hasta el ático e ir después descendiendo y llamando a todas las
puertas con letrero. Pero en el último momento tuvo dudas. Quizá fuese más
factible aclimatarse a la helada atmósfera que sin duda le esperaba,
intentándolo primero en unas cuantas oficinas de, pongamos por caso, Madison
Avenue. Anthony se dirigió a una galería ocupada al parecer por personas
semiprósperas, y al ver un letrero que decía «Percy B. Weatherbee, arquitecto»,
abrió la puerta heroicamente y entró. Una joven muy estirada alzó los ojos
inquisitivamente.
—¿Puedo ver a Mr. Weatherbee?
—Anthony se preguntó si le temblaba la voz.
La muchacha puso una mano vacilante sobre el teléfono interior.
—¿Su nombre, por favor?
—No sabe… quién soy. Mi nombre no le diría nada.
—¿Por qué quiere hablar con él? ¿Es usted un agente de seguros?
—¡No, no, nada de eso! —denegó Anthony apresuradamente—. Claro que no. Se trata
de… se trata de un asunto personal. —Se preguntó si era aquello lo que debería
haber dicho. ¡Parecía todo tan sencillo cuando Mr. Carleton había ordenado a su
rebaño!
«¡No permitáis que os impidan entrar!. ¡Hacedles ver que estáis decididos a
hablar con ellos, y os escucharán!».
La muchacha sucumbió ante el agradable y melancólico rostro de Anthony, y un
momento después la puerta de la habitación interior se abría para dar paso a un
hombre alto, de pelo muy brillante, que andaba con los pies vueltos hacia fuera,
y que se acercó a Anthony con mal disimulada impaciencia.
—¿Quería usted verme por un asunto personal?
Anthony sintió miedo.
—Quería hablar con usted —dijo con tono desafiarte.
—¿Sobre qué?
—Necesitaré algún tiempo para explicárselo.
—Bien, ¿de qué se trata? —La voz de Mr. Weatherbee indicaba una creciente
irritación.
Entonces Anthony, esforzándose con cada palabra y con cada sílaba, empezó:
—No sé si ha oído usted hablar alguna vez de una serie de panfletos titulados
«Charlas con el corazón en la mano»…
—¡Dios santo! —exclamó Percy B. Weatherbee, arquitecto—. ¿Está usted tratando de
llegarme al corazón?
—No, le estoy hablando de un negocio. «Charlas con el corazón en la mano» se ha
constituido en sociedad y hemos puesto algunas participaciones en el mercado…
Su voz fue apagándose lentamente, hostigada por la mirada, fija y desdeñosa, de
su reacia presa. Siguió luchando por espacio de un minuto más, cada vez más
avergonzado, enredándose con sus propias palabras, sintiendo que se le escapaba
la confianza en grandes bascas progresivas que parecían expulsar secciones de su
propio cuerpo. Casi misericordiosamente, Percy B. Weatherbee, arquitecto, puso
fin a la entrevista.
—¡Santo cielo! —exclamó muy molesto—, ¡y a esto le llama usted un asunto
personal! — Moviéndose con rapidez, regresó a su despacho dando un portazo. Sin
atreverse a mirar a la secretaria, Anthony abandonó la habitación de alguna
vergonzosa y misteriosa manera. Sudando profusamente se quedó inmóvil en el
vestíbulo preguntándose por qué no venían inmediatamente a detenerlo; en cada
mirada de refilón descubría infaliblemente una mirada de menosprecio.
Al cabo de una hora y con la ayuda de dos whiskies dobles consiguió decidirse a
intentarlo de nuevo. Entró en la tienda de un fontanero, pero nada más mencionar
de qué se trataba, el fontanero empezó a ponerse el abrigo con muchas prisas,
anunciando malhumoradamente que tenía que irse a comer. Anthony hizo notar
cortésmente que era inútil tratar de vender algo a una persona cuando estaba
hambrienta, y el fontanero se mostró completamente de acuerdo.
Este episodio animó a Anthony; trató de creer que por lo menos el fontanero le
hubiese escuchado de no mediar aquel almuerzo.
Ignorando unos cuantos bazares resplandecientes de aspecto formidable, Anthony
entró en una tienda de ultramarinos. Un locuaz propietario le informó de que
antes de comprar ningún valor quería ver qué efectos tenía el armisticio sobre
el mercado bursátil. Al joven Patch esto le pareció casi una injusticia. En la
Utopía del Vendedor de Mr. Carleton la única razón que los posibles compradores
daban para no comprar valores eran sus dudas de que se tratase de una inversión
prometedora. Las personas con esa disposición eran —a todas luces— presas casi
ridículamente fáciles, a las que simplemente se abatía con la juiciosa
aplicación de los correctos argumentos mercantiles. Pero estos otros… ¡el
problema era que no tenían intención de comprar nada en absoluto!
Anthony se tomó varios whiskies más antes de abordar a su cuarto hombre, un
corredor de fincas; sin embargo, el joven Patch fue derribado con un golpe tan
decisivo como un silogismo. El corredor de fincas dijo que tenía tres hermanos
en el negocio de las inversiones. Viéndose ya en el desagradable papel de
destructor de hogares, Anthony presentó sus disculpas y salió del despacho.
