Hermosos y malditos por F. Scott Fitzgerald - El laúd roto

 

Hermosos y malditos

 

Previo - Libro 2 Capítulo II

Libro Dos, Capítulo III

Son las siete y media de una tarde de agosto. Las ventanas del cuarto de estar de la casa gris están abiertas
de par en par, intercambiando pacientemente la viciada atmósfera con olor a humo y a bebidas alcohólicas por la somnolencia no contaminada del último calor del crepúsculo. Flotan en el aire aromas de flores moribundas, tan sutiles, tan frágiles, como para sugerir que debe darse por terminado el verano. Pero quedan todavía alrededor del porche lateral un millar de grillos que cantan incesantemente a agosto; y hay uno incluso que se ha metido en el interior de la casa, ocultándose confiado tras una librería, para dar a conocer desde allí, de cuando en cuando, su brillante inteligencia y su indomable voluntad.
En la habitación misma reina un desorden total. Sobre la mesa hay una bandeja con fruta de verdad que parece artificial. A su alrededor se agrupa una ominosa variedad de frascos de licor, vasos y ceniceros rebosantes de colillas, de los que aún se alzan hasta el aire viciado temblorosas escalas de humo… El efecto de conjunto solo necesitaría de una calavera para asemejarse a esa venerable estampa coloreada (en otro tiempo elemento imprescindible en toda «guarida») que representa los accesorios de una vida de placer con una deliciosa sensibilidad capaz de inspirar espanto a cualquier alma sencilla.
Al cabo de un rato, el alegre solo del supergrillo se ve interrumpido más que acompañado por un nuevo sonido… el melancólico lamento de una flauta caprichosamente tocada. Resulta obvio que el músico en cuestión practica más que ejecuta, porque de cuando en cuando la informe melodía se interrumpe para recomenzar nuevamente después de un intervalo de impreciso refunfuñar.
Inmediatamente antes del séptimo comienzo en falso, un tercer sonido se incorpora a la suave discordancia. Es un taxi que llega a la casa. Un minuto de silencio, luego otra vez el taxi, que casi oculta con su estrepitosa retirada el
ruido de pasos sobre la avenida con piso de cenizas. El timbre de la puerta extiende la alarma por toda la casa.
De la cocina sale un pequeño y fatigado japonés, abrochándose apresuradamente la chaquetilla de dril blanco. Abre la puerta exterior de tela metálica y hace pasar a un apuesto joven de unos treinta años, que lleva esa ropa bien intencionada característica de las personas que sirven a la humanidad. En él todo tiene un aire bienintencionado: la mirada con la que examina la habitación está compuesta de curiosidad y decidido optimismo; al contemplar a Tana, sus ojos reflejan una total voluntad de elevar moralmente al impío oriental. Su nombre es Frederick E. Paramore. Estudió con Anthony en Harvard, donde debido a las iniciales de sus apellidos siempre los colocaban juntos en las clases. Esto provocó que llegara a existir cierta relación entre ellos… pero no se han vuelto a ver desde entonces.
Sin embargo, Paramore ha entrado en la casa dando la impresión de que viene a pasar la noche.
Tana contesta a una pregunta.
TANA. (Sonriendo con deseo de agradar) Han ido a cenar a la Fonda. De vuelta en media hora. Marcharon a las seis y media.
PARAMORE. (Mirando los vasos sobre la mesa) ¿Tienen invitado s?
TANA. Sí. Invitados. Mr. Caramel, Mr. y mistress Barnes, miss Kane, todos están aquí.
PARAMORE. Ya veo. (Amablemente) Se han corrido una juerga, por lo que parece.
TANA. No entiendo.
PARAMORE. Que han echado una cana al aire, vamos.
TANA. Sí, bebido. Han bebido mucho, mucho.
PARAMORE. (Abandonando delicadamente el tema) ¿No había alguien tocando un instrumento musical hace unos instantes?
TANA. (Con risitas espasmódicas) Si, era yo.
PARAMORE. Un instrumento japonés.
No cabe duda de que está suscrito al National Geographic Magazine.
TANA. Toco la flauta, la flauta japonesa.
PARAMORE. ¿Qué canción interpretaba usted? ¿Una de sus melodías nacionales?
TANA. (Su frente se contrae de manera disparatada) Toco canción del tren. ¿Cómo llaman ustedes…? Canción del ferrocarril. Así se llama en mi país. Como el tren. Hace así-í-í; eso quiere decir silbido; tren arranca. Luego así-í-í; eso significa tren se va. Se va de esa manera. Canción muy bonita en mi país. Canción para niños.
PARAMORE. Suena muy bien. (Al llegar a este punto es evidente que solo un gigantesco esfuerzo de autocontrol evita que Tana se lance escaleras arriba en busca de su colección de postales, incluidas las seis hechas en Estados Unidos)
TANA. ¿El caballero quiere que le prepare un cóctel?
PARAMORE. No, gracias. No acostumbro. (Sonríe)
Tana se retira a la cocina, dejando entornada la puerta de comunicación. Por la abertura surge inesperadamente la melodía de la canción japonesa del tren… esta vez no se trata de un ensayo, desde luego, sino de una interpretación vigorosa y llena de vida.
Suena el teléfono, Tana, absorto en sus armonías, hace caso omiso, de manera que Paramore descuelga el auricular.
PARAMORE. Diga… Sí… No, no está aquí ahora, pero volverá dentro de un momento… ¿Butterworth? Oiga, no he entendido bien el nombre… Oiga… Oiga… ¡Oiga!
El teléfono se niega obstinadamente a producir ningún sonido más. Paramore cuelga el auricular.
Llegados a este punto reaparece el tema del taxi, trayendo consigo un segundo joven; lleva una maleta en la mano y abre la puerta exterior sin llamar al timbre.
MAURY. (Desde el vestíbulo) ¡Anthony! ¡Ah de la casa! (Entra en la sala de estar y ve a Paramore.) ¿Qué tal?
PARAMORE. (Mirándolo con creciente intensidad) ¿No eres… no eres Maury Noble?
MAURY. Efectivamente. (Avanza sonriendo y con la mano extendida) ¿Qué tal estás, muchacho? Hace años que no te veo.
Vagamente ha asociado la cara con Harvard, pero ni siquiera está seguro de ello. El nombre, si alguna vez lo supo, lo olvidó hace mucho tiempo. Sin embargo, confino olfato y caridad igualmente encomiable, Paramore se da cuenta de lo que pasa y resuelve la situación con mucho tacto.
PARAMORE. ¿Te has olvidado de Fred Paramore? Estuvimos juntos en la clase de historia del viejo Unc Robert.
MAURY. No, claro que no, Unc… quiero decir, Fred. Fred era… quiero decir, Unc era un viejo estupendo, ¿no es cierto?
