Hermosos y malditos por F. Scott Fitzgerald - Un problema de civilización

 

Hermosos y malditos

 

Previo - Libro 2 Capítulo III

Libro Tres, Capítulo I


Al oír una furiosa orden procedente de alguna fuente invisible, Anthony buscó a tientas sitio en el interior del vagón. Pensaba que por primera vez en más de tres años iba a estar lejos de Gloria. Lo irrevocable de la situación lo llenó de melancolía. Era su chica lo que dejaba atrás, la más encantadora del mundo.
Anthony creía que habían llegado a un arreglo financiero muy práctico: ella se quedaría con trescientos setenta y cinco dólares al mes —lo que no era demasiado, considerando que casi la mitad se iría en pagar el alquiler—, y él con cincuenta, como suplemento de su paga. No veía la necesidad de reservarse más: recibiría gratis comida, ropa y alojamiento, y los soldados rasos carecen de obligaciones sociales.
El vagón estaba abarrotado y la atmósfera demasiado cargada. Era del tipo conocido como clase económica, una especie de coche-salón de pacotilla, con suelo sin alfombrar y asientos de paja que necesitaban una buena limpieza. Anthony, sin embargo, se sintió aliviado. Vagamente había temido que hicieran el viaje hacia el sur en un vagón de mercancías, con ocho caballos en un extremo y cuarenta hombres en el otro. Había oído tantas veces la historia de «hommes 40, chevaux 8» que le resultaba ya confusa y de mal agüero.
Mientras avanzaba dando tumbos por el pasillo, con el macuto cuartelero colgado del hombro como una monstruosa salchicha azul, no vio sitios vacíos, pero al cabo de un momento reparó en un hueco ocupado por los pies de un siciliano muy moreno, de corta estatura, que, con el gorro calado hasta los ojos, estaba insolentemente repantigado en un rincón. Al detenerse Anthony a su lado levantó la vista para intimidarlo con un gesto ceñudo que sin duda había adoptado como defensa contra un mundo poblado de incógnitas. Cuando Anthony le preguntó con voz cortante si estaba ocupado el sitio, alzó los pies tan despacio como si fueran un paquete muy frágil, colocándolos cuidadosamente en el suelo. Sus ojos siguieron fijos en Anthony, que procedió a sentarse, desabrochándose la chaqueta del uniforme que le habían entregado el día antes en Camp Upton. Le rozaba a la altura de las axilas.
Antes de que Anthony pudiera examinar a los otros ocupantes de la sección, un joven alférez entró inesperadamente por un extremo del vagón y avanzó a buen paso por el corredor, anunciando con voz pasmosamente desagradable:
—¡En este vagón no se puede fumar! ¡Prohibido fumar! ¡No fumen en este vagón!
Al desaparecer el oficial por el extremo opuesto, una docena de nubecillas de protesta se alzaron por todos lados.
—¡Caramba!
—¡Maldita sea!
—¿No se puede fumar?
—¡Eh, amigo, vuelva aquí otra vez!
—¿A qué demonios viene eso?
Dos o tres cigarrillos salieron disparados por las ventanillas abiertas. Otros siguieron dentro, aunque
sus propietarios los mantuvieran relativamente escondidos. Desde distintos sitios y con tono jactancioso, o de burla, o de disposición sumisa, surgieron comentarios que enseguida se fundieron con el desganado silencio que todo lo llenaba.
El cuarto ocupante de la sección de Anthony alzó la voz de repente:
—Adiós, libertad —dijo con tono malhumorado—. Adiós todo menos ser el perro faldero de un oficial.
Anthony lo miró. Era un irlandés alto, con una expresión marcada por la indiferencia y el más absoluto desprecio. Sus ojos se posaron sobre Anthony, como si esperara una respuesta, y luego en los demás. Al recibir tan solo una mirada desafiante del italiano, lanzó un gruñido y escupió ruidosamente en el suelo como para justificar dignamente su vuelta al mutismo.
Pocos minutos después la puerta se abrió de nuevo y el alférez reapareció empujado por la misma ráfaga de viento oficial que parecía acompañarlo siempre, pero esta vez gritando algo distinto.
—¡De acuerdo, muchachos, fumen si quieren! ¡Ha sido mía la equivocación! ¡Pueden fumar, no hay inconveniente! ¡Soy yo el que se ha equivocado!
En esta ocasión Anthony pudo verlo con más calma. Era delgado y joven, pero estaba prematuramente descolorido; todo él parecía, como su propio bigote, un reluciente montón de paja. Tenía una barbilla algo débil que intentaba compensar con un ceño tan marcado como poco convincente, un ceño que Anthony relacionaría con los rostros de muchos jóvenes oficiales a lo largo de un año entero.
Inmediatamente todo el mundo se puso a fumar… tanto si con anterioridad habían tenido ganas de hacerlo como si no. El pitillo de Anthony contribuyó a espesar la neblina que parecía moverse de un lado para otro en nubes irisadas con cada movimiento del tren. La conversación, que había decaído entre las dos llamativas visitas del joven oficial, revivió ahora sin mucho entusiasmo; los reclutas que estaban al otro lado del pasillo empezaron a hacer torpes experimentos para determinar la relativa comodidad de sus asientos de paja; dos partidas de cartas, desganadamente empezadas, atrajeron pronto a varios espectadores que ocuparon posiciones en los brazos de los asientos. Al cabo de unos minutos Anthony tomó conciencia de un persistente y molesto sonido: el insolente italiano de corta estatura se había quedado audiblemente dormido. Resultaba penoso contemplar a aquel protoplasma animado, al que tan solo la urbanidad sugería considerar como dotado de razón, encerrado en un vagón por una civilización incomprensible, y llevado a algún sitio para hacer algo muy vago, sin objeto, significado o importancia. Anthony dejó escapar un suspiro, abrió un periódico que no recordaba haber comprado, y se puso a leer aprovechando la débil luz amarillenta que alumbraba el vagón.
Las diez chocaron pesadamente con las once; las horas siguientes tropezaron y se enredaron y avanzaron más despacio.
Asombrosamente el tren se detenía en medio del campo en tinieblas, permitiéndose de cuando en cuando breves, engañosos movimientos hacia delante o hacia atrás y silbando ásperos himnos en la noche otoñal. Después de leer el periódico de cabo a rabo, editoriales, historietas ilustradas y poemas bélicos, Anthony reparó en un suelto de media columna que llevaba como encabezamiento Shakespeareville, Kansas. Al parecer, la Cámara de Comercio de Shakespeareville había mantenido recientemente un debate lleno de entusiasmo sobre si deberían conocerse a los soldados americanos como «hijos de Sam» o «luchadores cristianos». La idea le hizo sentir náuseas. Cerró el periódico,
bostezó y dejó correr la imaginación. Se preguntó por qué Gloria habría llegado tarde. ¡Daba la impresión de haber pasado ya tanto tiempo…! Anthony notó de pronto la soledad como un dolor agudo. Trató de imaginar desde qué ángulo vería ella su nueva posición, qué sitio continuaría ocupando él en sus pensamientos. Aquella idea sirvió para deprimirlo aún más… abrió el periódico y se puso de nuevo a leer.
Los miembros de la Cámara de Comercio de Shakespeareville se habían decidido por los «muchachos de la libertad».
Durante dos días y dos noches el tren siguió traqueteando en dirección sur, haciendo misteriosas e inexplicables paradas en parajes a todas luces desiertos para luego atravesar ciudades importantes con un pomposo aire de apresuramiento. Los caprichos de aquel tren presagiaban para Anthony las excentricidades de toda administración militar.
En los desiertos donde se detenían les llegaba desde el furgón de equipajes el rancho de alubias y tocino que al principio Anthony fue incapaz de comer; se alimentó frugalmente con algo de chocolate con leche distribuido por la cantina de un pueblo. Pero al segundo día, la producción del furgón de equipajes empezó a parecerle sorprendentemente apetitosa. En la mañana del tercer día se extendió el rumor de que antes de una hora llegarían a su destino, Camp Hooker.
Dentro del vagón el calor se había hecho insoportable, y los reclutas estaban en mangas de camisa. El sol entraba por las ventanillas, un sol antiguo y cansado, amarillento como un pergamino, y deformado además al atravesar los cristales: quería entrar en triunfantes cuadrados y producía tan solo manchas alabeadas, pero, en cambio, su regularidad resultaba sobrecogedora, hasta el punto de que Anthony lamentaba no ser el eje de giro de todos aquellos insignificantes aserraderos y árboles y postes de telégrafos que danzaban tan deprisa a su alrededor. Afuera el sol descargaba sus agobiantes trémolos sobre caminos de color verde oliva y campos de algodón en barbecho, detrás de los cuales corría una desigual línea de bosques interrumpidos por salientes de roca gris. El primer término quedaba escasamente puntuado de miserables cabañas en pésimo estado de conservación, entre las cuales, de cuando en cuando, pasaba muy deprisa un ejemplar del lánguido campesinado de Carolina del Sur, o en otras ocasiones algún negro vagabundo de mirada perpleja y taciturna.
Luego los bosques desaparecieron y los reclutas se hallaron avanzando por un amplio espacio, semejante a la tostada corteza de una gigantesca tarta, adornada con el azúcar de lustre de una infinidad de tiendas de campaña formando figuras geométricas sobre su superficie. El tren se detuvo después de muchas vacilaciones; el sol y los postes de telégrafos y los árboles se desvanecieron; y el universo estuvo meciéndose cada vez más despacio hasta recuperar su aspecto acostumbrado, con Anthony Patch en el centro. Mientras los reclutas, cansados y sudorosos, se apresuraban a salir del vagón, Anthony advirtió ya el inolvidable aroma que impregna todo campamento permanente: el olor a basura.
Camp Hooker era un sorprendente y espectacular cáncer que sugería más o menos la siguiente apostilla: «Un poblado minero en 1870. La Segunda Semana». Estaba formado por un conglomerado de cabañas de madera y tiendas de color gris blancuzco, unidas mediante una red de caminos, con zonas para hacer la instrucción de suelo firme y color pardo, bordeadas de árboles. Aquí y allá se alzaban las casas de color verde del YMCA, oasis poco prometedores, con su olor a ropa interior húmeda y cabinas telefónicas cerradas… y frente a cada una de ellas había normalmente una cantina, rebosante de vida, indolentemente presidida por un oficial que, con la ayuda de una motocicleta con sidecar, conseguía de ordinario convertir sus deberes castrenses en agradable tertulia.
Por los polvorientos caminos cruzaban a gran velocidad los soldados del cuerpo de intendencia, igualmente provistos de motocicletas con sidecar. También iban o venían los generales en sus automóviles oficiales, deteniéndose de cuando en cuando para hacer ponerse firmes a pequeños destacamentos distraídos, para mirar ceñudamente a capitanes que marchaban al frente de sus compañías y, en fin, para marcar la pauta de la manera más pomposa posible, dentro del brillante juego de ostentación que se estaba llevando a cabo triunfalmente por toda la zona.
