
Hermosos y malditos por F. Scott Fitzgerald - Un problema de civilización
Previo - Libro 2 Capítulo III
Libro Tres, Capítulo I
Al oír una furiosa orden procedente de alguna fuente invisible, Anthony buscó a
tientas sitio en el interior del vagón. Pensaba que por primera vez en más de
tres años iba a estar lejos de Gloria. Lo irrevocable de la situación lo llenó
de melancolía. Era su chica lo que dejaba atrás, la más encantadora del mundo.
Anthony creía que habían llegado a un arreglo financiero muy práctico: ella se
quedaría con trescientos setenta y cinco dólares al mes —lo que no era
demasiado, considerando que casi la mitad se iría en pagar el alquiler—, y él
con cincuenta, como suplemento de su paga. No veía la necesidad de reservarse
más: recibiría gratis comida, ropa y alojamiento, y los soldados rasos carecen
de obligaciones sociales.
El vagón estaba abarrotado y la atmósfera demasiado cargada. Era del tipo
conocido como clase económica, una especie de coche-salón de pacotilla, con
suelo sin alfombrar y asientos de paja que necesitaban una buena limpieza.
Anthony, sin embargo, se sintió aliviado. Vagamente había temido que hicieran el
viaje hacia el sur en un vagón de mercancías, con ocho caballos en un extremo y
cuarenta hombres en el otro. Había oído tantas veces la historia de «hommes 40,
chevaux 8» que le resultaba ya confusa y de mal agüero.
Mientras avanzaba dando tumbos por el pasillo, con el macuto cuartelero colgado
del hombro como una monstruosa salchicha azul, no vio sitios vacíos, pero al
cabo de un momento reparó en un hueco ocupado por los pies de un siciliano muy
moreno, de corta estatura, que, con el gorro calado hasta los ojos, estaba
insolentemente repantigado en un rincón. Al detenerse Anthony a su lado levantó
la vista para intimidarlo con un gesto ceñudo que sin duda había adoptado como
defensa contra un mundo poblado de incógnitas. Cuando Anthony le preguntó con
voz cortante si estaba ocupado el sitio, alzó los pies tan despacio como si
fueran un paquete muy frágil, colocándolos cuidadosamente en el suelo. Sus ojos
siguieron fijos en Anthony, que procedió a sentarse, desabrochándose la chaqueta
del uniforme que le habían entregado el día antes en Camp Upton. Le rozaba a la
altura de las axilas.
Antes de que Anthony pudiera examinar a los otros ocupantes de la sección, un
joven alférez entró inesperadamente por un extremo del vagón y avanzó a buen
paso por el corredor, anunciando con voz pasmosamente desagradable:
—¡En este vagón no se puede fumar! ¡Prohibido fumar! ¡No fumen en este vagón!
Al desaparecer el oficial por el extremo opuesto, una docena de nubecillas de
protesta se alzaron por todos lados.
—¡Caramba!
—¡Maldita sea!
—¿No se puede fumar?
—¡Eh, amigo, vuelva aquí otra vez!
—¿A qué demonios viene eso?
Dos o tres cigarrillos salieron disparados por las ventanillas abiertas. Otros
siguieron dentro, aunque
sus propietarios los mantuvieran relativamente escondidos. Desde distintos
sitios y con tono jactancioso, o de burla, o de disposición sumisa, surgieron
comentarios que enseguida se fundieron con el desganado silencio que todo lo
llenaba.
El cuarto ocupante de la sección de Anthony alzó la voz de repente:
—Adiós, libertad —dijo con tono malhumorado—. Adiós todo menos ser el perro
faldero de un oficial.
Anthony lo miró. Era un irlandés alto, con una expresión marcada por la
indiferencia y el más absoluto desprecio. Sus ojos se posaron sobre Anthony,
como si esperara una respuesta, y luego en los demás. Al recibir tan solo una
mirada desafiante del italiano, lanzó un gruñido y escupió ruidosamente en el
suelo como para justificar dignamente su vuelta al mutismo.
Pocos minutos después la puerta se abrió de nuevo y el alférez reapareció
empujado por la misma ráfaga de viento oficial que parecía acompañarlo siempre,
pero esta vez gritando algo distinto.
—¡De acuerdo, muchachos, fumen si quieren! ¡Ha sido mía la equivocación! ¡Pueden
fumar, no hay inconveniente! ¡Soy yo el que se ha equivocado!
En esta ocasión Anthony pudo verlo con más calma. Era delgado y joven, pero
estaba prematuramente descolorido; todo él parecía, como su propio bigote, un
reluciente montón de paja. Tenía una barbilla algo débil que intentaba compensar
con un ceño tan marcado como poco convincente, un ceño que Anthony relacionaría
con los rostros de muchos jóvenes oficiales a lo largo de un año entero.
Inmediatamente todo el mundo se puso a fumar… tanto si con anterioridad habían
tenido ganas de hacerlo como si no. El pitillo de Anthony contribuyó a espesar
la neblina que parecía moverse de un lado para otro en nubes irisadas con cada
movimiento del tren. La conversación, que había decaído entre las dos llamativas
visitas del joven oficial, revivió ahora sin mucho entusiasmo; los reclutas que
estaban al otro lado del pasillo empezaron a hacer torpes experimentos para
determinar la relativa comodidad de sus asientos de paja; dos partidas de
cartas, desganadamente empezadas, atrajeron pronto a varios espectadores que
ocuparon posiciones en los brazos de los asientos. Al cabo de unos minutos
Anthony tomó conciencia de un persistente y molesto sonido: el insolente
italiano de corta estatura se había quedado audiblemente dormido. Resultaba
penoso contemplar a aquel protoplasma animado, al que tan solo la urbanidad
sugería considerar como dotado de razón, encerrado en un vagón por una
civilización incomprensible, y llevado a algún sitio para hacer algo muy vago,
sin objeto, significado o importancia. Anthony dejó escapar un suspiro, abrió un
periódico que no recordaba haber comprado, y se puso a leer aprovechando la
débil luz amarillenta que alumbraba el vagón.
Las diez chocaron pesadamente con las once; las horas siguientes tropezaron y se
enredaron y avanzaron más despacio.
Asombrosamente el tren se detenía en medio del campo en tinieblas, permitiéndose
de cuando en cuando breves, engañosos movimientos hacia delante o hacia atrás y
silbando ásperos himnos en la noche otoñal. Después de leer el periódico de cabo
a rabo, editoriales, historietas ilustradas y poemas bélicos, Anthony reparó en
un suelto de media columna que llevaba como encabezamiento Shakespeareville,
Kansas. Al parecer, la Cámara de Comercio de Shakespeareville había mantenido
recientemente un debate lleno de entusiasmo sobre si deberían conocerse a los
soldados americanos como «hijos de Sam» o «luchadores cristianos». La idea le
hizo sentir náuseas. Cerró el periódico,
bostezó y dejó correr la imaginación. Se preguntó por qué Gloria habría llegado
tarde. ¡Daba la impresión de haber pasado ya tanto tiempo…! Anthony notó de
pronto la soledad como un dolor agudo. Trató de imaginar desde qué ángulo vería
ella su nueva posición, qué sitio continuaría ocupando él en sus pensamientos.
Aquella idea sirvió para deprimirlo aún más… abrió el periódico y se puso de
nuevo a leer.
Los miembros de la Cámara de Comercio de Shakespeareville se habían decidido por
los «muchachos de la libertad».
Durante dos días y dos noches el tren siguió traqueteando en dirección sur,
haciendo misteriosas e inexplicables paradas en parajes a todas luces desiertos
para luego atravesar ciudades importantes con un pomposo aire de apresuramiento.
Los caprichos de aquel tren presagiaban para Anthony las excentricidades de toda
administración militar.
En los desiertos donde se detenían les llegaba desde el furgón de equipajes el
rancho de alubias y tocino que al principio Anthony fue incapaz de comer; se
alimentó frugalmente con algo de chocolate con leche distribuido por la cantina
de un pueblo. Pero al segundo día, la producción del furgón de equipajes empezó
a parecerle sorprendentemente apetitosa. En la mañana del tercer día se extendió
el rumor de que antes de una hora llegarían a su destino, Camp Hooker.
Dentro del vagón el calor se había hecho insoportable, y los reclutas estaban en
mangas de camisa. El sol entraba por las ventanillas, un sol antiguo y cansado,
amarillento como un pergamino, y deformado además al atravesar los cristales:
quería entrar en triunfantes cuadrados y producía tan solo manchas alabeadas,
pero, en cambio, su regularidad resultaba sobrecogedora, hasta el punto de que
Anthony lamentaba no ser el eje de giro de todos aquellos insignificantes
aserraderos y árboles y postes de telégrafos que danzaban tan deprisa a su
alrededor. Afuera el sol descargaba sus agobiantes trémolos sobre caminos de
color verde oliva y campos de algodón en barbecho, detrás de los cuales corría
una desigual línea de bosques interrumpidos por salientes de roca gris. El
primer término quedaba escasamente puntuado de miserables cabañas en pésimo
estado de conservación, entre las cuales, de cuando en cuando, pasaba muy
deprisa un ejemplar del lánguido campesinado de Carolina del Sur, o en otras
ocasiones algún negro vagabundo de mirada perpleja y taciturna.
Luego los bosques desaparecieron y los reclutas se hallaron avanzando por un
amplio espacio, semejante a la tostada corteza de una gigantesca tarta, adornada
con el azúcar de lustre de una infinidad de tiendas de campaña formando figuras
geométricas sobre su superficie. El tren se detuvo después de muchas
vacilaciones; el sol y los postes de telégrafos y los árboles se desvanecieron;
y el universo estuvo meciéndose cada vez más despacio hasta recuperar su aspecto
acostumbrado, con Anthony Patch en el centro. Mientras los reclutas, cansados y
sudorosos, se apresuraban a salir del vagón, Anthony advirtió ya el inolvidable
aroma que impregna todo campamento permanente: el olor a basura.
Camp Hooker era un sorprendente y espectacular cáncer que sugería más o menos la
siguiente apostilla: «Un poblado minero en 1870. La Segunda Semana». Estaba
formado por un conglomerado de cabañas de madera y tiendas de color gris
blancuzco, unidas mediante una red de caminos, con zonas para hacer la
instrucción de suelo firme y color pardo, bordeadas de árboles. Aquí y allá se
alzaban las casas de color verde del YMCA, oasis poco prometedores, con su olor
a ropa interior húmeda y cabinas telefónicas cerradas… y frente a cada una de
ellas había normalmente una cantina, rebosante de vida, indolentemente presidida
por un oficial que, con la ayuda de una motocicleta con sidecar, conseguía de
ordinario convertir sus deberes castrenses en agradable tertulia.
Por los polvorientos caminos cruzaban a gran velocidad los soldados del cuerpo
de intendencia, igualmente provistos de motocicletas con sidecar. También iban o
venían los generales en sus automóviles oficiales, deteniéndose de cuando en
cuando para hacer ponerse firmes a pequeños destacamentos distraídos, para mirar
ceñudamente a capitanes que marchaban al frente de sus compañías y, en fin, para
marcar la pauta de la manera más pomposa posible, dentro del brillante juego de
ostentación que se estaba llevando a cabo triunfalmente por toda la zona.