PARAMORE. (Moviendo la cabeza varias veces con gesto de buen humor) Todo un tipo, no cabe la menor duda.
MAURY. (Después de una breve pausa) Sí… sí que lo era. ¿Dónde está Anthony?
PARAMORE. El criado japonés me ha dicho que estaba en una fonda. Imagino que cenando.
MAURY. (Consultando su reloj) ¿Hace mucho que salieron?
PARAMORE. Creo que sí. El japonés me ha dicho que volverían enseguida.
MAURY. ¿Y si nos echáramos un trago?
PARAMORE. No, gracias. No acostumbro. (Sonríe)
MAURY. ¿Te importa que yo beba? (Bostezando mientras se sirve de una botella) ¿Qué has estado haciendo desde que saliste de la universidad?
PARAMORE. Muchas cosas. He llevado una vida muy activa, haciendo un poco de todo. (Su forma de hablar deja abierta cualquier posibilidad, desde cazar leones hasta «negocios» con el hampa)
MAURY. ¿Has estado en Europa?
PARAMORE. No, no he estado… desgraciadamente.
MAURY. Imagino que no tardaremos mucho en ir todos.
PARAMORE. ¿Lo crees de verdad?
MAURY. ¡Claro que sí! Este país lleva más de dos años alimentándose de sensacionalismo. Todo el mundo está inquieto. Quieren divertirse un poco.
PARAMORE. Entonces, ¿no crees que esté en juego ningún ideal?
MAURY. Nada que tenga mucha importancia. La gente quiere divertirse de cuando en cuando.
PARAMORE. (Con gran seriedad) Es muy interesante oírte decir eso. Porque yo he estado hablando con un hombre que ha vuelto de allí…
Durante la posterior declaración, que el lector tendrá que rellenar por su cuenta con frases como «Vio con sus propios ojos», «Espléndido espíritu de Francia» y «Salvación del mundo civilizado», Maury permanece inmóvil con los ojos semicerrados, desapasionadamente aburrido.
MAURY. (En la primera oportunidad que se le presenta) Por cierto, ¿no sabes que hay un espía alemán en esta misma casa?
PARAMORE. (Sonriendo cautamente) ¿Hablas en serio?
MAURY. Totalmente. Considero deber mío advertirte.
PARAMORE. (Convencido) ¿Una institutriz?
MAURY. (En voz muy baja, indicando la cocina con el pulgar) ¡Tana! No es su verdadero nombre, por supuesto. Tengo entendido que recibe constantemente correo dirigido al teniente Emile Tannenbaum.
PARAMORE. (Riendo con sincera indulgencia) Me estás tomando el pelo.
MAURY. Quizá lo acuse falsamente. Pero todavía no me has dicho qué has estado haciendo.
PARAMORE. Sobre todo… escribir.
MAURY. ¿Narrativa?
PARAMORE. No. Lo contrario.
MAURY. ¿Y eso qué es? ¿Un tipo de literatura que es mitad invención y mitad hechos reales?
PARAMORE. Yo me limito a los hechos. He trabajado mucho en el campo de la asistencia social.
MAURY. ¡Ah!
Inmediatamente aparece en sus ojos una chispa de sospecha. Es como si Paramore hubiese procedido a anunciar su calidad de ratero aficionado.
PARAMORE. Hago asistencia social en Stamford. Pero solo me enteré de que Anthony Patch vivía tan cerca la semana pasada.
Se ven interrumpidos por un clamor en el exterior que denuncia inconfundiblemente a un grupo formado por personas de los dos sexos que charlan y ríen. Luego entran todos juntos: Anthony, Gloria, Richard Caramel, Muriel Kane, Rachel Barnes y Rodman Barnes, su marido. Se amontonan alrededor de Maury, respondiendo ilógicamente «¡Bien!» a su general «Hola»… Anthony, mientras tanto, se acerca a su otro huésped.
ANTHONY. Vaya, ¡qué sorpresa! ¿Qué tal estás? Me alegro mucho de verte.
PARAMORE. También yo me alegro de verte, Anthony. Estoy destinado en Stamford, y se me ocurrió venir a dar una vuelta. (Con aire pícaro) Trabajamos como negros casi todo el tiempo, así que tenemos derecho a unas horas de descanso.
Con esfuerzo desesperado Anthony trata de recordar su nombre. Con dolores de parto su mente logra producir el fragmento «Fred», alrededor del cual el dueño de la casa elabora apresuradamente la frase «¡Me alegro de que se te ocurriera, Fred!». Mientras tanto, el tenue silencio que precede a una presentación se ha abatido sobre la reunión. Maury, que podría ayudar, prefiere limitarse a contemplar la escena con malévolo placer.
ANTHONY. (Desesperado) Señoras y caballeros, este es… este es Fred.
MURIEL. (Manteniendo cortésmente el tono frívolo) ¡Hola, Fred!
Richard Caramel y Paramore se saludan familiarmente por el nombre de pila, este último recordando que Dick era uno de sus compañeros de promoción que nunca se había molestado hasta entonces en hablar con él. Caramel se imagina tontamente que Paramore es alguien que ha conocido anteriormente en casa de Anthony.
Las tres jóvenes suben al piso alto.
MAURY. (Hablando en voz baja con Dick) No he visto a Muriel desde la boda de Anthony.
DICK. Ahora está en su mejor momento. Su muletilla más reciente es: «Diría que…».
Anthony se esfuerza durante un rato en hablar con Paramore y finalmente trata de iniciar una conversación generalizada preguntándole a todo el mundo si quiere beber algo.
MAURY. Esta botella no se me da nada mal. He conseguido bajar el nivel desde donde explica los grados que tiene hasta donde pone el nombre de la destilería. (Señalando las palabras en la etiqueta)
ANTHONY. (Dirigiéndose a Paramore) Nunca se sabe cuándo van a aparecer estos dos. Me despedí de ellos una tarde a las cinco, y que me aspen si no los tenía otra vez aquí a las tres de la mañana. Apareció en la puerta un enorme coche de alquiler que venía de Nueva York y de él se apearon, borrachos como cubas, desde luego.
Con prodigioso tacto Paramore se enfrasca en la contemplación de un libro que tiene en la mano. Maury y Dick intercambian una mirada significativa.
DICK. (Dirigiéndose, inocentemente, a Paramore) ¿Trabajas aquí en el pueblo?
PARAMORE. No, estoy en la colonia de Laird Street en Stamford. (Hablando con Anthony) No te haces idea de lo que abunda la pobreza en estos pueblecitos de Connecticut. Italianos y otros inmigrantes. Católicos en su mayor parte, ya sabes, así que resulta muy difícil ganarse su confianza.
ANTHONY. (Cortésmente) ¿Mucha delincuencia?
PARAMORE. No tanta delincuencia como ignorancia y suciedad.
MAURY. Esa es mi teoría: electrocutar inmediatamente a todas las personas ignorantes y sucias. Estoy totalmente a favor de los delincuentes… dan color a la vida. Lo malo es que si se castigara la ignorancia habría que empezar por las familias más importantes, seguir luego con la gente de la industria cinematográfica y acabar con el Congreso y el clero.