Durante la primera semana, Anthony y los demás reclutas recién llegados encontraron todo su tiempo ocupado por una interminable serie de inoculaciones y exámenes médicos, y de ejercicios preliminares de instrucción. El joven Patch acababa todos los días desesperadamente cansado. Las botas que le entregó un popular sargento de intendencia, persona descuidada, le estaban pequeñas y el resultado era que se le hinchaban tanto los pies que las últimas horas de la tarde se convertían en insoportable tortura. Por primera vez en su vida podía echarse en la litera entre la comida y el toque de llamada para los ejercicios de la tarde y, con la impresión de hundirse cada vez más en una cama sin fondo, dormirse inmediatamente, mientras el ruido y las risas a su alrededor se difuminaban hasta transformarse en el agradable zumbido de una soñolienta tarde de verano en el campo. Por las mañanas se despertaba con agujetas y lleno de dolores, tan falto de consistencia como un fantasma, y corría a reunirse con otras figuras fantasmales que pululaban por la descolorida calle de la compañía, mientras una agria corneta alzaba al cielo gris sus agudos y tartamudos chillidos.
Anthony formaba parte de una compañía de infantería con dotación mínima: unos cien hombres aproximadamente. Después del invariable desayuno de bacon demasiado grasiento, tostada fría y copos de maíz, el centenar de hombres se precipitaba sobre las letrinas, que, por muy bien que se limpiaran, siempre resultaban intolerables, como los retretes de los hoteles baratos. Luego salían al aire libre con muy poca marcialidad: el recluta lisiado que iba a la izquierda de Anthony desfigurando grotescamente los desganados esfuerzos del joven Patch para no perder el paso, y los sargentos de pelotón alardeando exageradamente para impresionar a oficiales y reclutas, o, por el contrario, muy pegados a la línea de marcha, evitando al mismo tiempo el excesivo gasto de energías y la innecesaria visibilidad.
Cuando llegaban al campo de entrenamiento el trabajo comenzaba inmediatamente: se quitaban la camisa para hacer gimnasia. Era la única parte del día en que Anthony disfrutaba. El teniente Kretching, que dirigía los ejercicios, era nervudo y musculoso, y Anthony repetía sus movimientos fielmente, con la sensación de estar haciendo algo de positiva utilidad personal. Los otros oficiales y sargentos se paseaban entre los reclutas con malevolencia de colegiales, agrupándose alrededor de algún desgraciado, falto de control muscular, dándole al mismo tiempo órdenes y consejos que le desorientaban. Cuando descubrían ejemplares especialmente calamitosos y mal alimentados, se quedaban allí durante toda la media hora haciendo comentarios hirientes y riéndose entre ellos.
Un oficial bajito llamado Hopkins, que había sido sargento en el ejército regular, resultaba particularmente molesto. Consideraba la guerra un regalo que los dioses le habían hecho para que pudiera vengarse, y la preocupación constante de sus arengas era que los novatos se dieran cuenta de la enorme gravedad y responsabilidad de «la milicia». Consideraba que mediante una combinación de prudencia e intrépida eficiencia había logrado elevarse hasta la situación de magnificencia que ahora ocupaba, y se esforzaba por imitar las peculiares tiranías de todos los oficiales bajo cuyo mando había servido en tiempos pretéritos. Su entrecejo estaba permanentemente fruncido, y antes de dar a un soldado el pase para ir a la ciudad, pesaba sesudamente el efecto de aquella ausencia sobre la compañía, sobre el ejército, y sobre la prosperidad de la profesión militar en todo el mundo.
El teniente Kretching, rubio, obtuso y flemático, se encargó tediosamente de dar a conocer a Anthony los problemas del firmes, izquierda, derecha, media vuelta y en su lugar descansen. Su principal defecto era la falta de memoria. Con frecuencia dejaba a la compañía en posición de firmes durante cinco minutos —con todos los músculos en tensión y doloridos—, mientras él explicaba un nuevo movimiento. El resultado era que solo los hombres del centro sabían de qué se trataba, ya que los componentes de los dos extremos tenían muy grabada la necesidad de mirar al frente en la posición de firmes.
La instrucción continuaba hasta el mediodía, y consistía en hacer hincapié en una sucesión de detalles infinitamente desprovistos de interés, y aunque Anthony se daba cuenta de que esto se hallaba de acuerdo con la lógica de la guerra, no por ello dejaba de irritarle. Que la misma deficiente presión sanguínea impropia de un oficial no entorpeciera en absoluto los deberes de un soldado raso era una absurda incongruencia. A veces, después de escuchar una larga filípica relacionada con un tema muy aburrido y a todas luces absurdo conocido como «cortesía» militar, Anthony sospechaba que el oculto propósito de la guerra era permitir que los oficiales del ejército regular —hombres con mentalidad y aspiraciones de colegiales— pudieran participar en una verdadera matanza. ¡Estaba siendo grotescamente sacrificado a los veinte años de paciencia de un Hopkins!
De sus tres compañeros de tienda —un objetor de conciencia de Tennessee con la cara muy plana, un polaco muy voluminoso y asustado, y el desdeñoso celta que iba a su lado en el tren—, los dos primeros pasaban las últimas horas de la tarde escribiendo eternas cartas a sus casas, mientras el irlandés se sentaba junto a la puerta silbándose una y otra vez a sí mismo media docena de estridentes y monótonos cantos de aves. Más por evitar su compañía que con la esperanza de divertirse, Anthony se fue a la ciudad cuando les levantaron la cuarentena al cabo de una semana. Se montaba en cualquier coche destartalado del enjambre que todas las tardes inundaba el campamento, y que media hora más tarde lo dejaba delante del hotel Stonewall en la calurosa y somnolienta calle Mayor.
Bajo la luz del crepúsculo la ciudad resultaba inesperadamente atractiva. Las aceras estaban pobladas de chicas con vestidos de brillantes colores, demasiado maquilladas que parloteaban incansables en voz baja e indolente; de docenas de taxistas que asaltaban a los oficiales que pasaban con «Lo llevo a cualquier sitio, teniente», y de una intermitente procesión de negros andrajosos, serviles y de andares pausados. Anthony, vagabundeando por aquella cálida penumbra, sintió por primera vez en años la lenta y erótica respiración del sur, palpable en la tibia suavidad del aire, el adormecerse del pensamiento y el lento transcurrir de las horas.
Había recorrido alrededor de una manzana cuando se vio detenido por una áspera voz de mando.
—¿No lo han enseñado a saludar a los oficiales?
Anthony se volvió aturdido hacia el hombre que le dirigía la palabra, un corpulento capitán de pelo negro, que lo miraba amenazadoramente con unos ojos castaños a punto de salírsele de las órbitas.
—¡Cuádrese! —La voz resonó literalmente como un trueno. Algunos peatones se detuvieron a mirar. Una muchacha de ojos dulces y vestido color lila se volvió hacia su amiga riendo con disimulo.
Anthony se cuadró.
—Deme su regimiento y compañía.
Anthony se los dio.
—¡A partir de ahora, cuando se cruce en la calle con un oficial, cuádrese y salúdelo!
—De acuerdo.
—Diga «Sí, mi capitán».
—Sí, mi capitán.
El oficial lanzó un gruñido, giró bruscamente y siguió calle abajo. Al cabo de un momento también Anthony echó a andar; la ciudad había dejado de ser indolente y exótica; la magia del crepúsculo se había esfumado por completo. Su mirada se interiorizó, advirtiendo la afrenta de que había sido objeto. Sintió un odio intenso contra aquel oficial, y contra todos los oficiales… la vida era insoportable.
Después de haber recorrido media manzana se dio cuenta de que la chica del vestido lila que se había reído de su desconcierto caminaba con su amiga unos diez pasos por delante de él. Se había vuelto varias veces para mirar a Anthony, con grandes ojos risueños que parecían del mismo color que su falda.
En la esquina ella y su acompañante redujeron visiblemente el paso: Anthony tenía que elegir entre reunirse con ellas o pasar de largo distraídamente. Después de adelantarlas, vaciló un momento y también disminuyó la velocidad. Las dos muchachas se pusieron enseguida a su altura riendo sin parar, pero no con la hilaridad estridente que Anthony hubiese esperado en el Norte por parte de cualquier actriz en aquella comedia tan familiar, sino con un suave murmullo, como el derramarse de una broma sutil con la que él se hubiese tropezado sin darse cuenta.
—Hola —dijo él.
Los ojos de la muchacha tenían la suavidad de las sombras. ¿Eran realmente de color violeta, o se trataba tan solo de un azul oscuro que se mezclaba con las grises tonalidades del crepúsculo?
—Una tarde muy agradable —se aventuró a decir Anthony, bastante inseguro.
—Sí que lo es —dijo la otra chica.
—Para usted no ha sido muy agradable —comentó con un suspiro la muchacha del vestido lila. Su voz parecía tan parte de la noche como la brisa soñolienta que agitaba el ala ancha de su sombrero.
—Había que darle una oportunidad para presumir —dijo Anthony con una risa desdeñosa.
—Supongo que sí —reconoció ella.
Doblaron la esquina y avanzaron lánguidamente por una calle lateral como siguiendo un cable a la deriva al que estuviesen atados. En aquella ciudad parecía completamente natural doblar esquinas, así como parecía natural no dirigirse hacia ningún sitio en particular, ni pensar en nada… La calle lateral estaba a oscuras, vástago repentino de un distrito de setos de escaramujo y casitas silenciosas muy retiradas de la calle.
—¿Adónde van ustedes? —preguntó Anthony cortésmente.
—Vamos, simplemente. —La respuesta era una disculpa, una pregunta y una explicación.
—¿Me permiten acompañarlas?
—Supongo que sí.
Era una ventaja que su acento fuera diferente. Anthony no hubiese sido capaz de determinar la posición social de una sureña por su manera de hablar; en Nueva York una chica de clase baja tendría un acento áspero, insoportable… excepto a través del rosado cristal de la embriaguez.
Se estaba echando encima la oscuridad. Sin hablar apenas. —Anthony haciendo preguntas más corteses que interesadas, las otras dos con provinciana economía de frase y significado— siguieron paseando hasta cruzar otra esquina y también la siguiente. En mitad de una manzana se detuvieron bajo un farol.
—Yo vivo cerca de aquí —explicó la otra chica.
—Y yo en la calle de atrás —dijo la muchacha del vestido lila.
—¿Me permite acompañarla a su casa?
—Hasta la esquina, si quiere.
La otra chica se alejó unos pasos. Anthony se quitó el gorro.
—Lo que tiene que hacer es saludar — dijo riendo la muchacha del vestido lila—. Todos los soldados saludan.
—Ya aprenderé —respondió él tranquilamente.
—Bueno —dijo la otra chica. Luego dudó un momento y añadió—: Llámame mañana, Dot — apartándose del círculo amarillo del farol. Anthony y la muchacha del vestido lila recorrieron en silencio las tres manzanas que los separaban de la destartalada casita que era el hogar de Dot. Delante del porche de madera ella vaciló un momento.
—Bueno… gracias.
—¿Tiene usted que irse tan pronto?
—Debo hacerlo.
—¿No puede pasear un poco más?
Ella lo miró fríamente.
—Ni siquiera lo conozco.
Anthony se echó a reír.
—Todavía no es muy tarde.