Después de tomarse otro whisky, se le ocurrió el brillante plan de vender los
valores a los dueños de los bares de Lexington Avenue. Esto le llevó horas,
porque era necesario tomarse varias copas en cada sitio para conseguir que el
propietario se colocara en la apropiada situación anímica para hablar de
negocios. Pero todos ellos arguyeron unánimemente que si tuvieran dinero para
comprar bonos no estarían atendiendo el mostrador de un bar. Era como si se
hubiesen reunido previamente y acordado responder de la misma manera. A medida
que se aproximaban las cinco de la tarde —unas cinco de la tarde de oscuridad y
acumulación de whiskies—, Anthony descubrió que sus interlocutores estaban
desarrollando una tendencia aún más molesta a tomarse en broma sus proposiciones
financieras.
Por consiguiente, al dar las cinco, con un tremendo esfuerzo de concentración,
Anthony decidió diversificar el abanico de posibles compradores. Eligió una
galería de alimentación de tamaño medio. Nada más entrar se dio cuenta —con
repentina iluminación interior— de que lo más adecuado era deslumbrar no solo al
dueño de la tienda, sino también a todos los clientes, y así, gracias a la
fuerza psicológica del instinto de rebaño, quizá compraran los bonos con
sorprendida e inmediatamente lograda unanimidad.
—Buenas tardes —empezó, con voz demasiado fuerte y pastosa—. Tengo una
proposición que hacerles.
Si lo que quería era silencio, lo consiguió. Una especie de temor reverente se
apoderó de la media docena de mujeres que estaban comprando y del anciano de
cabellos grises, con gorro y mandil, que partía un pollo.
Anthony sacó un puñado de papeles de su cartera entreabierta, y lo agitó
alegremente.
—Compren un bono —sugirió—, ¡tan bueno como un bono de la libertad! —La frase le
gustó y se dedicó a desarrollarla—. Mejor que un bono de la libertad. Cada uno
de estos vale por dos bonos de la
libertad. —En la mente de Anthony se produjo una laguna y saltó al párrafo final
de su arenga, que pronunció con los gestos apropiados, aunque un tanto
desfigurados por la necesidad de agarrarse al mostrador con una o con las dos
manos para conservar el equilibrio—. ¡Vamos a ver! Les he dedicado mi tiempo. No
quiero saber por qué no van a comprar. Solo quiero que digan por qué. ¡Quiero
que digan cuántos!
Al llegar a aquel punto, las personas presentes en la tienda deberían habérsele
acercado con talonario de cheques y pluma estilográfica en la mano. Dándose
cuenta de que no reaccionaban de la manera esperada, Anthony, con intuición de
actor, volvió atrás y repitió el párrafo final.
—¡Vamos a ver! Les he dedicado mi tiempo. Han seguido ustedes mi proposición.
¿Están de acuerdo con el razonamiento? Ahora, todo lo que quiero de ustedes es:
¿cuántos bonos de la libertad?
—¡Oiga usted! —intervino una nueva voz. Un hombre corpulento, de rostro adornado
por simétricas volutas de pelo rubio, había salido de una especie de jaula de
cristal en el fondo del establecimiento y se estaba acercando a Anthony—.
¡Óigame usted!
—¿Cuántos? —repitió impertérrito el vendedor—. Les he dedicado mi tiempo…
—¡Eh, usted! —gritó el propietario—, haré que se lo lleve la policía.
—¡No hay ninguna razón para hacer una cosa así! —replicó Anthony con magnífica
obstinación—. Todo lo que quiero es saber cuántos.
Desde distintos puntos de la tienda se alzaron nubecillas de comentarios y
recriminaciones.
—¡Qué desagradable!
—Está completamente loco.
—Borracho como una cuba.
El propietario sujetó a Anthony por un brazo con decisión.
—Váyase o llamaré a la policía.
Un resto de racionalidad impulsó a Anthony a asentir con la cabeza y a volver a
meter los bonos en la cartera con mano torpe.
—¿Cuántos? —insistió, con voz incierta.
—¡El cuerpo entero si es necesario! — rugió su adversario temblándole fieramente
el bigote rubio.
—Véndales un bono a todos.
Anthony se dio la vuelta después de decir esto, hizo una inclinación de cabeza
en dirección a sus últimos espectadores, y salió tambaleándose del
establecimiento. Encontró un taxi en la esquina que lo llevó al apartamento. Se
quedó profundamente dormido en el sofá, y allí lo encontró Gloria con el aliento
apestando a whisky, y aferrando todavía con una mano la cartera abierta.
Excepto cuando bebía, la amplitud de las sensaciones de Anthony era menor que la
de un anciano con buena salud, y en julio, al llegar la prohibición, el joven
Patch descubrió que, entre quienes podían permitírselo, se bebía más que nunca.
Cualquier anfitrión sacaba a relucir una botella con el más mínimo pretexto. La
tendencia a ofrecer bebidas alcohólicas era una manifestación del mismo instinto
que lleva a un hombre a adornar a su mujer con joyas. Tener bebidas alcohólicas
era un alarde, casi un
símbolo de respetabilidad.
