
Hermosos y malditos por F. Scott Fitzgerald - ¡Da lo mismo!
Previo - Libro 3 Capítulo II
Libro Tres, Capítulo III
En el espacio de un año, Anthony y Gloria eran ya como actores que han perdido
su vestuario y les falta el orgullo para seguir interpretando en un registro
trágico, de manera que cuando mistress y miss Hulme, de Kansas City, les dieron
de lado una noche en el Plaza era únicamente porque mistress y miss Hulme, como
la mayoría de la gente, aborrecían los espejos que sirvieran para reflejar sus
propios atavismos.
Su nuevo apartamento, por el que pagaban ochenta y cinco dólares al mes, estaba
situado en Claremont Avenue, a dos manzanas del río Hudson y de las grises
calles cien. Llevaban un mes viviendo allí cuando Muriel Kane fue a verlos un
día a última hora de la tarde.
Era un perfecto crepúsculo de una primavera camino ya del verano. Anthony estaba
tumbado en el sofá contemplando la calle Ciento veintisiete en dirección al río,
cerca del cual podía ver una mancha aislada de árboles verdeantes que
garantizaban el escaso sombreado de Riverside Drive. Al otro lado de la
corriente se hallaban los Palisades, coronados por la fea estructura del parque
de atracciones… sin embargo, muy pronto oscurecería y aquellas mismas telarañas
de hierro se convertirían en glorioso resplandor contra el cielo nocturno, en
palacio de ensueño situado sobre el brillo sereno de un canal tropical.
Anthony había descubierto que las calles cercanas al apartamento eran calles
donde jugaban los niños, algo más agradables que las que se había acostumbrado a
cruzar camino de Marietta, pero aproximadamente del mismo tipo, con algún
organillo de cuando en cuando, y en donde, con el fresco del atardecer, muchas
parejas de chicas iban andando al drugstore de la esquina a tomar helado con
gaseosa y a soñar sueños infinitos bajo un cielo pegado a la tierra.
Anochecer en las calles y niños jugando, niños que lanzaban al aire entusiastas
palabras
incoherentes que se desvanecían ya muy cerca de la ventana abierta… y Muriel,
que había venido en busca de Gloria y charlaba con él desde la opaca oscuridad,
al otro lado del cuarto.
—Enciende la lámpara, ¿no te parece? —sugirió ella—. No se ve absolutamente
nada.
Con un gesto lleno de cansancio, Anthony se puso en pie y obedeció; los grises
cristales de la ventana desaparecieron. Luego, el joven Patch procedió a
estirarse. Estaba más gordo, le sobresalía el estómago por encima del cinturón,
y todo su cuerpo daba la sensación de haberse ablandado y dilatado. Tenía
treinta y dos años y su mente era una triste ruina en desorden.
—¿Una copita, Muriel?
—Para mí no, gracias. He dejado de beber. ¿Qué haces últimamente, Anthony?
—preguntó, inquisitiva.
—Bueno, he estado bastante tiempo ocupado con el pleito —contestó él con aire
indiferente—. Está en el tribunal de apelación… tendrían que resolverlo en un
sentido u otro para el otoño. Han surgido algunas objeciones sobre si ese
tribunal tiene jurisdicción en este asunto.
Muriel chasqueó la lengua e inclinó la cabeza hacia un lado.
—¡Ya podían haberlo decidido! No he oído nunca de nada que llevara tanto tiempo.
—Todos tardan mucho —explicó él desganadamente—; todos los casos de
testamentarías. Dicen que es excepcional cerrar alguno en menos de cuatro o
cinco años.
—Ah… —Muriel cambió de rumbo audazmente—, ¿por qué no te pones a trabajar?
¡Vago, más que vago!
—¿En qué? —preguntó él con brusquedad.
—En cualquier cosa, imagino. Todavía eres un hombre joven.
—Si me estás dando ánimos, te lo agradezco muy de veras —contestó él fríamente;
y luego, con repentino cansancio—: ¿Te preocupa especialmente que no quiera
trabajar?
—A mí no me preocupa… pero sí que preocupa a mucha gente que asegura…
—¡Cielo santo! —dijo Anthony con tono angustiado—; tengo la impresión de que
durante tres años no he oído acerca de mí mismo más que historias disparatadas y
virtuosas admoniciones. Y estoy cansado de ello. Si no quieres vernos, déjanos
en paz. Yo no molesto a mis antiguos «amigos». Pero no necesito visitas de
caridad, ni críticas disfrazadas de buenos consejos…— Luego añadió, como
disculpándose—: Lo siento… pero, de verdad, Muriel, aunque estés visitando a la
clase media baja, no debes hablar como una de esas señoras que hacen asistencia
social en los barrios pobres. —Anthony volvió hacia ella unos ojos inyectados en
sangre y cargados de reproches, unos ojos que habían sido en otro tiempo de un
azul muy limpio y que ahora estaban debilitados y violentados y medio
destrozados por leer cuando estaba borracho.
—¿Por qué dices esas cosas tan horribles? —protestó ella—. Hablas como si Gloria
y tú fueseis de la clase media.
—¿Por qué fingir que no lo somos? No soporto a las personas que afirman ser
grandes aristócratas cuando ni siquiera pueden mantener las apariencias.
—¿Crees que una persona tiene que tener dinero para ser aristocrática?
Muriel… ¡la demócrata horrorizada…!
—Naturalmente. Aristocracia es tan solo el reconocimiento de que ciertos rasgos
que llamamos distinguidos, valentía y honor y belleza y todo ese tipo de cosas,
se desarrollan mejor en un ambiente favorable, donde no existen los obstáculos
de la ignorancia y de la indigencia.
Muriel se mordió el labio inferior y agitó la cabeza de un lado para otro.
—Bueno, todo lo que yo digo es que si una persona procede de buena familia nunca
perderá la distinción. Ese es el problema con Gloria y contigo. Pensáis que
porque las cosas no os van todo lo bien que os deberían ir, vuestros viejos
amigos están tratando de evitaros. Sois demasiado susceptibles…
—La verdad —dijo Anthony— es que no sabes nada de este asunto. En mi caso es
únicamente una cuestión de orgullo, y al menos por una vez Gloria se muestra
suficientemente razonable como para reconocer que no debemos ir donde nadie nos
desea. Y la gente no quiere vernos. Somos unos ejemplares demasiado perfectos de
lo que no se debe hacer.
—¡Tonterías! No vas a conseguir convencerme con tu pesimismo. Creo que tendrías
que olvidar todas esas ideas enfermizas y ponerte a trabajar.
—Aquí me tienes, con treinta y dos años. Supongamos que empezase a trabajar en
algún negocio absurdo. Quizá al cabo de dos años ganara cincuenta dólares al
mes… con mucha suerte. Eso en el caso de que consiguiera un empleo; hay
muchísimo paro. Bien, supongamos que llego a ganar cincuenta a la semana. ¿Crees
que me sentiría feliz? ¿Crees que sin el dinero de mi abuelo la vida me
resultará soportable?
Muriel sonrió con su característico aire de autocomplacencia.
—Bueno —dijo ella—, eso tal vez sea muy inteligente pero carece de sentido
común.
Unos pocos minutos después llegó Gloria, dando la impresión de traer al
apartamento un oscuro color, impreciso y extraño. Aunque sin manifestarlo
apenas, se alegró de ver a Muriel. A Anthony lo saludó con un «Hola»
indiferente.
—He estado hablando de filosofía con tu marido —exclamó la indomable miss Kane.
—Hemos examinado algunos conceptos fundamentales —dijo Anthony con una débil
sonrisa que subrayó la palidez de sus mejillas, acentuada ya por una barba de
dos días.
Sin prestar atención a la ironía de Anthony, Muriel repitió sus argumentos.
—Anthony tiene razón —dijo Gloria tranquilamente cuando su amiga terminó de
hablar—. No es nada divertido ir por ahí cuando tienes la impresión de que la
gente te mira con malos ojos.
El joven Patch intervino con tono quejumbroso y los ojos arrasados en lágrimas:
—¿No te parece que cuando hasta Maury Noble, que era mi mejor amigo, no viene a
vernos va siendo hora de dejar de telefonear a la gente?
—Tú tuviste la culpa de lo de Maury Noble —dijo Gloria con frialdad.
—No la tuve yo.
—¡Claro que la tuviste!
Muriel intervino rápidamente:
—El otro día estuve con una chica que conocía a Maury, y dice que ha dejado de
beber. Se está volviendo muy prudente.
—¿Que ya no bebe?
—Nada, prácticamente. Está ganando montones de dinero. Parece que ha cambiado
desde que terminó la guerra. Va a casarse con una chica de Filadelfia que tiene
millones, Ceci Larrabee… por lo menos eso es lo que dijo Town Tattle.
—Tiene treinta y tres años —dijo Anthony, pensando en voz alta—. Pero resulta
extraño imaginárselo casado. Me parecía una persona extraordinariamente
brillante.
—Lo era —murmuró Gloria—, en cierto modo.
—Pero las personas brillantes no se dedican a los negocios… ¿o sí lo hacen? O si
no, ¿qué es lo que hacen? ¿Qué sucede con todas las personas que uno conocía y
con las que tenía tantas cosas en común?
—Se van distanciando —sugirió Muriel con la adecuada mirada soñadora.
—Cambian —dijo Gloria—. Todas las cualidades que no se usan en la vida diaria se
van llenando de telarañas.
—La última cosa que me dijo —recordó Anthony — fue que iba a trabajar hasta
conseguir olvidarse de que no existe nada por lo que merezca la pena trabajar.
Muriel se apropió aquello enseguida.
—Eso es lo que tú tendrías que hacer —exclamó triunfalmente—. Por supuesto, no
creo que haya nadie que esté dispuesto a trabajar por nada. Pero eso te daría
algo que hacer. En cualquier caso, ¿dónde os metéis? Nadie os ve nunca en
Montmartre ni… en ningún otro sitio. ¿Es que estáis ahorrando?
Gloria se echó a reír desdeñosamente, mirando a Anthony con el rabillo del ojo.
—Vamos a ver —preguntó él—, ¿de qué te estás riendo?
—Sabes perfectamente de qué me estoy riendo —contestó ella con frialdad.
—¿De la caja de botellas de whisky?
—Sí. —Gloria se volvió hacia Muriel—. Ayer pagó setenta y cinco dólares por una
caja de botellas de whisky.
—¿Y qué hay de malo en ello? Sale más barato que si lo compras por botellas. Y
no hace falta que finjas que tú no lo pruebas.
—Por lo menos no bebo durante el día.
—¡Eso sí que es afinar! —exclamó él, poniéndose en pie con enfermiza
indignación—. Y lo que es más, ¡no estoy dispuesto a consentir que me lo eches
en cara cada cinco minutos!
—No digo más que la verdad.
—¡No es cierto! ¡Y estoy harto de esa sempiterna manía tuya de criticarme
delante de las visitas! —
Había conseguido excitarse hasta el punto de que los brazos y los hombros le
temblaban de manera visible—. Se diría que soy yo quien tiene la culpa de todo.