—Será mejor que entre en casa.
—Pensaba que quizá pudiéramos ir a ver una película.
—Me gustaría.
—Luego puedo traerla a casa. Tengo tiempo suficiente. No hace falta que esté en el campamento antes de las once.
Se había hecho tan de noche que apenas podía verla ya. La muchacha no era más que un vestido apenas agitado por el viento y dos ojos brillantes que tenían algo de temerario.
—¿Por qué no quieres venir? ¿No te gusta el cine? Anda, ven.
Dot movió la cabeza. —No debería.
A Anthony le gustaba la chica, y se daba cuenta de que se resistía para causarle buen efecto. Se acercó más y le cogió una mano.
—¿Aunque estemos de vuelta para las diez? ¿Nada más que ver la película? —Bueno… imagino que sí…
Cogidos de la mano regresaron hacia el centro por una calle oscura donde un negro, vendedor de periódicos, anunciaba una edición extraordinaria con la típica cadencia exigida por la tradición local, una cadencia tan musical como una canción.
Dot
Las relaciones de Anthony con Dorothy Raycroft fueron resultado inevitable de su creciente negligencia consigo mismo. No se acercó a ella ansioso de poseer lo deseable, ni sucumbió ante una personalidad más vital, más fuerte que la suya, como le había sucedido con Gloria cuatro años antes. Simplemente fue dejándose llevar por su incapacidad para tomar decisiones concretas. No sabía decir «¡No!» ni a los hombres ni a las mujeres; tanto el que venía a pedirle dinero como la que solicitaba su afecto se encontraban con un Anthony idealista y dócil. De hecho, raras veces tomaba decisiones, y cuando lo hacía no eran más que resoluciones medio histéricas, formuladas en los momentos de pánico provocados por algún horrorizado e irreparable despertar.
Lo que en esta ocasión le llevó a ceder fue la necesidad que sentía de estímulos exteriores. Tenía la impresión de que por primera vez en cuatro años iba a poder expresarse e interpretarse de nuevo a sí mismo. Aquella muchacha prometía tranquilidad; las horas que pasaba todas las tardes en su compañía aliviaban el enfermizo e inútil revolotear de su imaginación. Anthony se había convertido de verdad en un cobarde, en el absoluto esclavo de cien desordenadas ideas —constantemente al acecho—, puestas en libertad al desplomarse lo que hasta entonces había sido el carcelero jefe de su ineptitud: la auténtica devoción que Gloria le inspiraba.
Aquella primera noche, mientras se despedían junto al portón, Anthony besó a Dot y quedó en volver a verla el sábado siguiente. Luego regresó al campamento, y con la luz de la tienda ilegalmente encendida, escribió a Gloria una carta muy larga, una carta radiante, llena de oscuro sentimentalismo, del recordado hálito de las flores, de auténtica y extremada ternura: cosas que Anthony había aprendido de nuevo por un momento en un beso dado y recibido bajo la intensa y cálida luz de la luna una hora antes.
El sábado por la tarde Anthony encontró a Dot esperándolo a la entrada del cine Bijou. Iba vestida, como el miércoles anterior, con su vestido lila del más delicado organdí, aunque sin duda lo había lavado y almidonado desde entonces, porque estaba muy limpio y sin arrugas. La luz del día confirmó la primera impresión de Anthony: de una manera incompleta y algo superficial, Dot era bonita. Había frescura en ella, y aunque sus facciones fuesen pequeñas e irregulares, resultaban elocuentes y encajaban unas con otras. Era una florecilla oscura y perecedera, y sin embargo a Anthony le pareció que poseía cierta capacidad de discreción, cierta fuerza extraída de su pasiva aceptación de todas las cosas. En esto el joven Patch se equivocaba.
Dorothy Raycroft tenía diecinueve años. Su padre había regentado una tiendecita muy próspera en la
esquina de la calle, y ella terminó —con notas muy bajas— sus estudios de bachillerato dos días antes de que él muriera. En el instituto Dot había llegado a tener bastante mala reputación. En realidad, su comportamiento durante la excursión que hicieron juntos todos los del curso no había pasado de indiscreto: desde un punto de vista técnico, Dot siguió siendo virgen hasta más de un año después. Se trataba del dependiente de una tienda en Jackson Street, y al día siguiente el muchacho partió de manera imprevista hacia Nueva York. Llevaba tiempo pensando en marcharse, pero lo había ido retrasando hasta consumar su empresa amorosa.
Algo después Dorothy contó su aventura a una amiga, y terminada la confidencia, mientras la veía alejarse un relámpago de intuición que su historia iba a llegar a oídos de todo el mundo. Y, sin embargo, seguía sintiéndose mejor después de haberla contado, y hasta un poco cínica, y tuvo lo más parecido a un rasgo de carácter y conociendo a otro hombre con la honesta intención de disfrutar de nuevo. Por regla general a Dot le sucedían las cosas. No es que fuese débil, porque no había nada dentro de ella que le dijera que estaba siendo débil. Tampoco era fuerte, porque nunca supo que algunas de las cosas que hacían eran manifestaciones de valor. Dot no lanzaba desafíos, ni se ajustaba a las normas ni trataba de llegar a ninguna componenda.
Carecía de sentido del humor, pero gozaba en cambio de una manera de ser risueña que le permitía reírse en los momentos adecuados cuando estaba con hombres. Tampoco tenía intenciones definidas: a veces lamentaba vagamente que su reputación eliminara las posibilidades de situarse convenientemente. Y no es que su madre estuviese al tanto de sus amoríos: a mistres Raycroft solo le interesaba que su hija llegara puntualmente todas las mañanas a la joyería donde ganaba catorce dólares a la semana. Pero algunos de los muchachos que había conocido en el instituto pasaban sin saludarla cuando iban con «chicas decentes», y aquello la deprimía mucho. Cuando le sucedía una cosa así se iba a casa a llorar.
Además del dependiente de Jackson Street había habido otros dos hombres en su vida. El primero fue un oficial de la marina que pasó por la ciudad durante los primeros días de la guerra. Se había quedado una noche para establecer un contacto y estaba sin hacer nada, recostado contra una de las columnas del hotel Stonewall, cuando Dot pasó por allí. El oficial se quedó cuatro días más. Ella creyó amarle, y derrochó en él toda la primera histeria de la pasión que hubiera correspondido al pusilánime dependiente de Jackson Street. El uniforme del oficial de la marina —había aún muy pocos en aquellos días— había obrado el milagro. Él se marchó con vagas promesas en los labios y, una vez en el tren, se alegró de no haberle dicho su verdadero nombre.
Dot superó la depresión que tuvo después arrojándose en los brazos de Cyrus Fielding, hijo de un comerciante local de ropa hecha, que la había saludado desde su coche un día cuando ella pasaba por la acera. Dot sabía perfectamente quién era. Si la muchacha hubiese nacido en un estrato social más alto, él la hubiese conocido antes. Como Dot había descendido un poco más, el círculo terminó por cerrarse. Al cabo de un mes él se marchó a un campamento militar, un poco asustado de la intimidad nacida entre los dos, y algo aliviado al advertir que el interés de Dot por él no era demasiado profundo y que no era del tipo de chicas que crean problemas. Ella tiñó de romanticismo esta aventura, y su propia vanidad le inspiró la mentira piadosa de que era la guerra quien se había llevado a aquellos dos hombres. Sin embargo, llegó a preocuparle que en un espacio de ocho meses hubiese habido tres hombres en su vida. Pensó, con más miedo que asombro en el corazón, que muy pronto sería como aquellas «mujeres malas» de Jackson Street, a las que ella y sus amigas que mascaban chicle y lanzaban risitas todo el tiempo, habían ido a contemplar con ojos fascinados tres años antes.
Durante algún tiempo trató de tener más cuidado. Siguió permitiendo que los hombres «ligaran» con
ella; les dejó que la besaran, e incluso que se tomaran por la fuerza algunas otras libertades, pero no añadió nuevos nombres a su trío de antiguos amantes. Al cabo de varios meses la firmeza de su decisión —o más bien la intensidad de sus miedos— se hallaba muy deteriorada. Se sentía cada vez más inquieta, viéndose adormilada al margen de la vida y del tiempo mientras pasaban los meses de verano. Los soldados que conocía o bien estaban claramente por debajo de ella o bien, de manera menos evidente, por encima de ella, en cuyo caso solo deseaban usarla como a un objeto; eran yanquis, ásperos y sin delicadeza, que aparecían en grandes grupos… Luego conoció a Anthony.
La primera tarde el joven Patch apenas había sido para ella algo más que una agradable cara triste, una voz, una manera de pasar el rato; pero cuando acudió a la cita del sábado lo miró ya con respeto. Descubrió que le gustaba. Sin darse cuenta veía sus propias tragedias reflejadas en la cara de Anthony.
Entraron de nuevo en el cine, y volvieron después a pasear por las calles oscuras y llenas de aromas, esta vez cogidos de la mano, hablando de cuando en cuando en voz baja. Luego cruzaron el portón, camino del diminuto porche…
—Me puedo quedar un rato, ¿verdad?
—¡Chisss! —susurró ella—, no podemos hacer ningún ruido. Madre está levantada leyendo Historias con chispa.
Como para confirmarlo, Anthony oyó dentro el débil crujido del papel al pasar alguien de página. Las ranuras de las contraventanas abiertas dejaban pasar barras horizontales de luz que creaban finas líneas paralelas sobre la falda de Dorothy. La calle estaba silenciosa con la excepción de un grupo en los escalones de la casa al otro lado de la calzada, que, de cuando en cuando, alzaban la voz en una suave canción humorística.
… Cuando despiertes tendrás todas las lindas casitas…
Luego, como si hubiese estado esperando su llegada sobre algún tejado cercano, la sesgada luz de la luna atravesó de pronto las enredaderas e hizo que el rostro de la muchacha tuviera el color de las rosas blancas.
La memoria de Anthony se puso en marcha con inusitada fuerza, y ante sus ojos cerrados se formó la imagen —tan nítida como un flash-back sobre una pantalla, y surgida de cierta primaveral noche de deshielo, fuera del tiempo, en un semiolvidado invierno cinco años atrás— de otro rostro, radiante, parecido a una flor, vuelto hacia luces tan capaces de transformarlo como las mismas estrellas…
¡Ah, la belle dame sans merci que vivía en su corazón, y se le había dado a conocer en el transitorio esplendor de unos ojos oscuros en el Ritz-Carlton, o de una mirada incorpórea desde un carruaje en movimiento por los senderos del Bois de Boulogne! Pero aquellas noches eran tan solo parte de una canción, una magnificencia recordada… allí estaban otra vez las débiles brisas, las ilusiones, el eterno presente con su promesa de aventura romántica.
—¿Me quieres? —susurró ella—. ¿Me quieres?
El ensueño se había roto… los perdidos fragmentos de estrellas se convirtieron en simple luz, la música en el otro extremo de la calle se transformó en una nota única, en el plañido de las cigarras entre la hierba. Casi con un suspiro Anthony besó su boca encendida, mientras los brazos de Dot se alzaban hasta sus hombros.