Por las mañanas Anthony se despertaba cansado, nervioso y preocupado. Los
apacibles crepúsculos del estío y el frescor violeta de los amaneceres no
lograban provocar en él la menor respuesta. Tan solo durante un breve momento
diario, con el calor y la vida renovada del primer whisky con soda, su mente era
capaz de regresar a los vagorosos sueños de placeres futuros, herencia común de
los felices y de los condenados. Pero esto duraba muy poco tiempo. A medida que
se emborrachaba los sueños se desvanecían y él se convertía en un confuso
espectro, moviéndose por extraños recovecos de su propia mente, lleno de
inesperados caprichos, cruelmente despectivo en el mejor de los casos, y capaz
de alcanzar pastosas y descorazonadas simas. Una noche de junio se peleó
violentamente con Maury por un motivo absolutamente trivial. Al otro día
recordaba vagamente que todo había girado en torno a una botella rota de
champán. Maury le había dicho que se serenara y Anthony se sintió herido, de
manera que con un pretendido gesto de dignidad se levantó de la mesa y cogió a
Gloria del brazo para, con profunda sensación de vergüenza por parte de su
mujer, llevarla hasta el taxi que esperaba fuera, dejando a Maury con tres cenas
encargadas y las entradas para la ópera.
Esta especie de fracaso semitrágico se había hecho tan corriente que, cuando se
producía uno nuevo, Anthony no se sentía siquiera obligado a ofrecer disculpas.
Si Gloria protestaba —y últimamente lo más probable era que se hundiera en un
desdeñoso silencio—, él se lanzaba a una violenta defensa de sí mismo o
abandonaba el apartamento con gesto melancólico. Desde el incidente en el andén
de la estación de Redgate, nunca le había puesto la mano encima a Gloria, aunque
a menudo se contenía por algún instinto que lo hacía al mismo tiempo temblar de
rabia. De la misma manera que todavía seguía queriéndola más que a ningún otro
ser humano, también los odios que le inspiraba eran muy intensos y frecuentes.
Hasta aquel momento, el tribunal de apelación no había emitido su fallo, pero,
después de otro aplazamiento, confirmó finalmente la sentencia del tribunal
inferior, aunque con el voto en contra de dos de sus miembros. A Edward
Shuttleworth le fue notificado que se volvería a apelar contra la sentencia. El
caso tendría que verse ante el tribunal de último recurso, y Anthony y Gloria se
enfrentarían una vez más con otra interminable espera. Seis meses, quizá un año.
La herencia se había convertido para ellos en algo terriblemente irreal, tan
remoto e incierto como el paraíso.
Durante todo el invierno precedente un problema de poca importancia se había
convertido en sutil y omnipresente motivo de irritación: la cuestión del abrigo
gris de piel de ardilla para Gloria. En aquellos días podían verse a cada paso
por la Quinta Avenida mujeres con largas capas de piel de ardilla. Aquel atuendo
les daba aspecto de peonzas; resultaban porcinas y obscenas; aquella suntuosidad
que solo servía para ocultar y la femenina animalidad de la prenda les hacía
parecer concubinas. Sin embargo… Gloria quería un abrigo de ardilla gris.
Discutiendo aquel asunto —o, más bien, peleándose con ese motivo, porque, más
incluso que durante su primer año de matrimonio, toda discusión adoptaba la
forma de confrontación violenta, llena de frases como «Sin duda alguna»,
«Completamente absurdo», «Es así, digas lo que digas» y el definitivo «A pesar
de todo» llegaron a la conclusión de que no podían comprar el abrigo. Y a partir
de entonces, aquella prenda fue convirtiéndose gradualmente en el símbolo de su
creciente inseguridad económica.
Para Gloria la reducción de sus ingresos era un fenómeno fuera de lo común, sin
explicación ni precedente; y el que hubiera podido producirse en el espacio de
cinco años lo consideraba casi una
crueldad premeditada, concebida y ejecutada por un dios sarcástico. Cuando se
casaron, siete mil quinientos dólares al año parecían ingresos adecuados para
una pareja de jóvenes, sobre todo si se les añadía la esperanza de muchos
millones. Gloria no había llegado a darse cuenta de que sus recursos disminuían
no solo en cantidad, sino en poder adquisitivo, hasta que el pago a Mr. Haight
de unos honorarios a cuenta de quince mil dólares lo convirtió en un hecho
repentina y sorprendentemente manifiesto. Cuando Anthony fue llamado a filas
habían calculado que sus ingresos estaban por encima de los cuatrocientos al
mes, pero a la vuelta del joven Patch a Nueva York descubrieron que la situación
era aún más alarmante. Solo recibían ya cuatro mil quinientos dólares al año por
sus inversiones. Y aunque la resolución del pleito seguía alejándose de ellos
como un tenaz espejismo, y la posibilidad de un desastre económico se delineaba
cada vez con más claridad, seguían descubriendo, sin embargo, que les resultaba
imposible vivir dentro de los límites que les marcaban sus ingresos.
De manera que Gloria prescindió del abrigo de piel de ardilla, y todos los días,
al recorrer la Quinta Avenida, era consciente de su gastado chaquetón de piel de
leopardo, absolutamente pasado de moda. Cada dos meses vendían un bono, pero de
todas formas, después de pagar las facturas, solo quedaba lo suficiente para
calmar el insaciable apetito de sus gastos corrientes. Los cálculos de Anthony
mostraban que su capital podría durar unos siete años más. De manera que Gloria
se sentía muy amargada, porque en una semana, durante una larguísima y
desmadrada fiesta en el curso de la cual Anthony, caprichosamente, se quitó
chaqueta, chaleco y camisa en un teatro y una cuadrilla de acomodares tuvo que
ayudarlo a abandonar la sala, se habían gastado el doble de lo que hubiese
costado el abrigo de piel de ardilla.