¡Como si tú no me hubieses animado a gastar el dinero… y no te hubieses gastado
en ti misma muchísimo más que yo!
Ahora fue Gloria quien se puso en pie.
—¡No te permito que me hables de esa manera!
—De acuerdo; ¡no tienes por qué hacerlo!
Anthony abandonó la habitación con una especie de apresuramiento. Las dos
mujeres oyeron sus pasos en el corredor y luego la puerta de la calle se cerró
de un portazo. Gloria se dejó caer en el asiento. Su rostro resultaba muy
hermoso bajo la luz de la lámpara, totalmente en calma, impenetrable.
—¿Qué es lo que pasa? —exclamó Muriel muy afligida.
—Nada de particular. Está borracho.
—¿Borracho? Pero ¡si estaba perfectamente sereno! Hablaba…
Gloria movió la cabeza negativamente.
—No; no se le nota a no ser que apenas sea capaz de mantenerse en pie, y habla
con toda normalidad hasta que se excita. Se expresa mucho mejor cuando está
borracho que cuando está sereno. Pero se ha pasado todo el día sentado ahí
bebiendo… excepto el tiempo que le ha llevado acercarse a la esquina a comprar
el periódico.
—¡Es terrible! —Muriel estaba sinceramente conmovida. Los ojos se le llenaron de
lágrimas—. ¿Sucede con mucha frecuencia?
—¿Te refieres a emborracharse?
—No; a que se vaya y te deje.
—Sí. Muchas veces. Volverá hacia medianoche… llorará y me pedirá que lo perdone.
—¿Y lo haces?
—No lo sé. Nos limitamos a seguir adelante.
Las dos mujeres se contemplaron una a otra bajo la luz de la lámpara, impotentes
las dos, aunque de distinta manera, ante aquella situación. Gloria estaba aún
todo lo bonita que le permitían los restos de su belleza: tenía las mejillas
arreboladas y llevaba un vestido nuevo que había comprado — imprudentemente— por
cincuenta dólares. Había acariciado la esperanza de convencer a Anthony para que
salieran aquella noche; para que la llevara a un restaurante o incluso a uno de
los grandes y espléndidos salones cinematográficos donde habría unas cuantas
personas que la mirasen, y a quienes ella podría mirar a su vez sin sentirse
molesta. Lo deseaba porque sabía que sus mejillas estaban encendidas y porque su
vestido era nuevo y adecuadamente delicado. Solo muy de tarde en tarde recibían
ahora alguna invitación. Pero estas cosas no se las contó a Muriel.
—Gloria, querida, me gustaría que pudiéramos cenar juntas, pero he quedado con
un hombre… y son ya las siete y media. Tengo que irme corriendo.
—No podría, de todas formas. He estado enferma todo el día. Sería incapaz de
comer nada.
Después de acompañar a Muriel hasta la puerta, Gloria volvió al cuarto de estar,
apagó la luz y, con los codos apoyados en el antepecho de la ventana, estuvo
contemplando el parque de atracciones de Palisades, donde el círculo brillante
de la gran noria era como un tembloroso espejo que recogiera los amarillos
destellos de la luna. La calle estaba ahora tranquila; los niños habían vuelto a
sus hogares… en la casa de enfrente veía a una familia cenando. Absurda,
ridículamente, se alzaban y movían alrededor de la mesa; así visto, todo lo que
hacían carecía de sentido… era como si estuviesen manejados al azar y sin
propósito alguno por hilos invisibles.
Gloria consultó su reloj. Eran las ocho. Lo había pasado bien durante una parte
del día —las primeras horas de la tarde—, paseando por ese Broadway de Harlem
que es la calle Ciento veinticinco, con las ventanas de la nariz atentas a
muchos olores, y entusiasmándose con la extraordinaria belleza de algunos niños
italianos. Aquella calle despertaba su curiosidad, como la Quinta Avenida la
había despertado en otra época, en los días en que, con la tranquila seguridad
de la belleza, la sabía toda suya, con todas las tiendas y lo que contenían, con
todos los juguetes para adultos que brillaban en los escaparates y que tan solo
necesitaba pedir. Aquí, en la calle Ciento veinticinco, había bandas del
Ejército de Salvación, ancianas de aire espectral sentadas junto a las puertas
envueltas en su chal, y pringosos caramelos en las sucias manos de niños de
lustrosos cabellos… y los últimos rayos de sol iluminando las fachadas de los
altos edificios de apartamentos. Todo muy abigarrado y aromático y sabroso, como
un plato de un prudente cocinero francés que uno no puede por menos de comerse
con mucho gusto aunque sepa que muy probablemente estará hecho de sobras…
Gloria se estremeció de pronto mientras, por encima de los tejados en sombras,
le llegaba desde el río el gemido de una sirena y, echándose hacia atrás hasta
que los fantasmales visillos le cayeron por delante de los hombros, encendió la
luz. Se estaba haciendo tarde. Sabía que le quedaba algún dinero en el bolso, y
estuvo considerando si bajaría a tomar café con un bollo donde el ferrocarril
subterráneo, al salir a la superficie, convertía la calle Manhattan en una
rugiente cueva, o si se comería el jamón de York y el pan que había en la
cocina. El monedero decidió por ella. No contenía más que una moneda de cinco
centavos y dos de uno.
Al cabo de una hora el silencio se había hecho insoportable, y Gloria descubrió
que la mirada se le había ido de la revista al techo sin darse cuenta. De
repente se puso en pie, y dudó un momento mordiéndose una uña; luego se fue a la
despensa, cogió una botella de whisky del estante y se sirvió en un vaso, que
acabó de llenar con ginger ale. Volvió al sillón y terminó de leer el artículo
que había empezado. Hablaba de la última viuda de la revolución, que, siendo una
chica muy joven, se había casado con un viejo veterano del Ejército Continental,
y había seguido viva hasta 1906. A Gloria le pareció extraño y curiosamente
romántico que ella y aquella mujer hubiesen sido contemporáneas.
Pasó la página y se enteró de que a un candidato para el Congreso su oponente lo
acusaba de ateísmo. La sorpresa de Gloria se esfumó al descubrir que la
acusación era falsa. El candidato no había hecho más que negar el milagro de los
panes y de los peces. Había admitido, al verse presionado, que daba pleno
crédito al paseo de Jesús sobre las aguas.
Terminado el primer whisky, Gloria se sirvió un segundo. Después de ponerse una
bata y de buscar la posición más cómoda en el sofá, se dio cuenta de que se
sentía muy desgraciada y le caían las lágrimas por las mejillas. Se preguntó si
serían lágrimas de autocompasión e hizo un decidido esfuerzo para no llorar,
pero aquella existencia sin esperanza, sin felicidad, le resultaba terriblemente
opresiva, y siguió moviendo la cabeza de un lado a otro, la boca temblorosa y
con las comisuras caídas, como si estuviera negando una afirmación hecha por
alguien en algún sitio. Gloria no sabía que aquel gesto suyo
era muchos años más antiguo que la historia; que, durante cien generaciones de
seres humanos, el dolor insoportable y persistente ha ofrecido ese gesto de
rechazo, de protesta, de desconcierto, a algo más profundo, más poderoso que el
Dios hecho a imagen del hombre, y ante lo cual ese Dios, si existiese, se
mostraría igualmente incapaz de obrar. Que esta fuerza —intangible como el aire,
pero más precisa que la muerte—, que nunca explica ni contesta nunca, es una
verdad grabada en el corazón de la tragedia.
Richard Caramel
A principios de verano Anthony renunció a seguir siendo miembro de su último
club, el Ámsterdam. Apenas iba por allí un par de veces al año, y la cuota era
una preocupación siempre reiterada. Anthony entró en él a su vuelta de Italia
porque había sido el club de su abuelo y de su padre, y porque era un club del
que, si se presentaba la oportunidad, uno se hacía miembro sin pensárselo dos
veces… pero de hecho él había preferido siempre el club Harvard, sobre todo por
Dick y Maury. Sin embargo, al irle mal las cosas, el Ámsterdam se había
convertido en una especie de juguete caro cuya posesión resultaba
progresivamente más deseable… Anthony había terminado por renunciar a él, no sin
algún pesar…
La docena de personas que Anthony trataba en aquellos momentos eran seres
bastante curiosos. A varios los había conocido en un lugar llamado Sammy’s, en
la calle Cuarenta y tres, donde, si uno llamaba a la puerta y era favorablemente
recibido desde detrás de una rejilla metálica, podía sentarse alrededor de una
gran mesa redonda y beber un whisky aceptable. Era allí donde había coincidido
con un individuo llamado Parker Allison, que en Harvard ejemplificaba
exactamente el tipo del juerguista indeseable, y que se estaba gastando lo más
deprisa que podía una considerable herencia ligada al negocio de la levadura
para la cerveza. La idea que Parker Allison tenía de la distinción era recorrer
Broadway en un ruidoso automóvil de carreras rojo y amarillo con dos
deslumbrantes muchachas de ojos tan fríos como el acero. Era el tipo de persona
que cenaba con dos chicas en lugar de una porque su imaginación apenas le
permitía mantener un diálogo.
Además de Allison estaba Pete Lytell, que usaba un sombrero hongo de color gris
y lo llevaba ladeado. Siempre tenía dinero y estaba habitualmente de buen humor,
de manera que Anthony mantuvo con él prolijas conversaciones sin objeto alguno
durante muchas tardes del verano y del otoño. El joven Patch descubrió que
Lytell no solo hablaba, sino que razonaba con frases. Su filosofía era una serie
de frases, asimiladas aquí y allá durante una vida activa y atolondrada. Lytell
tenía frases sobre el socialismo: las inmemoriales; tenía frases relativas a la
existencia de un dios personal: algo acerca de un accidente de ferrocarril que
sufrió una vez; y también contaba con frases sobre el problema irlandés, sobre
el tipo de mujer que le inspiraba respeto y sobre la inutilidad de la
prohibición. La única vez en que su conversación se alzaba por encima de las
confusas cláusulas con que interpretaba los sucesos más barrocos de una vida más
agitada de lo corriente, era cuando descendía a un análisis detallado de los
aspectos de su existencia más ligados a la vida animal: conocía muy bien, con
gran lujo de pormenores, los alimentos, las bebidas y las mujeres que prefería.
Era, simultáneamente, el producto más común y más notable de una civilización.
Era nueve de cada diez personas que uno se cruza por las calles de una ciudad… y
también un mono sin pelo que ha aprendido dos docenas de mañas. Era el héroe de
mil historias románticas en la vida y en el arte… y también un tonto casi
integral, que había llevado a cabo, de manera tan juiciosa como absurda, una
serie de complicadas e increíblemente asombrosas epopeyas durante un período de
sesenta años.
Con hombres como estos dos, Anthony Patch bebía y conversaba y bebía y discutía.