 

El soldado

trabajaba) lo habrían mirado con desconfianza por ser miembro de las clases adineradas.
El sargento de su pelotón, Pop Donnelly, era un «viejo soldado» de pelo ralo, consumido por la bebida. Anteriormente Pop había pasado incontables semanas en prevención, pero recientemente, gracias a la urgente necesidad de instructores, se había visto elevado a su presente apogeo. Su tez estaba cubierta de cráteres, y presentaba una inconfundible semejanza con esas fotografías aéreas de «el campo de batalla en…». Una vez por semana se emborrachaba en la ciudad con aguardiente, volvía calmosamente al campamento y se derrumbaba sobre el catre; cuando salía a formar con los demás al tocar diana, su parecido con una mascarilla mortuoria era realmente extraordinario.
Abrigaba la sorprendente creencia de que, con gran astucia, «se la estaba pegando» al gobierno: había pasado dieciocho años a su servicio por un sueldo insignificante, y pronto se retiraría (al llegar aquí Pop solía hacer un guiño) con la impresionante pensión de cincuenta y cinco dólares al mes. Él lo consideraba una estupenda jugarreta contra las docenas de oficiales que lo habían asustado y se habían reído de él desde que no era más que un campesino de Georgia de diecinueve años.
En aquel momento había dos tenientes en la compañía: Hopkins y el popular Kretching. A este último se le tuvo por buena persona y excelente líder hasta que un año después desapareció con mil cien dólares del fondo de intendencia y, como tantos otros líderes, resultó extraordinariamente difícil de seguir.
Finalmente se llegaba al capitán Dunning, dios de aquel reducido —aunque autosuficiente— microcosmos. Era un oficial de la reserva, nervioso, enérgico y entusiasta. Esta última cualidad se materializaba con frecuencia, tomando la forma visible de espuma blanca en las comisuras de su boca. Como la mayoría de las personas con mando, el capitán veía a sus soldados estrictamente desde delante, y ante sus ojos esperanzados la compañía parecía ser exactamente la excelente unidad que se merecía una guerra igualmente excelente. A pesar de su mucha ansiedad y ensimismamiento, se lo estaba pasando estupendamente.
Baptiste, el pequeño siciliano del tren, tuvo problemas con él la segunda semana de instrucción. El capitán había ordenado varias veces que los hombres estuviesen bien afeitados cuando formaban por las mañanas. Un día se descubrió una alarmante contravención de aquella regla, sin duda un caso de connivencia con los teutones: durante la noche, a cuatro hombres les había crecido pelo en la cara. El hecho de que tres de los cuatro apenas entendieran inglés hizo aún más clara la necesidad de una lección práctica, de manera que el capitán Dunning, sin dudarlo un momento, envió a un voluntario a buscar una navaja. Después de lo cual, y para dejar a salvo la democracia, de las mejillas de tres italianos y un polaco se afeitó en seco media onza de pelo.
Fuera del mundo de la compañía se dejaba ver, de cuando en cuando, el coronel, un hombre corpulento, de dientes preparados para el gruñido, que circunnavegaba el campo de instrucción del batallón a lomos de un hermoso caballo negro. Era un graduado de West Point y, por mimetismo, un caballero. Tenía una mujer sin atractivo y él tampoco brillaba por su inteligencia; pasaba la mayor parte del tiempo en la ciudad aprovechándose de la privilegiada situación social de que el ejército disfrutaba en aquel momento. El último de todos era el general, que atravesaba las carreteras del campamento precedido por su bandera: una figura tan austera, tan remota, tan llena de magnificencia, que apenas resultaba comprensible.
Diciembre. Vientos refrescantes por la noche, y mañanas húmedas y frías en el campo de instrucción. A medida que desaparecía el calor, Anthony se descubría cada vez más contento de estar vivo. Sintiéndose extrañamente renovado en todo su cuerpo, tenía muy pocas preocupaciones y existía en el momento presente con una especie de satisfacción animal. No era que Gloria o la vida que Gloria representaba estuviera presente con menos frecuencia en sus pensamientos; era, simplemente, que su mujer se iba haciendo, día a día, menos real, y su contorno menos preciso. Durante una semana se escribieron apasionada, casi histéricamente… luego, por acuerdo tácito, habían pasado a dos, y luego a una carta por semana. Gloria se aburría, según le contaba; si la brigada de Anthony se quedaba allí mucho tiempo, ella iría a reunirse con él. Mr. Haight iba a estar en condiciones de presentar un escrito más satisfactorio de lo que pensaba en un principio, pero probablemente la apelación no llegaría a juicio hasta el final de la primavera. Muriel se hallaba en Nueva York trabajando para la Cruz Roja. ¿Qué le parecería a Anthony si ella hiciese lo mismo? El problema era que según había oído, quizá tuviera que bañar negros con alcohol, y después de aquella noticia ya no se sentía tan patriótica. La ciudad estaba llena de soldados y había vuelto a encontrarse con muchos chicos a los que no había visto desde años atrás…
Anthony no quería que Gloria viniese al sur. Se dijo a sí mismo que las razones eran muchas. Él necesitaba descansar de ella y ella de él. Gloria se aburriría desmesuradamente en la ciudad, y solo podría ver a Anthony unas pocas horas al día. Pero en el fondo de su corazón temía que la verdadera causa fuese el atractivo que Dorothy tenía para él. De hecho, vivía en el constante terror de que Gloria se enterara de su aventura por alguna coincidencia o porque alguien fuese a contárselo expresamente. Al cabo de dos semanas de relaciones con Dot la conciencia de su propia infidelidad empezó a producirle momentos de angustia. Sin embargo, al terminar el trabajo de cada día era incapaz de sobreponerse a la tentación que lo sacaba de la tienda y lo llevaba hasta el teléfono del YMCA.
—Dot.
—¿Sí?
—Quizá pueda ir esta noche.
—Me alegro mucho.
—¿Te apetece escuchar mi espléndida elocuencia durante unas cuantas horas inolvidables?
—¡Muy gracioso! —Por un instante Anthony tuvo un recuerdo de cinco años atrás… Geraldine.
Luego añadió:
—Llegaré hacia las ocho.
A las siete estaba ya en un coche destartalado camino de la ciudad, donde cientos de muchachitas
sureñas esperaban a sus amantes en porches bañados por la luna.
Para entonces Anthony anhelaba ya sus tibios y dilatados besos, la sorprendente quietud de las miradas que le dirigía… las miradas más cercanas a la adoración que el joven Patch había inspirado nunca. Gloria y él habían sido dos iguales, entregándose sin pensar en dar las gracias o crearse obligaciones. Para aquella muchacha sus caricias eran un don inestimable. Llorando mansamente Dot le había confesado que él no era el primer hombre en su vida; había habido otro… Anthony dedujo que aquella relación había concluido casi antes de empezar.
De hecho, en lo que a él se refería, Dot decía la verdad. Se había olvidado del dependiente, del oficial de la marina, del hijo del comerciante de ropa hecha; se había olvidado de la intensidad de sus emociones, que es el verdadero olvido. Dot sabía que en otra existencia opaca e insustancial alguien la había poseído… era como algo que hubiese sucedido en sueños.
Anthony iba a la ciudad casi todas las noches. Ahora refrescaba demasiado para quedarse en el porche, de manera que la madre les cedía la diminuta sala de estar, con su docena de litografías en colores con marcos baratos, sus yardas y más yardas de flecos decorativos, y la cargada atmósfera de varias décadas de proximidad a la cocina. Entre los dos encendían el fuego y luego, feliz, incansable, Dot ponía en marcha el ritual del amor. Más tarde, al dar las diez, ella iba con él hasta la puerta, despeinada, y pálido el rostro sin cosméticos que aún se volvía más pálido bajo la blanca luz de la luna cuando brillaba plateada en el exterior; a veces caían lentamente unas tibias gotas, demasiado indolentes, casi, para llegar al suelo.
—Di que me quieres —susurraba ella.
—Claro que sí, niñita mía.
—¿De verdad soy una niña? —Esto con entonación casi anhelante.
—Nada más que una niñita.
Dot sabía vagamente de la existencia de Gloria. Le hacía sufrir pensar en ello, de manera que se la imaginaba altanera, orgullosa y fría. Había decidido que Gloria tenía que ser mayor que Anthony, y que no existía cariño entre marido y mujer. A veces se permitía soñar que después de la guerra Anthony conseguiría el divorcio y se casarían… pero esto nunca se lo decía a Anthony, apenas sabía por qué. Dot compartía la idea de sus compañeros del campamento de que el joven Patch era una especie de empleado de banco… le creía respetable y pobre. A veces decía:
—Si tuviese dinero, querido, te lo daría todo a ti… Me gustaría tener unos cincuenta mil dólares.
—Imagino que eso sería más que suficiente —replicaba Anthony.
En su carta de aquel día Gloria había escrito: «Supongo que si pudiéramos llegar a un acuerdo por un millón, quizá fuera mejor dar la autorización a Mr. Haight para que lo arreglara así. Pero, por otra parte, sería una pena…».
—… Podríamos tener un automóvil — exclamó Dot, en un último estallido triunfal.

 