PARAMORE. (Sonriendo forzadamente) Yo hablaba de una ignorancia más básica… incluso de nuestro idioma.
MAURY. (Con aire pensativo) Supongo que es bastante difícil. Yo no consigo estar al tanto de la nueva poesía.
PARAMORE. Solo después de meses de trabajo en la colonia se da uno cuenta de lo mal que están las cosas. Como me dijo nuestra secretaria, uno no nota que tiene las uñas sucias hasta que se lava las manos. Por supuesto, ya hemos despertado mucho interés.
MAURY. (Con rudeza) Como podría decir tu secretaria, si llenas de papeles la chimenea, conseguirás un buen fuego durante unos instantes.
En este momento Gloria, recién maquillada y ansiosa de admiración y de divertirse, se reúne con los hombres,
seguida por sus dos amigas. Durante un rato la conversación se fragmenta por completo. Gloria llama aparte a Anthony.
GLORIA. Haz el favor de no beber mucho, Anthony.
ANTHONY. ¿Por qué?
GLORIA. Porque te vuelves demasiado cándido cuando estás borracho.
ANTHONY. ¡Vaya por Dios! ¿De qué se trata esta vez?
GLORIA. (Después de una pausa durante la cual sus ojos contemplan fríamente los de su marido) Varias cosas. En primer lugar, ¿por qué te empeñas en pagarlo todo? ¡Esos dos hombres tienen más dinero que tú!
ANTHONY. Pero, Gloria, ¡son mis invitados!
GLORIA. Esa no es razón para que pagues por una botella de champán que ha roto Rachel Barnes. Dick quiso hacerse cargo de la segunda cuenta del taxi, pero tú no lo dejaste.
ANTHONY. Pero, Gloria…
GLORIA. Cuando tenemos que seguir vendiendo bonos incluso para pagar nuestras propias facturas, ya va siendo hora de reducir tantas excesivas generosidades. Y, además, yo que tú no me mostraría tan atento con Rachel Barnes. ¡A su marido le gusta tan poco como a mí!
ANTHONY. Pero, Gloria…
GLORIA. (Imitándolo despiadadamente) «Pero, Gloria…» Pues entérate de que ha sucedido con demasiada frecuencia este verano… con todas las mujeres bonitas que conoces. ¡Se está convirtiendo en una especie de hábito, y no estoy dispuesta a consentirlo! Si tú te diviertes, también puedo hacerlo yo. (Luego, como si acabara de ocurrírsele) Por cierto, ese tal Fred no será un segundo Joe Hull, ¿eh?
ANTHONY. ¡Cielos, no! Probablemente ha venido a pedirme que le saque dinero al abuelo para sus emigrantes.
Gloria se aleja de un Anthony muy deprimido y vuelve con sus invitados.
Cuando dan las nueve, estos últimos pueden dividirse en dos clases: los que han estado bebiendo con perseverancia y los que apenas han probado el alcohol o no lo han probado en absoluto. En el segundo grupo se encuentran los Barnes, Muriel y Frederick E. Paramore.
MURIEL. Me gustaría poder escribir. Tengo muchas ideas, pero nunca soy capaz de expresarlas con palabras.
DICK. El mismo Goliat ya dijo que entendía los sentimientos de David, pero que él no era capaz de expresarse. Los filisteos adoptaron inmediatamente su observación como divisa.
MURIEL. No me entero. La vejez debe de estar volviéndome estúpida.
GLORIA. (Moviéndose entre los invitados con una espontaneidad de movimientos que la hacen parecer un ángel alborozado) Si alguien tiene hambre, hay pasteles de crema en la mesa del comedor.
MAURY. No soporto esas formas victorianas con que los fabrican.
MURIEL. (Sumamente divertida) Diría que estás borracho, Maury.
Su pecho sigue siendo un suelo que ofrece a los cascos de muchos sementales que pasan a su lado, con la esperanza de que sus herraduras hagan saltar al menos una chispa de pasión romántica en la oscuridad…
El matrimonio Barnes y Fred Paramore han estado conversando sobre algún tema edificante; tan edificante
que Mr. Barnes lleva un rato intentando escabullirse hacia la zona de aire mucho más viciado que rodea el sofá central. En cuanto a Paramore, sería muy difícil decidir si su prolongada presencia en la casa gris obedece a razones de cortesía o de curiosidad, o si es que abriga el propósito de escribir un informe sociológico sobre la decadencia de la vida americana.
MAURY. Fred, creí que eras una persona muy tolerante.
PARAMORE. LO soy.
MURIEL. Yo también. Pienso que la religión de uno es igual de buena que las de los demás y todo eso.
PARAMORE. Todas las religiones tienen algo bueno.
MURIEL. Yo soy católica, pero, como digo siempre, no trabajo mucho en ello.
PARAMORE. (Con un tremendo estallido de tolerancia) El catolicismo es una religión muy… muy poderosa.
MAURY. Bueno, un hombre con ideas tan amplias debería considerar la intensidad de sensaciones y de estímulos para el optimismo que contiene este cóctel.
PARAMORE. (Cogiendo el vaso con gesto más bien desafiante) Gracias, probaré… uno.
MAURY. ¿Uno? ¡Absurdo! Hemos reunido aquí la promoción de mil novecientos diez, y te niegas incluso a achisparte un poco. ¡Vamos, hombre!
Brindemos por el Rey Carlos,
Brindemos por el Rey Carlos,
Trae la copa de que te ufanas…
Paramore canta también con voz potente.
MAURY. Vuelve a llenarte el vaso, Frederick. Ya sabes que todo se subordina a los propósitos de la naturaleza con nosotros, y en tu caso su intención es hacer de ti el más ruidoso de los borrachines.
PARAMORE. Si una persona bebe como un caballero…
MAURY. ¿Qué es un caballero, en cualquier caso?
ANTHONY. Un hombre que nunca lleva alfileres en las solapas de la chaqueta.
MAURY. ¡Qué absurdo! La categoría social queda determinada por la cantidad de pan que se come en los sándwiches.
DICK. Un caballero es un hombre que prefiere la primera edición de un libro a la última de un periódico.
RACHEL. Un hombre que nunca finge ser morfinómano.
MAURY. Un americano capaz de convencer a un mayordomo inglés de que también él lo es.
MURIEL. Un hombre de buena familia, que estudió en Yale o en Harvard o en Princeton, que tiene dinero, baila bien y todas esas cosas.
MAURY. ¡Por fin… la definición perfecta! El cardenal Newman ha quedado ya completamente anticuado.
PARAMORE. Yo creo que tendríamos que examinar este asunto con mayor amplitud de miras. ¿No fue Abraham Lincoln quien dijo que un caballero es alguien que nunca hace sufrir?
MAURY. Si no me equivoco, se le atribuye al general Ludendorff.
PARAMORE. Bromeas.
MAURY. Tómate otra copa.
PARAMORE. No debiera hacerlo. (Bajando la voz para que solo le oiga Maury) ¿Y si te dijera que esta es la tercera copa que tomo en mi vida?