Le gustaban porque no sabían nada de él, porque vivían en la obvia realidad del
presente y no tenían ni la más
remota idea de la inevitable continuidad de la vida. No presenciaban una
película con bobinas consecutivas, sino una charla sobre viajes con
diapositivas, donde todos los valores estaban rígidamente definidos y de donde
solo se sacaban conclusiones desconcertantes. Sin embargo, ellos mismos no se
sentían desconcertados porque no había en ellos la menor posibilidad de
confusión: de mes en mes cambiaban de frases con la misma facilidad con que
cambiaban de corbata.
Anthony, el cortés, el sutil, el perspicaz Anthony, se emborrachaba todos los
días: en Sammy’s con estos hombres, en el apartamento en compañía de un libro,
algún libro que ya conocía, o, muy raras veces, con Gloria, que, para sus ojos,
había empezado a desarrollar los rasgos inconfundibles de una mujer pendenciera
y poco razonable. Ya no era la Gloria de antes, desde luego: la Gloria que, de
haber estado enferma, hubiese preferido hacer sufrir a todas las personas que
estuvieran a su alrededor antes de confesar que necesitaba consuelo o ayuda.
Gloria era ya perfectamente capaz de gemir y de compadecerse de sí misma. Todas
las noches antes de acostarse se embadurnaba la cara con algún nuevo ungüento
con el que esperaba, ilógicamente, recobrar el brillo y la lozanía de su ajada
belleza. Cuando Anthony estaba borracho se burlaba de ella con este motivo.
Cuando estaba sereno era cortés con ella, y en ocasiones hasta tierno; durante
algunas breves horas parecía capaz de exhibir algún resto de la vieja cualidad
consistente en entender demasiado bien para condenar; la misma cualidad que lo
había empujado con celeridad y sin descanso hacia su propia ruina.
Pero a Anthony no le gustaba nada estar sereno, porque eso le hacía consciente
de la gente que se hallaba a su alrededor, de la atmósfera de lucha, de voraces
ambiciones, de esperanzas más sórdidas que la desesperación, del incesante subir
y bajar que en todas las metrópolis se hace más evidente gracias a esa clase
media que tiene tan poca estabilidad. Incapaz de vivir con los ricos, Anthony
pensaba que después de ellos hubiese preferido vivir con los muy pobres.
Cualquier cosa era mejor que aquel cáliz de sudor y de lágrimas.
El sentimiento del enorme panorama de la vida, que en Anthony nunca alcanzara
gran desarrollo, se había empequeñecido hasta casi desaparecer. Muy de tarde en
tarde algún incidente, algún gesto de Gloria apelaba a su imaginación, pero los
grises velos de la indiferencia habían caído definitivamente sobre él. A medida
que se hacía más viejo aquellas cosas palidecían… al final solo quedaba el vino.
El emborracharse llevaba aparejada una atmósfera de cordialidad… y el brillo y
la indescriptible fascinación que proporcionaba, semejante al recuerdo de
efímeras y desvanecidas veladas. Después de unos cuantos whiskies con soda había
algo mágico en el nocturno esplendor oriental del Bush Terminal Building, con
los últimos pisos convertidos en cumbre de auténtica grandeza que soñaba
—dorada— contra el cielo inaccesible. Y Wall Street, lo tosco, lo banal, se
convertía de nuevo en el triunfo del oro, en un hermoso espectáculo emotivo; era
donde los grandes reyes guardaban el dinero para sus guerras…
El fruto de la juventud y de la uva, la magia transitoria del paso de una
oscuridad a otra: la antigua ilusión de que verdad y belleza estaban de alguna
manera entrelazadas.
Una noche, mientras se hallaba frente a Delmonico’s encendiendo un cigarrillo,
Anthony vio cómo dos cabriolés se acercaban a la acera, con la esperanza de que
quizá algún borracho los alquilara. Aquellos vehículos pasados de moda estaban
viejos y sucios: el agrietado charol, tan lleno de arrugas como el rostro de un
anciano; los almohadones, descoloridos hasta llegar a un malva pardusco; los
mismos caballos, viejos y cansados, y también los hombres de cabellos blancos,
que permanecían en el pescante haciendo restallar sus látigos en una grotesca
parodia de antiguas elegancias. ¡Una reliquia de desaparecidas diversiones!
Anthony Patch se alejó, repentinamente deprimido, meditando sobre la amargura de
tales supervivencias. Al parecer no había nada que se echara a perder tan pronto
como el placer.
Una tarde, en la calle Cuarenta y dos, se encontró a Richard Caramel por vez
primera después de muchos meses; un Richard Caramel próspero y más gordo, cuyo
rostro se estaba redondeando hasta igualarse con el característico semblante
bostoniano.
—He llegado esta misma semana de la costa. Quería ir a veros, pero no sabía
vuestra nueva dirección.
—Nos hemos mudado.
Richard Caramel se dio cuenta de que Anthony llevaba una camisa sucia, de que
los puños estaban ligera pero perceptiblemente deshilachados, y de que sus ojos
descansaban sobre medias lunas de color gris azulado.
—Eso tengo entendido —dijo, contemplando fijamente a su amigo con el ojo
diáfano—. Pero ¿dónde y cómo está Gloria? Cielo santo, Anthony, he estado oyendo
las historias más terribles acerca de vosotros dos incluso en California… y
cuando vuelvo a Nueva York me encuentro con que habéis desaparecido por
completo. ¿Por qué no haces un esfuerzo para salir a flote?
—Escúchame —parloteó Anthony con voz insegura—, no aguanto sermones. Hemos
perdido dinero por una docena de razones y, como es lógico, la gente ha hecho
comentarios; en cuanto al pleito, el asunto tiene que resolverse definitivamente
este invierno, con toda seguridad…
—Estás hablando tan deprisa que no te entiendo —le interrumpió Dick
calmosamente.
—Bueno, pues yo ya he dicho todo lo que tengo que decir —replicó Anthony
bruscamente—. Ven a vernos si quieres… y si no, ¡no vengas!
Dicho esto se dio la vuelta y empezó a alejarse entre la gente, pero Dick lo
alcanzó inmediatamente, agarrándolo del brazo.
—Vamos, Anthony, ¡no pierdas los estribos tan fácilmente! Sabes que Gloria es mi
prima y que tú eres uno de mis amigos más antiguos, y es natural que sienta
interés cuando oigo que estás hundiéndote por completo y arrastrándola a ella
contigo.
—No tengo ninguna gana de que me sermonees.
—Bien, de acuerdo… ¿Qué tal si vienes a mi apartamento y tomamos un trago? Acabo
de instalarme. He comprado tres cajas de ginebra Gordon a un agente de aduanas.
Mientras iban andando, Richard continuó, en un estallido de irritación:
—¿Y qué pasa con el dinero de tu abuelo? ¿Vas a conseguirlo por fin?
—Bueno —contestó Anthony, molesto—, ese viejo estúpido de Haight parece tener
esperanzas, sobre todo porque hoy en día la gente está cansada de reformadores…
podría suponer cierta diferencia, por ejemplo, si alguno de los jueces pensara
que Adam Patch le había hecho más difícil conseguir bebidas alcohólicas.
—No se puede salir adelante sin dinero —dijo Dick sentenciosamente—. ¿Has
tratado de escribir algo… últimamente?
Anthony hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Es curioso —dijo Dick—. Siempre he creído que tú y Maury acabaríais escribiendo
algún día, y ahora él se ha convertido en una especie de aristócrata tacaño, y
tú eres…
—Soy la proverbial oveja negra.
—Me pregunto por qué.
—Probablemente crees que lo sabes —sugirió Anthony, haciendo un esfuerzo para
pensar metódicamente—. Tanto la persona que fracasa como la que triunfa creen en
el fondo de su corazón que sus puntos de vista están perfectamente equilibrados;
el triunfador porque ha triunfado, y el fracasado por haber fracasado. El
triunfador le dice a su hijo que aproveche la buena suerte de su padre, y el
fracasado le dice al suyo que saque partido de sus errores.
—No estoy de acuerdo contigo — dijo el autor de Un alférez en Francia—. Yo os
escuchaba a ti y a Maury cuando éramos jóvenes, y me impresionaba que fueseis
tan consecuentemente cínicos, pero ahora… bueno, después de todo, cielo santo,
¿quién de nosotros tres se ha dedicado a la… a la vida intelectual? No quiero
resultar vanidoso, pero… he sido yo, y yo siempre he creído en la existencia de
los valores morales y siempre creeré en ellos.
—Bien —objetó Anthony, que lo estaba pasando bastante bien—, aun concediéndote
eso, tú sabes que en la práctica la vida nunca presenta problemas tan bien
definidos, ¿no es cierto?
—En mi caso sí lo hace. Existen determinados principios que nada me haría
violar.
—Pero ¿cómo sabes cuándo los estás violando? Tú también tienes que tratar de
acertar, igual que la mayoría de la gente. Tienes que repartir los valores
cuando miras atrás. Es entonces cuando acabas el retrato… cuando pintas los
detalles y las sombras.
Dick movió la cabeza con noble testarudez.
—El mismo cínico inútil de siempre — dijo—. No es más que una forma de
compadecerte de ti mismo. Tú no haces nada… por consiguiente, nada tiene
importancia.
—Soy perfectamente capaz de compadecerme de mí mismo —reconoció Anthony—; y
tampoco pretendo que le esté sacando a la vida tanto partido como tú.
—Tú dices… o al menos solías decirlo… que la felicidad es la única cosa de la
vida que merece la pena. ¿Crees que eres más feliz por practicar el pesimismo?
Anthony gruñó violentamente. El placer que le proporcionaba la conversación
empezaba a desvanecerse. Estaba nervioso y necesitaba un trago.
—¡Caramba! —exclamó—, ¿dónde vives? No quisiera pasarme toda la tarde andando.
—Tu aguante es solo mental, ¿no es cierto? —le contestó Dick con tono cortante—.
No te preocupes, vivo aquí mismo.
Caramel entró en el portal de una casa de apartamentos en la calle Cuarenta y
nueve, y poco después estaban los dos en una amplia habitación nueva con una
chimenea y cuatro paredes cubiertas de libros. Un mayordomo de color les sirvió
ginebra con azúcar, limón y agua, y la primera hora transcurrió en una atmósfera
de cortesía, ayudada por el regular descenso del contenido de sus vasos y la
tibieza de un suave fuego de mediados de otoño.
—Las artes están muy viejas — dijo Anthony al cabo de un rato. Después de unos
pocos vasos sus nervios se tranquilizaron y descubrió que podía pensar de nuevo.
—¿Qué arte?
—Todas ellas. La poesía será la primera en morir. Antes o después la absorberá
la prosa. La palabra hermosa, por ejemplo, la palabra brillante y con colorido,
y la metáfora deslumbrante pertenecen ya a la prosa. Para llamar la atención la
poesía ha tenido que esforzarse por hallar la palabra poco corriente, la palabra
áspera y vulgar que nunca ha sido hermosa antes. La belleza, en cuanto suma de
varias partes bellas, alcanzó su apoteosis con Swinburne. No puede llegar más
lejos… excepto, quizá, en la novela.