Una ocasión solemne

El capitán Dunning se ufanaba de ser un gran conocedor de caracteres. Media hora de conversación con una persona le permitía situarla dentro de cierto número de sorprendentes categorías: tipo estupendo, buen hombre, persona lista, teórico, poeta e «inservible». Un día de principios de febrero
hizo llamar a Anthony para que se presentara en la tienda de mando.
—Patch —dijo el capitán sentenciosamente—. Llevo varias semanas fijándome en usted.
Anthony se mantuvo erguido e inmóvil.
—Y creo que está en condiciones de llegar a ser un buen soldado.
Esperó a que disminuyera el agradable calor que sus palabras tenían lógicamente que haber provocado, y continuó:
—Esto no es un juego de niños —explicó, arrugando la frente.
Anthony se mostró de acuerdo con un melancólico «No, mi capitán».
—Es un juego de hombres… y necesitamos líderes. —Luego el punto culminante, rápido, seguro, eléctrico—: Patch, voy a hacerle cabo.
Al llegar este momento, Anthony debiera haberse tambaleado ligeramente, abrumado por tan gran honor. Iba a ser uno del cuarto de millón seleccionado para tan importante tarea. Estaría en condiciones de gritar la frase «¡Seguidme!» a otros siete hombres tan asustados como él.
—Usted parece ser un hombre de cierta educación —dijo el capitán Dunning.
—Sí, mi capitán.
—Eso está bien, eso está bien. La educación es una gran cosa, pero no deje que se le suba a la cabeza. Compórtese como hasta ahora y será un buen soldado.
Con estas palabras de despedida todavía resonando en sus oídos, el cabo Patch saludó, giró a la derecha, y abandonó la tienda.
Aunque la conversación divirtió mucho a Anthony, también generó la idea de que la vida sería más entretenida de sargento o, en el caso de que le hiciese el examen un médico menos exigente, de oficial. Sentía muy poco interés por el trabajo en la milicia que parecía desmentir la valentía de que alardeaba el ejército. En las revistas uno no se vestía con cuidado para tener buen aspecto, sino para no tenerlo malo.
Pero a medida que fue pasando el invierno —el breve invierno sin nieve, reconocible tan solo por las noches húmedas y los días lluviosos y frescos—, Anthony llegó a maravillarse de lo deprisa que el sistema se había apoderado de él. Era soldado, y todos los que no eran soldados eran civiles. El mundo estaba dividido fundamentalmente en aquellos dos grupos.
Al joven Patch se le ocurrió que todas las clases fuertemente diferenciadas, como la clase militar, dividían a los hombres en dos tipos; los que eran como ellos, y los restantes. Para los clérigos, había clero y laicado; para los católicos había católicos y no católicos; para los negros, gente de color y blancos; para el preso estaban los encarcelados y los libres, y para el enfermo estaban los enfermos y los sanos… De manera que, sin pensar en ello una sola vez en toda su vida, Anthony había sido civil, laico, no católico, gentil, blanco, libre y con buena salud…
A medida que las tropas americanas se incorporaban a las trincheras francesas y británicas, el joven Patch empezó a encontrar los nombres de muchos exalumnos de Harvard entre las bajas recogidas en el Diario del Ejército y de la Marina. Pero a pesar de tanto sudor y de tanta sangre la situación parecía no haberse modificado, y él no veía posibilidad de que la guerra terminara en un futuro próximo. En las crónicas antiguas el ala derecha de un ejército siempre derrotaba al ala izquierda del otro, al mismo
tiempo que el ala izquierda era vencida por la derecha del enemigo. Después de esto los mercenarios huían. Resultaba verdaderamente simple en aquellos días, casi como si todo estuviese arreglado de antemano…
Gloria escribía que estaba leyendo mucho. Qué desaguisado habían logrado hacer con sus vidas, decía ella. Encontraba tan pocas ocupaciones que se pasaba el tiempo imaginando lo diferentes que podrían haber resultado las cosas. Todo su entorno le parecía inseguro… y muy pocos años antes estaba convencida de tener todos los hilos en la mano…
En junio sus cartas se hicieron apresuradas y menos frecuentes. De repente dejó de mencionar la posibilidad de ir al sur.

 

Derrota

En el mes de marzo por los campos de los alrededores aparecieron ya jazmines y junquillos y manchas de violetas entre la hierba que el sol empezaba a calentar. Posteriormente Anthony recordaba sobre todo una tarde de tal lozanía y encanto mágico que, mientras calificaba los blancos en el foso del campo de tiro, estuvo recitando «Atalanta en Calydon» a un desconcertado polaco, al mismo tiempo que las balas cantaban, silbaban y estallaban por encima de sus cabezas.
«Cuando los lebreles de la primavera…» ¡Pam!
«Siguen las huellas del invierno…» ¡Sssss!
«La madre de los meses…» ¡Eh! ¡Vamos! ¡Señala un tres…!
En la ciudad las calles estaban otra vez envueltas en una atmósfera de somnolencia, y Anthony y Dot vagabundearon juntos por los sitios que habían recorrido el otoño anterior, hasta que el joven Patch empezó a sentir un suave afecto por aquel sur, un sur, al parecer, más cerca de Argel que de Italia, con desvanecidas aspiraciones que apuntaban, saltando hacia atrás sobre innumerables generaciones, hacia algún cálido y primitivo Nirvana, sin esperanzas ni preocupaciones. Allí se encontraba en todas las voces un acento de cordialidad, de comprensión. «La vida nos gasta a todos la misma broma, agradable y angustiosa al mismo tiempo», parecían decir con su grata y quejumbrosa cadencia, con aquella entonación que se alzaba hasta terminar en un indeciso tono menor.
Le gustaba la barbería, donde un muchacho pálido y demacrado lo saludaba siempre con un «¡Hola, cabo!» y después de afeitarle le repasaba minuciosamente la cabeza con una maquinilla para que el pelo mantuviera la longitud reglamentaria. Le gustaban los Johnston’s Gardens donde iban a bailar, y donde un negro trágico tocaba al saxofón una música dolorida y anhelante que acababa convirtiendo aquel local de colores chillones en una jungla encantada de ritmos bárbaros y risas sofocadas, donde olvidar el monótono paso del tiempo con los suaves suspiros y tiernos susurros de Dorothy significaba el logro de todas las aspiraciones, la paz absoluta.
Había en el carácter de Dot una tendencia latente a la tristeza, un consciente evadirse de todo, con excepción de las placenteras menudencias de la vida. Sus ojos violeta parecían quedar insensibles durante horas cuando, despreocupada de todo, se tumbaba al sol como un gato. Anthony se preguntaba
qué pensaría de ellos su cansada y apocada madre, y si en sus momentos de mayor lucidez llegaría incluso a imaginarse la relación que existía entre su hija y él.
Los domingos por la tarde salían a pasear por el campo, descansando de cuando en cuando sobre el musgo seco en la linde de un bosque. Allí se reunían los pájaros, y crecían las violetas y los cornejos de flores blancas; allí los árboles de hojas grises brillaban cristalinos y fríos, olvidados del calor embriagador que esperaba fuera; allí Anthony rompía a hablar, de manera intermitente, en un monólogo soñoliento, en una conversación sin importancia que no precisaba de respuestas.
Julio llegó abrasando la tierra. Al capitán Dunning se le ordenó que designara a uno de sus hombres para que aprendiese a herrar los caballos. El regimiento estaba aumentando el número de hombres en cada unidad hasta llegar a la dotación adecuada para entrar en acción, y el capitán necesitaba a la mayoría de los veteranos para que enseñaran a los nuevos a hacer la instrucción, de manera que escogió al pequeño Baptiste, el italiano, del que le resultaba más fácil prescindir. El siciliano no había tenido nunca nada que ver con caballos. Su miedo empeoró la situación. Un día se presentó en la tienda de mando y le dijo al capitán que si no podían sustituirle prefería morir. Los caballos le coceaban, dijo; no servía para aquel trabajo. Finalmente se puso de rodillas y suplicó, en una mezcla de inglés chapurreado e italiano medieval, que le dieran otro destino. Llevaba tres días sin dormir; soñaba constantemente con monstruosos sementales que piafaban y hacían cabriolas.
El capitán Dunning regañó al escribiente de la compañía (que se había echado a reír) y le dijo a Baptiste que haría lo que pudiese. Pero después de considerarlo decidió que no podía prescindir de otro hombre mejor capacitado. El pequeño Baptiste fue de mal en peor. Los caballos parecían adivinar su miedo y aprovecharse de él. Dos semanas después una gran yegua negra le aplastó el cráneo de una coz cuando intentaba sacarla de su casilla en el establo.
A mediados de julio llegaron rumores, y después órdenes, relacionados con un cambio de campamento. La brigada iba a trasladarse a un acuartelamiento vacío, cien millas más al sur, para ser allí reforzada hasta transformarse en división. Al principio los hombres pensaron que salían para el frente, y durante toda la tarde parlotearon en grupitos delante de las tiendas de la compañía, gritándose unos a otros con aire fanfarrón: «¡Claro que nos vamos!». Cuando llegó a saberse la verdad, fue rechazada con indignación como una cortina de humo para ocultar su verdadero destino. Se deleitaron con su propia importancia. Aquella noche dijeron a sus chicas en la ciudad que «iban a por los alemanes». Anthony estuvo recorriendo los grupos durante un rato; luego se montó en uno de los viejos coches destartalados y fue a decirle a Dot que se marchaba.
Ella estaba esperando en el porche en sombra, con un vestido blanco barato que realzaba su juventud y la dulzura de sus facciones.
—¡Te he deseado tanto, cariño! —susurró ella—. Durante todo el día.
—Tengo algo que decirte.
Ella lo hizo sentarse a su lado en el sofá-mecedora sin advertir su tono ominoso.
—Cuéntame.
—Nos marchamos la semana que viene.
Sus brazos, alzados en busca de los hombros de Anthony, se quedaron inmóviles en la oscuridad, y también su rostro, vuelto hacia arriba. Cuando habló, la dulzura había desaparecido por completo de su
voz.
—¡A Francia!
—No. No tenemos tanta suerte. Nos vamos a un maldito campamento en Mississippi.
Dot cerró los ojos y Anthony notó que le temblaban los párpados.
—Mi querida Dot, la vida es demasiado dura.
Ella estaba llorando, apoyada en su hombro.
—Demasiado dura, demasiado dura —repitió él mecánicamente—; hiere a las personas una y otra vez hasta que ya no es posible herirlas más. Esa es la última cosa que hace y la peor de todas.
Frenética, llena de angustia, Dot le apretó contra su pecho.
—¡Dios mío! —susurró entrecortadamente—, no puedes marcharte y dejarme. Me moriré.
Anthony descubría por su parte la imposibilidad de que Dot aceptara su marcha como una desgracia común e impersonal. Estaba demasiado cerca de ella para hacer otra cosa que repetir «Pobrecita Dot. Pobrecita Dot».
—¿Y luego qué? —preguntó la muchacha con voz cansada.
—¿Qué quieres decir?
—Que tú eres mi vida entera, eso es todo. Moriría por ti ahora mismo si me dijeses que lo hiciera. Cogería un cuchillo y me mataría. No me puedes dejar aquí.
Su tono lo asustó.
—Estas cosas pasan —dijo él con voz tranquila.
—Entonces me voy contigo. —Le caían las lágrimas por las mejillas y le temblaba la boca, todo su ser atenazado por el dolor y el miedo.
—Mi dulce y querida niñita —murmuró él con voz llena de sentimentalismo—. ¿No ves que no haríamos más que retrasar algo que tiene que suceder inevitablemente? Me iré a Francia dentro de unos meses…
Dot se apartó de él y, apretando los puños, alzó la vista al cielo.
—Quiero morirme —dijo, como si estuviese moldeando cuidadosamente cada palabra dentro de su corazón.
—Dot —susurró él sintiéndose muy incómodo—, lo olvidarás. Las cosas resultan más dulces después de perderlas. Lo sé porque una vez quise algo y lo conseguí. Era la única cosa que había querido de verdad. Y cuando la tuve, quedó reducida a polvo entre mis manos.
—De acuerdo.
Absorto en sí mismo Anthony continuó:
—Con frecuencia he pensado que si no hubiera conseguido lo que quería, las cosas habrían sido diferentes. Quizá hubiese encontrado algo dentro de mí y habría disfrutado poniéndolo en circulación. Quizá me hubiese gustado cómo funcionaba, y mi vanidad se habría sentido complacida con el éxito.
Imagino que hubo un momento en que pude haber tenido cualquier cosa que quisiera, dentro de ciertos límites, pero aquello fue lo único que quise con verdadera intensidad. ¡Cielos! Y eso me enseñó que no se puede tener nada, nada en absoluto. Porque el deseo nos engaña. Es como un rayo de sol saltando de aquí para allá en una habitación. De pronto se detiene y da brillo a algún objeto insignificante y nosotros, pobres estúpidos, tratamos de cogerlo… luego, cuando el rayo de sol cambia de sitio, seguimos agarrados al objeto sin interés, pero el brillo que nos hizo desearlo ha desaparecido ya… — Anthony se detuvo, preocupado. Dot había dejado de llorar y estaba de pie arrancando las hojas de una oscura enredadera—. Dot…
—Vete —dijo ella con frialdad.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—No son palabras lo que quiero. Si no tienes otra cosa que ofrecerme, es mejor que te vayas.
—Pero, Dot…
—Lo que para mí significa la muerte, para ti no es más que un montón de palabras. Sabes muy bien cómo usarlas para que resulten bonitas.
—Lo siento. Estaba hablando de ti, Dot.
—Vete de aquí.
Él se acercó con los brazos extendidos, pero ella lo rechazó.
—No quieres que vaya contigo —dijo ella con voz serena—; quizá vas a reunirte con esa… con esa chica… —No fue capaz de pronunciar la palabra esposa—. No tengo manera de saberlo. Si es así, está claro que has dejado de ser mi compañero. Así que vete.
Durante un momento, mientras se sentía dividido entre deseos y temores contradictorios, pareció ser aquella una de las raras ocasiones en que Anthony tendría que decidirse impulsado por un estímulo interior. El joven Patch vaciló un instante. Luego una ola de cansancio se estrelló contra él. Era demasiado tarde… era demasiado tarde para todo. Durante años había soñado para alejarse de la realidad, basando sus decisiones en emociones tan inestables como el agua. La muchachita del vestido blanco lo dominó al acercarse a la belleza con la compacta simetría de su deseo. El fuego que ardía en su ignorante y herido corazón parecía brillar en torno suyo como una llama. Con una especie de hondo e insospechado orgullo había logrado distanciarse, consiguiendo con ello su propósito.
—No era… mi intención parecer tan insensible, Dot.
—Es igual.
El fuego derribó a Anthony. Algo le desgarró las entrañas y se encontró inerme y vencido.
—Ven conmigo, mi pequeña y querida Dot. Ven conmigo, no sería capaz de dejarte ahora…
Con un sollozo ella lo rodeó con sus brazos, apoyándose en él, mientras la luna, atenta a su sempiterno trabajo de disimular el feo aspecto del mundo, derramaba su espúrea miel sobre la calle soñolienta.