Era el mes de noviembre (el veranillo de San Martín más exactamente) y hacía una
noche muy calurosa, cosa innecesaria, porque el trabajo del verano ya estaba
hecho. Babe Ruth había batido por primera vez el récord de carreras de béisbol y
Jack Dempsey le había roto el pómulo a Jess Willard en Ohio. Al otro lado del
océano el habitual número de niños tenían el vientre hinchado por causa de la
desnutrición, y los diplomáticos se consagraban a su tarea de siempre: hacer del
mundo un sitio adecuado para nuevas guerras. En la ciudad de Nueva York el
proletariado estaba siendo «disciplinado», y las apuestas a favor del equipo de
fútbol de Harvard eran generalmente cinco a tres. La paz había llegado de
verdad, y comenzaba una nueva época.
En el dormitorio de su apartamento de la calle Cincuenta y siete, Gloria daba
vueltas en la cama, incorporándose de cuando en cuando para quitarse una colcha
superflua y pidiéndole a Anthony, en una ocasión que estaba despierto a su lado,
que le trajera un vaso de agua helada.
—Note olvides de ponerle un poco de hielo —le dijo insistentemente—; no sale lo
bastante fría del grifo.
Mirando a través de los transparentes visillos Gloria podía ver la redondez de
la luna por encima de los tejados y más allá, sobre el cielo, el resplandor
amarillo procedente de Times Square; y al contemplar aquellas dos luces
discrepantes, su mente se puso a analizar una emoción, o más bien un conjunto de
emociones entretejidas, que la habían ocupado durante el día, y también el día
anterior y, todavía más atrás, la última vez que recordaba haber pensado con
claridad y orden acerca de algo… lo que tuvo que ser mientras Anthony estaba en
el ejército.
Gloria iba a cumplir veintinueve años en febrero, y ese mes adquiría un
significado tan ominoso como inevitable, haciéndole preguntarse, durante
aquellas nebulosas horas medio enfebrecidas, si después de todo no habría
desperdiciado su belleza, ligeramente ajada ya; si era posible utilizar una
cualidad limitada por tan cruel e inevitable desaparición.
Años antes, a los veintiuno, Gloria había escrito en su diario: «La belleza
existe solo para ser admirada, solo para ser amada; para recogerla
cuidadosamente y arrojarla después al amante escogido como un ramo de rosas. En
mi opinión, y hasta donde soy capaz de juzgar, creo que mi belleza debiera
usarse de esa forma…».
Y ahora, durante todo aquel día de noviembre, todo aquel día repleto de
desolación, Gloria había estado pensando que quizá estuviese equivocada. Para
preservar la integridad de su primer don no había vuelto a buscar el amor.
Cuando la llama primera y el éxtasis habían perdido fuerza, para disminuir luego
y finalmente desaparecer, ella había empezado a conservar… pero ¿qué? Le
desconcertaba no saber ya qué era exactamente lo que estaba conservando… un
recuerdo sentimental o un básico y profundo concepto del honor. Dudaba ahora si
había habido alguna cuestión moral implicada en su manera de vivir: avanzar sin
preocupaciones ni remordimientos por la más alegre de todas las sendas posibles
y conservar el orgullo siendo siempre ella misma y haciendo siempre lo que
parecía más hermoso que ella hiciera. Desde el primer muchachito con cuello
almidonado que la había considerado su «chica», hasta el último desconocido
cuyos ojos manifestaban interés y admiración al posarse sobre ella, había
bastado aquella inocencia sin rival que Gloria era capaz de poner en cualquier
mirada o de arropar con una frase inconexa —porque siempre había hablado sin
terminar las frases— para tejer en torno suyo inconmensurables ilusiones,
distancias inconmensurables, inconmensurable luz. Para dotar a los hombres de un
alma, para crear una felicidad espléndida y una espléndida desesperación tenía
que seguir siendo profundamente altiva, con el orgullo de seguir inviolada, y
también con el orgullo de fundirse ante la pasión y de ser poseída.
Sabía que en el fondo de su corazón nunca había querido tener hijos. La
materialidad, la animalidad, los intolerables sentimientos que llevaba consigo
estar embarazada, la amenaza que suponía para su belleza, la dejaban
consternada. Quería existir tan solo como una flor consciente, que prolonga su
propia existencia lo más posible y cuida de sí misma. Su sentimentalismo podía
agarrarse ferozmente a sus propias ilusiones, pero su alma susurraba que la
maternidad también era un privilegio del mandril hembra. De manera que sus
sueños eran únicamente sobre niños fantasmales: juveniles y perfectos símbolos
de su juvenil y perfecto amor hacia Anthony.
En último extremo, su belleza era lo único que nunca le fallaba. Gloria no había
visto nunca otra belleza como la suya. Lo que significara ética o estéticamente
perdía sentido ante la maravillosa concreción de sus pies sonrosados, de la
limpia perfección de su cuerpo, y de la boca infantil que era como el símbolo
material de un beso.
Iba a cumplir veintinueve años en febrero. Mientras la larga noche tocaba a su
fin, Gloria tomó absoluta conciencia de que ella y la belleza iban a hacer uso
de los próximos tres meses. Al principio no estaba segura de para qué, pero el
problema se resolvió gradualmente gracias al antiguo señuelo de la pantalla.