Dick le interrumpió, impaciente:
—Las nuevas novelas me cansan. ¡Cielo santo! Dondequiera que voy alguna chica
estúpida me pregunta si he leído A este lado del paraíso. ¿Es que nuestras
muchachas son realmente así? Si ese libro responde a la realidad, cosa que no
creo, la próxima generación está totalmente echada a perder. Me cansa tanto
realismo vulgar. Creo que hay sitio en la literatura para el romanticismo.
Anthony trató de recordar qué había leído últimamente de Richard Caramel.
Estaban Un alférez en Francia, una novela llamada Tierra de hombres fuertes, y
varias docenas de cuentos que eran todavía peores. Entre los críticos jóvenes e
inteligentes se había convertido en costumbre mencionar a Richard Caramel con
una sonrisa de desprecio. Lo llamaban «Mr.» Richard Caramel. Todos los
suplementos literarios de los periódicos se dedicaban a arrastrar su cadáver por
el polvo. Se le acusaba de hacerse rico escribiendo porquerías para el cine. A
medida que cambiaba la moda en literatura, su nombre se estaba convirtiendo casi
en el prototipo de lo más despreciable.
Mientras Anthony pensaba en estas cosas, Dick se había puesto en pie y parecía
estar en duda sobre si hacer una confesión.
—He reunido unos cuantos libros —dijo de pronto.
—Eso veo.
—Tengo una colección completa de obras americanas de calidad, antiguas y
recientes. No me refiero a las típicas cosas de Longfellow y Whittier… de hecho,
la mayoría son autores modernos.
Dick se dirigió a una de las paredes y, viendo que era eso lo que se esperaba de
él, Anthony se puso en pie y lo siguió:
—¡Mira!
Debajo de un rótulo impreso en el que se leía Literatura norteamericana, Dick le
señaló seis largas hileras de libros, maravillosamente encuadernados y,
evidentemente, cuidadosamente escogidos.
—Y aquí están los novelistas contemporáneos.
Fue entonces cuando Anthony se dio cuenta de la estratagema. Metidos entre Mark
Twain y Dreiser figuraban ocho extraños volúmenes muy poco apropiados, las obras
de Richard Caramel: El amante demoníaco legítimamente… pero también otros siete
volúmenes que eran horrendos, sin sinceridad ni encanto de ninguna clase.
De mala gana Anthony lanzó una mirada al rostro de Dick y descubrió en él una
expresión de inseguridad apenas perceptible.
—He incluido mis propios libros, por supuesto erijo Richard Caramel
apresuradamente——, aunque uno o dos sean un tanto desiguales… Me temo que
escribí demasiado deprisa cuando tuve aquel contrato fijo con una revista. Sin
embargo, no creo en falsas modestias. Es cierto que algunos críticos no me han
prestado mucha atención desde que me convertí en un autor consagrado… pero,
después de todo, los críticos no cuentan. No son más que papanatas.
Por primera vez desde hacía tanto tiempo que apenas era capaz de recordarlo,
Anthony sintió una pizca del antiguo y agradable desprecio que su amigo le
inspirara en otros tiempos. Richard Caramel continuó:
—No sé si sabes que mis editores me han estado haciendo publicidad como el
Thackeray de Estados Unidos… debido a mi novela sobre Nueva York.
—Sí —consiguió responderle Anthony—; supongo que hay mucho de verdad en lo que
dices.
Anthony sabía que su desprecio no era razonable. Sabía que se hubiese cambiado
por Dick sin pensárselo dos veces. Él mismo se había esforzado al máximo
tratando de escribir insinceramente. Bien, entonces… ¿puede un hombre
menospreciar el trabajo de toda una vida tan fácilmente…?
Y aquella noche, mientras Richard Caramel se afanaba, pulsando con frecuencia la
tecla equivocada, y, con gran torcimiento de sus cansados y desiguales ojos,
elaboraba sus porquerías hasta las melancólicas horas en que se apagan los
fuegos y la cabeza empieza a dar vueltas debido al prolongado esfuerzo de
concentración, Anthony, lamentablemente borracho, iba espatarrado en el asiento
de atrás de un taxi camino del apartamento de Claremont Avenue.
La paliza
Al acercarse el invierno fue como si una especie de locura se apoderara de
Anthony. Por las mañanas se despertaba tan nervioso que Gloria lo sentía temblar
en la cama antes de hacer acopio de la suficiente vitalidad para llegar a
trompicones hasta la despensa en busca de un trago. Resultaba totalmente
insoportable a no ser que estuviera bebido, y a medida que parecía deteriorarse
y hacerse más vulgar ante sus ojos, el alma y el cuerpo de Gloria se alejaban de
él progresivamente; cuando pasaba toda la noche fuera de casa, como había hecho
varias veces, ella no solo no lo lamentaba, sino que, en cierta medida, sentía
incluso un melancólico alivio. Al otro día Anthony se mostraba vagamente
arrepentido, y confesaba, avergonzado y ceñudo, que temía estar bebiendo un poco
más de la cuenta.
Era capaz de pasarse varias horas sentado en el gran sillón que ya formara parte
del mobiliario de su apartamento de soltero, sumido en una especie de letargo…
incluso el interés por leer sus libros favoritos parecía haber desaparecido, y
aunque marido y mujer vivían enzarzados en continuas disputas, el único tema
sobre el que realmente hablaban era sobre la marcha del pleito relativo a la
herencia. Las esperanzas que Gloria abrigaba en las tenebrosas profundidades de
su alma, lo que esperaba obtener de aquel gran presente de dinero, es difícil de
imaginar. Su entorno la estaba convirtiendo en un grotesco simulacro de ama de
casa. Ella, que hasta tres años antes nunca había hecho café, llegaba a preparar
a veces hasta tres comidas diarias. Andaba mucho por las tardes, y durante las
veladas leía: libros, revistas, cualquier cosa que caía en sus manos. Si en
aquellos momentos sentía deseos de tener un hijo, incluso un hijo de aquel
Anthony que buscaba su cama borracho como una cuba, nunca hablaba de ello ni
manifestaba el menor interés por los niños. Es dudoso que hubiese sido capaz de
exponer con claridad a nadie lo que deseaba o si, en realidad, había algo que
desear; Gloria se había convertido en una mujer de treinta años, solitaria, y
todavía encantadora, atrincherada detrás de una inexpugnable
inhibición nacida de su belleza y coexistente con ella.
Una tarde, cuando la nieve había vuelto a ensuciarse en Riverside Drive, Gloria,
que volvía de la tienda, se encontró a Anthony paseando por el apartamento en un
estado de nerviosismo exasperado. Los ojos enfebrecidos con que la miró estaban
cubiertos de diminutas líneas rosadas que a ella le hicieron pensar en los ríos
de un mapa. Por un instante Gloria tuvo la impresión de que se había vuelto
repentina y definitivamente viejo.
—¿Tienes algo de dinero? —le preguntó precipitadamente.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
—Exactamente lo que he dicho. ¡Dinero! ¡Dinero! ¿Es que no hablas inglés?
Sin hacerle ningún caso, Gloria pasó a su lado y entró en la cocina para poner
los huevos y el bacón en el frigorífico. Cuando bebía más de lo normal, Anthony
adoptaba invariablemente una actitud quejumbrosa. En aquella ocasión fue tras
ella y, quedándose en la puerta de la cocina, insistió en su pregunta.
—Ya has oído lo que he dicho. ¿Tienes algo de dinero?
Gloria dio la espalda al frigorífico y se encaró con él.
—¡Debes de estar completamente loco! Sabes que no tengo nada de dinero… excepto
un dólar en monedas sueltas.
Anthony dio bruscamente media vuelta y regresó a la sala de estar, donde reanudó
sus paseos. Era evidente que tenía algo muy importante en la cabeza… sin duda
alguna quería que se le preguntase qué le pasaba. Al reunirse con él un momento
después, Gloria se sentó en el sofá y empezó a deshacerse el peinado. Ya no
llevaba el pelo corto, y durante el último año había cambiado de tonalidad,
pasando de un espléndido color dorado espolvoreado de rojo a un castaño claro
desprovisto de brillo. Gloria había comprado un champú e iba a proceder a
lavarse el pelo; y había estado pensando en añadir una botella de agua oxigenada
al agua para el aclarado.
«¿Y bien?», dio a entender ella sin despegar los labios.
—¡Ese maldito banco! —estalló Anthony con voz trémula—. Hace más de diez años
que tengo mi cuenta con ellos… ¡diez años! Bien, pues parece que tienen una
norma autocrática según la cual hay que tener más de quinientos dólares en la
cuenta o de lo contrario la cancelan. Me escribieron una carta hace varios meses
diciéndome que tenía un saldo muy bajo. En una ocasión di dos cheques sin
fondos, ¿recuerdas aquella noche en Reisenweber’s…? pero los pagué al día
siguiente. Bueno, pues le prometí al viejo Halloran (es el gerente, Mick el
avariento) que tendría más cuidado. Y yo estaba convencido de que todo iba bien;
rellenaba las matrices de mis talonarios todas las veces, prácticamente. Bueno,
pues he ido allí por dinero, y Halloran ha salido a decirme que tienen que
cerrar mi cuenta. Demasiados cheques sin fondos, ha dicho, y además apenas he
llegado nunca a un saldo positivo de más de quinientos dólares, y eso únicamente
durante un día o dos al máximo… Y… ¡cielos! ¿Qué crees que me ha dicho después?
¿Qué?
—Ha dicho que era un buen momento para hacerlo, porque no tenía allí ni un solo
céntimo.
—¿Y era cierto?
—Eso es lo que me ha dicho. Parece que les había dado a esos tales Bedros un
cheque de sesenta
dólares por la última caja de whisky… y que solo tenía cuarenta y cinco dólares
en el banco. De manera que esa gente de Bedros depositó quince dólares en mi
cuenta y sacaron todo lo que había.
En su ignorancia, Gloria evocó el fantasma de la cárcel y de la deshonra.
—No harán nada —la tranquilizó Anthony—. El contrabando de bebidas alcohólicas
es un negocio demasiado arriesgado. Me mandarán una factura por quince dólares y
yo la pagaré.
—Ah. —Gloria caviló un momento—. Bien, podemos vender otro bono.
Anthony rio sarcásticamente.
—Sí, claro, eso siempre es fácil. Cuando los pocos valores que aún nos pagan
intereses se cotizan entre cincuenta y ochenta centavos por cada dólar. Perdemos
la mitad de su valor cada vez que vendemos uno.
—¿Qué otra cosa podemos hacer?
—Sí, claro, no nos queda más remedio que vender algo, como de costumbre. Tenemos
títulos por valor de ochenta mil dólares a la par. —De nuevo se echó a reír de
manera muy desagradable—. En la bolsa nos producirían unos treinta mil.
—Yo desconfiaba de aquellas inversiones al diez por ciento.
—¡No me salgas ahora con eso! — dijo él—. Fingiste que desconfiabas para poder
hacerme trizas si se iban a pique, pero estabas tan dispuesta como yo a
arriesgarte.