 

La catástrofe

Primeros de septiembre en Camp Boone, en el estado de Mississippi. La oscuridad, poblada de
insectos, se estrellaba contra el mosquitero bajo cuya protección Anthony estaba tratando de escribir una carta. Desde la tienda de al lado le llegaba una conversación intermitente ligada a una partida de póquer y, en el exterior, un soldado se paseaba por la calle de la compañía cantando una copla chabacana de moda en aquel momento: «Ka-a-a-Katy».
Haciendo un esfuerzo Anthony se incorporó sobre un hombro y, lápiz en mano, contempló la hoja de papel en blanco. Luego, prescindiendo de cualquier encabezamiento, empezó:
No se me ocurre ninguna explicación a lo que está pasando, Gloria. Hace dos semanas que no he tenido noticias tuyas y es lógico que me preocupe…
Tiró la hoja con un gruñido de desagrado y empezó de nuevo:
No sé qué pensar, Gloria. Han pasado ya dos semanas desde que recibí tu última carta, breve, fría, sin una palabra de afecto, y en la que ni siquiera me contabas a grandes rasgos lo que has estado haciendo. No tiene nada de extraño que me haga preguntas. Si tu amor por mí no está completamente muerto, deberías evitar al menos que me preocupe innecesariamente…
De nuevo arrugó la cuartilla y la tiró enfadado a través de una desgarradura de la pared de la tienda, dándose cuenta al mismo tiempo de que tendría que recogerla por la mañana. Anthony se sentía muy poco inclinado a intentarlo de nuevo. No conseguía poner calor en sus palabras, tan solo celos y sospechas constantemente renovados. Desde mediados de verano las omisiones en la correspondencia de Gloria se habían ido haciendo cada vez más llamativas. Al principio Anthony apenas las había notado. Estaba tan acostumbrado a los rutinarios «queridísimo» y «cariño» repartidos por todas sus cartas que no advertía su presencia o ausencia. Pero durante los últimos quince días se había ido dando cuenta de manera cada vez más clara de que algo no marchaba bien.
Había mandado un telegrama a Gloria anunciándole que había aprobado el examen para trasladarse a un campamento de formación de oficiales, y que esperaba salir muy pronto camino de Georgia. Gloria no le contestó. Anthony le puso otro telegrama… al no recibir respuesta supuso que quizá hubiese salido de Nueva York. Pero no pudo por menos de pensar una y otra vez que no había abandonado la ciudad, y se vio atacado por una plaga de enloquecidas suposiciones. Gloria, por ejemplo, aburrida e inquieta, podía haber encontrado a alguien, igual que le había sucedido a él. Aquella idea bastó para aterrorizarlo… sobre todo porque se había sentido tan seguro de la integridad personal de su mujer que apenas había pensado en ella durante todo el año. Y ahora, al nacer la duda, las antiguas rabias, las ansias de posesión, se abalanzaban sobre él a millares. ¿No era lógico que Gloria se hubiese enamorado de nuevo?
Recordó a la Gloria que había prometido que si alguna vez quería algo, lo tomaría, insistiendo en que, dado que obraría enteramente para satisfacción propia, podría terminar la aventura sin desdoro; lo que contaba, en cualquier caso, era solo el efecto sobre la mente de una persona, había dicho Gloria, y su reacción sería la masculina, de saciedad e incluso de vaga repugnancia.
Pero eso había sido de recién casados. Después, con el descubrimiento de que podía estar celosa de Anthony, Gloria —al menos exteriormente— había cambiado de idea. No existía ningún otro hombre en el mundo para ella. Esto Anthony había llegado a saberlo sin la menor posibilidad de duda. Convencido de que la exigente manera de ser de su esposa bastaría para que se contuviera, Anthony había descuidado la tarea de conservar en su integridad el amor de Gloria, que; después de todo, era la piedra angular de toda su estructura vital.
Mientras tanto había mantenido a Dot durante todo el verano en una pensión de la ciudad. Para hacerlo se había visto obligado a escribir a su agente de bolsa pidiéndole dinero. La muchacha ocultó el viaje hacia el sur marchándose de su casa un día antes de que la brigada levantara el campamento, e informando a su madre mediante una nota de que se iba a Nueva York. La tarde del siguiente día Anthony se presentó en la ciudad como si fuese a verla. Mistress Raycroft se hallaba en un estado de total postración y en la sala de visitas había un policía que procedió a interrogarla; Anthony logró a duras penas no verse mezclado en la desaparición de la muchacha.
En septiembre, con las sospechas acerca de Gloria, la compañía de Dot se le hizo primero tediosa y luego casi insufrible. Anthony estaba nervioso e irritable por falta de sueño y se sentía lleno de angustia y de temor. Tres días antes había ido a ver al capitán Dunning para pedirle un permiso sin conseguir otra cosa que buenas palabras. La división iba a salir para Europa, mientras que Anthony se trasladaría a un campamento de formación de oficiales; los permisos que pudieran darse había que reservarlos para los hombres que abandonaban el país.
Ante esta negativa Anthony se había dirigido a la oficina de telégrafos, dispuesto a poner un cable a Gloria para que viniera al sur… al llegar a la puerta retrocedió desalentado, al comprender lo irrazonable de semejante medida. Luego había pasado la tarde descargando con Dot su malhumor, y regresado al campamento lleno de irritación contra el mundo en general. Habían tenido una escena muy desagradable, y Anthony acabó marchándose de repente. Lo que hubiese que hacer con Dot no parecía preocuparle de una manera vital en el momento presente; estaba totalmente enfrascado en el descorazonador silencio de su mujer…
La puerta de la tienda se trianguló de pronto sobre sí misma, y una cabeza morena se recortó contra la oscuridad de la noche.
—¿Sargento Patch? —El acento era italiano, y Anthony descubrió por el cinturón que se trataba de un ordenanza del cuartel general de la división.
—¿Me busca a mí?
—Una señora llamó al cuartel general hace diez minutos. Dijo que tenía que hablar con usted. Muy importante.
Anthony apartó el mosquitero y se puso en pie. Podía ser un cable de Gloria transmitido por teléfono.
—Dijo que lo buscáramos. Que volvería a llamar a las diez.
—De acuerdo, gracias. —Anthony cogió su gorro y un momento después caminaba a buen paso junto al ordenanza en la cálida oscuridad que casi resultaba asfixiante. En la cabaña del cuartel general saludó al soñoliento oficial de guardia.
—Siéntese y espere —sugirió el otro con aire indiferente—. La chica parecía muy ansiosa de hablar con usted.
Las esperanzas de Anthony se desvanecieron.
—Muchas gracias, mi teniente. —Y antes casi de que empezara a sonar el teléfono supo ya quién lo llamaba.
—Soy Dot —la voz sonaba muy insegura—, tengo que verte.
—Ya te he dicho que no podré ir durante varios días.
—Necesito verte esta noche. Es importante.
—Es demasiado tarde —dijo él fríamente—; son las diez y he de estar de vuelta en el campamento para las once.
—Está bien. —Había tanto sufrimiento encerrado en aquellas dos palabras que Anthony sintió algo de remordimiento.
—¿Qué sucede?
—Quería decirte adiós.
—¡No digas tonterías! —exclamó él. Pero se sintió más animado. ¡Sería estupendo que Dot dejara la ciudad aquella misma noche! ¡Qué peso se le quitaría de encima! Pero dijo—: No puedes marcharte hasta mañana.
Con el rabillo del ojo vio que el oficial de guardia lo miraba con irónica curiosidad. Luego, inesperadas, le llegaron las siguientes palabras de Dot:
—No me refiero a «irme» de esa manera.
Anthony apretó el auricular con fuerza. Notó que los nervios se le enfriaban como si el calor estuviese abandonando su cuerpo.
—¿Cómo?
Luego, muy deprisa y con voz entrecortada, la oyó decir:
—¡Adiós, cariño, adiós!
¡Click! Dot había colgado el teléfono. Dejando escapar un sonido que era mitad jadeo y mitad grito; Anthony abandonó el edificio del cuartel general. Una vez fuera, bajo las estrellas que colgaban como adornos de plata entre los árboles del bosquecillo, se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. ¿Estaría pensando en suicidarse? ¡La muy estúpida! Se sintió lleno de un intenso odio contra ella. Ante semejante desenlace le resultaba imposible aceptar que él hubiese iniciado aquel enredo, aquel lío, aquella sórdida mezcolanza de angustia y de dolor.
Al cabo de un momento descubrió que se estaba alejando lentamente, repitiendo una y otra vez que era inútil preocuparse. Lo mejor que podía hacer era volver a su tienda y dormir. Necesitaba dormir. ¡Dios santo! ¿Volvería a dormir alguna vez? Su mente no era más que un confuso clamor; al llegar a la carretera giró en redondo presa del pánico y echó a correr: no en dirección a la compañía, sino alejándose de ella. Otros soldados volvían ya de la ciudad… no le costaría trabajo encontrar un coche. Al cabo de un minuto dos ojos amarillos aparecieron en una curva. Anthony corrió hacia ellos con todas sus fuerzas.
—¡Taxi! ¡Taxi…! —Era un Ford vacío—. Quiero ir a la ciudad.
—Le costará un dólar.
—De acuerdo, pero haga el favor de darse prisa…
Después de un tiempo que se le antojó interminable, Anthony subió corriendo los escalones delante de una oscura casita destartalada, y al atravesar la puerta casi derribó a una negra inmensa que avanzaba
por el vestíbulo con una vela en la mano.
—¿Dónde está mi mujer? —preguntó con el rostro desencajado.
—Se ha acostado.
Escaleras arriba, de tres en tres, y luego hasta el fondo del decrépito pasillo. La habitación estaba a oscuras y en silencio. Anthony encendió una cerilla con dedos temblorosos. Dos ojos muy abiertos lo miraron desde el revoltijo de ropas de la cama.
—Sabía que vendrías —murmuró ella entrecortadamente.
Anthony palideció de indignación.
—Así que no era más que una treta para hacerme venir, ¡para crearme dificultades! —dijo—. ¡Maldita sea!, has gritado «¡Que viene el lobo!» más veces de la cuenta.
Ella lo miró con aire lastimero.
—Tenía que verte. No hubiese podido seguir viviendo. Tenía que verte…
Anthony se sentó en el borde de la cama y movió después la cabeza.
—No eres buena —dijo terminantemente, hablando sin darse cuenta como Gloria podría haberlo hecho con él—. No es justo que me hagas una cosa así.
—Acércate más. —Dijera lo que dijese, Dot ahora se sentía feliz. Anthony se preocupaba por ella. Había logrado traerlo a su lado.
—Dios del cielo —dijo Anthony desesperanzado. A medida que la ola de cansancio avanzaba inexorablemente, su indignación se iba calmando y retrocediendo hasta esfumarse. Repentinamente rompió en sollozos, mientras se dejaba caer en la cama junto a Dot.
—Querido —le suplicó ella—. ¡No llores! ¡No llores, por favor!
Apoyó la cabeza de Anthony contra su pecho y lo consoló, mezclando sus lágrimas de alegría con las de él, llenas de amargura. Con una mano lo acarició suavemente.
—Soy una estúpida —murmuró contrita—, pero te quiero, y cuando me tratas con frialdad tengo la impresión de que no merece la pena seguir viviendo.
Después de todo, aquello era paz: la habitación en silencio con olor a perfume y a polvos de mujer, la mano de Dot tan suave como una brisa cálida en sus cabellos, el subir y bajar de su pecho cuando respiraba… por un momento fue como si Gloria estuviese allí, como si él descansara en un hogar más grato y mejor protegido que ninguno de los que había conocido.
Pasó una hora. Un reloj de pared empezó a sonar en el vestíbulo. Anthony se incorporó de un salto y miró las manecillas fosforescentes de su reloj de pulsera. Eran las doce.
Le costó trabajo encontrar un taxi que lo llevara tan tarde al campamento. Mientras le pedía al conductor que fuese más deprisa, Anthony meditaba sobre el mejor método de entrar en el recinto militar. Había llegado varias veces tarde en las últimas semanas, y sabía que si volvían a cogerlo era muy probable que tacharan su nombre de la lista de candidatos para oficiales. Se preguntó si no sería más conveniente despedir el taxi y probar fortuna pasando junto al centinela en la oscuridad. De todas formas, había oficiales que llegaban con frecuencia después de la medianoche…
—¡Alto! —La orden surgió del resplandor amarillo que los faros del coche derramaron sobre la carretera al cambiar de dirección. El taxista soltó el embrague, y se les acercó un centinela con el rifle terciado. Acompañándolo, desgraciadamente, iba el oficial de guardia.
—Llega tarde, sargento.
—Sí, mi teniente. Un imprevisto.
—Es una lástima. Tengo que apuntar su nombre.
Mientras el oficial esperaba, bloc y lápiz en la mano, unas palabras no del todo voluntarias se agolparon en los labios de Anthony, unas palabras nacidas del pánico, del aturdimiento, de la desesperación.
—Sargento R. A. Foley —respondió sin atreverse casi a respirar.
—¿Y la unidad?
—Compañía Q, del Ochenta y tres de Infantería.
—De acuerdo. Tendrá que seguir a pie, sargento.
Anthony saludó, pagó a toda prisa al taxista, y echó a correr en dirección al regimiento que había mencionado. Cuando perdió de vista al oficial de guardia cambió de rumbo y, con el corazón latiéndole furiosamente, regresó a su compañía, convencido de haber cometido un error que iba a costarle caro.
Dos días después el oficial que estaba de comandante de la guardia aquella noche lo reconoció en una barbería de la ciudad. Anthony regresó al campamento custodiado por un policía militar; le degradaron a soldado raso sin juicio, y quedó confinado durante un mes dentro de los límites de su compañía.
Aquel golpe le causó un ataque agudo de depresión, y antes de que transcurriera una semana lo encontraron de nuevo en la ciudad, atontado por el alcohol y con una botella de whisky de fabricación ilegal en el bolsillo. Debido a su comportamiento un poco demencial durante el juicio, lo condenaron únicamente a tres semanas de reclusión.