Ahora estaba decidida. Ninguna necesidad material podría haberla impulsado como
lo hacía aquel miedo. No importaba lo que dijera Anthony, aquel Anthony pobre de
espíritu, un hombre débil y hundido con los ojos inyectados en sangre, por quien
aún sentía ternura en algunos momentos. Nada importaba. Cumpliría veintinueve
años en febrero… un centenar de días, eso era todo lo que contaba; iría a ver a
Bloeckman al día siguiente.
Con la decisión llegó el descanso. Le animaba que de alguna manera se pudiera
mantener la ilusión de la belleza, o quizá preservarla en celuloide después de
desvanecida en la realidad. De acuerdo…
mañana.
Al día siguiente se sintió débil y enferma. Intentó salir a la calle y solo
evitó caer agarrándose a un buzón de correos próximo a la puerta de la casa. El
ascensorista de Martinica la ayudó a subir hasta el apartamento, y Gloria estuvo
esperando en la cama a que regresara Anthony, sin energía suficiente para
desabrocharse el sostén.
Tuvo una gripe que le duró cinco días y que, en el momento en que el mes doblaba
la esquina del invierno, se convirtió en pulmonía doble. En el enfebrecido
deambular de su mente, Gloria recorría una casa de desoladas habitaciones sin
luz buscando a su madre. Todo lo que quería era ser una niña pequeña, a fin de
que algún poder condescendiente pero superior, más estúpido y más sereno que
ella misma, la cuidara de manera eficiente. Parecía que el único amante que
había deseado alguna vez era un amante en un sueño.
«Odi profanum vulgus»
Un día, a mitad de la enfermedad de Gloria, se produjo un curioso incidente que
tuvo desconcertada a miss McGovern, la enfermera diplomada, durante algún
tiempo. Era mediodía, pero la habitación donde descansaba la enferma estaba a
oscuras y en silencio. Miss McGovern se hallaba cerca de la cama preparando
alguna medicina, cuando mistress Patch, que, al parecer, dormía profundamente,
se incorporó y empezó a hablar con gran vehemencia:
—Millones de personas —dijo— pululando como ratas, parloteando como cotorras,
oliendo como el mismísimo infierno… ¡monos! O pulgas, supongo. Por un palacio
verdaderamente exquisito… pongamos en Long Island, o incluso en Greenwich… por
un palacio lleno de cuadros del Viejo Mundo y de cosas exquisitas, con arboledas
y un césped bien cuidado, y una vista del mar azul, y personas agradables
elegantemente vestidas… yo sacrificaría cien mil, un millón. —Gloria alzó la
mano débilmente y chasqueó los dedos—. No me importan nada… ¿comprende usted?
La mirada que dirigió a miss McGovern al concluir estas palabras fue
extrañamente traviesa, extrañamente resuelta. Luego dejó escapar una risita
rematada con un gesto de desprecio y, echándose para atrás, volvió a quedarse
dormida.
Miss McGovern quedó desconcertada. Se preguntaba qué eran las cien mil cosas que
mistress Patch sacrificaría por su palacio. Dólares, suponía… y, sin embargo, no
había sonado exactamente como dólares.
El cine
Era el mes de febrero, una semana antes del cumpleaños de Gloria, y las grandes
nevadas que llenaban los callejones como la porquería llena las grietas del
suelo se habían derretido a medias y el aguanieve resultante era escoltado hacia
las alcantarillas por las mangueras del servicio de limpieza del ayuntamiento.
El viento, no por intermitente menos desagradable, se colaba por las ventanas
abiertas de la sala de estar, trayendo consigo los deprimentes secretos del
patio trasero y limpiando el apartamento de los Patch del aire viciado por el
humo de muchos cigarrillos.
Gloria, envuelta en un kimono de tela gruesa, entró en la fría habitación y,
descolgando el teléfono, llamó a Joseph Bloeckman.
—¿Quiere usted decir Mr. Joseph Black? —le preguntó la telefonista de Films Par
Excellence. —Bloeckman, Joseph Bloeckman, B-l-o…
—Mr. Joseph Bloeckman ha cambiado su apellido por Black. ¿Quiere usted hablar
con él?
—Sí… claro. —Gloria recordó con nerviosismo que en otros tiempos lo había
llamado «Blockhead» en sus mismas narices.
Para ponerle en comunicación con su despacho fue necesaria la intervención de
otras dos voces femeninas; la segunda, una secretaria que le pidió el nombre.
Únicamente al llegarle a través del auricular el conocido —aunque vagamente
impersonal— tono de voz del magnate cinematográfico, Gloria se dio cuenta de que
llevaban tres años sin verse. Y, además, él había cambiado de apellido.
—¿Puedo verlo? —sugirió ella con tono intrascendente—. Es una cuestión de
negocios, en realidad. Por fin he decidido trabajar en el cine… si es que puedo.
—Me alegro muchísimo. Siempre he pensado que le gustaría.
—¿Le será posible conseguir que me hagan una prueba? —preguntó Gloria con la
arrogancia característica de todas las mujeres hermosas y de todas las que en
algún momento se consideraron hermosas.