Durante la primera semana, Anthony y los demás reclutas recién llegados
encontraron todo su tiempo ocupado por una interminable serie de inoculaciones y
exámenes médicos, y de ejercicios preliminares de instrucción. El joven Patch
acababa todos los días desesperadamente cansado. Las botas que le entregó un
popular sargento de intendencia, persona descuidada, le estaban pequeñas y el
resultado era que se le hinchaban tanto los pies que las últimas horas de la
tarde se convertían en insoportable tortura. Por primera vez en su vida podía
echarse en la litera entre la comida y el toque de llamada para los ejercicios
de la tarde y, con la impresión de hundirse cada vez más en una cama sin fondo,
dormirse inmediatamente, mientras el ruido y las risas a su alrededor se
difuminaban hasta transformarse en el agradable zumbido de una soñolienta tarde
de verano en el campo. Por las mañanas se despertaba con agujetas y lleno de
dolores, tan falto de consistencia como un fantasma, y corría a reunirse con
otras figuras fantasmales que pululaban por la descolorida calle de la compañía,
mientras una agria corneta alzaba al cielo gris sus agudos y tartamudos
chillidos.
Anthony formaba parte de una compañía de infantería con dotación mínima: unos
cien hombres aproximadamente. Después del invariable desayuno de bacon demasiado
grasiento, tostada fría y copos de maíz, el centenar de hombres se precipitaba
sobre las letrinas, que, por muy bien que se limpiaran, siempre resultaban
intolerables, como los retretes de los hoteles baratos. Luego salían al aire
libre con muy poca marcialidad: el recluta lisiado que iba a la izquierda de
Anthony desfigurando grotescamente los desganados esfuerzos del joven Patch para
no perder el paso, y los sargentos de pelotón alardeando exageradamente para
impresionar a oficiales y reclutas, o, por el contrario, muy pegados a la línea
de marcha, evitando al mismo tiempo el excesivo gasto de energías y la
innecesaria visibilidad.
Cuando llegaban al campo de entrenamiento el trabajo comenzaba inmediatamente:
se quitaban la camisa para hacer gimnasia. Era la única parte del día en que
Anthony disfrutaba. El teniente Kretching, que dirigía los ejercicios, era
nervudo y musculoso, y Anthony repetía sus movimientos fielmente, con la
sensación de estar haciendo algo de positiva utilidad personal. Los otros
oficiales y sargentos se paseaban entre los reclutas con malevolencia de
colegiales, agrupándose alrededor de algún desgraciado, falto de control
muscular, dándole al mismo tiempo órdenes y consejos que le desorientaban.
Cuando descubrían ejemplares especialmente calamitosos y mal alimentados, se
quedaban allí durante toda la media hora haciendo comentarios hirientes y
riéndose entre ellos.
Un oficial bajito llamado Hopkins, que había sido sargento en el ejército
regular, resultaba particularmente molesto. Consideraba la guerra un regalo que
los dioses le habían hecho para que pudiera vengarse, y la preocupación
constante de sus arengas era que los novatos se dieran cuenta de la enorme
gravedad y responsabilidad de «la milicia». Consideraba que mediante una
combinación de prudencia e intrépida eficiencia había logrado elevarse hasta la
situación de magnificencia que ahora ocupaba, y se esforzaba por imitar las
peculiares tiranías de todos los oficiales bajo cuyo mando había servido en
tiempos pretéritos. Su entrecejo estaba permanentemente fruncido, y antes de dar
a un soldado el pase para ir a la ciudad, pesaba sesudamente el efecto de
aquella ausencia sobre la compañía, sobre el ejército, y sobre la prosperidad de
la profesión militar en todo el mundo.
El teniente Kretching, rubio, obtuso y flemático, se encargó tediosamente de dar
a conocer a Anthony los problemas del firmes, izquierda, derecha, media vuelta y
en su lugar descansen. Su principal defecto era la falta de memoria. Con
frecuencia dejaba a la compañía en posición de firmes durante cinco minutos —con
todos los músculos en tensión y doloridos—, mientras él explicaba un nuevo
movimiento. El resultado era que solo los hombres del centro sabían de qué se
trataba, ya que los componentes de los dos extremos tenían muy grabada la
necesidad de mirar al frente en la posición de firmes.
La instrucción continuaba hasta el mediodía, y consistía en hacer hincapié en
una sucesión de detalles infinitamente desprovistos de interés, y aunque Anthony
se daba cuenta de que esto se hallaba de acuerdo con la lógica de la guerra, no
por ello dejaba de irritarle. Que la misma deficiente presión sanguínea impropia
de un oficial no entorpeciera en absoluto los deberes de un soldado raso era una
absurda incongruencia. A veces, después de escuchar una larga filípica
relacionada con un tema muy aburrido y a todas luces absurdo conocido como
«cortesía» militar, Anthony sospechaba que el oculto propósito de la guerra era
permitir que los oficiales del ejército regular —hombres con mentalidad y
aspiraciones de colegiales— pudieran participar en una verdadera matanza.
¡Estaba siendo grotescamente sacrificado a los veinte años de paciencia de un
Hopkins!
De sus tres compañeros de tienda —un objetor de conciencia de Tennessee con la
cara muy plana, un polaco muy voluminoso y asustado, y el desdeñoso celta que
iba a su lado en el tren—, los dos primeros pasaban las últimas horas de la
tarde escribiendo eternas cartas a sus casas, mientras el irlandés se sentaba
junto a la puerta silbándose una y otra vez a sí mismo media docena de
estridentes y monótonos cantos de aves. Más por evitar su compañía que con la
esperanza de divertirse, Anthony se fue a la ciudad cuando les levantaron la
cuarentena al cabo de una semana. Se montaba en cualquier coche destartalado del
enjambre que todas las tardes inundaba el campamento, y que media hora más tarde
lo dejaba delante del hotel Stonewall en la calurosa y somnolienta calle Mayor.
Bajo la luz del crepúsculo la ciudad resultaba inesperadamente atractiva. Las
aceras estaban pobladas de chicas con vestidos de brillantes colores, demasiado
maquilladas que parloteaban incansables en voz baja e indolente; de docenas de
taxistas que asaltaban a los oficiales que pasaban con «Lo llevo a cualquier
sitio, teniente», y de una intermitente procesión de negros andrajosos, serviles
y de andares pausados. Anthony, vagabundeando por aquella cálida penumbra,
sintió por primera vez en años la lenta y erótica respiración del sur, palpable
en la tibia suavidad del aire, el adormecerse del pensamiento y el lento
transcurrir de las horas.
Había recorrido alrededor de una manzana cuando se vio detenido por una áspera
voz de mando.
—¿No lo han enseñado a saludar a los oficiales?
Anthony se volvió aturdido hacia el hombre que le dirigía la palabra, un
corpulento capitán de pelo negro, que lo miraba amenazadoramente con unos ojos
castaños a punto de salírsele de las órbitas.
—¡Cuádrese! —La voz resonó literalmente como un trueno. Algunos peatones se
detuvieron a mirar. Una muchacha de ojos dulces y vestido color lila se volvió
hacia su amiga riendo con disimulo.
Anthony se cuadró.
—Deme su regimiento y compañía.
Anthony se los dio.
—¡A partir de ahora, cuando se cruce en la calle con un oficial, cuádrese y
salúdelo!
—De acuerdo.
—Diga «Sí, mi capitán».
—Sí, mi capitán.
El oficial lanzó un gruñido, giró bruscamente y siguió calle abajo. Al cabo de
un momento también Anthony echó a andar; la ciudad había dejado de ser indolente
y exótica; la magia del crepúsculo se había esfumado por completo. Su mirada se
interiorizó, advirtiendo la afrenta de que había sido objeto. Sintió un odio
intenso contra aquel oficial, y contra todos los oficiales… la vida era
insoportable.
Después de haber recorrido media manzana se dio cuenta de que la chica del
vestido lila que se había reído de su desconcierto caminaba con su amiga unos
diez pasos por delante de él. Se había vuelto varias veces para mirar a Anthony,
con grandes ojos risueños que parecían del mismo color que su falda.
En la esquina ella y su acompañante redujeron visiblemente el paso: Anthony
tenía que elegir entre reunirse con ellas o pasar de largo distraídamente.
Después de adelantarlas, vaciló un momento y también disminuyó la velocidad. Las
dos muchachas se pusieron enseguida a su altura riendo sin parar, pero no con la
hilaridad estridente que Anthony hubiese esperado en el Norte por parte de
cualquier actriz en aquella comedia tan familiar, sino con un suave murmullo,
como el derramarse de una broma sutil con la que él se hubiese tropezado sin
darse cuenta.
—Hola —dijo él.
Los ojos de la muchacha tenían la suavidad de las sombras. ¿Eran realmente de
color violeta, o se trataba tan solo de un azul oscuro que se mezclaba con las
grises tonalidades del crepúsculo?
—Una tarde muy agradable —se aventuró a decir Anthony, bastante inseguro.
—Sí que lo es —dijo la otra chica.
—Para usted no ha sido muy agradable —comentó con un suspiro la muchacha del
vestido lila. Su voz parecía tan parte de la noche como la brisa soñolienta que
agitaba el ala ancha de su sombrero.
—Había que darle una oportunidad para presumir —dijo Anthony con una risa
desdeñosa.
—Supongo que sí —reconoció ella.
Doblaron la esquina y avanzaron lánguidamente por una calle lateral como
siguiendo un cable a la deriva al que estuviesen atados. En aquella ciudad
parecía completamente natural doblar esquinas, así como parecía natural no
dirigirse hacia ningún sitio en particular, ni pensar en nada… La calle lateral
estaba a oscuras, vástago repentino de un distrito de setos de escaramujo y
casitas silenciosas muy retiradas de la calle.
—¿Adónde van ustedes? —preguntó Anthony cortésmente.
—Vamos, simplemente. —La respuesta era una disculpa, una pregunta y una
explicación.
—¿Me permiten acompañarlas?
—Supongo que sí.
Era una ventaja que su acento fuera diferente. Anthony no hubiese sido capaz de
determinar la posición social de una sureña por su manera de hablar; en Nueva
York una chica de clase baja tendría un acento áspero, insoportable… excepto a
través del rosado cristal de la embriaguez.
Se estaba echando encima la oscuridad. Sin hablar apenas. —Anthony haciendo
preguntas más corteses que interesadas, las otras dos con provinciana economía
de frase y significado— siguieron paseando hasta cruzar otra esquina y también
la siguiente. En mitad de una manzana se detuvieron bajo un farol.
—Yo vivo cerca de aquí —explicó la otra chica.
—Y yo en la calle de atrás —dijo la muchacha del vestido lila.
—¿Me permite acompañarla a su casa?
—Hasta la esquina, si quiere.
La otra chica se alejó unos pasos. Anthony se quitó el gorro.
—Lo que tiene que hacer es saludar — dijo riendo la muchacha del vestido lila—.
Todos los soldados saludan.
—Ya aprenderé —respondió él tranquilamente.
—Bueno —dijo la otra chica. Luego dudó un momento y añadió—: Llámame mañana, Dot
— apartándose del círculo amarillo del farol. Anthony y la muchacha del vestido
lila recorrieron en silencio las tres manzanas que los separaban de la
destartalada casita que era el hogar de Dot. Delante del porche de madera ella
vaciló un momento.
—Bueno… gracias.
—¿Tiene usted que irse tan pronto?
—Debo hacerlo.
—¿No puede pasear un poco más?
Ella lo miró fríamente.
—Ni siquiera lo conozco.