 

Pesadilla

Casi desde el principio de su encierro fue creciendo en Anthony el convencimiento de que se estaba volviendo loco. Era como si dentro de su mente existiese cierto número de oscuras pero intensas personalidades —algunas familiares, otras extrañas y terribles—, mantenidas a raya por un pequeño celador que permanecía en alto en algún sitio y las vigilaba. Lo que ahora preocupaba a Anthony era que el celador estaba enfermo y se mantenía en su puesto con muchas dificultades. Si se rindiera, si vacilara un momento, saldrían a la luz todas aquellas cosas intolerables, y Anthony sabía muy bien la situación de negrura a la que podía llegar si lo peor de sí mismo campaba a sus anchas por los vericuetos de su mundo consciente.
Los días habían cambiado en cierto modo, y el calor era una especie de bruñida oscuridad que caía a plomo sobre la tierra devastada. Por encima de la cabeza de Anthony los círculos azules de ominosos soles desconocidos, de innumerables centros de fuego, giraban interminablemente, como si estuviera tumbado y constantemente expuesto a su luz abrasadora en febril estado comatoso. A las siete de la mañana algo fantasmal, algo casi absurdamente carente de realidad pero que él reconocía como su cuerpo mortal, salía con otros siete prisioneros y dos guardianes a trabajar en las carreteras del
campamento. Un día cargaban y descargaban considerables cantidades de grava, la extendían y la rastrillaban; al día siguiente trabajaban con enormes barriles de alquitrán candente, cubriendo la grava con negros charcos relucientes de calor derretido. Por la noche, encerrado en prevención, Anthony yacía en su catre sin pensar, sin valor para hilar las ideas, contemplando las irregulares vigas del techo hasta las tres de la madrugada, cuando se hundía en un sueño intranquilo y con frecuentes interrupciones.
Durante las horas de trabajo Anthony se esforzaba en la tarea, lleno de inquietud, tratando, a medida que el día avanzaba hacia la sofocante puesta de sol de Mississippi, de cansarse y conseguir así dormir profundamente por puro agotamiento físico… Luego, una tarde durante la segunda semana, tuvo la impresión de que dos ojos lo estaban vigilando desde un lugar muy próximo, detrás de uno de los guardianes. Esta sensación despertó en él una especie de terror. Se volvió de espaldas a los ojos y siguió echando paletadas febrilmente, hasta que no tuvo más remedio que dar la vuelta e ir en busca de más grava. Entonces los ojos entraron de nuevo en su campo de visión, y sus nervios, ya tensos, llegaron a un punto límite. Aquellos ojos lo miraban maliciosamente. Desde el silencio abrasador oyó pronunciar su nombre con entonación trágica, y la tierra se inclinó absurdamente atrás y adelante hasta llegar a una caótica mezcla de gritos y confusión.
Cuando recobró el conocimiento, Anthony estaba de nuevo en prevención, y los otros presos le lanzaban miradas de curiosidad. Los ojos no volvieron a aparecer. Pasaron muchos días antes de que se diese cuenta de que tenía que haber sido la voz de Dot, que lo había llamado, creando algún tipo de revuelo. Esto lo decidió inmediatamente antes de que expirara su sentencia, cuando se había desvanecido la pesada nube que lo oprimía, dejándolo en un profundo y desalentado aletargamiento. A medida que el mediador consciente —el celador que mantenía a raya la terrible colección de horrores— recuperaba fuerzas, Anthony se sentía más débil físicamente. Apenas fue capaz de mantenerse en pie durante los dos días de trabajo pesado que aún le quedaban, y cuando lo pusieron en libertad una tarde lluviosa y regresó a su compañía, nada más entrar en la tienda cayó en un sueño pesado del que despertó antes de amanecer, dolorido y con la sensación de no haber descansado en absoluto. Junto a su litera había dos cartas que llevaban algún tiempo esperándolo en el puesto de mando de la compañía. La primera era de Gloria, breve y fría:
***
La vista del pleito será a finales de noviembre. ¿No podrías conseguir un permiso?
He tratado de escribirte una y otra vez, pero al parecer mis intentos solo sirven para empeorar las cosas. Tengo que hablar contigo de varios asuntos, pero como bien sabes ya me has impedido en una ocasión que fuera a verte y no me siento inclinada a intentarlo de nuevo. Debido a ciertas cosas parece necesario que celebremos una conferencia. Me alegro mucho de tu nombramiento.
GLORIA ***
Anthony estaba demasiado cansado para tratar de entender… o para preocuparse. Las frases de Gloria, sus intenciones, quedaban ya muy lejos, en un pasado incomprensible. La segunda carta apenas la miró; era de Dot… unos garrapatos incoherentes, manchados de lágrimas, un diluvio de protestas, manifestaciones de cariño y muestras de dolor. Después de leer una página, dejó que la carta se le cayera de la mano y se adormeció para regresar a una nebulosa región interior de su exclusiva propiedad. Al toque de diana se despertó con una fiebre muy alta, desmayándose al intentar salir de la
tienda; al mediodía lo mandaron al hospital de base aquejado de gripe.
Se dio cuenta de que aquella enfermedad era providencial. Lo salvó de una recaída nerviosa, y se recuperó con tiempo para —un húmedo día de noviembre— embarcarse en un tren camino de Nueva York y de la interminable matanza que venía después.
Cuando el regimiento llegó a Camp Mills, en Long Island, la idea fija de Anthony era ir a la ciudad y ver a Gloria lo antes posible. Resultaba ya evidente que se iba a firmar el armisticio en menos de una semana, pero los rumores aseguraban que de todos modos las tropas seguirían saliendo hacia Francia hasta el último momento. Anthony quedó consternado al pensar en el largo viaje, en el tedioso desembarco en un puerto francés y en quedarse en Europa quizá durante un año, para sustituir a las tropas que sí habían entrado en combate.
Su intención había sido obtener un permiso de dos días, pero Camp Mills se hallaba bajo una estricta cuarentena debido a la gripe; era imposible salir de allí incluso para los mandos, como no fuera por algún asunto oficial. En el caso de un soldado raso, ausentarse estaba completamente descartado.
El campamento mismo era un deprimente revoltijo, frío, barrido por el viento, y sucio, con la acumulación de porquería que entraña el paso sucesivo de muchas divisiones. Su tren llegó una tarde a las siete, y tuvieron que esperar seis horas formando cola hasta que se solucionó el enredo militar en algún lugar delante de ellos. Los oficiales iban y venían corriendo sin cesar, dando órdenes y organizando un gran tumulto. Luego resultó que toda la agitación había tenido origen en el coronel, que estaba muy enfadado porque era de West Point y la guerra iba a terminar antes de que él llegara a Europa. Si los gobiernos beligerantes tomaran conciencia del número de corazones destrozados entre los antiguos graduados de West Point durante aquella semana, sin duda alguna habrían prolongado la carnicería un mes más. ¡Era difícil imaginar algo más lamentable!
Al contemplar —en muchas millas a la redonda— la desolada acumulación de tiendas sobre un pisoteado cenagal de nieve derretida, Anthony comprendió la imposibilidad práctica de llegar a pie hasta un teléfono aquella misma noche. Llamaría a Gloria en la primera oportunidad que se le presentara por la mañana.
Cuando al día siguiente se levantó al toque de diana, en un amanecer frío y desapacible, Anthony tuvo que escuchar a pie firme una vehemente arenga del capitán Dunning:
—Quizá ustedes crean que la guerra ha terminado. ¡Permítanme decirles que no es así! Esos tipos no van a firmar el armisticio. Se trata tan solo de un truco más, y estaríamos locos si permitiéramos cualquier negligencia en la compañía, porque, óiganme bien, vamos a hacernos a la mar antes de una semana, y cuando lleguemos a Europa todavía veremos la guerra de verdad. —Hizo una pausa para que sus hombres se hicieran plenamente cargo de su declaración—. Si creen que la guerra ha terminado — continuó después—, hablen con cualquiera de los que han estado allí y han visto lo que pasa, pregúntenles si los alemanes están acabados. No lo crean en absoluto. Nadie lo cree. He hablado con las personas que entienden y dicen que, en cualquier caso, tendremos un año más de guerra. Esas personas no creen que la lucha haya terminado. De manera que no cometan ustedes la estupidez de pensar que sí.
Recalcando doblemente esta última advertencia, el capitán ordenó romper filas.
Al mediodía Anthony echó a correr en busca del teléfono más próximo. Al acercarse a lo que aproximadamente debía de ser el centro del campamento, advirtió que había otros muchos soldados corriendo, y que uno de los que estaban más cerca de él daba repentinamente un salto en el aire,
entrechocando los talones. La tendencia a correr se fue generalizando y de excitados grupitos que se formaban aquí y allá escapaban gritos alborozados. Anthony se detuvo a escuchar: por todas partes sonaban las sirenas en el aire frío y en las iglesias de Garden City las campanas empezaron de pronto a repicar alegremente.
Anthony echó a correr de nuevo. Los gritos eran ahora claros y precisos mientras se alzaban con nubes de aliento helado hacia el aire cortante:
—¡Alemania se ha rendido! ¡Alemania se ha rendido!