Gloria se quedó callada un momento como si estuviera reflexionando y luego
exclamó de repente:
—Anthony, doscientos dólares al mes son peor que nada. Vendamos todos los
valores y depositemos los treinta mil dólares en el banco… y si perdemos el
pleito, podemos vivir tres años en Italia y morirnos luego. —En el entusiasmo
con que hablaba, Gloria advirtió la presencia de una débil corriente emotiva, la
primera en muchos días.
—Tres años —dijo él, nervioso—, ¿tres años? Estás loca. Mr. Haight se llevará
más de eso si perdemos. ¿Crees que trabaja por amor al arte?
—Me había olvidado de eso.
—… Y estamos a sábado —continuó él—, y no tengo más que un dólar y pico, y
tenemos que vivir hasta el lunes, que será cuando pueda hablar con mi agente de
bolsa… Y no hay nada de beber en la casa —añadió, sacando una última y
especialmente significativa conclusión de sus reflexiones.
—¿Por qué no llamas a Dick?
—Ya lo he hecho. Su criado dice que se ha ido a Princeton a dar una conferencia
en un club literario o algo parecido. No volverá hasta el lunes.
—Bueno, veamos… ¿No conoces a algún amigo al que puedas recurrir?
—Lo he intentado con un par de ellos. No he encontrado a nadie en casa. Ojalá
hubiese vendido esa carta de Keats como pensaba hacer la semana pasada.
—¿Y esos individuos con los que juegas a las cartas en Sammy’s?
—¿Piensas que voy a pedirles dinero a ellos? —Su voz se llenó de virtuoso
horror. Gloria dio un
respingo. Anthony prefería exponerla a ella a una grave molestia antes que
sentir la vergüenza de pedir un favor a la persona inadecuada—. Yo había pensado
en Muriel —sugirió.
—Está en California.
—Bien, ¿y alguno de los hombres con quienes lo pasaste tan bien mientras yo
estaba en el ejército? Uno pensaría que quizá les gustara hacerte un pequeño
favor.
Gloria le lanzó una mirada llena de desprecio, pero él no se dio por aludido.
—¿O quizá tu antigua amiga Rachel, o Constance Merrian?
—Constance Merrian lleva un año muerta y no pienso pedirle nada a Rachel.
—Bien, ¿y qué me dices de aquel caballero que en una ocasión estaba tan deseoso
de ayudarte que apenas conseguía contenerse, Bloeckman?
Por fin había conseguido herirla, y Anthony no era ni lo suficientemente obtuso
ni lo suficientemente descuidado para no darse cuenta.
—¿Por qué no pedirle ayuda a él? —insistió cruelmente.
—Porque… he dejado de gustarle — dijo ella a duras penas, y luego, como él no
contestaba y se limitaba a mirarla cínicamente, añadió—: Si te interesa saber
por qué, te lo contaré. Hace un año fui a ver a Bloeckman (se ha cambiado el
nombre por Black) y le pedí que me diera trabajo en el cine.
—¿Fuiste a ver a Bloeckman?
—Sí.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó, incrédulo, mientras la sonrisa se iba
borrando de su rostro.
—Probablemente porque estabas fuera, bebiendo en cualquier sitio. Me hicieron
una prueba y decidieron que no era lo bastante joven; que solo servía para
papeles de carácter.
—¿Papeles de carácter?
—La mujer de treinta años y ese tipo de cosas. Yo todavía no los había cumplido,
y no me pareció que tuviese aspecto de tenerlos.
—¡Maldito sea! —exclamó Anthony, defendiéndola apasionadamente, con una curiosa
inversión de emociones.
—Bien, esa es la razón de que no pueda acudir a él.
—¡Qué insolencia! —continuó Anthony muy nervioso—. ¡Es inconcebible!
—Eso ya no tiene importancia; lo principal es que tenemos que sobrevivir hasta
el lunes y lo único que hay en la casa es una barra de pan, media libra de bacón
y dos huevos para el desayuno. —Gloria le pasó el contenido de su monedero—.
Setenta, ochenta, un dólar quince. Con lo que tienes hace en total alrededor de
dos dólares y medio, ¿no es cierto? Podemos salir adelante con eso, y comprar
montones de comida… más de la que somos capaces de consumir.
Haciendo sonar el dinero en la mano, Anthony denegó con la cabeza.
—No. Yo necesito un trago. Estoy tan nervioso que no hago más que temblar. —De
pronto tuvo una idea—. Quizá Sammy me acepte un cheque.
Y el lunes iré muy temprano al banco con el dinero. —Pero te han cerrado la
cuenta.
—Tienes mucha razón… me había olvidado. Ya sé lo que voy a hacer: voy a ir a
Sammy’s y allí encontraré a alguien que me preste unos dólares. Me sabe muy mal
tener que pedírselos a ellos, desde luego… —Repentinamente chasqueó los dedos—.
Ya tengo la solución. Empeñaré el reloj. Me darán veinte dólares, y puedo
recuperarlo el lunes, pagando sesenta centavos más. Ya lo empeñé una vez… cuando
estaba en Cambridge.
Se había puesto el abrigo, y con un «Hasta luego» echó a andar pasillo adelante,
en dirección a la puerta de la calle.
Gloria se puso en pie. De repente se le había ocurrido adónde iría primero su
marido, probablemente.
—¡Anthony! —lo llamó—, ¿no sería mejor que me dieras dos dólares a mí? Solo
necesitas dinero para el metro.
La puerta de la calle se cerró con un portazo; Anthony había fingido no oírla.
Gloria se quedó inmóvil unos momentos, como siguiéndolo aún con la vista; luego
entró en el cuarto de baño y, rodeada de sus trágicos ungüentos, inició los
preparativos para lavarse el pelo.
Al llegar a Sammy’s Anthony se encontró con Parker Allison y Pete Lytell, que
estaban solos en una mesa, bebiendo whisky-sours. Era muy poco después de las
seis, y Sammy, o Samuele Bendiri, que fue como lo bautizaron, estaba barriendo
hacia un rincón un amasijo de colillas y cristales rotos.
—¡Hola, Tony! —exclamó Parker Allison al ver al joven Patch. Unas veces lo
llamaba Tony, y otras Dan. Para él todos los Anthonys tenían que andar por el
mundo con uno de aquellos dos diminutivos.
—Siéntate. ¿Qué quieres tomar?
En el metro Anthony había contado el dinero que tenía, descubriendo que eran
casi cuatro dólares. Podía pagar dos rondas a cincuenta centavos la copa… lo que
significaba seis consumiciones para él. Luego iría a la Sexta Avenida, donde le
darían veinte dólares y una papeleta de empeño a cambio de su reloj.
—¡Qué tal, maleantes! —dijo con tono jovial—. ¿Cómo anda el mundo de la
delincuencia?
—En plena forma —dijo Allison, guiñando un ojo a Pete Lytell—. Es una lástima
que seas un hombre casado. Tenemos apartado un material muy bueno para eso de
las once, cuando acaba la última sesión de los espectáculos. ¡Cosa fina,
muchacho! Sí, señor… es una lástima que esté casado, ¿no es cierto, Pete?
—Una verdadera lástima.
A las siete y media, cuando habían terminado las seis rondas, Anthony descubrió
que sus intenciones estaban prestando oídos a sus deseos. Se sentía feliz y
alegre en aquel momento: lo estaba pasando francamente bien. Le parecía que el
chiste que acababa de contar Pete era extraordinaria y profundamente divertido…
y decidió, como hacía todos los días al llegar a aquel punto, que sus
acompañantes eran «¡unos tíos estupendos, caramba!», dispuestos a hacer por él
mucho más que ninguna de las personas que conocía. Las casas de empeños estaban
abiertas hasta muy tarde los sábados por la noche, y Anthony tuvo el
convencimiento de que con solo otra copa que se tomara
alcanzaría un maravilloso pináculo de alegría color de rosa.
Astutamente empezó a buscar en los bolsillos del chaleco, sacó dos monedas de
veinticinco centavos, y se quedó mirándolas con expresión sorprendida.
—Vaya, ¡sí que tiene gracia! — protestó, apesadumbrado—. He salido de casa sin
la cartera.
—¿Necesitas dinero? —le preguntó Lytell de manera muy espontánea.
—Me lo he dejado encima de la cómoda. Y quería invitaros a otra copa.
—Note calientes la cabeza. —Lytell rechazó la sugerencia con aire despectivo—.
Estoy seguro de que podemos invitar a un buen tipo como tú a todas las copas que
quiera. ¿Qué vas a tomar? ¿Lo mismo?
—Escuchadme —sugirió Parker Allison—, ¿qué tal si mandamos a Sammy a por unos
sándwiches ahí enfrente y cenamos aquí mismo?
Los otros dos estuvieron de acuerdo.
—Buena idea.
—Oye, Sammy, ¿nos harías el favor de…?
Muy poco después de las nueve Anthony se puso en pie con dificultad y, después
de desear a sus amigos unas confusas buenas noches, llegó tambaleándose hasta la
puerta, pero antes de salir alargó a Sammy una de sus dos monedas de veinticinco
centavos. Ya en la calle dudó un momento y luego echó a andar en dirección a la
Sexta Avenida, donde recordaba haber pasado muchas veces junto a varias casas de
empeños. Dejó atrás un quiosco de periódicos y dos drugstores… y luego se dio
cuenta de que se hallaba delante del sitio que buscaba y de que ya habían
cerrado. Anthony siguió andando sin perder la calma; media manzana más allá
había otro, también cerrado; lo mismo sucedía con dos en la acera de enfrente, y
con un quinto, en la plaza que venía a continuación. Al ver una débil luz en
este último, empezó a aporrear la puerta de cristal, y solo desistió cuando del
fondo de la tienda salió un vigilante nocturno y le indicó con gesto colérico
que se marchara. Con desánimo y perplejidad crecientes, Anthony cruzó de nuevo y
echó a andar hacia la calle Cuarenta y tres. En la esquina más próxima a Sammy’s
se detuvo indeciso… si volvía al apartamento… como el cuerpo le pedía, se vería
expuesto a amargos reproches; pero ahora que las casas de empeños estaban
cerradas, no tenía la menor idea de dónde conseguir el dinero. Finalmente
decidió que no había inconveniente en pedírselo a Parker Allison, después de
todo… pero al acercarse más a Sammy’s encontró la puerta cerrada y apagadas las
luces. Miró el reloj: eran las nueve y media. Empezó a andar.
Diez minutos después se detuvo sin saber qué hacer en la esquina de la calle
Cuarenta y tres con Madison Avenue, frente por frente, en sentido diagonal, de
la muy iluminada pero casi desierta entrada del hotel Biltmore. Anthony se quedó
un momento en aquel lugar, y luego se sentó pesadamente sobre una tabla húmeda
entre otros desechos de una obra en construcción. Descansó allí durante casi
media hora, su mente un cambiante entretejido de pensamientos superficiales, el
más importante de los cuales era que tenía que conseguir algún dinero y volver a
casa antes de que estuviese demasiado torpe para encontrar el camino.