Mr. Black le aseguró que se trataba únicamente de decidir cuándo quería que le
hiciesen la prueba. ¿Le daba lo mismo? De acuerdo, le telefonearía más tarde
para comunicarle la hora precisa. La conversación terminó con los habituales
lugares comunes por ambas partes. Luego, desde las tres hasta las cinco, Gloria
estuvo esperando junto al teléfono… pero sin resultado. A la mañana siguiente,
sin embargo, recibió una nota que la alegró y llenó de excitación:
Mi querida Gloria:
Por casualidad acabo de enterarme de algo que creo puede ser exactamente lo que
le conviene. Me gustaría que empezara con un papel que llamara la atención. Por
otra parte, si una muchacha tan hermosa como usted trabajara directamente en una
película al lado de una de esas estrellas un tanto gastadas que todas las
compañías tienen que soportar, lo más probable es que se produjeran habladurías.
Pero hay un papel de flapper en una producción de Percy B. Debris que me parece
adecuado para usted y que sin duda despertaría interés. Willa Sable da la
réplica a Gaston Mears en un papel de mujer algo madura y creo que usted haría
de hermana menor.
De todas formas, Percy B. Debris, el director de la película, dice que si viene
usted al estudio pasado mañana (el jueves) le hará una prueba. Si las diez de la
mañana le parece bien, me reuniré allí con usted a esa hora.
Con los mejores deseos.
Siempre suyo,
JOSEPH BLACK ***
Gloria había decidido que Anthony no tenía por qué saber nada de aquello hasta
que de verdad la contrataran, de manera que a la mañana siguiente se vistió y
salió del apartamento antes de que él se despertara. El espejo, pensó Gloria, le
había devuelto prácticamente la misma imagen de siempre. Se preguntó si
persistiría alguna huella de su enfermedad. Aún no había recuperado su peso
habitual y, pocos días antes, llegó a imaginar que sus mejillas estaban un poco
chupadas… pero se convenció de que se trataba tan solo de una situación
transitoria y de que aquel día en particular se hallaba tan
hermosa como siempre. Había comprado un sombrero nuevo cargándolo en su cuenta
y, como el día estaba templado, dejó en casa el chaquetón de piel de leopardo.
En los estudios de Films Par Excellence su presencia fue comunicada por teléfono
y se le dijo que Mr. Black se reuniría con ella inmediatamente. Gloria miró a su
alrededor. Un hombrecillo grueso con un abrigo de bolsillos en diagonal estaba
mostrando las instalaciones a dos muchachas, y una de ellas había señalado unos
montones de pequeños paquetes, apilados hasta la altura del pecho a lo largo de
veinte pies de pared.
—Eso es el correo del estudio —explicó el hombrecillo grueso—. Fotografías de
las estrellas que trabajan para Films Par Excellence.
—Ah.
—Cada una de ellas autografiada por Florence Kelley o Gaston Mears o Mack Dodge…
—Guiñó un ojo confidencialmente—. Por lo menos, cuando Minnie McGlook, que vive
en Sauk Centre, recibe la fotografía que pidió por carta, cree que está
autografiada.
—¿Lo hacen a imprenta?
—Claro. Les llevaría una jornada de ocho horas firmar la mitad de las
fotografías. Dicen que la correspondencia con sus admiradores le cuesta a Mary
Pickford cincuenta mil al año.
—¿De veras?
—Claro. Cincuenta mil. Pero no existe mejor publicidad…
Sus voces se fueron alejando hasta perderse y casi inmediatamente apareció
Bloeckman… Bloeckman, un afable caballero moreno, cuarentón elegante, que la
saludó con mesurada cordialidad y le dijo que no había cambiado en absoluto en
los últimos tres años. El magnate cinematográfico fue guiándola hasta un recinto
de grandes proporciones, tan amplio como un hangar y dividido intermitentemente
por decorados llenos de actividad e hileras de extrañas luces. Cada unidad
independiente tenía escrito con grandes letras blancas «Compañía Gaston Mears»,
«Compañía Mack Dodgen», o simplemente «Films Par Excellence».
—¿Nunca ha estado en un estudio?
Jamás.
Gloria descubrió que le gustaba. No existía la sofocante proximidad de los
rostros maquillados, ni el olor a trajes manchados y deslucidos que años atrás
tanto le había desagradado entre bastidores durante la representación de una
comedia musical. El trabajo en el estudio se hacía por las mañanas; los
accesorios parecían de buena calidad, bonitos y nuevos. En un decorado con
vistosas colgaduras de Manchuria, un chino impecable representaba una escena
siguiendo las instrucciones que se le daban por el megáfono, mientras la gran
máquina resplandeciente iba dando forma, para edificación del espíritu nacional,
a una historia moral tan vieja como el mundo.
Un hombre de cabellos rojos se les acercó y dirigió la palabra a Bloeckman con
familiaridad pero también con deferencia.
—Hola, Debris —respondió el interpelado—. Quiero presentarle a mistress Patch…
Mistress Patch quisiera trabajar en el cine, como ya le he explicado… De manera
que, ¿adónde vamos?
Mr. Debris —el gran Percy B. Debris, pensó Gloria— los condujo a un decorado que
representaba el interior de un despacho. Había algunas sillas alrededor de la
cámara situada frente al decorado, y los tres se sentaron en ellas.
—¿Ha estado alguna vez en un estudio? —preguntó Mr. Debris, con una mirada que
era sin duda la quintaesencia de la perspicacia—. ¿No? Bien, voy a explicar le
exactamente qué es lo que va a pasar. Vamos a hacerle lo que nosotros llamamos
una prueba para ver qué tal da usted en fotografía, si se comporta con
naturalidad en el escenario y cómo responde a las instrucciones que se le vayan
dando. No hay ninguna necesidad de que se ponga nerviosa. El operador rodará
unos cientos de pies de película con un episodio que tengo señalado en el guion.