Dick pone en marcha el fonógrafo, lo que hace que Muriel se levante y empiece a balancearse, los codos contra el pecho, los antebrazos perpendiculares al cuerpo y vueltos hacia los lados, como si fueran aletas.
MURIEL. ¿Por qué no quitamos las alfombras y bailamos?
Anthony y Gloria reciben esta sugerencia con gemidos interiores y descoloridas sonrisas de asentimiento.
MURIEL. Vamos, gandul. Levántate y echa los muebles para atrás.
DICK. Espera a que termine esta copa.
MAURY. (Decidido a seguir el juego con Paramore) Te voy a decir lo que vamos a hacer. Los dos nos llenamos el vaso, nos lo bebemos… y, luego, a bailar.
Ola de protestas que se estrella contra la roca de la perseverancia de Maury.
MURIEL. Me da vueltas la cabeza.
RACHEL. (Dirigiéndose a Anthony en voz baja) ¿Te ha dicho Gloria que no te acerques a mí?
ANTHONY. (Azorado) No, claro que no. Por supuesto que no.
Rachel le sonríe misteriosamente. Durante los dos últimos años ha adquirido una belleza algo rígida y excesivamente acicalada.
MAURY. (Alzando su vaso) Brindo por la derrota de la democracia y la caída del cristianismo.
MURIEL. ¿No exageras un poco?
Lanza a Maury una fingida mirada de reproche y luego bebe.
Todos beben, unos más trabajosamente que otros.
MURIEL. ¡Despejad la pista!
Parece inevitable tener que llevar a cabo este proceso, de manera que también Anthony y Gloria arrastran mesas, amontonan sillas, enrollan alfombras y rompen lámparas. Cuando todos los muebles han sido hacinados en feos bultos a los lados de la habitación, queda libre un cuadrado de unos ocho pies de lado.
MURIEL. ¡Que empiece la música!
MAURY. Tana interpretará la canción de amor de un especialista de ojos, oídos, nariz y garganta.
En medio de cierta confusión provocada por el hecho de que Tana se ha retirado a descansar, se hacen los preparativos para su interpretación. Al japonés (en pijama y flauta en mano) se le envuelve en una colcha y se le coloca en una silla encima de una de las mesas, donde lleva a cabo un ridículo y grotesco espectáculo. Paramore está palpablemente borracho y tan entusiasmado con la idea, que refuerza esta impresión fingiendo tambalearse al estilo de las historietas cómicas y aventurándose incluso a escenificar ataques de hipo de cuando en cuando.
PARAMORE. (A Gloria) ¿Quieres bailar conmigo?
GLORIA. ¡No, señor! Quiero bailar la danza del cisne. ¿Sabes cómo se hace?
PARAMORE. Claro que sí. Sé hacerlas todas.
GLORIA. De acuerdo. Tú empiezas por ese lado de la habitación y yo por este.
MURIEL. ¡Vamos allá!
La confusión más absoluta sale gritando de las botellas: Tana se zambulle en los más recónditos laberintos de la canción del tren, mezclando las melancólicas cadencias de la flauta quejumbrosa con «Pobre Butterfly (tintineo de campanillas), esperando entre los almendros en flor» del fonógrafo. Muriel está tan debilitada por la risa que solo es capaz de agarrarse desesperadamente a Barnes, quien, bailando con la ominosa rigidez de un oficial del ejército, se mueve pesadamente sobre el reducido espacio libre de muebles. Anthony trata de oír los susurros de Rachel… sin llamar la atención de Gloria…
Pero todavía tiene que producirse un incidente grotesco, increíble, histriónico; uno de esos incidentes en que la vida parece dispuesta a imitar apasionadamente las formas más bajas de la literatura. Paramore está tratando de emular a Gloria, y cuando el tumulto llega a su punto culminante, Fred empieza a girar sobre sí mismo, cada vez más vertiginosamente… se tambalea, recupera el equilibrio, vuelve a perderlo y cae en dirección al vestíbulo… casi en brazos del viejo Adam Patch, cuya llegada ha pasado inadvertida debido al alboroto.
Adam Patch está muy pálido. Se apoya en un bastón. Lo acompaña Edward Shuttleworth, que sujeta a Paramore por el hombro y desvía la trayectoria de su caída, alejándolo del venerable filántropo.
El tiempo requerido para que el silencio descienda sobre la habitación como un monstruoso paño mortuorio puede calcularse en unos dos minutos, aunque después, y durante un breve período de tiempo, el fonógrafo sigue sonando y de la flauta de Tana gotean las notas de la canción japonesa del tren. De las nueve personas presentes, solo Barnes, Paramore y Tana desconocen la identidad del recién llegado. De los nueve ni uno solo está al corriente de que esta misma mañana Adam Patch ha hecho un donativo de
cincuenta mil dólares en apoyo de la campaña para declarar ilegales las bebidas alcohólicas en todo el territorio nacional.
Le corresponde a Paramore romper el silencio que se ha ido acumulando y con su increíble comentario alcanza el punto culminante de su vida de depravación.
PARAMORE. (Arrastrándose hacia la cocina a cuatro patas lo más deprisa que puede) Yo no soy un invitado… trabajo aquí.
De nuevo se hace el silencio… tan denso esta vez, tan cargado de un temor intolerablemente contagioso, que Rachel deja escapar una risita nerviosa, y Dick se descubre repitiendo una y otra vez un verso de Swinburne, grotescamente apropiado para la escena:
«Una desolada y marchita flor carente de aroma.»
De la quietud surge la voz de Anthony, serena y fatigada, que dice algo a Adam Patch; luego, también las palabras del dueño de la casa se esfuman.
SHUTTLEWORTH. (Con entonación apasionada) Su abuelo tuvo la idea de venir a verlos dando un paseo en coche. Yo telefoneé desde Rye y dejé el recado.
Una serie de breves jadeos, que, al parecer, no surgen de ningún sitio ni de nadie, llenan la siguiente pausa. Anthony está tan blanco como un trozo de yeso. Gloria tiene la boca abierta y aunque mira al anciano de igual a igual, sus ojos revelan tensión y miedo. No hay nadie que sonría en la habitación. ¿Nadie? ¿O es que la boca contraída de Cross Patch solo se abre, ligeramente temblorosa, para mostrar los escasos dientes que aún encuentran cobijo en sus encías? Finalmente habla… cinco palabras muy sencillas pronunciadas con voz apacible.
ADAM PATCH. Ahora volvamos a casa, Shuttleworth. (Y eso es todo. El filántropo se da la vuelta y, ayudado por el bastón, atraviesa el vestíbulo, cruza la puerta principal, y el ruido de sus pasos inseguros, al alejarse por la avenida de grava bajo la luna de agosto, se llena de ominosos significados)