 

El falso armisticio

Aquella tarde a las seis, aprovechándose de la penumbra, Anthony se deslizó entre dos vagones de mercancías y una vez al otro lado de la vía, fue siguiendo el trazado hasta Garden City, donde tomó un tren eléctrico para Nueva York. Se exponía a que lo descubriesen: no ignoraba que la policía militar recorría con frecuencia los trenes pidiendo pases, aunque se imaginó que aquella noche la vigilancia sería menor. De todas formas hubiese tratado de escapar, porque no había podido localizar a Gloria por teléfono, y otro día de incertidumbre le habría resultado intolerable.
Después de paradas y de esperas inexplicables que le recordaron la noche que abandonara Nueva York más de un año antes, entraron en Pennsylvania Station, y Anthony siguió el familiar camino hasta la parada de taxis, encontrando grotesco y extrañamente estimulante darle al conductor su propia dirección.
Broadway era una cascada de luz, abarrotada como nunca la había visto de gente deseosa de divertirse que recorría sus rutilantes aceras hundiéndose hasta el tobillo en la masa de trozos de papel tirados desde las ventanas de los edificios. En diferentes sitios, subidos en bancos o en cajas, había soldados dirigiéndose al gentío que apenas les prestaba atención, pero en el que cada rostro se dibujaba con total nitidez bajo el intenso resplandor blanco que los iluminaba desde arriba. Anthony se fijó en media docena de figuras: un marinero borracho, inclinado hacia atrás y sostenido por dos de sus compañeros, que agitaba la gorra mientras emitía una desenfrenada serie de rugidos; un soldado herido, muleta en mano, transportado como por un remolino a hombros de algunos paisanos que lanzaban alaridos; una muchacha de cabellos oscuros, sentada con las piernas cruzadas y expresión meditabunda sobre el techo de un taxi parado. No cabía duda de que allí la victoria había llegado muy a tiempo, de que el momento culminante había sido programado con verdadera previsión celestial. La nación grande y poderosa había triunfado en la guerra, sufriendo lo suficiente para que no faltara el patetismo pero no lo bastante para llegar a la amargura… de aquí los deseos de diversión, de fiesta, de triunfo. Bajo aquellas luces brillantes resplandecían los rostros de pueblos cuya gloria se había esfumado largo tiempo atrás, cuyas mismas civilizaciones estaban muertas… hombres cuyos antepasados habían escuchado noticias de victorias en Babilonia, en Nínive, en Bagdad, en Tiro, cien generaciones antes; hombres cuyos antepasados habían presenciado cortejos engalanados con flores y esclavos, recorriendo con su estela de cautivos las avenidas de la Roma imperial…
Más allá del Rialto, la fachada resplandeciente del Astor, la luminosa magnificencia de Times Square… después, un espléndido desfiladero entre paredes incandescentes. Luego —¿años más tarde? —. Anthony se encontró pagando al taxista delante de un edificio blanco en la calle Cincuenta y siete. En el vestíbulo reconoció al muchacho negro de Martinica, lento, indolente, siempre el mismo.
—¿Está en casa mistress Patch?
—Acabo de empezar mi turno —anunció el ascensorista con aquel acento británico suyo que seguía resultando tan chocante.
—Haz el favor de subirme…
Luego el lento zumbido del ascensor, y los tres escalones hasta la puerta, que se abrió de par en par ante el ímpetu del golpe que dio con los nudillos.
—¡Gloria! —Su voz temblaba. No tuvo respuesta. Una débil columna de humo se alzaba de un cenicero; sobre la mesa había un número abierto de Vanity Fair.
—¡Gloria!
Anthony fue corriendo al dormitorio, al cuarto de baño. Gloria no estaba allí. Un salto de cama de color aguamarina, olvidado sobre la cama, despedía un suave perfume, indefinible y familiar al mismo tiempo. Sobre una silla había un par de medias y un traje de calle; una polvera abierta bostezaba sobre el tocador. Sin duda acababa de salir.
El teléfono empezó a sonar de pronto y Anthony se sobresaltó… fue a contestarlo con la sensación de ser un impostor.
—Oiga, ¿está ahí mistress Patch?
—No, yo también la estoy buscando. ¿Con quién hablo?
—Soy Mr. Crawford.
—Yo soy Mr. Patch. He llegado inesperadamente y no sé dónde encontrarla.
—Ah. —Mr. Crawford dio la impresión de sentirse un poco desconcertado—. Imagino que estará en el Baile del Armisticio. Sé que tenía intención de ir, pero no creí que fuese a salir tan pronto.
—¿Dónde se celebra el Baile del Armisticio?
—En el Astor.
—Gracias.
Anthony colgó bruscamente y se puso en pie. ¿Quién era Mr. Crawford? ¿Y quién había ido con ella al baile? ¿Cuánto tiempo hacía que pasaban cosas así? Todos aquellos interrogantes se plantearon y contestaron ellos mismos una docena de veces de doce maneras distintas. La simple proximidad de Gloria lo había puesto medio frenético.
Dominado por las sospechas, Anthony fue de un lado a otro del apartamento buscando pruebas de alguna presencia masculina, abriendo el armario del cuarto de baño, registrando febrilmente los cajones de la cómoda. Pero enseguida encontró algo que lo hizo detenerse bruscamente y sentarse en una de las camas gemelas, caídas las comisuras de la boca como si estuviera a punto de llorar. En una esquina de un cajón de Gloria, atados con una delicada cinta azul, estaban todas las cartas y telegramas que él le había escrito durante el año anterior. Le embargó la felicidad y un cálido sentimiento de vergüenza.
—No soy digno de tocarla —exclamó en voz alta, dirigiéndose a las cuatro paredes—. No merezco siquiera cogerle una mano.
Sin embargo, salió a buscarla.
En el vestíbulo del Astor se encontró inmediatamente rodeado por una multitud tan apretada que casi era imposible avanzar. Tuvo que preguntar la dirección de la sala de baile a media docena de personas antes de encontrar a alguien lo bastante sobrio como para darle una respuesta inteligible. Finalmente, después de una última y larga espera, consiguió dejar su capote militar en el guardarropa.
No eran más que las nueve pero el baile estaba en pleno apogeo. El panorama resultaba increíble. Mujeres, mujeres por todas partes… muchachas que, con la alegría del vino, cantaban a voz en grito por encima del clamor de la deslumbrante multitud cubierta de confeti; muchachas que destacaban entre los uniformes de una docena de naciones; gruesas matronas que caían al suelo sin dignidad y conservaban la propia estimación gritando «¡Vivan los Aliados!»; tres mujeres de cabellos blancos que bailaban cogidas de la mano alrededor de un marinero que giraba vertiginosamente sobre sí mismo, apretando contra el pecho una botella vacía de champán.
Anthony, conteniendo la respiración, examinó a los que bailaban, examinó las confusas hileras que iban y venían entre las mesas, los grupos que empuñaban matasuegras, se besaban, tosían, reían y bebían bajo las grandes banderas que desplegaban sus brillantes colores por encima del espectáculo y del ruido.
Luego vio a Gloria. Estaba sentada a una mesa para dos, justo enfrente de Anthony, al otro lado del salón. Llevaba un vestido negro, y sobre él, su rostro lleno de animación, su tez maravillosamente sonrosada, formaban, le pareció a su marido, un punto de conmovedora belleza entre la multitud que la rodeaba. Su corazón vibró como en respuesta a una nueva música. Se abrió camino a empellones y la llamó en el mismo momento en que Gloria, al levantar la vista, fijaba en él sus ojos grises. Durante un instante, mientras sus cuerpos se encontraban y se fundían en un abrazo, el mundo, la fiesta, el confuso gimotear de la música se transformaron en dulce monotonía, tan sosegada como un laborioso zumbar de abejas.
—¡Gloria mía! —exclamó él.
El beso de ella fue un fresco arroyuelo que manaba de su corazón.

 

Próximo - Libro 3 Capítulo II

 

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