Con eso estaremos ya en condiciones de enterarnos de todo lo que queremos saber.
Con un guion mecanografiado en la mano, Mr. Debris explicó a Gloria la escena
que tenía que representar. Una tal Barbara Wainwright se había casado en secreto
con el socio más joven de la firma cuyas oficinas estaban allí representadas. Al
entrar un día por casualidad en el despacho vacío, la joven sentía la natural
curiosidad por el sitio donde trabajaba su marido. Sonaba el teléfono y después
de unos instantes de vacilación, lo contestaba. Se enteraba de que su marido
había sido atropellado por un automóvil, muriendo instantáneamente. La muchacha
quedaba sobrecogida. Al principio era incapaz de darse cuenta de lo sucedido,
pero terminaba por comprenderlo y caía desmayada al suelo.
—Eso es todo lo que queremos —concluyó Mr. Debris—. Yo voy a quedarme aquí y
decirle aproximadamente lo que tiene que hacer, y usted ha de comportarse como
si yo no estuviera y representar la escena a su manera. No tiene que asustarse
pensando que vamos a juzgarla con demasiada severidad. Lo que queremos es,
simplemente, hacernos una idea general de su personalidad en la pantalla.
—De acuerdo.
—Encontrará maquillaje en la habitación que hay detrás del decorado. No se ponga
demasiado. Muy poco colorete.
—De acuerdo —repitió Gloria, asintiendo con la cabeza. Nerviosa, se mojó los
labios con la punta de la lengua.
La prueba
Al entrar en el decorado por una puerta de madera de verdad y cerrarla
cuidadosamente tras de sí, Gloria descubrió que no le satisfacía la ropa que
llevaba. Debería haber comprado un vestido de «jovencita» para aquella ocasión:
todavía estaba en condiciones de llevarlos, y hubiese sido una buena inversión
si servía para acentuar su atractivo juvenil.
Pero su mente regresó de golpe al trascendental momento presente al llegarle la
voz de Mr. Debris desde el resplandor de las luces blancas que tenía enfrente.
—Busca usted a su marido con la mirada… Pero no está… el despacho despierta su
curiosidad.
Gloria tomó conciencia del ruido de la cámara en funcionamiento. Sintió
preocupación. Miró hacia ella involuntariamente y se preguntó si se habría
maquillado correctamente. Luego, con un decidido esfuerzo, empezó a actuar… y
nunca había sentido que los gestos de su cuerpo fuesen tan banales, tan
desmañados, tan desprovistos de gracia o distinción. Recorrió el despacho,
cogiendo algún objeto aquí y allá, y contemplándolos de la manera más anodina
imaginable. Después de inspeccionar el techo y el
suelo, examinó detenidamente un lapicero sin el menor interés que estaba sobre
el escritorio. Finalmente, como no se le ocurría nada más que hacer, y mucho
menos que expresar, hizo un esfuerzo para sonreír.
—Está bien. Ahora suena el teléfono. ¡Riiiing! Dude, y luego conteste.
Gloria vaciló… y luego, demasiado deprisa, le pareció a ella, descolgó el
auricular.
—¿Diga?
Su voz le pareció hueca y ficticia. Sus palabras resonaron en el decorado vacío
con fantasmal incorporeidad. Lo absurdo de las exigencias a que se veía sometida
le causó verdadero asombro. ¿De verdad esperaban que en unos momentos se
identificara con aquel personaje ridículo sobre el que no se daba la menor
explicación?
—… No… no… ¡Todavía no! Ahora escuche: «¡John Summer acaba de ser atropellado
por un automóvil y ha muerto instantáneamente!».
Gloria abrió lentamente su boca infantil. Luego:
—¡Ahora cuelgue! ¡Con brusquedad!
Gloria obedeció, agarrándose a la mesa con ojos desorbitados. Por fin se sentía
algo alentada y su confianza aumentó.
—¡Dios mío! —exclamó. Le pareció que su voz sonaba bien—. ¡No es posible!
—Ahora desmáyese.
Gloria cayó de rodillas y luego se derrumbó por completo, conteniendo la
respiración.
—¡Está bien! —dijo Mr. Debris—. Eso es suficiente, muchas gracias. No
necesitamos más. Levántese, eso es suficiente.
Gloria se puso en pie, recobrando la dignidad y sacudiéndose la falda.
—¡Terrible! —hizo notar con una risa serena, aunque su corazón latía
tumultuosamente—. Ha sido espantoso, ¿no es cierto?
—¿No le ha parecido bien? —dijo Mr. Debris sonriendo suavemente—. ¿Le ha
resultado difícil? No puedo decir nada hasta que no lo haya visto en proyección.
—Claro —asintió ella, tratando de dar algún tipo de significado a la observación
del famoso director… sin conseguirlo. Era lo que tenía que decir en el caso de
que estuviese tratando de no darle ánimos.