Anthony se echó a reír.
—Todavía no es muy tarde.
—Será mejor que entre en casa.
—Pensaba que quizá pudiéramos ir a ver una película.
—Me gustaría.
—Luego puedo traerla a casa. Tengo tiempo suficiente. No hace falta que esté en
el campamento antes de las once.
Se había hecho tan de noche que apenas podía verla ya. La muchacha no era más
que un vestido apenas agitado por el viento y dos ojos brillantes que tenían
algo de temerario.
—¿Por qué no quieres venir? ¿No te gusta el cine? Anda, ven.
Dot movió la cabeza. —No debería.
A Anthony le gustaba la chica, y se daba cuenta de que se resistía para causarle
buen efecto. Se acercó más y le cogió una mano.
—¿Aunque estemos de vuelta para las diez? ¿Nada más que ver la película? —Bueno…
imagino que sí…
Cogidos de la mano regresaron hacia el centro por una calle oscura donde un
negro, vendedor de periódicos, anunciaba una edición extraordinaria con la
típica cadencia exigida por la tradición local, una cadencia tan musical como
una canción.
Dot
Las relaciones de Anthony con Dorothy Raycroft fueron resultado inevitable de su
creciente negligencia consigo mismo. No se acercó a ella ansioso de poseer lo
deseable, ni sucumbió ante una personalidad más vital, más fuerte que la suya,
como le había sucedido con Gloria cuatro años antes. Simplemente fue dejándose
llevar por su incapacidad para tomar decisiones concretas. No sabía decir «¡No!»
ni a los hombres ni a las mujeres; tanto el que venía a pedirle dinero como la
que solicitaba su afecto se encontraban con un Anthony idealista y dócil. De
hecho, raras veces tomaba decisiones, y cuando lo hacía no eran más que
resoluciones medio histéricas, formuladas en los momentos de pánico provocados
por algún horrorizado e irreparable despertar.
Lo que en esta ocasión le llevó a ceder fue la necesidad que sentía de estímulos
exteriores. Tenía la impresión de que por primera vez en cuatro años iba a poder
expresarse e interpretarse de nuevo a sí mismo. Aquella muchacha prometía
tranquilidad; las horas que pasaba todas las tardes en su compañía aliviaban el
enfermizo e inútil revolotear de su imaginación. Anthony se había convertido de
verdad en un cobarde, en el absoluto esclavo de cien desordenadas ideas
—constantemente al acecho—, puestas en libertad al desplomarse lo que hasta
entonces había sido el carcelero jefe de su ineptitud: la auténtica devoción que
Gloria le inspiraba.
Aquella primera noche, mientras se despedían junto al portón, Anthony besó a Dot
y quedó en volver a verla el sábado siguiente. Luego regresó al campamento, y
con la luz de la tienda ilegalmente encendida, escribió a Gloria una carta muy
larga, una carta radiante, llena de oscuro sentimentalismo, del recordado hálito
de las flores, de auténtica y extremada ternura: cosas que Anthony había
aprendido de nuevo por un momento en un beso dado y recibido bajo la intensa y
cálida luz de la luna una hora antes.
El sábado por la tarde Anthony encontró a Dot esperándolo a la entrada del cine
Bijou. Iba vestida, como el miércoles anterior, con su vestido lila del más
delicado organdí, aunque sin duda lo había lavado y almidonado desde entonces,
porque estaba muy limpio y sin arrugas. La luz del día confirmó la primera
impresión de Anthony: de una manera incompleta y algo superficial, Dot era
bonita. Había frescura en ella, y aunque sus facciones fuesen pequeñas e
irregulares, resultaban elocuentes y encajaban unas con otras. Era una
florecilla oscura y perecedera, y sin embargo a Anthony le pareció que poseía
cierta capacidad de discreción, cierta fuerza extraída de su pasiva aceptación
de todas las cosas. En esto el joven Patch se equivocaba.
Dorothy Raycroft tenía diecinueve años. Su padre había regentado una tiendecita
muy próspera en la
esquina de la calle, y ella terminó —con notas muy bajas— sus estudios de
bachillerato dos días antes de que él muriera. En el instituto Dot había llegado
a tener bastante mala reputación. En realidad, su comportamiento durante la
excursión que hicieron juntos todos los del curso no había pasado de indiscreto:
desde un punto de vista técnico, Dot siguió siendo virgen hasta más de un año
después. Se trataba del dependiente de una tienda en Jackson Street, y al día
siguiente el muchacho partió de manera imprevista hacia Nueva York. Llevaba
tiempo pensando en marcharse, pero lo había ido retrasando hasta consumar su
empresa amorosa.
Algo después Dorothy contó su aventura a una amiga, y terminada la confidencia,
mientras la veía alejarse un relámpago de intuición que su historia iba a llegar
a oídos de todo el mundo. Y, sin embargo, seguía sintiéndose mejor después de
haberla contado, y hasta un poco cínica, y tuvo lo más parecido a un rasgo de
carácter y conociendo a otro hombre con la honesta intención de disfrutar de
nuevo. Por regla general a Dot le sucedían las cosas. No es que fuese débil,
porque no había nada dentro de ella que le dijera que estaba siendo débil.
Tampoco era fuerte, porque nunca supo que algunas de las cosas que hacían eran
manifestaciones de valor. Dot no lanzaba desafíos, ni se ajustaba a las normas
ni trataba de llegar a ninguna componenda.
Carecía de sentido del humor, pero gozaba en cambio de una manera de ser risueña
que le permitía reírse en los momentos adecuados cuando estaba con hombres.
Tampoco tenía intenciones definidas: a veces lamentaba vagamente que su
reputación eliminara las posibilidades de situarse convenientemente. Y no es que
su madre estuviese al tanto de sus amoríos: a mistres Raycroft solo le
interesaba que su hija llegara puntualmente todas las mañanas a la joyería donde
ganaba catorce dólares a la semana. Pero algunos de los muchachos que había
conocido en el instituto pasaban sin saludarla cuando iban con «chicas
decentes», y aquello la deprimía mucho. Cuando le sucedía una cosa así se iba a
casa a llorar.
Además del dependiente de Jackson Street había habido otros dos hombres en su
vida. El primero fue un oficial de la marina que pasó por la ciudad durante los
primeros días de la guerra. Se había quedado una noche para establecer un
contacto y estaba sin hacer nada, recostado contra una de las columnas del hotel
Stonewall, cuando Dot pasó por allí. El oficial se quedó cuatro días más. Ella
creyó amarle, y derrochó en él toda la primera histeria de la pasión que hubiera
correspondido al pusilánime dependiente de Jackson Street. El uniforme del
oficial de la marina —había aún muy pocos en aquellos días— había obrado el
milagro. Él se marchó con vagas promesas en los labios y, una vez en el tren, se
alegró de no haberle dicho su verdadero nombre.
Dot superó la depresión que tuvo después arrojándose en los brazos de Cyrus
Fielding, hijo de un comerciante local de ropa hecha, que la había saludado
desde su coche un día cuando ella pasaba por la acera. Dot sabía perfectamente
quién era. Si la muchacha hubiese nacido en un estrato social más alto, él la
hubiese conocido antes. Como Dot había descendido un poco más, el círculo
terminó por cerrarse. Al cabo de un mes él se marchó a un campamento militar, un
poco asustado de la intimidad nacida entre los dos, y algo aliviado al advertir
que el interés de Dot por él no era demasiado profundo y que no era del tipo de
chicas que crean problemas. Ella tiñó de romanticismo esta aventura, y su propia
vanidad le inspiró la mentira piadosa de que era la guerra quien se había
llevado a aquellos dos hombres. Sin embargo, llegó a preocuparle que en un
espacio de ocho meses hubiese habido tres hombres en su vida. Pensó, con más
miedo que asombro en el corazón, que muy pronto sería como aquellas «mujeres
malas» de Jackson Street, a las que ella y sus amigas que mascaban chicle y
lanzaban risitas todo el tiempo, habían ido a contemplar con ojos fascinados
tres años antes.
Durante algún tiempo trató de tener más cuidado. Siguió permitiendo que los
hombres «ligaran» con
ella; les dejó que la besaran, e incluso que se tomaran por la fuerza algunas
otras libertades, pero no añadió nuevos nombres a su trío de antiguos amantes.
Al cabo de varios meses la firmeza de su decisión —o más bien la intensidad de
sus miedos— se hallaba muy deteriorada. Se sentía cada vez más inquieta,
viéndose adormilada al margen de la vida y del tiempo mientras pasaban los meses
de verano. Los soldados que conocía o bien estaban claramente por debajo de ella
o bien, de manera menos evidente, por encima de ella, en cuyo caso solo deseaban
usarla como a un objeto; eran yanquis, ásperos y sin delicadeza, que aparecían
en grandes grupos… Luego conoció a Anthony.
La primera tarde el joven Patch apenas había sido para ella algo más que una
agradable cara triste, una voz, una manera de pasar el rato; pero cuando acudió
a la cita del sábado lo miró ya con respeto. Descubrió que le gustaba. Sin darse
cuenta veía sus propias tragedias reflejadas en la cara de Anthony.
Entraron de nuevo en el cine, y volvieron después a pasear por las calles
oscuras y llenas de aromas, esta vez cogidos de la mano, hablando de cuando en
cuando en voz baja. Luego cruzaron el portón, camino del diminuto porche…
—Me puedo quedar un rato, ¿verdad?
—¡Chisss! —susurró ella—, no podemos hacer ningún ruido. Madre está levantada
leyendo Historias con chispa.
Como para confirmarlo, Anthony oyó dentro el débil crujido del papel al pasar
alguien de página. Las ranuras de las contraventanas abiertas dejaban pasar
barras horizontales de luz que creaban finas líneas paralelas sobre la falda de
Dorothy. La calle estaba silenciosa con la excepción de un grupo en los
escalones de la casa al otro lado de la calzada, que, de cuando en cuando,
alzaban la voz en una suave canción humorística.
… Cuando despiertes tendrás todas las lindas casitas…
Luego, como si hubiese estado esperando su llegada sobre algún tejado cercano,
la sesgada luz de la luna atravesó de pronto las enredaderas e hizo que el
rostro de la muchacha tuviera el color de las rosas blancas.
La memoria de Anthony se puso en marcha con inusitada fuerza, y ante sus ojos
cerrados se formó la imagen —tan nítida como un flash-back sobre una pantalla, y
surgida de cierta primaveral noche de deshielo, fuera del tiempo, en un
semiolvidado invierno cinco años atrás— de otro rostro, radiante, parecido a una
flor, vuelto hacia luces tan capaces de transformarlo como las mismas estrellas…
¡Ah, la belle dame sans merci que vivía en su corazón, y se le había dado a
conocer en el transitorio esplendor de unos ojos oscuros en el Ritz-Carlton, o
de una mirada incorpórea desde un carruaje en movimiento por los senderos del
Bois de Boulogne! Pero aquellas noches eran tan solo parte de una canción, una
magnificencia recordada… allí estaban otra vez las débiles brisas, las
ilusiones, el eterno presente con su promesa de aventura romántica.
—¿Me quieres? —susurró ella—. ¿Me quieres?
El ensueño se había roto… los perdidos fragmentos de estrellas se convirtieron
en simple luz, la música en el otro extremo de la calle se transformó en una
nota única, en el plañido de las cigarras entre la hierba. Casi con un suspiro
Anthony besó su boca encendida, mientras los brazos de Dot se alzaban hasta sus
hombros.