Luego, al alzar la mirada en dirección al Biltmore, vio a un hombre directamente
debajo del resplandor vertical de las luces de la puerta cochera, acompañado de
una mujer con un abrigo de armiño. Mientras Anthony los contemplaba, la pareja
se adelantó, llamando a un taxi. Anthony advirtió,
gracias a ese infalible método de identificación que consiste en reconocer los
andares de un amigo, que se trataba de Maury Noble.
Inmediatamente se puso en pie.
—¡Maury! —gritó.
Maury miró en su dirección, volviéndose luego hacia la muchacha en el momento en
que el taxi se detenía delante de ellos. Con la caótica idea de pedirle diez
dólares prestados, Anthony empezó a correr lo más deprisa que pudo para cruzar
Madison Avenue y continuar luego por la calle Cuarenta y tres.
Cuando llegó a la altura de Maury, su antiguo amigo estaba junto a la puerta
abierta del taxi. Su acompañante se volvió y miró a Anthony con extrañeza.
—¡Hola, Maury! —dijo, ofreciéndole la mano—. ¿Qué tal estás?
—Muy bien, gracias.
Cuando retiraron la mano, Anthony vaciló. Maury no hizo el menor gesto de
presentarle a su acompañante; se limitó a quedarse inmóvil, contemplándolo
envuelto en inescrutable silencio felino.
—Quería verte… —empezó Anthony irresoluto. No le parecía que fuese posible pedir
un préstamo con la chica a menos de cuatro pies, de manera que se interrumpió y
movió la cabeza de manera perceptible como haciéndole señas a Maury para que se
apartaran un poco.
—Tengo mucha prisa, Anthony.
—Lo sé… pero ¿no podrías…? —dudando de nuevo.
—Te veré en otra ocasión —dijo Maury.
—Es importante.
—Lo siento, Anthony.
Antes de que el joven Patch se decidiera a pedirle el dinero de sopetón, Maury
se había vuelto fríamente hacia la muchacha, la ayudó a subir al taxi y, con un
cortés «Buenas noches», entró tras ella. Mientras le hacía una inclinación de
cabeza desde el otro lado de la ventanilla, Anthony pensó que la expresión de
Maury no había cambiado en lo más mínimo. Luego, con malhumorado estruendo, el
taxi se puso en marcha y Anthony se quedó solo bajo las luces.
El joven Patch entró en el Biltmore, sin otra razón particular que la proximidad
de la puerta, y, subiendo las anchas escaleras, encontró asiento en un rincón.
Era terriblemente consciente de que se le había hecho un desprecio; se sentía
todo lo dolido y enfadado que le permitía el estado en que se encontraba. Sin
embargo, seguía testarudamente preocupado por la necesidad de obtener algún
dinero antes de regresar a su casa, y una vez más contó con los dedos las
personas a las que resultaba plausible acudir en aquella crítica situación.
Finalmente decidió que podía ponerse en contacto con Mr. Howland, su agente de
bolsa, telefoneando a su casa.
Después de una larga espera le informaron de que Mr. Howland había salido.
Anthony regresó junto a la telefonista, inclinándose sobre el mostrador y dando
vueltas entre los dedos a su moneda de veinticinco centavos, como reacio a
marcharse sin algún resultado positivo.
—Llame a Mr. Bloeckman —dijo de repente, sintiéndose sorprendido ante sus
propias palabras.
Aquel nombre había sido el resultado del entrecruzamiento de dos sugerencias
dentro de su mente.
—¿Qué número es, por favor?
Apenas consciente de lo que hacía, Anthony buscó Joseph Bloeckman en la guía de
teléfonos. No encontró a semejante persona y estaba a punto de dejarlo cuando
recordó que Gloria había mencionado un cambio de nombre. Fue cuestión de un
momento encontrar a Joseph Black… luego esperó en la cabina, mientras la
telefonista marcaba el número desde la centralita.
—O… oiga. ¿Está Mr. Bloeckman, quiero decir, Mr. Black, en casa?
—No, ha salido. ¿Quiere dejar algún recado? —La pronunciación era de barrio bajo
londinense; eso hizo que Anthony recordara la respetuosa entonación de Bounds.
—¿Dónde está?
—Perdone… ¿sería tan amable de decirme con quién hablo?
—Aquí Mr. Patch. Cuestión de vital importancia.
—Está con un grupo en el Boul’ Mich’, señor.
—Gracias.
Anthony cogió los cinco centavos que le devolvieron y se puso en camino del Boul’
Mich’, una sala de baile muy popular situada en la calle Cuarenta y cinco. Eran
casi las diez, y las calles seguirían oscuras y prácticamente desiertas hasta
que los teatros terminaran sus espectáculos una hora más tarde. Anthony conocía
el Boul’ Mich’ porque había estado allí con Gloria el año anterior, y recordaba
la existencia de una regla según la cual solo admitían clientes vestidos de
etiqueta. Bien, no subiría; mandaría a un botones en busca de Bloeckman y lo
esperaría en el vestíbulo del piso bajo. No dudó ni por un momento de que
aquella empresa fuera perfectamente lógica y discreta. Para su deformada
imaginación Bloeckman se había convertido en uno de sus viejos amigos.
En el vestíbulo de entrada del Boul’ Mich’ hacía calor. Luces amarillas
colocadas en lo alto iluminaban una gruesa alfombra verde, desde el centro de la
cual una escalera blanca llevaba al piso alto, donde estaba la sala de baile.
—Quiero ver a Mr. Bloeckman… Mr. Black —le dijo al portero—. Está en el piso de
arriba… Haga el favor de buscarlo.
El portero hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Va contra las reglas de la casa llamarlo en voz alta. ¿Sabe usted en qué mesa
está?
—No. Pero tengo que verlo.
—Espere un momento y le buscaré a un camarero.
Al cabo de un rato apareció el encargado del comedor, con una lista de las mesas
reservadas. La mirada irónica que lanzó a Anthony no tuvo el menor efecto sobre
su destinatario. Juntos se inclinaron sobre el papel y encontraron sin
dificultad lo que buscaban: un grupo de ocho, a nombre del mismo Mr. Black.
—Dígale que Mr. Patch quiere verlo. Muy importante.
De nuevo esperó, apoyado contra una barandilla, escuchando las confusas armonías
de «Loco por el jazz» que bajaban flotando por las escaleras. Una chica del
guardarropa estaba cantando cerca de él:
Allá, en el sanatorio del shinimee residen los locos del jazz. Allá, en el
sanatorio del shimmee, dejé a mi pudorosa novia. Se agitó tanto bailando que
perdió la razón, y ahora tendrá que tiritar hasta recobrarla…
Luego vio a Bloeckman bajando la escalera, y dio unos pasos para salir a su
encuentro y estrecharle la mano.
—¿Quería usted verme? —dijo fríamente el hombre de más edad.
—Sí —respondió Anthony, asintiendo con la cabeza—, un asunto personal. ¿No le
importa que nos apartemos un poco?
Mirándolo fijamente, Bloeckman siguió a Anthony a un entrante en forma de media
luna que hacían las escaleras y donde no podía verlos ni oírles ninguna de las
personas que entraban o salían del restaurante.
—¿Y bien? —quiso saber Bloeckman.
—Quería hablar con usted.
—¿Acerca de qué?
Anthony se limitó a reír: una risa tonta; su intención era que pareciese
espontánea.
—¿De qué quiere usted hablarme? —repitió Bloeckman.
—¿Qué prisa tenemos? —Trató de poner una mano en el hombro de Bloeckman en gesto
amistoso, pero el otro se apartó ligeramente—. ¿Qué tal le va?
—Muy bien, gracias… Mire, Mr. Patch, estoy con un grupo en el piso de arriba, y
a mis amigos les parecerá descortés que tarde mucho en volver. ¿Para qué quería
usted verme?
Por segunda vez aquella noche, la mente de Anthony dio un brusco salto, y dijo
algo que no tenía ninguna intención de decir.
—Tengo entendido que no deja usted trabajar a mi mujer en el cine.
—¿Cómo? —El rostro rubicundo de Bloeckman se oscureció creando zonas de sombra.
—Ya me ha oído.
—Escuche, Mr. Patch —dijo Bloeckman con voz tranquila y sin cambiar de
expresión—, está usted borracho. Repugnante e insultantemente borracho.
—No demasiado borracho para hablar con usted —insistió Anthony con una mirada
socarrona—. En primer lugar, mi mujer no quiere tener ninguna relación con
usted. Nunca ha querido. ¿Me entiende?
—¡Cállese! —dijo el hombre de más edad, indignado—. Hubiera pensado que
respetaba usted lo suficiente a su mujer como para no sacarla a relucir en estas
circunstancias.
—No se preocupe de si respeto a mi mujer. Solo quiero decirle una cosa… déjela
en paz. ¡Váyase al infierno!
—Mire… ¡creo que está usted un poco loco! —exclamó Bloeckman. Dio dos pasos al
frente como
para marcharse, pero Anthony se interpuso en su camino.
—No tan deprisa, maldito judío.
Estuvieron mirándose un momento, Anthony balanceándose suavemente de un lado a
otro, Bloeckman temblando casi de indignación.
—¡Tenga cuidado con lo que dice! — exclamó con voz muy tensa.
Anthony podría haberse acordado de cierta mirada que Bloeckman le lanzara en el
hotel Biltmore años atrás. Pero no recordaba nada, absolutamente nada…
—Lo diré otra vez, ¡mal…!
Entonces Bloeckman le lanzó un directo con toda la fuerza de un hombre de
cuarenta y cinco años en buenas condiciones físicas, y su puño golpeó a Anthony
directamente en la boca. El joven Patch se estrelló contra la pared y al
recuperarse se abalanzó sobre su adversario, pero Bloeckman, que hacía ejercicio
todos los días y sabía algo de boxeo, lo evitó sin dificultad, llegándole a la
cara con dos rápidos golpes cortos extraordinariamente eficaces. Anthony dejó
escapar un gruñido y se desplomó sobre la lujosa alfombra verde, descubriendo,
mientras caía, que tenía la boca llena de sangre y que los dientes delanteros
parecían bailarle de una manera muy extraña. Consiguió ponerse en pie jadeando y
escupiendo, y cuando se dirigía de nuevo hacia Bloeckman, inmóvil a unos pies de
distancia, con los puños apretados pero caídos a los lados del cuerpo, dos
camareros que habían surgido de la nada lo agarraron por los brazos reduciéndolo
a la impotencia. Detrás de ellos se había congregado milagrosamente una docena
de personas.
—Lo mataré —exclamó Anthony, tratando de soltarse—. Déjenme matar…
—¡Échenlo a la calle! —ordenó Bloeckman acaloradamente, mientras un hombrecillo
marcado de viruelas se abría camino a toda prisa entre los espectadores.
—¿Algún problema, Mr. Black?
—¡Este borrachín trataba de hacerme chantaje! —dijo Bloeckman, y luego, poniendo
en la voz una nota de orgullo vagamente discordante, añadió—: ¡Se ha llevado su
merecido!