 

Mirada retrospectiva

Ante esta adversidad Anthony y Gloria quedaron reducidos a la situación de dos peces de colores en una pecera sin agua; ni siquiera eran capaces de acercarse nadando el uno al otro.
Gloria cumpliría veintiséis años en mayo. Siempre había dicho que solo quería ser joven y hermosa mucho tiempo, vivir alegre y feliz, y tener dinero y amor. Quería lo que quieren la mayoría de las mujeres, pero lo quería más violenta y apasionadamente. Llevaba algo más de dos años casada. Al principio había conocido días de serena identificación, alcanzando incluso éxtasis de orgullo y de sentimiento de propiedad. Alternando con estos períodos se habían producido odios esporádicos, que duraban menos de una hora, y olvidos que no se prolongaban más de una tarde. Esta situación se mantuvo durante medio año.
Luego la serenidad, la satisfacción, habían perdido intensidad, volviéndose grises; muy raras veces, por el acicate de los celos o de una forzosa separación, volvían los antiguos éxtasis, la manifiesta comunión entre las almas, la agitación emotiva. A Gloria le resultaba posible odiar a Anthony un día entero, estar enfadada con él durante toda una semana. La recriminación había desplazado al afecto como desahogo, convertida casi en diversión, y había noches en que se acostaban tratando de recordar quién estaba enfadado y quién tendría que mostrarse reservado a la mañana siguiente. Y con el transcurso del segundo año habían aparecido dos nuevos elementos. Gloria se dio
cuenta de que Anthony era capaz de sentir una completa indiferencia hacia ella, una indiferencia momentánea, en gran parte por pura apatía, pero de la que Gloria no lograba sacarlo con una palabra susurrada, o cierta íntima sonrisa. Había días en que sus caricias tenían sobre él un efecto asfixiante. Gloria era consciente de estas cosas, pero nunca llegaba a admitírselas del todo a sí misma.
Tan solo recientemente se había dado cuenta de que, a pesar de su adoración por Anthony, de sus celos, de su sujeción, de su orgullo, básicamente lo despreciaba… y que este desdén se mezclaba con sus otras emociones sin que fuera posible distinguirlas… Todo esto era su amor: aquella vital y femenina ilusión que se había orientado hacia él una noche de abril, muchos meses atrás.
Por lo que a Anthony se refiere, Gloria era, a pesar de todas estas salvedades, su única preocupación. Si la perdiera se convertiría en un hombre truncado, dolorosa y sentimentalmente dominado por su recuerdo para el resto de sus días. Muy pocas veces le resultaba placentero pasar todo un día a solas con su mujer; excepto en ocasiones excepcionales, prefería tener con ellos a una tercera persona. Había momentos en que le parecía que si no se le permitía quedarse absolutamente solo se volvería loco… y algunas veces Anthony sentía con toda claridad que odiaba a Gloria. Cuando estaba borracho era capaz de sentirse fugazmente atraído hacia otras mujeres, lo que no pasaba de ser la manifestación, hasta entonces reprimida, de su inclinación a experimentar.
Aquella primavera, aquel verano, había hecho planes sobre su futura felicidad… cómo viajarían, disfrutando todo el año de las mejores temperaturas, para regresar al cabo del tiempo a una maravillosa propiedad en el campo y a unos posibles hijos, dechados de virtudes, y dedicarse a la diplomacia o a la política, logrando durante una temporada
hermosos e importantes éxitos, hasta que, por fin, convertidos en personas de cabellos blancos (sedosos cabellos plateados), descansarían envueltos en serena gloria, venerados por la burguesía del país… Estos tiempos empezarían «cuando tomaran posesión de su dinero»; sus esperanzas tendían más a apoyarse en sueños como aquellos que en cualquier satisfacción que pudiera proporcionarles su vida diaria, cada vez más irregular y disipada. En las mañanas grises, cuando las bromas de la noche anterior que daban reducidas a procacidades sin gracia ni dignidad, podían, en cierto modo, sacar a la luz aquel rimero de esperanzas comunes y repasarlas, para luego sonreírse mutuamente y repetir, a modo de colofón, la breve pero sincera idea nietzscheana contenida en el desafiante «¡Me tiene sin cuidado!» de Gloria.
La situación se había ido deteriorando perceptiblemente. Estaba el problema del dinero, cada vez más molesto, cada vez más ominoso; estaba la toma de conciencia de que el alcohol se había convertido prácticamente en una necesidad para divertirse… fenómeno frecuente en la aristocracia británica de un siglo atrás, pero un tanto alarmante en una sociedad progresivamente más sobria y circunspecta. Además, el carácter de los dos parecía haberse debilitado en cierto modo, y esto no tanto por su manera de actuar como por algunas sutiles modificaciones de su actitud frente a la civilización que los rodeaba. En Gloria había nacido algo que hasta entonces nunca pensó necesitar; el esqueleto, todavía incompleto pero totalmente inconfundible, de algo que siempre le había parecido aborrecible: una conciencia. El tener que reconocerse a sí misma esta evolución había coincidido con el lento declinar de su audacia.
Luego, en la mañana de agosto que siguió a la inesperada visita de Adam Patch, se despertaron, asqueados y cansados, llenos de desaliento, capacitados
tan solo para responder ante una arrolladora emoción: el miedo.

 