El soldado
trabajaba) lo habrían mirado con desconfianza por ser miembro de las clases
adineradas.
El sargento de su pelotón, Pop Donnelly, era un «viejo soldado» de pelo ralo,
consumido por la bebida. Anteriormente Pop había pasado incontables semanas en
prevención, pero recientemente, gracias a la urgente necesidad de instructores,
se había visto elevado a su presente apogeo. Su tez estaba cubierta de cráteres,
y presentaba una inconfundible semejanza con esas fotografías aéreas de «el
campo de batalla en…». Una vez por semana se emborrachaba en la ciudad con
aguardiente, volvía calmosamente al campamento y se derrumbaba sobre el catre;
cuando salía a formar con los demás al tocar diana, su parecido con una
mascarilla mortuoria era realmente extraordinario.
Abrigaba la sorprendente creencia de que, con gran astucia, «se la estaba
pegando» al gobierno: había pasado dieciocho años a su servicio por un sueldo
insignificante, y pronto se retiraría (al llegar aquí Pop solía hacer un guiño)
con la impresionante pensión de cincuenta y cinco dólares al mes. Él lo
consideraba una estupenda jugarreta contra las docenas de oficiales que lo
habían asustado y se habían reído de él desde que no era más que un campesino de
Georgia de diecinueve años.
En aquel momento había dos tenientes en la compañía: Hopkins y el popular
Kretching. A este último se le tuvo por buena persona y excelente líder hasta
que un año después desapareció con mil cien dólares del fondo de intendencia y,
como tantos otros líderes, resultó extraordinariamente difícil de seguir.
Finalmente se llegaba al capitán Dunning, dios de aquel reducido —aunque
autosuficiente— microcosmos. Era un oficial de la reserva, nervioso, enérgico y
entusiasta. Esta última cualidad se materializaba con frecuencia, tomando la
forma visible de espuma blanca en las comisuras de su boca. Como la mayoría de
las personas con mando, el capitán veía a sus soldados estrictamente desde
delante, y ante sus ojos esperanzados la compañía parecía ser exactamente la
excelente unidad que se merecía una guerra igualmente excelente. A pesar de su
mucha ansiedad y ensimismamiento, se lo estaba pasando estupendamente.
Baptiste, el pequeño siciliano del tren, tuvo problemas con él la segunda semana
de instrucción. El capitán había ordenado varias veces que los hombres
estuviesen bien afeitados cuando formaban por las mañanas. Un día se descubrió
una alarmante contravención de aquella regla, sin duda un caso de connivencia
con los teutones: durante la noche, a cuatro hombres les había crecido pelo en
la cara. El hecho de que tres de los cuatro apenas entendieran inglés hizo aún
más clara la necesidad de una lección práctica, de manera que el capitán Dunning,
sin dudarlo un momento, envió a un voluntario a buscar una navaja. Después de lo
cual, y para dejar a salvo la democracia, de las mejillas de tres italianos y un
polaco se afeitó en seco media onza de pelo.
Fuera del mundo de la compañía se dejaba ver, de cuando en cuando, el coronel,
un hombre corpulento, de dientes preparados para el gruñido, que circunnavegaba
el campo de instrucción del batallón a lomos de un hermoso caballo negro. Era un
graduado de West Point y, por mimetismo, un caballero. Tenía una mujer sin
atractivo y él tampoco brillaba por su inteligencia; pasaba la mayor parte del
tiempo en la ciudad aprovechándose de la privilegiada situación social de que el
ejército disfrutaba en aquel momento. El último de todos era el general, que
atravesaba las carreteras del campamento precedido por su bandera: una figura
tan austera, tan remota, tan llena de magnificencia, que apenas resultaba
comprensible.
Diciembre. Vientos refrescantes por la noche, y mañanas húmedas y frías en el
campo de instrucción. A medida que desaparecía el calor, Anthony se descubría
cada vez más contento de estar vivo. Sintiéndose extrañamente renovado en todo
su cuerpo, tenía muy pocas preocupaciones y existía en el momento presente con
una especie de satisfacción animal. No era que Gloria o la vida que Gloria
representaba estuviera presente con menos frecuencia en sus pensamientos; era,
simplemente, que su mujer se iba haciendo, día a día, menos real, y su contorno
menos preciso. Durante una semana se escribieron apasionada, casi
histéricamente… luego, por acuerdo tácito, habían pasado a dos, y luego a una
carta por semana. Gloria se aburría, según le contaba; si la brigada de Anthony
se quedaba allí mucho tiempo, ella iría a reunirse con él. Mr. Haight iba a
estar en condiciones de presentar un escrito más satisfactorio de lo que pensaba
en un principio, pero probablemente la apelación no llegaría a juicio hasta el
final de la primavera. Muriel se hallaba en Nueva York trabajando para la Cruz
Roja. ¿Qué le parecería a Anthony si ella hiciese lo mismo? El problema era que
según había oído, quizá tuviera que bañar negros con alcohol, y después de
aquella noticia ya no se sentía tan patriótica. La ciudad estaba llena de
soldados y había vuelto a encontrarse con muchos chicos a los que no había visto
desde años atrás…
Anthony no quería que Gloria viniese al sur. Se dijo a sí mismo que las razones
eran muchas. Él necesitaba descansar de ella y ella de él. Gloria se aburriría
desmesuradamente en la ciudad, y solo podría ver a Anthony unas pocas horas al
día. Pero en el fondo de su corazón temía que la verdadera causa fuese el
atractivo que Dorothy tenía para él. De hecho, vivía en el constante terror de
que Gloria se enterara de su aventura por alguna coincidencia o porque alguien
fuese a contárselo expresamente. Al cabo de dos semanas de relaciones con Dot la
conciencia de su propia infidelidad empezó a producirle momentos de angustia.
Sin embargo, al terminar el trabajo de cada día era incapaz de sobreponerse a la
tentación que lo sacaba de la tienda y lo llevaba hasta el teléfono del YMCA.
—Dot.
—¿Sí?
—Quizá pueda ir esta noche.
—Me alegro mucho.
—¿Te apetece escuchar mi espléndida elocuencia durante unas cuantas horas
inolvidables?
—¡Muy gracioso! —Por un instante Anthony tuvo un recuerdo de cinco años atrás…
Geraldine.
Luego añadió:
—Llegaré hacia las ocho.
A las siete estaba ya en un coche destartalado camino de la ciudad, donde
cientos de muchachitas
sureñas esperaban a sus amantes en porches bañados por la luna.
Para entonces Anthony anhelaba ya sus tibios y dilatados besos, la sorprendente
quietud de las miradas que le dirigía… las miradas más cercanas a la adoración
que el joven Patch había inspirado nunca. Gloria y él habían sido dos iguales,
entregándose sin pensar en dar las gracias o crearse obligaciones. Para aquella
muchacha sus caricias eran un don inestimable. Llorando mansamente Dot le había
confesado que él no era el primer hombre en su vida; había habido otro… Anthony
dedujo que aquella relación había concluido casi antes de empezar.
De hecho, en lo que a él se refería, Dot decía la verdad. Se había olvidado del
dependiente, del oficial de la marina, del hijo del comerciante de ropa hecha;
se había olvidado de la intensidad de sus emociones, que es el verdadero olvido.
Dot sabía que en otra existencia opaca e insustancial alguien la había poseído…
era como algo que hubiese sucedido en sueños.
Anthony iba a la ciudad casi todas las noches. Ahora refrescaba demasiado para
quedarse en el porche, de manera que la madre les cedía la diminuta sala de
estar, con su docena de litografías en colores con marcos baratos, sus yardas y
más yardas de flecos decorativos, y la cargada atmósfera de varias décadas de
proximidad a la cocina. Entre los dos encendían el fuego y luego, feliz,
incansable, Dot ponía en marcha el ritual del amor. Más tarde, al dar las diez,
ella iba con él hasta la puerta, despeinada, y pálido el rostro sin cosméticos
que aún se volvía más pálido bajo la blanca luz de la luna cuando brillaba
plateada en el exterior; a veces caían lentamente unas tibias gotas, demasiado
indolentes, casi, para llegar al suelo.
—Di que me quieres —susurraba ella.
—Claro que sí, niñita mía.
—¿De verdad soy una niña? —Esto con entonación casi anhelante.
—Nada más que una niñita.
Dot sabía vagamente de la existencia de Gloria. Le hacía sufrir pensar en ello,
de manera que se la imaginaba altanera, orgullosa y fría. Había decidido que
Gloria tenía que ser mayor que Anthony, y que no existía cariño entre marido y
mujer. A veces se permitía soñar que después de la guerra Anthony conseguiría el
divorcio y se casarían… pero esto nunca se lo decía a Anthony, apenas sabía por
qué. Dot compartía la idea de sus compañeros del campamento de que el joven
Patch era una especie de empleado de banco… le creía respetable y pobre. A veces
decía:
—Si tuviese dinero, querido, te lo daría todo a ti… Me gustaría tener unos
cincuenta mil dólares.
—Imagino que eso sería más que suficiente —replicaba Anthony.
En su carta de aquel día Gloria había escrito: «Supongo que si pudiéramos llegar
a un acuerdo por un millón, quizá fuera mejor dar la autorización a Mr. Haight
para que lo arreglara así. Pero, por otra parte, sería una pena…».
—… Podríamos tener un automóvil — exclamó Dot, en un último estallido triunfal.
Una ocasión solemne
El capitán Dunning se ufanaba de ser un gran conocedor de caracteres. Media hora
de conversación con una persona le permitía situarla dentro de cierto número de
sorprendentes categorías: tipo estupendo, buen hombre, persona lista, teórico,
poeta e «inservible». Un día de principios de febrero
hizo llamar a Anthony para que se presentara en la tienda de mando.
—Patch —dijo el capitán sentenciosamente—. Llevo varias semanas fijándome en
usted.
Anthony se mantuvo erguido e inmóvil.
—Y creo que está en condiciones de llegar a ser un buen soldado.
Esperó a que disminuyera el agradable calor que sus palabras tenían lógicamente
que haber provocado, y continuó:
—Esto no es un juego de niños —explicó, arrugando la frente.
Anthony se mostró de acuerdo con un melancólico «No, mi capitán».
—Es un juego de hombres… y necesitamos líderes. —Luego el punto culminante,
rápido, seguro, eléctrico—: Patch, voy a hacerle cabo.
Al llegar este momento, Anthony debiera haberse tambaleado ligeramente, abrumado
por tan gran honor. Iba a ser uno del cuarto de millón seleccionado para tan
importante tarea. Estaría en condiciones de gritar la frase «¡Seguidme!» a otros
siete hombres tan asustados como él.
—Usted parece ser un hombre de cierta educación —dijo el capitán Dunning.
—Sí, mi capitán.
—Eso está bien, eso está bien. La educación es una gran cosa, pero no deje que
se le suba a la cabeza. Compórtese como hasta ahora y será un buen soldado.
Con estas palabras de despedida todavía resonando en sus oídos, el cabo Patch
saludó, giró a la derecha, y abandonó la tienda.
Aunque la conversación divirtió mucho a Anthony, también generó la idea de que
la vida sería más entretenida de sargento o, en el caso de que le hiciese el
examen un médico menos exigente, de oficial. Sentía muy poco interés por el
trabajo en la milicia que parecía desmentir la valentía de que alardeaba el
ejército. En las revistas uno no se vestía con cuidado para tener buen aspecto,
sino para no tenerlo malo.