El hombrecillo se volvió hacia uno de los camareros.
—¡Llame a la policía! —ordenó.
—No —dijo Bloeckman rápidamente—. No merece la pena. Basta con echarlo a la
calle… ¡Nunca he visto cosa más inconcebible! El magnate cinematográfico se dio
la vuelta y con estudiada dignidad se dirigió a los lavabos mientras seis manos
musculosas se apoderaban de Anthony y lo arrastraban hacia la puerta. El
«borrachín» fue violentamente lanzado contra la acera, donde aterrizó sobre las
manos y las rodillas con un grotesco ruido como de una bofetada, para luego
rodar lentamente y acabar tumbado de lado.
El golpe lo atontó. Se quedó tumbado un momento sintiendo un agudo dolor
equitativamente distribuido. Luego el malestar se concentró en el estómago, y
recuperó el conocimiento para descubrir que alguien lo estaba empujando con el
pie.
—¡Tienes que marcharte de aquí, borrachín! ¡Vamos, espabila!
Era un voluminoso portero el que le hablaba. Un sedán se había detenido junto a
la acera y sus
ocupantes se apearon… es decir, dos de las mujeres se habían quedado sobre el
guardabarros, esperando con ofendida delicadeza a que aquel desagradable
obstáculo desapareciera de su camino.
—¡Márchate! ¡De lo contrario te echaré yo!
—Espere… yo lo ayudaré.
Era una voz distinta; a Anthony le pareció un poco más tolerante, mejor
dispuesta que la otra. De nuevo se vio rodeado por unos brazos que, alzándolo y
arrastrándolo a medias, lo llevaron hasta una agradable sombra cuatro portales
calle arriba y lo apoyaron contra la fachada de piedra de una sombrerería de
señoras.
—Muy agradecido —murmuró Anthony débilmente. Alguien le caló el sombrero y el
joven Patch dio un respingo.
—Estese quieto amigo, y se sentirá mejor. Esos tipos le han hecho un buen
chichón.
—Voy a volver a matar a ese sucio… —Trató de ponerse en pie pero solo consiguió
derrumbarse hacia atrás contra la pared.
—Ahora no puede usted hacer nada — continuó la voz—. Tendrá que ser en otra
ocasión. Se lo digo como lo siento, ¿comprende? Quiero ayudarlo.
Anthony asintió con la cabeza.
—Será mejor que se vaya a casa. Esta noche ha perdido un diente, amigo. ¿Se ha
dado cuenta?
Anthony se exploró la boca con la lengua, comprobando la afirmación de su
acompañante. Luego, haciendo un esfuerzo, alzó la mano y localizó el hueco.
—Voy a llevarlo a casa, amigo. ¿Por dónde vive…?
—¡Dios del cielo! —le interrumpió Anthony, apretando los puños con gran pasión—.
Ya le enseñaré yo a esa sucia cuadrilla. Ayúdeme y no se arrepentirá. Mi abuelo
es Adam Patch, de Tarrytown…
—¿Quién?
—¡Adam Patch, caramba!
—¿Quiere ir hasta Tarrytown?
—No.
—Bien; dígame dónde hay que ir, amigo, y yo buscaré un taxi.
Anthony comprobó que su samaritano era un tipo de corta estatura y ancho de
hombros, bastante baqueteado por la existencia.
—¿Dónde vive, eh?
A pesar de los golpes y de la borrachera, Anthony se dio cuenta de que su
dirección no iba a estar a la altura de aquella estúpida fanfarronada acerca de
su abuelo.
—Consígame un taxi —ordenó, buscándose en los bolsillos.
Al acercarse el coche, Anthony trató de levantarse, pero el tobillo se le
torció, como si estuviera partido por la mitad. El samaritano no tuvo más
remedio que ayudarlo… y subir al taxi tras él.
—Mire, camarada —le dijo a Anthony—, está usted borracho y le han pegado una
paliza; no va a ser capaz de entrar en casa a no ser que alguien lo lleve, de
manera que voy a ir con usted y sé que sabrá agradecérmelo. ¿Dónde vive?
Anthony le dio su dirección a regañadientes. Luego, cuando el taxi se puso en
movimiento, apoyó la cabeza contra el hombro de su acompañante, sumiéndose en un
dolorido letargo. Cuando despertó, el hombre le había sacado del taxi delante
del apartamento de Claremont Avenue y estaba tratando de que se mantuviera en
pie.
—¿Puede andar?
—Sí… más o menos. Será mejor que no entre conmigo. —De nuevo se buscó
impotentemente en los bolsillos—. ¡Oiga! —continuó, tratando de disculparse—.
Mucho me temo que no me queda ni un centavo.
—¿Cómo?
—Que estoy sin blanca.
—¡Vaya! ¿No me prometió que no tendría que arrepentirme? ¿Quién va a pagar el
taxi? —Se volvió hacia el conductor para que corroborara sus palabras—. ¿No le
oyó usted? ¿Y todo lo que dijo acerca de su abuelo?
—De hecho —murmuró Anthony imprudentemente—, fue usted quien lo dijo todo; pero
si viene por aquí mañana…
Al llegar a este punto el taxista se asomó por la ventanilla y dijo con tono
feroz:
—¡Atízale una buena a ese desgraciado! ¡Si no fuera un borrachín no lo habrían
echado a la calle!
En respuesta a esta sugerencia, el puño del samaritano salió disparado como un
ariete, derribando a Anthony contra los escalones de piedra de la casa de
apartamentos. El joven Patch quedó inmóvil, mientras los altos edificios se
balanceaban de un lado para otro por encima de su cabeza…
Al cabo de un buen rato se despertó y notó que hacía mucho más frío. Trató de
moverse, pero sus músculos se negaron a funcionar. Se sentía extrañamente
ansioso de saber la hora que era, pero al ir a buscar su reloj, no encontró más
que el bolsillo vacío. Sin darse cuenta, sus labios pronunciaron la frase
inmemorial:
—¡Vaya una noche!
Sorprendentemente, estaba casi sereno. Sin mover la cabeza, miró hacia donde la
luna estaba anclada en mitad del cielo, derramando luz sobre Claremont Avenue
como si fuera el fondo de un profundo e inexplorado abismo. No había ningún
signo de vida ni se oía ningún sonido con la excepción de un zumbido continuo en
sus propios oídos, pero al cabo de un momento el mismo Anthony rompió el
silencio con un murmullo muy claro y peculiar. Era el sonido que había querido
hacer todo el tiempo en el Boul’ Mich’, cuando estaba delante de Bloeckman: el
sonido inconfundible de una risotada irónica. Y en sus labios rotos y sangrantes
fue como una lastimosa basca del alma.
Tres semanas después el pleito llegó a su fin. El ovillo de los trámites
burocráticos —al parecer interminable—, que llevaba cuatro años devanándose, se
rompió de pronto. Anthony y Gloria y, por el otro lado, Edward Shuttleworth y un
pelotón de beneficiarios, prestaron declaración, mintieron y, en general, se
comportaron groseramente de acuerdo con sus respectivos niveles de avaricia y
desesperación. Anthony se despertó una mañana de marzo dándose cuenta de que la
sentencia se dictaría a las cuatro de la tarde, y aquella idea bastó para que se
levantara de la cama y empezara a vestirse. A pesar de que estaba muy nervioso,
el joven Patch sentía un injustificado optimismo en cuanto al resultado final.
Creía que la sentencia del tribunal inferior sería revocada, aunque fuese tan
solo por la reacción —debido a los excesos del prohibicionismo— que se había
producido recientemente contra las reformas y los reformistas. Tenía más
confianza en la eficacia de sus ataques personales contra Shuttleworth que en
los aspectos estrictamente legales del proceso.
Después de vestirse se tomó un whisky y fue al cuarto de Gloria. Su mujer estaba
ya completamente despierta. Llevaba una semana en la cama, por puro capricho, en
opinión de Anthony, aunque el médico había dicho que era mejor no molestarla.
—Buenos días —murmuró ella, sin sonreír. Sus ojos parecían más grandes y oscuros
que de costumbre.
—¿Qué tal te encuentras? —le preguntó él de mala gana—. ¿Mejor?
—Sí.
—¿Mucho mejor?
—Sí.
—¿Te sientes suficientemente bien como para ir conmigo al juzgado esta tarde?
Gloria asintió con la cabeza.
—Sí. Quiero ir. Dick dijo ayer que, si hacía buen tiempo, vendría con el coche e
iríamos a dar un paseo por Central Park… y fíjate en cuánto sol entra por la
ventana.
Anthony volvió la cabeza mecánicamente y luego se sentó en la cama.
—¡Qué nervios tengo! —exclamó.
—Por favor, no te sientes ahí —dijo ella enseguida.
—¿Por qué no?
—Hueles a whisky. No puedo soportarlo.
Anthony se levantó distraídamente y abandonó la habitación. Un poco después ella
lo llamó y el joven Patch salió a la calle y le trajo un poco de ensaladilla de
patata y pollo frío de la delicatessen.
A las dos en punto el coche de Richard Caramel se detuvo delante de la puerta y,
cuando llamó por el telefonillo interior, Anthony bajó con Gloria en el ascensor
y la acompañó hasta el bordillo de la acera.
Gloria agradeció a su primo que la llevara a dar un paseo.
—No seas tonta —replicó Dick con tono desdeñoso—. ¡Vaya favor!
Pero, en realidad, no pensaba que su gesto careciera de importancia y la razón
era muy curiosa. Richard Caramel había perdonado muchas ofensas a mucha gente.
Pero nunca había perdonado a su prima, Gloria Gilbert, una afirmación que había
hecho inmediatamente antes de su boda, siete años atrás. Había dicho que no
tenía intención de leer su novela.
Richard Caramel lo recordaba; lo había recordado con frecuencia durante aquellos
siete años. —¿A qué hora pensáis volver? —preguntó Anthony.
—No vendremos aquí —respondió ella—; nos reuniremos en el juzgado a las cuatro.
—De acuerdo —murmuró él—; allí nos veremos.
Al volver al apartamento encontró una carta esperándole. Era una circular
pidiendo a «los muchachos» con un lenguaje condescendientemente campechano que
pagaran la cuota de la Legión Americana. Anthony tiró la carta a la papelera con
gesto impaciente y, después de sentarse —con los codos apoyados en el antepecho
de la ventana—, se puso a mirar, aunque sin verla, la calle soleada.
Italia; un veredicto favorable significaba Italia. Aquella palabra se había
convertido para él en una especie de talismán, en un lugar donde sería posible
desprenderse de las intolerables ansiedades de la existencia como si se tratara
de un traje viejo. Irían primero a los balnearios y entre multitudes alegres y
llenas de colorido olvidarían las grises secuelas de la desesperación.