Pánico

—¿Qué te parece? —Anthony se incorporó en la cama y bajó los ojos para mirarla. Las caídas comisuras de la boca reflejaban su depresión, mientras hablaba con voz apagada y tensa.
La respuesta de Gloria fue llevarse la mano a la boca y empezar a mordisquearse una uña con gran lentitud y precisión.
—Esto es el fin —dijo Anthony después de una pausa; luego, como Gloria seguía sin hablar, se puso furioso—. ¿Por qué no dices algo?
—¿Qué demonios quieres que diga?
—¿En qué piensas?
—En nada.
—¡Entonces deja de morderte las uñas!
Siguió una breve y confusa discusión sobre si Gloria había estado pensando o no. A Anthony le parecía esencial que su mujer cavilara en voz alta sobre el desastre de la noche anterior. Su silencio era una manera de atribuirle a él toda la responsabilidad. Por su parte, Gloria no veía que hiciese falta hablar… el momento requería que se mordiera las uñas como una niñita nerviosa.
—Tengo que arreglar este lío con mi abuelo —dijo Anthony con escasa convicción. Un tímido respeto recién nacido quedaba marcado por la inflexión de su voz al utilizar la palabra «abuelo».
—No podrás —afirmó ella con brusquedad—. No lo conseguirás… nunca. Note perdonará mientras viva.
—Quizá no —concedió Anthony, sintiéndose muy desgraciado—. De todas formas… quizá pudiera arreglar las cosas reformándome o haciendo algo parecido…
—Parecía enfermo —le interrumpió ella—, pálido como un muerto.
—Está enfermo. Te lo dije hace tres meses.
—¡Me hubiera gustado que se hubiese muerto la semana pasada! —dijo Gloria malhumoradamente—. ¡Viejo estúpido desconsiderado!
Ninguno de los dos rio.
—Pero déjame decirte una cosa —añadió ella calmosamente—; la próxima vez que te vea comportándote con una mujer como lo hiciste anoche con Rachel Barnes, te dejaré, ¡como lo oyes! ¡No estoy dispuesta a consentirlo, ya lo sabes!
Anthony sintió miedo.
—No seas absurda —protestó—. Ya sabes que para mí no existe otra mujer en el mundo… ninguna, cariño.
Su intento de poner una nota de ternura en sus palabras fracasó lamentablemente… el peligro más inminente se adelantó para ocupar de nuevo el primer término.
—Si fuese a verlo —sugirió Anthony—, y dijera con las adecuadas citas bíblicas que he andado demasiado tiempo por el camino de la iniquidad y que por fin he visto la luz… —Se interrumpió y contempló a su mujer con una expresión de incertidumbre—. Me pregunto cómo reaccionaría.
—No lo sé.
Gloria meditaba sobre si sus invitados tendrían la suficiente perspicacia como para marcharse inmediatamente después del desayuno.
Anthony tardó una semana en hacer el suficiente acopio de valor para trasladarse a Tarrytown. La idea le repugnaba y abandonado a sí mismo hubiese sido incapaz de hacer el viaje… pero si su voluntad se había deteriorado en los tres últimos años, lo mismo sucedía con su capacidad para resistir los apremios de su mujer. Gloria lo obligó a ir. Era una excelente idea esperar una semana, le dijo, porque eso daría tiempo a que se enfriara la indignación de su abuelo; pero esperar más sería un error… era como darle la oportunidad de endurecerse para siempre.
Anthony hizo el viaje lleno de ansiedad… pero en vano. Adam Patch no estaba bien, dijo Shuttleworth muy indignado. Había recibido instrucciones muy concretas de que no debía verlo nadie. Ante la mirada vengativa del en otro tiempo «mago de la ginebra», la firmeza de Anthony se derrumbó. Volvió andando casi como si fuera un ladrón al taxi que lo esperaba, y solo recobró un poco de dignidad al subirse al tren, contento de volver, infantilmente, a los mágicos palacios llenos de consuelos que todavía se alzaban y resplandecían dentro de su propia mente.
Gloria se mostró despectiva cuando Anthony se presentó en Marietta. ¿Por qué no había entrado a la fuerza? ¡Eso era lo que ella hubiese hecho!
Entre los dos prepararon el borrador de una carta para el anciano y, después de numerosas correcciones, la enviaron. Era en parte una disculpa y en parte una explicación inventada. No recibieron respuesta.
Llegó un día de septiembre, un día dividido por sucesivos períodos de sol y lluvia; un sol que no calentaba y una lluvia que no refrescaba la tierra. Aquel día dejaron la casa gris, que había visto florecer su amor. Cuatro baúles y tres monstruosas cajas de embalaje estaban apilados en la desmantelada habitación donde, dos años antes, se habían arrellanado perezosamente, dejándose mecer por sueños
remotos, lánguidos, complacientes… Ahora, las palabras pronunciadas en la habitación sonaban a vacío. Gloria, con un nuevo traje marrón con adornos de piel, permanecía silenciosa sentada sobre un baúl, y Anthony paseaba nerviosamente de un lado para otro con un cigarrillo entre los labios, mientras esperaban la llegada del camión de la mudanza que llevaría sus cosas a la ciudad.
—¿Qué es eso? —preguntó ella, señalando unos libros apilados sobre una de las cajas de embalaje.