Pero a medida que fue pasando el invierno —el breve invierno sin nieve,
reconocible tan solo por las noches húmedas y los días lluviosos y frescos—,
Anthony llegó a maravillarse de lo deprisa que el sistema se había apoderado de
él. Era soldado, y todos los que no eran soldados eran civiles. El mundo estaba
dividido fundamentalmente en aquellos dos grupos.
Al joven Patch se le ocurrió que todas las clases fuertemente diferenciadas,
como la clase militar, dividían a los hombres en dos tipos; los que eran como
ellos, y los restantes. Para los clérigos, había clero y laicado; para los
católicos había católicos y no católicos; para los negros, gente de color y
blancos; para el preso estaban los encarcelados y los libres, y para el enfermo
estaban los enfermos y los sanos… De manera que, sin pensar en ello una sola vez
en toda su vida, Anthony había sido civil, laico, no católico, gentil, blanco,
libre y con buena salud…
A medida que las tropas americanas se incorporaban a las trincheras francesas y
británicas, el joven Patch empezó a encontrar los nombres de muchos exalumnos de
Harvard entre las bajas recogidas en el Diario del Ejército y de la Marina. Pero
a pesar de tanto sudor y de tanta sangre la situación parecía no haberse
modificado, y él no veía posibilidad de que la guerra terminara en un futuro
próximo. En las crónicas antiguas el ala derecha de un ejército siempre
derrotaba al ala izquierda del otro, al mismo
tiempo que el ala izquierda era vencida por la derecha del enemigo. Después de
esto los mercenarios huían. Resultaba verdaderamente simple en aquellos días,
casi como si todo estuviese arreglado de antemano…
Gloria escribía que estaba leyendo mucho. Qué desaguisado habían logrado hacer
con sus vidas, decía ella. Encontraba tan pocas ocupaciones que se pasaba el
tiempo imaginando lo diferentes que podrían haber resultado las cosas. Todo su
entorno le parecía inseguro… y muy pocos años antes estaba convencida de tener
todos los hilos en la mano…
En junio sus cartas se hicieron apresuradas y menos frecuentes. De repente dejó
de mencionar la posibilidad de ir al sur.
Derrota
En el mes de marzo por los campos de los alrededores aparecieron ya jazmines y
junquillos y manchas de violetas entre la hierba que el sol empezaba a calentar.
Posteriormente Anthony recordaba sobre todo una tarde de tal lozanía y encanto
mágico que, mientras calificaba los blancos en el foso del campo de tiro, estuvo
recitando «Atalanta en Calydon» a un desconcertado polaco, al mismo tiempo que
las balas cantaban, silbaban y estallaban por encima de sus cabezas.
«Cuando los lebreles de la primavera…» ¡Pam!
«Siguen las huellas del invierno…» ¡Sssss!
«La madre de los meses…» ¡Eh! ¡Vamos! ¡Señala un tres…!
En la ciudad las calles estaban otra vez envueltas en una atmósfera de
somnolencia, y Anthony y Dot vagabundearon juntos por los sitios que habían
recorrido el otoño anterior, hasta que el joven Patch empezó a sentir un suave
afecto por aquel sur, un sur, al parecer, más cerca de Argel que de Italia, con
desvanecidas aspiraciones que apuntaban, saltando hacia atrás sobre innumerables
generaciones, hacia algún cálido y primitivo Nirvana, sin esperanzas ni
preocupaciones. Allí se encontraba en todas las voces un acento de cordialidad,
de comprensión. «La vida nos gasta a todos la misma broma, agradable y
angustiosa al mismo tiempo», parecían decir con su grata y quejumbrosa cadencia,
con aquella entonación que se alzaba hasta terminar en un indeciso tono menor.
Le gustaba la barbería, donde un muchacho pálido y demacrado lo saludaba siempre
con un «¡Hola, cabo!» y después de afeitarle le repasaba minuciosamente la
cabeza con una maquinilla para que el pelo mantuviera la longitud reglamentaria.
Le gustaban los Johnston’s Gardens donde iban a bailar, y donde un negro trágico
tocaba al saxofón una música dolorida y anhelante que acababa convirtiendo aquel
local de colores chillones en una jungla encantada de ritmos bárbaros y risas
sofocadas, donde olvidar el monótono paso del tiempo con los suaves suspiros y
tiernos susurros de Dorothy significaba el logro de todas las aspiraciones, la
paz absoluta.
Había en el carácter de Dot una tendencia latente a la tristeza, un consciente
evadirse de todo, con excepción de las placenteras menudencias de la vida. Sus
ojos violeta parecían quedar insensibles durante horas cuando, despreocupada de
todo, se tumbaba al sol como un gato. Anthony se preguntaba
qué pensaría de ellos su cansada y apocada madre, y si en sus momentos de mayor
lucidez llegaría incluso a imaginarse la relación que existía entre su hija y
él.
Los domingos por la tarde salían a pasear por el campo, descansando de cuando en
cuando sobre el musgo seco en la linde de un bosque. Allí se reunían los
pájaros, y crecían las violetas y los cornejos de flores blancas; allí los
árboles de hojas grises brillaban cristalinos y fríos, olvidados del calor
embriagador que esperaba fuera; allí Anthony rompía a hablar, de manera
intermitente, en un monólogo soñoliento, en una conversación sin importancia que
no precisaba de respuestas.
Julio llegó abrasando la tierra. Al capitán Dunning se le ordenó que designara a
uno de sus hombres para que aprendiese a herrar los caballos. El regimiento
estaba aumentando el número de hombres en cada unidad hasta llegar a la dotación
adecuada para entrar en acción, y el capitán necesitaba a la mayoría de los
veteranos para que enseñaran a los nuevos a hacer la instrucción, de manera que
escogió al pequeño Baptiste, el italiano, del que le resultaba más fácil
prescindir. El siciliano no había tenido nunca nada que ver con caballos. Su
miedo empeoró la situación. Un día se presentó en la tienda de mando y le dijo
al capitán que si no podían sustituirle prefería morir. Los caballos le
coceaban, dijo; no servía para aquel trabajo. Finalmente se puso de rodillas y
suplicó, en una mezcla de inglés chapurreado e italiano medieval, que le dieran
otro destino. Llevaba tres días sin dormir; soñaba constantemente con
monstruosos sementales que piafaban y hacían cabriolas.
El capitán Dunning regañó al escribiente de la compañía (que se había echado a
reír) y le dijo a Baptiste que haría lo que pudiese. Pero después de
considerarlo decidió que no podía prescindir de otro hombre mejor capacitado. El
pequeño Baptiste fue de mal en peor. Los caballos parecían adivinar su miedo y
aprovecharse de él. Dos semanas después una gran yegua negra le aplastó el
cráneo de una coz cuando intentaba sacarla de su casilla en el establo.
A mediados de julio llegaron rumores, y después órdenes, relacionados con un
cambio de campamento. La brigada iba a trasladarse a un acuartelamiento vacío,
cien millas más al sur, para ser allí reforzada hasta transformarse en división.
Al principio los hombres pensaron que salían para el frente, y durante toda la
tarde parlotearon en grupitos delante de las tiendas de la compañía, gritándose
unos a otros con aire fanfarrón: «¡Claro que nos vamos!». Cuando llegó a saberse
la verdad, fue rechazada con indignación como una cortina de humo para ocultar
su verdadero destino. Se deleitaron con su propia importancia. Aquella noche
dijeron a sus chicas en la ciudad que «iban a por los alemanes». Anthony estuvo
recorriendo los grupos durante un rato; luego se montó en uno de los viejos
coches destartalados y fue a decirle a Dot que se marchaba.
Ella estaba esperando en el porche en sombra, con un vestido blanco barato que
realzaba su juventud y la dulzura de sus facciones.
—¡Te he deseado tanto, cariño! —susurró ella—. Durante todo el día.
—Tengo algo que decirte.
Ella lo hizo sentarse a su lado en el sofá-mecedora sin advertir su tono
ominoso.
—Cuéntame.
—Nos marchamos la semana que viene.
Sus brazos, alzados en busca de los hombros de Anthony, se quedaron inmóviles en
la oscuridad, y también su rostro, vuelto hacia arriba. Cuando habló, la dulzura
había desaparecido por completo de su
voz.
—¡A Francia!
—No. No tenemos tanta suerte. Nos vamos a un maldito campamento en Mississippi.
Dot cerró los ojos y Anthony notó que le temblaban los párpados.
—Mi querida Dot, la vida es demasiado dura.
Ella estaba llorando, apoyada en su hombro.
—Demasiado dura, demasiado dura —repitió él mecánicamente—; hiere a las personas
una y otra vez hasta que ya no es posible herirlas más. Esa es la última cosa
que hace y la peor de todas.
Frenética, llena de angustia, Dot le apretó contra su pecho.
—¡Dios mío! —susurró entrecortadamente—, no puedes marcharte y dejarme. Me
moriré.
Anthony descubría por su parte la imposibilidad de que Dot aceptara su marcha
como una desgracia común e impersonal. Estaba demasiado cerca de ella para hacer
otra cosa que repetir «Pobrecita Dot. Pobrecita Dot».
—¿Y luego qué? —preguntó la muchacha con voz cansada.
—¿Qué quieres decir?
—Que tú eres mi vida entera, eso es todo. Moriría por ti ahora mismo si me
dijeses que lo hiciera. Cogería un cuchillo y me mataría. No me puedes dejar
aquí.
Su tono lo asustó.
—Estas cosas pasan —dijo él con voz tranquila.
—Entonces me voy contigo. —Le caían las lágrimas por las mejillas y le temblaba
la boca, todo su ser atenazado por el dolor y el miedo.
—Mi dulce y querida niñita —murmuró él con voz llena de sentimentalismo—. ¿No
ves que no haríamos más que retrasar algo que tiene que suceder inevitablemente?
Me iré a Francia dentro de unos meses…
Dot se apartó de él y, apretando los puños, alzó la vista al cielo.
—Quiero morirme —dijo, como si estuviese moldeando cuidadosamente cada palabra
dentro de su corazón.
—Dot —susurró él sintiéndose muy incómodo—, lo olvidarás. Las cosas resultan más
dulces después de perderlas. Lo sé porque una vez quise algo y lo conseguí. Era
la única cosa que había querido de verdad. Y cuando la tuve, quedó reducida a
polvo entre mis manos.
—De acuerdo.
Absorto en sí mismo Anthony continuó:
—Con frecuencia he pensado que si no hubiera conseguido lo que quería, las cosas
habrían sido diferentes. Quizá hubiese encontrado algo dentro de mí y habría
disfrutado poniéndolo en circulación. Quizá me hubiese gustado cómo funcionaba,
y mi vanidad se habría sentido complacida con el éxito.
Imagino que hubo un momento en que pude haber tenido cualquier cosa que
quisiera, dentro de ciertos límites, pero aquello fue lo único que quise con
verdadera intensidad. ¡Cielos! Y eso me enseñó que no se puede tener nada, nada
en absoluto. Porque el deseo nos engaña. Es como un rayo de sol saltando de aquí
para allá en una habitación. De pronto se detiene y da brillo a algún objeto
insignificante y nosotros, pobres estúpidos, tratamos de cogerlo… luego, cuando
el rayo de sol cambia de sitio, seguimos agarrados al objeto sin interés, pero
el brillo que nos hizo desearlo ha desaparecido ya… — Anthony se detuvo,
preocupado. Dot había dejado de llorar y estaba de pie arrancando las hojas de
una oscura enredadera—. Dot…
—Vete —dijo ella con frialdad.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—No son palabras lo que quiero. Si no tienes otra cosa que ofrecerme, es mejor
que te vayas.