Maravillosamente renovado, Anthony pasearía de nuevo por la Piazza di Spagna al
atardecer, entre aquella muchedumbre a la deriva de mujeres morenas, mendigos
harapientos y austeros frailes descalzos. El recuerdo de las mujeres italianas
le produjo una suave exaltación; cuando su bolsa estuviera otra vez llena,
incluso las ilusiones románticas podrían volver a posarse en ella: el hechizo
romántico de los azules canales de Venecia, de las doradas colinas verdeantes de
Fiésole después de la lluvia, y de las mujeres, mujeres que cambiaban, se
disolvían y mezclaban con otras mujeres hasta alejarse de su vida, pero sin
perder jamás ni juventud ni belleza.
Pero a Anthony le parecía que tendría que haber una diferencia en su actitud.
Todas las aflicciones de su existencia, todos los pesares y dolores, habían
tenido por causa a las mujeres. Se los habían infligido de maneras distintas,
inconscientemente, casi con indiferencia; quizá al darse cuenta de su idealismo
y de que estaba asustado, mataban en él todo lo que pudiera oponerse a su
absoluto dominio.
Al apartarse de la ventana se enfrentó con su imagen en el espejo, y estuvo
contemplando con abatimiento el rostro descolorido, los ojos con su entramado de
líneas como filamentos de sangre coagulada, la figura encorvada y flácida cuya
misma inclinación era todo un ejemplo de apatía. Era un hombre de treinta y tres
años, y parecía tener cuarenta. Bueno, las cosas cambiarían.
El timbre de la puerta sonó ásperamente y Anthony se sobresaltó como si le
hubiesen asestado un golpe. Una vez repuesto salió al vestíbulo y abrió la
puerta de la calle. Era Dot.
El encuentro
Anthony fue retrocediendo delante de ella hasta la sala de estar, entendiendo
tan solo una palabra de vez en cuando del lento flujo de frases que brotaban
ininterrumpidamente de su boca, una tras otra, en persistente salmodia. Iba
decente y pobremente vestida; un sombrerito un tanto lamentable, adornado con
flores rosas y azules, cubría y ocultaba sus cabellos oscuros. Anthony dedujo de
sus palabras que varios días antes había visto en el periódico un suelto
relativo al pleito, y había conseguido que un empleado de la sección de
apelaciones le facilitara la dirección del joven Patch. Había subido al
apartamento y una mujer, a quien Dot no quiso dar su nombre, le dijo que Anthony
no estaba en casa.
En la sala de estar, él se quedó junto a la puerta contemplándola con una mezcla
de horror y pasmo mientras ella hablaba y hablaba… Su sensación predominante era
que toda la civilización y las convenciones de su entorno eran extrañamente
irreales… Dot le explicó que trabajaba en una
sombrerería de señoras de la Sexta Avenida. Se hallaba muy sola. Había estado
enferma mucho tiempo después de que él se marchara a Camp Mills; su madre fue a
buscarla para llevársela de nuevo a Carolina… Había venido a Nueva York con la
idea de encontrar a Anthony.
Dot hablaba con terrible seriedad. Sus ojos de color violeta estaban enrojecidos
por las lágrimas; su suave entonación quedaba rota por pequeños gemidos
jadeantes.
Aquello era todo. No había cambiado en absoluto. Quería a Anthony ahora, y si no
podía ser suyo, moriría…
—Tendrás que marcharte —dijo él finalmente, hablando con retorcida intensidad—.
¿Es que no tengo suficientes preocupaciones sin necesidad de que aparezcas tú?
¡Dios mío! ¡Vas a tener que marcharte!
Sollozando, Dot se sentó.
—Te quiero —exclamó—. ¡No me importa lo que me digas! Te quiero.
—¡Me tiene sin cuidado! —casi chilló él—; ¡vete de aquí! ¿Es que no me has hecho
suficiente daño? ¿Es que no te basta?
—¡Pégame! —le imploró ella, frenética, estúpidamente—. ¡Pégame y besaré la mano
con que me pegues!
La voz de Anthony se alzó hasta casi convertirse en un grito.
—¡Te mato! —exclamó—. ¡Si no te marchas, te mato, te aseguro que te mato!
La locura brillaba ya en sus ojos, pero, sin arredrarse, Dot se puso en pie y
dio un paso hacia él.
—¡Anthony! ¡Anthony!
Al joven Patch le castañetearon los dientes y retrocedió como para saltar sobre
la muchacha; luego, cambiando de idea, buscó algo a su alrededor con rostro
desencajado.
—¡Te mato! —murmuraba con breves jadeos entrecortados—. ¡Te mato!
Parecía morder las palabras como para obligarlas a materializarse. Finalmente
alarmada, Dot se detuvo, y, al enfrentarse con sus ojos de loco, dio un paso
atrás en dirección a la puerta. Anthony empezó a correr de un lado para otro en
su lado de la habitación, sin dejar de repetir el mismo grito amenazador. Luego
encontró lo que había estado buscando: una recia silla de roble que había junto
a la mesa. Con un grito bronco se apoderó de ella, la alzó en el aire y con la
fuerza de la locura la arrojó contra el rostro pálido y aterrorizado al otro
lado de la habitación… después una densa oscuridad impenetrable descendió sobre
él, borrando ideas, rabia y locura al mismo tiempo; con un chasquido casi
tangible la faz del mundo cambió ante sus ojos…
Gloria y Dick llegaron a las cinco y lo llamaron desde el vestíbulo. Anthony no
contestó; entraron en la sala de estar y encontraron una silla con el respaldo
roto junto a la puerta, y también notaron que toda la habitación estaba un tanto
en desorden: las alfombras fuera de su sitio, caídas las fotografías y los
objetos ornamentales de la mesa central. En el aire había un olor dulzón a
perfume barato.
A Anthony lo encontraron sentado al sol en el suelo de su dormitorio. Delante de
él, abiertos, estaban sus tres voluminosos álbumes de sellos, y cuando entraron
tenía en las manos un montón de sellos todavía sin clasificar que guardaba en la
parte posterior de uno de ellos. Al levantar la vista y ver
a Dick y Gloria, torció la cabeza con aire crítico y les hizo un gesto para que
retrocedieran.
—¡Anthony! —exclamó Gloria con voz tensa—, ¡hemos ganado! El tribunal ha
revocado la sentencia.
—No entréis —murmuró él débilmente—, vais a manchármelos. Los estoy ordenando y
sé que acabaréis pisándolos. Todo acaba manchándose siempre.
—¿Se puede saber qué estás haciendo? —preguntó Dick asombrado—. ¿Volviendo a la
infancia? ¿No te das cuenta de que has ganado el pleito? Han revocado la
sentencia del tribunal inferior. ¡Posees una fortuna de treinta millones!
Anthony se limitó a mirarlo con gesto reprobatorio.
—Cerrad la puerta cuando salgáis. — Hablaba como un niño impertinente. Gloria lo
contempló con una creciente expresión de espanto en los ojos.
—¡Anthony! —exclamó—, ¿qué es lo que pasa? ¿Por qué no has ido al juzgado? ¿Qué
es lo que sucede?
—Mirad —dijo Anthony en voz baja—, quiero que os marchéis los dos de aquí ahora
mismo. De lo contrario, se lo diré a mi abuelo.
Alzó un puñado de sellos y los dejó caer como si fueran hojas de árboles,
multicolores y llamativas, girando y revoloteando en el aire soleado: sellos de
Inglaterra y del Ecuador, de Venezuela, de España, de Italia…
Juntamente con los gorriones
Esa exquisita ironía celestial que ha planeado la desaparición de tantas
generaciones de gorriones recoge, sin duda, las más sutiles inflexiones verbales
de los pasajeros de un transatlántico como el Berengaria. Y sin duda estaba
escuchando cuando el joven de la gorra a cuadros cruzó la cubierta a buen paso y
se puso a hablar con la chica vestida de amarillo.
—Ese es —dijo, señalando a una figura sentada en una silla de ruedas cerca de la
barandilla y con una manta de viaje sobre las rodillas—. Ahí tienes a Anthony
Patch. La primera vez que sale a cubierta.
—¿Así que es ese?
—Sí. Dicen que ha estado un poco perturbado desde que consiguió la herencia,
hace cuatro o cinco meses. El otro tipo, Shuttleworth, el que se quedó sin el
dinero, que era una persona muy religiosa, se encerró en una habitación de su
hotel y se pegó un tiro…
—¡Qué cosa más terrible!
—Pero no creo que a Anthony Patch le preocupe mucho. Se ha llevado los treinta
millones. Y viaja con su médico personal por si acaso tuviera algún
remordimiento. ¿A ella la has visto en cubierta? — preguntó.
La chica vestida de amarillo, que era muy bonita, miró a su alrededor
cautelosamente.
—Estaba aquí hace un minuto. Llevaba un abrigo de martas cibelinas que debe de
valer una fortuna. —Frunció el entrecejo y añadió muy convencida—: ¿Sabes? La
encuentro muy desagradable. Parece… como si estuviera teñida y sucia, no sé si
entiendes lo que quiero decir. Algunas personas tienen ese
aspecto, tanto si son sucias como si no lo son.
—Sí, claro —asintió el joven de la gorra a cuadros—. Pero no es fea, de todas
formas. —Hizo una pausa—. Me pregunto qué estará pensando él… en su dinero, o
quizá siente remordimientos por lo que pasó con Shuttleworth.
—Probablemente…
Pero el joven de la gorra a cuadros estaba completamente equivocado. Anthony
Patch, sentado cerca de la barandilla y mirando al mar, no estaba pensando en su
dinero, porque muy pocas veces en su vida había experimentado realmente la
vanagloria de las cosas materiales, ni tampoco en Edward Shuttleworth, porque es
mejor ver las cosas por el lado bueno. No; le preocupaba toda una serie de
reminiscencias, de manera muy parecida a como un general puede repasar una
campaña triunfal, analizando sus batallas. Pensaba en las privaciones, en las
insufribles tribulaciones que había tenido que soportar. Todo el mundo había
tratado de hacerle pagar los errores de su juventud. Había estado expuesto a la
miseria más inhumana, sus mismos anhelos de aventuras románticas se habían visto
castigados, sus amigos lo habían abandonado… incluso Gloria se había puesto en
contra suya. Se había quedado solo, completamente solo… haciendo frente a todos.
Hacía aún muy pocos meses, todo el mundo lo instaba a que se rindiese, le pedía
que se sometiera a la mediocridad, que se pusiera a trabajar. Pero él sabía que
su manera de vivir estaba justificada; y se había mantenido en sus trece sin
desfallecer. Bastaba con ver cómo los mismos amigos que llegaran a mostrarse más
desagradables habían vuelto a respetarlo, a reconocer que siempre tuvo razón.
¿Acaso no habían ido los Lacy y los Meredith y los Cartwright-Smith a visitarlos
a Gloria y a él en el Ritz-Carlton una semana antes de embarcarse?
Tenía los ojos llenos de lágrimas y le temblaba la voz mientras hablaba en
susurros consigo mismo.
—¡Se lo he demostrado! —estaba diciendo—. ¡Ha sido una batalla muy dura, pero no
me rendí y he conseguido lo que quería!
Volver a la Tabla de contenido
Regresar a la lista de libros de Fitzgerald