—Es mi vieja colección de sellos —confesó Anthony, un poco avergonzado—. Me olvidé de los álbumes al hacer el equipaje.
—Es absurdo llevarlos de un sitio para otro.
—La verdad es que estaba mirándolos el día que nos marchamos del apartamento la primavera pasada, y decidí que no quería mandarlos al almacén con las otras cosas.
—¿No podrías vender esa colección? ¿No tenemos ya bastantes cachivaches?
—Lo siento —dijo él humildemente.
Con ruido atronador el camión de la mudanza se detuvo ante la puerta. Gloria, desafiante, alzó el puño contra las cuatro paredes.
—¡Qué contenta estoy de marcharme! —exclamó—. ¡Dios mío, cómo odio esta casa!
Así fue como la hermosa y deslumbrante dama regresó a Nueva York con su marido. En el mismo tren que los alejaba de Marietta volvieron a pelearse; las amargas palabras de Gloria tuvieron la frecuencia, la regularidad, la inevitabilidad de las estaciones por las que pasaban.
—No te enfades —le suplicó Anthony lastimeramente—. Después de todo, solo nos tenemos el uno al otro.
—La mayor parte del tiempo no tenemos ni siquiera eso —exclamó Gloria.
—¿Cuándo no lo hemos tenido?
—Muchas veces empezando por cierta ocasión en el andén de la estación de Redgate.
—No querrás decir que…
—No —le interrumpió ella con frialdad—; no me dedico a darle vueltas. Se fue igual que vino, pero al marcharse se llevó algo consigo.
Se detuvo bruscamente. Anthony guardó silencio, desconcertado, deprimido. El monótono espectáculo de los pueblos junto al ferrocarril (Mamaroneck, Larchmont, Rye, Pelham Manor) se iba repitiendo con intervalos de sombríos eriales de mala calidad que pretendían sin éxito hacerse pasar por campos. Anthony se descubrió recordando cómo una mañana de verano los dos habían abandonado Nueva York en busca de felicidad. Quizá nunca habían esperado encontrarla, pero, en sí misma, aquella búsqueda le había proporcionado más felicidad que nada de lo que pudiera lograr durante el resto de su vida. La existencia, al parecer, tenía que consistir en instalar soportes en torno a uno… de lo contrario se convertía en desastre. No había descanso ni tranquilidad. Él había sido perfectamente ineficiente anhelando dejarse arrastrar y anhelando soñar; nadie se dejaba arrastrar excepto los remolinos, y nadie soñaba sin que sus sueños se convirtieran en fantásticas pesadillas de indecisión y remordimiento.
¡Pelham! Se habían peleado en Pelham porque Gloria quería conducir. Y cuando puso el piececito en el acelerador, el coche saltó hacia delante animosamente y sus cabezas salieron despedidas hacia atrás como marionetas movidas por la misma cuerda.
El Bronx: las casas apiñadas y brillando al sol, que caía ahora atravesando amplios cielos refulgentes y depositando raudales de luz sobre las calles. Nueva York, suponía Anthony, era su hogar: ciudad de lujo y de misterio, de esperanzas absurdas y sueños exóticos. Allí, en las afueras, ridículos palacios de escayola se alzaban en el frío atardecer, repentinas materializaciones de un mundo irreal, para perderse enseguida en la distancia reemplazadas por la laberíntica confusión del río Harlem. El tren avanzaba a través del crepúsculo, dejando atrás medio centenar de alegres calles sudorosas en la parte alta de East Side, cada una de ellas pasando ante la ventanilla del departamento como si fuera el espacio entre dos radios de una rueda gigantesca, cada una de ellas con su vigorosa revelación colorista de niños pobres pululando en febril actividad como relucientes hormigas en callejones de arena roja. Por las ventanas de las casas se asomaban madres obesas, con forma de luna, constelaciones de aquel sórdido cielo; mujeres como oscuras joyas imperfectas, mujeres como hortalizas, mujeres como grandes bolsas de abominable ropa sucia.
—Me gustan estas calles —hizo notar Anthony en voz alta—. Siempre tengo la impresión de que se trata de una representación montada ex profeso para mí; como si nada más pasar yo, todos fuesen a dejar de saltar y reír para ponerse muy tristes, recordando lo pobres que son, y volver a sus casas cabizbajos. Es una impresión que se tiene con frecuencia en el extranjero, pero muy pocas veces en este país.
En una calle de altos edificios y mucha actividad, Anthony leyó una docena de nombres judíos en una fila de tiendas; en cada puerta había un hombrecillo oscuro contemplando a los transeúntes con ojos atentos; ojos brillantes por la sospecha, por el orgullo, por la avaricia, por la capacidad de comprender. Anthony no podía disociar
ya Nueva York de la lenta ascensión de estas gentes; las pequeñas tiendas, creciendo, extendiéndose, afianzándose, trasladándose, controladas con ojos de halcón y con la atención de las abejas para los detalles, se difundían por todas partes. Era impresionante, y visto en perspectiva resultaba tremendo.
La voz de Gloria interrumpió sus pensamientos de manera extrañamente apropiada:
—Me pregunto dónde habrá pasado Bloeckman el verano.