—Pero, Dot…
—Lo que para mí significa la muerte, para ti no es más que un montón de
palabras. Sabes muy bien cómo usarlas para que resulten bonitas.
—Lo siento. Estaba hablando de ti, Dot.
—Vete de aquí.
Él se acercó con los brazos extendidos, pero ella lo rechazó.
—No quieres que vaya contigo —dijo ella con voz serena—; quizá vas a reunirte
con esa… con esa chica… —No fue capaz de pronunciar la palabra esposa—. No tengo
manera de saberlo. Si es así, está claro que has dejado de ser mi compañero. Así
que vete.
Durante un momento, mientras se sentía dividido entre deseos y temores
contradictorios, pareció ser aquella una de las raras ocasiones en que Anthony
tendría que decidirse impulsado por un estímulo interior. El joven Patch vaciló
un instante. Luego una ola de cansancio se estrelló contra él. Era demasiado
tarde… era demasiado tarde para todo. Durante años había soñado para alejarse de
la realidad, basando sus decisiones en emociones tan inestables como el agua. La
muchachita del vestido blanco lo dominó al acercarse a la belleza con la
compacta simetría de su deseo. El fuego que ardía en su ignorante y herido
corazón parecía brillar en torno suyo como una llama. Con una especie de hondo e
insospechado orgullo había logrado distanciarse, consiguiendo con ello su
propósito.
—No era… mi intención parecer tan insensible, Dot.
—Es igual.
El fuego derribó a Anthony. Algo le desgarró las entrañas y se encontró inerme y
vencido.
—Ven conmigo, mi pequeña y querida Dot. Ven conmigo, no sería capaz de dejarte
ahora…
Con un sollozo ella lo rodeó con sus brazos, apoyándose en él, mientras la luna,
atenta a su sempiterno trabajo de disimular el feo aspecto del mundo, derramaba
su espúrea miel sobre la calle soñolienta.
La catástrofe
Primeros de septiembre en Camp Boone, en el estado de Mississippi. La oscuridad,
poblada de
insectos, se estrellaba contra el mosquitero bajo cuya protección Anthony estaba
tratando de escribir una carta. Desde la tienda de al lado le llegaba una
conversación intermitente ligada a una partida de póquer y, en el exterior, un
soldado se paseaba por la calle de la compañía cantando una copla chabacana de
moda en aquel momento: «Ka-a-a-Katy».
Haciendo un esfuerzo Anthony se incorporó sobre un hombro y, lápiz en mano,
contempló la hoja de papel en blanco. Luego, prescindiendo de cualquier
encabezamiento, empezó:
No se me ocurre ninguna explicación a lo que está pasando, Gloria. Hace dos
semanas que no he tenido noticias tuyas y es lógico que me preocupe…
Tiró la hoja con un gruñido de desagrado y empezó de nuevo:
No sé qué pensar, Gloria. Han pasado ya dos semanas desde que recibí tu última
carta, breve, fría, sin una palabra de afecto, y en la que ni siquiera me
contabas a grandes rasgos lo que has estado haciendo. No tiene nada de extraño
que me haga preguntas. Si tu amor por mí no está completamente muerto, deberías
evitar al menos que me preocupe innecesariamente…
De nuevo arrugó la cuartilla y la tiró enfadado a través de una desgarradura de
la pared de la tienda, dándose cuenta al mismo tiempo de que tendría que
recogerla por la mañana. Anthony se sentía muy poco inclinado a intentarlo de
nuevo. No conseguía poner calor en sus palabras, tan solo celos y sospechas
constantemente renovados. Desde mediados de verano las omisiones en la
correspondencia de Gloria se habían ido haciendo cada vez más llamativas. Al
principio Anthony apenas las había notado. Estaba tan acostumbrado a los
rutinarios «queridísimo» y «cariño» repartidos por todas sus cartas que no
advertía su presencia o ausencia. Pero durante los últimos quince días se había
ido dando cuenta de manera cada vez más clara de que algo no marchaba bien.
Había mandado un telegrama a Gloria anunciándole que había aprobado el examen
para trasladarse a un campamento de formación de oficiales, y que esperaba salir
muy pronto camino de Georgia. Gloria no le contestó. Anthony le puso otro
telegrama… al no recibir respuesta supuso que quizá hubiese salido de Nueva
York. Pero no pudo por menos de pensar una y otra vez que no había abandonado la
ciudad, y se vio atacado por una plaga de enloquecidas suposiciones. Gloria, por
ejemplo, aburrida e inquieta, podía haber encontrado a alguien, igual que le
había sucedido a él. Aquella idea bastó para aterrorizarlo… sobre todo porque se
había sentido tan seguro de la integridad personal de su mujer que apenas había
pensado en ella durante todo el año. Y ahora, al nacer la duda, las antiguas
rabias, las ansias de posesión, se abalanzaban sobre él a millares. ¿No era
lógico que Gloria se hubiese enamorado de nuevo?
Recordó a la Gloria que había prometido que si alguna vez quería algo, lo
tomaría, insistiendo en que, dado que obraría enteramente para satisfacción
propia, podría terminar la aventura sin desdoro; lo que contaba, en cualquier
caso, era solo el efecto sobre la mente de una persona, había dicho Gloria, y su
reacción sería la masculina, de saciedad e incluso de vaga repugnancia.
Pero eso había sido de recién casados. Después, con el descubrimiento de que
podía estar celosa de Anthony, Gloria —al menos exteriormente— había cambiado de
idea. No existía ningún otro hombre en el mundo para ella. Esto Anthony había
llegado a saberlo sin la menor posibilidad de duda. Convencido de que la
exigente manera de ser de su esposa bastaría para que se contuviera, Anthony
había descuidado la tarea de conservar en su integridad el amor de Gloria, que;
después de todo, era la piedra angular de toda su estructura vital.
Mientras tanto había mantenido a Dot durante todo el verano en una pensión de la
ciudad. Para hacerlo se había visto obligado a escribir a su agente de bolsa
pidiéndole dinero. La muchacha ocultó el viaje hacia el sur marchándose de su
casa un día antes de que la brigada levantara el campamento, e informando a su
madre mediante una nota de que se iba a Nueva York. La tarde del siguiente día
Anthony se presentó en la ciudad como si fuese a verla. Mistress Raycroft se
hallaba en un estado de total postración y en la sala de visitas había un
policía que procedió a interrogarla; Anthony logró a duras penas no verse
mezclado en la desaparición de la muchacha.
En septiembre, con las sospechas acerca de Gloria, la compañía de Dot se le hizo
primero tediosa y luego casi insufrible. Anthony estaba nervioso e irritable por
falta de sueño y se sentía lleno de angustia y de temor. Tres días antes había
ido a ver al capitán Dunning para pedirle un permiso sin conseguir otra cosa que
buenas palabras. La división iba a salir para Europa, mientras que Anthony se
trasladaría a un campamento de formación de oficiales; los permisos que pudieran
darse había que reservarlos para los hombres que abandonaban el país.
Ante esta negativa Anthony se había dirigido a la oficina de telégrafos,
dispuesto a poner un cable a Gloria para que viniera al sur… al llegar a la
puerta retrocedió desalentado, al comprender lo irrazonable de semejante medida.
Luego había pasado la tarde descargando con Dot su malhumor, y regresado al
campamento lleno de irritación contra el mundo en general. Habían tenido una
escena muy desagradable, y Anthony acabó marchándose de repente. Lo que hubiese
que hacer con Dot no parecía preocuparle de una manera vital en el momento
presente; estaba totalmente enfrascado en el descorazonador silencio de su
mujer…
La puerta de la tienda se trianguló de pronto sobre sí misma, y una cabeza
morena se recortó contra la oscuridad de la noche.
—¿Sargento Patch? —El acento era italiano, y Anthony descubrió por el cinturón
que se trataba de un ordenanza del cuartel general de la división.
—¿Me busca a mí?
—Una señora llamó al cuartel general hace diez minutos. Dijo que tenía que
hablar con usted. Muy importante.
Anthony apartó el mosquitero y se puso en pie. Podía ser un cable de Gloria
transmitido por teléfono.
—Dijo que lo buscáramos. Que volvería a llamar a las diez.
—De acuerdo, gracias. —Anthony cogió su gorro y un momento después caminaba a
buen paso junto al ordenanza en la cálida oscuridad que casi resultaba
asfixiante. En la cabaña del cuartel general saludó al soñoliento oficial de
guardia.
—Siéntese y espere —sugirió el otro con aire indiferente—. La chica parecía muy
ansiosa de hablar con usted.
Las esperanzas de Anthony se desvanecieron.
—Muchas gracias, mi teniente. —Y antes casi de que empezara a sonar el teléfono
supo ya quién lo llamaba.
—Soy Dot —la voz sonaba muy insegura—, tengo que verte.
—Ya te he dicho que no podré ir durante varios días.
—Necesito verte esta noche. Es importante.
—Es demasiado tarde —dijo él fríamente—; son las diez y he de estar de vuelta en
el campamento para las once.
—Está bien. —Había tanto sufrimiento encerrado en aquellas dos palabras que
Anthony sintió algo de remordimiento.
—¿Qué sucede?
—Quería decirte adiós.
—¡No digas tonterías! —exclamó él. Pero se sintió más animado. ¡Sería estupendo
que Dot dejara la ciudad aquella misma noche! ¡Qué peso se le quitaría de
encima! Pero dijo—: No puedes marcharte hasta mañana.
Con el rabillo del ojo vio que el oficial de guardia lo miraba con irónica
curiosidad. Luego, inesperadas, le llegaron las siguientes palabras de Dot:
—No me refiero a «irme» de esa manera.
Anthony apretó el auricular con fuerza. Notó que los nervios se le enfriaban
como si el calor estuviese abandonando su cuerpo.
—¿Cómo?
Luego, muy deprisa y con voz entrecortada, la oyó decir:
—¡Adiós, cariño, adiós!
¡Click! Dot había colgado el teléfono. Dejando escapar un sonido que era mitad
jadeo y mitad grito; Anthony abandonó el edificio del cuartel general. Una vez
fuera, bajo las estrellas que colgaban como adornos de plata entre los árboles
del bosquecillo, se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. ¿Estaría pensando en
suicidarse? ¡La muy estúpida! Se sintió lleno de un intenso odio contra ella.
Ante semejante desenlace le resultaba imposible aceptar que él hubiese iniciado
aquel enredo, aquel lío, aquella sórdida mezcolanza de angustia y de dolor.
Al cabo de un momento descubrió que se estaba alejando lentamente, repitiendo
una y otra vez que era inútil preocuparse. Lo mejor que podía hacer era volver a
su tienda y dormir. Necesitaba dormir. ¡Dios santo! ¿Volvería a dormir alguna
vez? Su mente no era más que un confuso clamor; al llegar a la carretera giró en
redondo presa del pánico y echó a correr: no en dirección a la compañía, sino
alejándose de ella. Otros soldados volvían ya de la ciudad… no le costaría
trabajo encontrar un coche. Al cabo de un minuto dos ojos amarillos aparecieron
en una curva. Anthony corrió hacia ellos con todas sus fuerzas.