Pocos momentos después Gloria abandonó el estudio. Bloeckman le había prometido
que sabría los resultados de la prueba en los próximos días. Demasiado orgullosa
para pedir una opinión concreta, Gloria sentía una desconcertante inseguridad, y
solo ahora, cuando ya había dado por fin el paso, comprendía hasta qué punto la
posibilidad de una carrera brillante en la pantalla había estado presente en su
imaginación durante los tres últimos años. Aquella noche trató de repasar
consigo misma los elementos que podían influir a su favor o en contra suya. Le
preocupaba la posibilidad de no haber usado suficiente maquillaje y, como la
chica en cuestión no tenía más que veinte años, se preguntaba si no se habría
mostrado algo más seria de lo necesario. Lo que menos le satisfacía era su
manera de
actuar. La entrada había sido desastrosa —de hecho, hasta llegar al teléfono no
había dado muestras de tener una pizca de aplomo— y la prueba se había terminado
casi enseguida. ¡Si en el estudio se dieran cuenta de todo eso! Sintió deseos de
intentarlo de nuevo. Un plan insensato que consistía en llamar a la mañana
siguiente y pedir que le hicieran otra prueba se adueñó de su mente, para
desvanecerse con la misma rapidez con que había aparecido. No parecía ni cortés
ni diplomático pedirle otro favor a Bloeckman.
Al tercer día de espera Gloria estaba terriblemente nerviosa. Se había mordido
el interior de la boca hasta dejarla en carne viva, y le escocía muchísimo
cuando se la enjuagaba con un desinfectante. Consiguió pelearse tantas veces con
su marido que Anthony se marchó furioso de casa. Pero como Gloria había
conseguido asustarlo con una frialdad fuera de lo corriente, le telefoneó una
hora más tarde para disculparse y decirle que comería en el Club Ámsterdam, el
único del que seguía siendo socio.
Era ya más de la una y Gloria había desayunado a las once, de manera que,
renunciando al almuerzo, salió a dar un paseo por el parque. A las tres llegaría
el correo. Estaría de vuelta para entonces.
Hacía una tarde de primavera. Los paseos estaban prácticamente secos y por el
parque las niñitas empujaban con mucha seriedad los cochecitos blancos de sus
muñecas bajo los árboles sin hojas, seguidas por aburridas niñeras en grupos de
dos, hablando entre sí de los tremendos secretos característicos de las niñeras.
Las dos por su relojito de oro. Tendría que tener otro nuevo, de platino, con
forma apaisada e incrustaciones de diamantes… pero los relojes así costaban más
que los abrigos de piel de ardilla y, por supuesto, se hallaban ahora fuera de
su alcance, como todo lo demás… a no ser que, quizá, la carta deseada estuviera
esperándola… dentro de una hora… cincuenta y ocho minutos, más exactamente. Como
necesitaba diez para volver a casa, quedaban cuarenta y ocho… cuarenta y siete
ya…
Niñitas empujando con mucha seriedad sus cochecitos por los húmedos paseos
soleados. Las niñeras conversando en parejas sobre sus inescrutables secretos.
Aquí y allá, algún hombre harapiento sentado en hojas de periódico extendidas
sobre un banco todavía húmedo no se relacionaba con la deliciosa y radiante
tarde sino con la nieve sucia que dormía exhausta en los rincones oscuros,
aguardando ser exterminada…
Siglos más tarde, al entrar en el portal mal iluminado, Gloria vio al
ascensorista extrañamente silueteado por la luz de la ventana con vidrios de
colores.
—¿Hay correo para nosotros? —preguntó ella.
—Está arriba, madame.
La centralita había empezado a graznar abominablemente y Gloria esperó a que el
martinicano atendiera el teléfono. Fue sintiéndose enferma mientras el ascensor
se elevaba entre crujidos: los pisos iban sucediéndose con lentitud de siglos,
cada uno de ellos ominoso, acusador, preñado de significados. La carta, una
mancha blanca como una pústula, estaba en el suelo sobre los sucios baldosines
del descansillo…
Mi querida Gloria:
Hemos visto la prueba ayer por la tarde, y Mr. Debris parece pensar que necesita
una mujer más joven para el personaje que había imaginado. Dijo que la
interpretación no era mala, y que había un
papel secundario de una viuda rica muy altiva que usted podría…
Desconsolada, Gloria alzó la vista hasta posarla al otro lado del patio. Pero se
dio cuenta de que no distinguía la pared opuesta porque tenía los ojos llenos de
lágrimas. Entró en el dormitorio, apretando con la mano la carta hecha un
rebujo, y cayó de rodillas delante del gran espejo del armario ropero. Aquel día
cumplía veintinueve años, y el mundo se estaba esfumando delante de sus ojos.
Trató de convencerse de que había sido el maquillaje, pero sus emociones eran
demasiado profundas, demasiado abrumadoras para que aquel pensamiento pudiera
proporcionarle el menor consuelo.
Se esforzó por ver a través de las lágrimas hasta que sintió que se le ponía
tirante la piel de las sienes. Sí… era cierto que tenía las mejillas un poco
chupadas y le habían aparecido arrugas diminutas en el rabillo del ojo. Y hasta
sus mismos ojos eran diferentes. ¡Sí que eran diferentes…! De repente se dio
cuenta de todo el cansancio que denunciaban sus ojos.
—¡Mi rostro! —susurró, quejándose apasionadamente—. ¡Mi belleza! ¡No quiero
vivir sin un rostro hermoso! ¿Qué me ha sucedido?
Luego se inclinó hacia el espejo y, como en la prueba cinematográfica, cayó boca
abajo sobre el suelo… y se quedó allí sollozando. Era la primera vez en su vida
que hacía un movimiento desgarbado.
Próximo - Libro 3 Capítulo III
Volver a la Tabla de contenido
Regresar a la lista de libros de Fitzgerald