—¡Taxi! ¡Taxi…! —Era un Ford vacío—. Quiero ir a la ciudad.
—Le costará un dólar.
—De acuerdo, pero haga el favor de darse prisa…
Después de un tiempo que se le antojó interminable, Anthony subió corriendo los
escalones delante de una oscura casita destartalada, y al atravesar la puerta
casi derribó a una negra inmensa que avanzaba
por el vestíbulo con una vela en la mano.
—¿Dónde está mi mujer? —preguntó con el rostro desencajado.
—Se ha acostado.
Escaleras arriba, de tres en tres, y luego hasta el fondo del decrépito pasillo.
La habitación estaba a oscuras y en silencio. Anthony encendió una cerilla con
dedos temblorosos. Dos ojos muy abiertos lo miraron desde el revoltijo de ropas
de la cama.
—Sabía que vendrías —murmuró ella entrecortadamente.
Anthony palideció de indignación.
—Así que no era más que una treta para hacerme venir, ¡para crearme
dificultades! —dijo—. ¡Maldita sea!, has gritado «¡Que viene el lobo!» más veces
de la cuenta.
Ella lo miró con aire lastimero.
—Tenía que verte. No hubiese podido seguir viviendo. Tenía que verte…
Anthony se sentó en el borde de la cama y movió después la cabeza.
—No eres buena —dijo terminantemente, hablando sin darse cuenta como Gloria
podría haberlo hecho con él—. No es justo que me hagas una cosa así.
—Acércate más. —Dijera lo que dijese, Dot ahora se sentía feliz. Anthony se
preocupaba por ella. Había logrado traerlo a su lado.
—Dios del cielo —dijo Anthony desesperanzado. A medida que la ola de cansancio
avanzaba inexorablemente, su indignación se iba calmando y retrocediendo hasta
esfumarse. Repentinamente rompió en sollozos, mientras se dejaba caer en la cama
junto a Dot.
—Querido —le suplicó ella—. ¡No llores! ¡No llores, por favor!
Apoyó la cabeza de Anthony contra su pecho y lo consoló, mezclando sus lágrimas
de alegría con las de él, llenas de amargura. Con una mano lo acarició
suavemente.
—Soy una estúpida —murmuró contrita—, pero te quiero, y cuando me tratas con
frialdad tengo la impresión de que no merece la pena seguir viviendo.
Después de todo, aquello era paz: la habitación en silencio con olor a perfume y
a polvos de mujer, la mano de Dot tan suave como una brisa cálida en sus
cabellos, el subir y bajar de su pecho cuando respiraba… por un momento fue como
si Gloria estuviese allí, como si él descansara en un hogar más grato y mejor
protegido que ninguno de los que había conocido.
Pasó una hora. Un reloj de pared empezó a sonar en el vestíbulo. Anthony se
incorporó de un salto y miró las manecillas fosforescentes de su reloj de
pulsera. Eran las doce.
Le costó trabajo encontrar un taxi que lo llevara tan tarde al campamento.
Mientras le pedía al conductor que fuese más deprisa, Anthony meditaba sobre el
mejor método de entrar en el recinto militar. Había llegado varias veces tarde
en las últimas semanas, y sabía que si volvían a cogerlo era muy probable que
tacharan su nombre de la lista de candidatos para oficiales. Se preguntó si no
sería más conveniente despedir el taxi y probar fortuna pasando junto al
centinela en la oscuridad. De todas formas, había oficiales que llegaban con
frecuencia después de la medianoche…
—¡Alto! —La orden surgió del resplandor amarillo que los faros del coche
derramaron sobre la carretera al cambiar de dirección. El taxista soltó el
embrague, y se les acercó un centinela con el rifle terciado. Acompañándolo,
desgraciadamente, iba el oficial de guardia.
—Llega tarde, sargento.
—Sí, mi teniente. Un imprevisto.
—Es una lástima. Tengo que apuntar su nombre.
Mientras el oficial esperaba, bloc y lápiz en la mano, unas palabras no del todo
voluntarias se agolparon en los labios de Anthony, unas palabras nacidas del
pánico, del aturdimiento, de la desesperación.
—Sargento R. A. Foley —respondió sin atreverse casi a respirar.
—¿Y la unidad?
—Compañía Q, del Ochenta y tres de Infantería.
—De acuerdo. Tendrá que seguir a pie, sargento.
Anthony saludó, pagó a toda prisa al taxista, y echó a correr en dirección al
regimiento que había mencionado. Cuando perdió de vista al oficial de guardia
cambió de rumbo y, con el corazón latiéndole furiosamente, regresó a su
compañía, convencido de haber cometido un error que iba a costarle caro.
Dos días después el oficial que estaba de comandante de la guardia aquella noche
lo reconoció en una barbería de la ciudad. Anthony regresó al campamento
custodiado por un policía militar; le degradaron a soldado raso sin juicio, y
quedó confinado durante un mes dentro de los límites de su compañía.
Aquel golpe le causó un ataque agudo de depresión, y antes de que transcurriera
una semana lo encontraron de nuevo en la ciudad, atontado por el alcohol y con
una botella de whisky de fabricación ilegal en el bolsillo. Debido a su
comportamiento un poco demencial durante el juicio, lo condenaron únicamente a
tres semanas de reclusión.
Pesadilla
Casi desde el principio de su encierro fue creciendo en Anthony el
convencimiento de que se estaba volviendo loco. Era como si dentro de su mente
existiese cierto número de oscuras pero intensas personalidades —algunas
familiares, otras extrañas y terribles—, mantenidas a raya por un pequeño
celador que permanecía en alto en algún sitio y las vigilaba. Lo que ahora
preocupaba a Anthony era que el celador estaba enfermo y se mantenía en su
puesto con muchas dificultades. Si se rindiera, si vacilara un momento, saldrían
a la luz todas aquellas cosas intolerables, y Anthony sabía muy bien la
situación de negrura a la que podía llegar si lo peor de sí mismo campaba a sus
anchas por los vericuetos de su mundo consciente.
Los días habían cambiado en cierto modo, y el calor era una especie de bruñida
oscuridad que caía a plomo sobre la tierra devastada. Por encima de la cabeza de
Anthony los círculos azules de ominosos soles desconocidos, de innumerables
centros de fuego, giraban interminablemente, como si estuviera tumbado y
constantemente expuesto a su luz abrasadora en febril estado comatoso. A las
siete de la mañana algo fantasmal, algo casi absurdamente carente de realidad
pero que él reconocía como su cuerpo mortal, salía con otros siete prisioneros y
dos guardianes a trabajar en las carreteras del
campamento. Un día cargaban y descargaban considerables cantidades de grava, la
extendían y la rastrillaban; al día siguiente trabajaban con enormes barriles de
alquitrán candente, cubriendo la grava con negros charcos relucientes de calor
derretido. Por la noche, encerrado en prevención, Anthony yacía en su catre sin
pensar, sin valor para hilar las ideas, contemplando las irregulares vigas del
techo hasta las tres de la madrugada, cuando se hundía en un sueño intranquilo y
con frecuentes interrupciones.
Durante las horas de trabajo Anthony se esforzaba en la tarea, lleno de
inquietud, tratando, a medida que el día avanzaba hacia la sofocante puesta de
sol de Mississippi, de cansarse y conseguir así dormir profundamente por puro
agotamiento físico… Luego, una tarde durante la segunda semana, tuvo la
impresión de que dos ojos lo estaban vigilando desde un lugar muy próximo,
detrás de uno de los guardianes. Esta sensación despertó en él una especie de
terror. Se volvió de espaldas a los ojos y siguió echando paletadas febrilmente,
hasta que no tuvo más remedio que dar la vuelta e ir en busca de más grava.
Entonces los ojos entraron de nuevo en su campo de visión, y sus nervios, ya
tensos, llegaron a un punto límite. Aquellos ojos lo miraban maliciosamente.
Desde el silencio abrasador oyó pronunciar su nombre con entonación trágica, y
la tierra se inclinó absurdamente atrás y adelante hasta llegar a una caótica
mezcla de gritos y confusión.
Cuando recobró el conocimiento, Anthony estaba de nuevo en prevención, y los
otros presos le lanzaban miradas de curiosidad. Los ojos no volvieron a
aparecer. Pasaron muchos días antes de que se diese cuenta de que tenía que
haber sido la voz de Dot, que lo había llamado, creando algún tipo de revuelo.
Esto lo decidió inmediatamente antes de que expirara su sentencia, cuando se
había desvanecido la pesada nube que lo oprimía, dejándolo en un profundo y
desalentado aletargamiento. A medida que el mediador consciente —el celador que
mantenía a raya la terrible colección de horrores— recuperaba fuerzas, Anthony
se sentía más débil físicamente. Apenas fue capaz de mantenerse en pie durante
los dos días de trabajo pesado que aún le quedaban, y cuando lo pusieron en
libertad una tarde lluviosa y regresó a su compañía, nada más entrar en la
tienda cayó en un sueño pesado del que despertó antes de amanecer, dolorido y
con la sensación de no haber descansado en absoluto. Junto a su litera había dos
cartas que llevaban algún tiempo esperándolo en el puesto de mando de la
compañía. La primera era de Gloria, breve y fría:
***
La vista del pleito será a finales de noviembre. ¿No podrías conseguir un
permiso?
He tratado de escribirte una y otra vez, pero al parecer mis intentos solo
sirven para empeorar las cosas. Tengo que hablar contigo de varios asuntos, pero
como bien sabes ya me has impedido en una ocasión que fuera a verte y no me
siento inclinada a intentarlo de nuevo. Debido a ciertas cosas parece necesario
que celebremos una conferencia. Me alegro mucho de tu nombramiento.
GLORIA ***
Anthony estaba demasiado cansado para tratar de entender… o para preocuparse.
Las frases de Gloria, sus intenciones, quedaban ya muy lejos, en un pasado
incomprensible. La segunda carta apenas la miró; era de Dot… unos garrapatos
incoherentes, manchados de lágrimas, un diluvio de protestas, manifestaciones de
cariño y muestras de dolor. Después de leer una página, dejó que la carta se le
cayera de la mano y se adormeció para regresar a una nebulosa región interior de
su exclusiva propiedad. Al toque de diana se despertó con una fiebre muy alta,
desmayándose al intentar salir de la
tienda; al mediodía lo mandaron al hospital de base aquejado de gripe.
Se dio cuenta de que aquella enfermedad era providencial. Lo salvó de una
recaída nerviosa, y se recuperó con tiempo para —un húmedo día de noviembre—
embarcarse en un tren camino de Nueva York y de la interminable matanza que
venía después.
Cuando el regimiento llegó a Camp Mills, en Long Island, la idea fija de Anthony
era ir a la ciudad y ver a Gloria lo antes posible. Resultaba ya evidente que se
iba a firmar el armisticio en menos de una semana, pero los rumores aseguraban
que de todos modos las tropas seguirían saliendo hacia Francia hasta el último
momento. Anthony quedó consternado al pensar en el largo viaje, en el tedioso
desembarco en un puerto francés y en quedarse en Europa quizá durante un año,
para sustituir a las tropas que sí habían entrado en combate.
Su intención había sido obtener un permiso de dos días, pero Camp Mills se
hallaba bajo una estricta cuarentena debido a la gripe; era imposible salir de
allí incluso para los mandos, como no fuera por algún asunto oficial. En el caso
de un soldado raso, ausentarse estaba completamente descartado.
El campamento mismo era un deprimente revoltijo, frío, barrido por el viento, y
sucio, con la acumulación de porquería que entraña el paso sucesivo de muchas
divisiones. Su tren llegó una tarde a las siete, y tuvieron que esperar seis
horas formando cola hasta que se solucionó el enredo militar en algún lugar
delante de ellos. Los oficiales iban y venían corriendo sin cesar, dando órdenes
y organizando un gran tumulto. Luego resultó que toda la agitación había tenido
origen en el coronel, que estaba muy enfadado porque era de West Point y la
guerra iba a terminar antes de que él llegara a Europa. Si los gobiernos
beligerantes tomaran conciencia del número de corazones destrozados entre los
antiguos graduados de West Point durante aquella semana, sin duda alguna habrían
prolongado la carnicería un mes más. ¡Era difícil imaginar algo más lamentable!
Al contemplar —en muchas millas a la redonda— la desolada acumulación de tiendas
sobre un pisoteado cenagal de nieve derretida, Anthony comprendió la
imposibilidad práctica de llegar a pie hasta un teléfono aquella misma noche.
Llamaría a Gloria en la primera oportunidad que se le presentara por la mañana.
Cuando al día siguiente se levantó al toque de diana, en un amanecer frío y
desapacible, Anthony tuvo que escuchar a pie firme una vehemente arenga del
capitán Dunning:
—Quizá ustedes crean que la guerra ha terminado. ¡Permítanme decirles que no es
así! Esos tipos no van a firmar el armisticio. Se trata tan solo de un truco
más, y estaríamos locos si permitiéramos cualquier negligencia en la compañía,
porque, óiganme bien, vamos a hacernos a la mar antes de una semana, y cuando
lleguemos a Europa todavía veremos la guerra de verdad. —Hizo una pausa para que
sus hombres se hicieran plenamente cargo de su declaración—. Si creen que la
guerra ha terminado — continuó después—, hablen con cualquiera de los que han
estado allí y han visto lo que pasa, pregúntenles si los alemanes están
acabados. No lo crean en absoluto. Nadie lo cree. He hablado con las personas
que entienden y dicen que, en cualquier caso, tendremos un año más de guerra.
Esas personas no creen que la lucha haya terminado. De manera que no cometan
ustedes la estupidez de pensar que sí.
Recalcando doblemente esta última advertencia, el capitán ordenó romper filas.
Al mediodía Anthony echó a correr en busca del teléfono más próximo. Al
acercarse a lo que aproximadamente debía de ser el centro del campamento,
advirtió que había otros muchos soldados corriendo, y que uno de los que estaban
más cerca de él daba repentinamente un salto en el aire,
entrechocando los talones. La tendencia a correr se fue generalizando y de
excitados grupitos que se formaban aquí y allá escapaban gritos alborozados.
Anthony se detuvo a escuchar: por todas partes sonaban las sirenas en el aire
frío y en las iglesias de Garden City las campanas empezaron de pronto a repicar
alegremente.
Anthony echó a correr de nuevo. Los gritos eran ahora claros y precisos mientras
se alzaban con nubes de aliento helado hacia el aire cortante:
—¡Alemania se ha rendido! ¡Alemania se ha rendido!
El falso armisticio
Aquella tarde a las seis, aprovechándose de la penumbra, Anthony se deslizó
entre dos vagones de mercancías y una vez al otro lado de la vía, fue siguiendo
el trazado hasta Garden City, donde tomó un tren eléctrico para Nueva York. Se
exponía a que lo descubriesen: no ignoraba que la policía militar recorría con
frecuencia los trenes pidiendo pases, aunque se imaginó que aquella noche la
vigilancia sería menor. De todas formas hubiese tratado de escapar, porque no
había podido localizar a Gloria por teléfono, y otro día de incertidumbre le
habría resultado intolerable.
Después de paradas y de esperas inexplicables que le recordaron la noche que
abandonara Nueva York más de un año antes, entraron en Pennsylvania Station, y
Anthony siguió el familiar camino hasta la parada de taxis, encontrando grotesco
y extrañamente estimulante darle al conductor su propia dirección.
Broadway era una cascada de luz, abarrotada como nunca la había visto de gente
deseosa de divertirse que recorría sus rutilantes aceras hundiéndose hasta el
tobillo en la masa de trozos de papel tirados desde las ventanas de los
edificios. En diferentes sitios, subidos en bancos o en cajas, había soldados
dirigiéndose al gentío que apenas les prestaba atención, pero en el que cada
rostro se dibujaba con total nitidez bajo el intenso resplandor blanco que los
iluminaba desde arriba. Anthony se fijó en media docena de figuras: un marinero
borracho, inclinado hacia atrás y sostenido por dos de sus compañeros, que
agitaba la gorra mientras emitía una desenfrenada serie de rugidos; un soldado
herido, muleta en mano, transportado como por un remolino a hombros de algunos
paisanos que lanzaban alaridos; una muchacha de cabellos oscuros, sentada con
las piernas cruzadas y expresión meditabunda sobre el techo de un taxi parado.
No cabía duda de que allí la victoria había llegado muy a tiempo, de que el
momento culminante había sido programado con verdadera previsión celestial. La
nación grande y poderosa había triunfado en la guerra, sufriendo lo suficiente
para que no faltara el patetismo pero no lo bastante para llegar a la amargura…
de aquí los deseos de diversión, de fiesta, de triunfo. Bajo aquellas luces
brillantes resplandecían los rostros de pueblos cuya gloria se había esfumado
largo tiempo atrás, cuyas mismas civilizaciones estaban muertas… hombres cuyos
antepasados habían escuchado noticias de victorias en Babilonia, en Nínive, en
Bagdad, en Tiro, cien generaciones antes; hombres cuyos antepasados habían
presenciado cortejos engalanados con flores y esclavos, recorriendo con su
estela de cautivos las avenidas de la Roma imperial…
Más allá del Rialto, la fachada resplandeciente del Astor, la luminosa
magnificencia de Times Square… después, un espléndido desfiladero entre paredes
incandescentes. Luego —¿años más tarde? —. Anthony se encontró pagando al
taxista delante de un edificio blanco en la calle Cincuenta y siete. En el
vestíbulo reconoció al muchacho negro de Martinica, lento, indolente, siempre el
mismo.
—¿Está en casa mistress Patch?
—Acabo de empezar mi turno —anunció el ascensorista con aquel acento británico
suyo que seguía resultando tan chocante.
—Haz el favor de subirme…
Luego el lento zumbido del ascensor, y los tres escalones hasta la puerta, que
se abrió de par en par ante el ímpetu del golpe que dio con los nudillos.
—¡Gloria! —Su voz temblaba. No tuvo respuesta. Una débil columna de humo se
alzaba de un cenicero; sobre la mesa había un número abierto de Vanity Fair.
—¡Gloria!
Anthony fue corriendo al dormitorio, al cuarto de baño. Gloria no estaba allí.
Un salto de cama de color aguamarina, olvidado sobre la cama, despedía un suave
perfume, indefinible y familiar al mismo tiempo. Sobre una silla había un par de
medias y un traje de calle; una polvera abierta bostezaba sobre el tocador. Sin
duda acababa de salir.
El teléfono empezó a sonar de pronto y Anthony se sobresaltó… fue a contestarlo
con la sensación de ser un impostor.
—Oiga, ¿está ahí mistress Patch?
—No, yo también la estoy buscando. ¿Con quién hablo?
—Soy Mr. Crawford.
—Yo soy Mr. Patch. He llegado inesperadamente y no sé dónde encontrarla.
—Ah. —Mr. Crawford dio la impresión de sentirse un poco desconcertado—. Imagino
que estará en el Baile del Armisticio. Sé que tenía intención de ir, pero no
creí que fuese a salir tan pronto.
—¿Dónde se celebra el Baile del Armisticio?
—En el Astor.
—Gracias.
Anthony colgó bruscamente y se puso en pie. ¿Quién era Mr. Crawford? ¿Y quién
había ido con ella al baile? ¿Cuánto tiempo hacía que pasaban cosas así? Todos
aquellos interrogantes se plantearon y contestaron ellos mismos una docena de
veces de doce maneras distintas. La simple proximidad de Gloria lo había puesto
medio frenético.
Dominado por las sospechas, Anthony fue de un lado a otro del apartamento
buscando pruebas de alguna presencia masculina, abriendo el armario del cuarto
de baño, registrando febrilmente los cajones de la cómoda. Pero enseguida
encontró algo que lo hizo detenerse bruscamente y sentarse en una de las camas
gemelas, caídas las comisuras de la boca como si estuviera a punto de llorar. En
una esquina de un cajón de Gloria, atados con una delicada cinta azul, estaban
todas las cartas y telegramas que él le había escrito durante el año anterior.
Le embargó la felicidad y un cálido sentimiento de vergüenza.
—No soy digno de tocarla —exclamó en voz alta, dirigiéndose a las cuatro
paredes—. No merezco siquiera cogerle una mano.
Sin embargo, salió a buscarla.
En el vestíbulo del Astor se encontró inmediatamente rodeado por una multitud
tan apretada que casi era imposible avanzar. Tuvo que preguntar la dirección de
la sala de baile a media docena de personas antes de encontrar a alguien lo
bastante sobrio como para darle una respuesta inteligible. Finalmente, después
de una última y larga espera, consiguió dejar su capote militar en el
guardarropa.
No eran más que las nueve pero el baile estaba en pleno apogeo. El panorama
resultaba increíble. Mujeres, mujeres por todas partes… muchachas que, con la
alegría del vino, cantaban a voz en grito por encima del clamor de la
deslumbrante multitud cubierta de confeti; muchachas que destacaban entre los
uniformes de una docena de naciones; gruesas matronas que caían al suelo sin
dignidad y conservaban la propia estimación gritando «¡Vivan los Aliados!»; tres
mujeres de cabellos blancos que bailaban cogidas de la mano alrededor de un
marinero que giraba vertiginosamente sobre sí mismo, apretando contra el pecho
una botella vacía de champán.
Anthony, conteniendo la respiración, examinó a los que bailaban, examinó las
confusas hileras que iban y venían entre las mesas, los grupos que empuñaban
matasuegras, se besaban, tosían, reían y bebían bajo las grandes banderas que
desplegaban sus brillantes colores por encima del espectáculo y del ruido.
Luego vio a Gloria. Estaba sentada a una mesa para dos, justo enfrente de
Anthony, al otro lado del salón. Llevaba un vestido negro, y sobre él, su rostro
lleno de animación, su tez maravillosamente sonrosada, formaban, le pareció a su
marido, un punto de conmovedora belleza entre la multitud que la rodeaba. Su
corazón vibró como en respuesta a una nueva música. Se abrió camino a empellones
y la llamó en el mismo momento en que Gloria, al levantar la vista, fijaba en él
sus ojos grises. Durante un instante, mientras sus cuerpos se encontraban y se
fundían en un abrazo, el mundo, la fiesta, el confuso gimotear de la música se
transformaron en dulce monotonía, tan sosegada como un laborioso zumbar de
abejas.
—¡Gloria mía! —exclamó él.
El beso de ella fue un fresco arroyuelo que manaba de su corazón.
Próximo - Libro 3 Capítulo II
Volver a la Tabla de contenido
Regresar a la lista de libros de Fitzgerald