 

El apartamento

Después de las certezas de la juventud se llega a un período de intensa e intolerable complejidad. Para el dependiente de ultramarinos este período es tan breve que casi resulta despreciable. Hombres en una posición más alta en la escala social resisten más tratando de conservar detalles elementales de las relaciones humanas, de retener ideas «poco prácticas» sobre la integridad. Pero para cuando se acercan los treinta, el problema se ha complicado demasiado, y lo que hasta entonces ha sido inminente y desconcertante se vuelve remoto y oscuro. La rutina desciende como el crepúsculo sobre un paisaje demasiado áspero, suavizándolo hasta hacerlo tolerable. La complejidad es demasiado sutil, demasiado diversa; los valores cambian completamente con cada disminución de la vitalidad; empieza a resultar claro que el pasado no nos enseña nada con que enfrentarnos al futuro; así que renunciamos a ser hombres impulsivos, capaces de dejarnos convencer, interesados en distinguir con precisión lo que es éticamente cierto; sustituimos las ideas de integridad por reglas de conducta, valoramos más la seguridad que la aventura romántica, nos hacemos, de manera perfectamente inconsciente, pragmáticos. Quedan tan solo unos pocos que se preocupen tenazmente de los
matices en las relaciones humanas… e incluso esos pocos, únicamente en ciertas horas especialmente reservadas para esa tarea.
Anthony Patch había dejado de ser una persona dispuesta a las aventuras mentales, una persona con curiosidad, y se había convertido en otra con fuertes inclinaciones y prejuicios, deseoso de conservar su serenidad emocional. Este cambio gradual se había producido durante los últimos años, viéndose acelerado por una sucesión de ansiedades que agobiaban su mente. Estaba, en primer lugar, la sensación, siempre latente en él, de haber malgastado el tiempo, reavivada ahora por lo delicado de su situación. En los momentos de inseguridad le obsesionaba la idea de que, después de todo, la vida tuviera un significado. En los años inmediatos a cumplir los veinte, el convencimiento de la futilidad del esfuerzo, y de la sabiduría que implicaba rechazarlo, se había visto confirmado tanto por las filosofías que admiraba como por su amistad con Maury Noble y, más adelante, por su convivencia con Gloria. Sin embargo, había habido ocasiones —inmediatamente antes de conocer a su mujer, por ejemplo, y cuando su abuelo sugirió que se marchara a Europa como corresponsal de guerra— en las que el descontento casi lo había llevado a hacer algo positivo.
Un día, poco antes de que abandonaran Marietta definitivamente, al ojear distraídamente un Boletín de Antiguos Alumnos de Harvard, halló una columna con información sobre lo que sus compañeros habían estado haciendo en los seis años desde que salieran de la universidad. La mayoría se dedicaba a los negocios, era cierto, y varios estaban convirtiendo a los paganos de China o América a un nebuloso protestantismo; pero también descubrió que unos pocos trabajaban constructivamente en tareas tan distantes de la sinecura como de la ocupación rutinaria. Calvin Boyd, por ejemplo,
apenas terminados los estudios de medicina, había descubierto un nuevo tratamiento para el tifus y se hallaba en Europa, paliando algunos de los efectos de la civilización que las Grandes Potencias habían introducido en Serbia. También estaba Eugene Bronson, cuyos artículos en The New Democracy lo iban definiendo como un hombre con ideas capaces de trascender tanto el vulgar oportunismo como la histeria popular; estaba un individuo llamado Daly, que había sido separado del claustro de profesores de una virtuosa universidad por predicar doctrinas marxistas en sus aulas: en el arte, en la ciencia, en la política, Anthony veía aparecer las auténticas personalidades de su época; estaba incluso Severance, estrella del equipo de fútbol, quien, después de alistarse en la Legión Extranjera, había dado su vida en el Aisne como quien hace la cosa más natural del mundo.
Anthony dejó el Boletín y pensó durante un rato en aquellos hombres. En su época de integridad Anthony hubiese defendido su personal actitud contra viento y marea… hubiese exclamado —un Epicuro en nirvana— que luchar era creer y que creer era limitarse. Le hubiese repugnado tanto ir a la iglesia porque la perspectiva de la inmortalidad le resultase gratificante como entrar en el negocio del cuero porque la necesidad de competir significara una salvaguarda contra la infelicidad. Pero en el momento presente Anthony carecía ya de tan delicados escrúpulos. Aquel otoño, al iniciar el año veintinueve de su vida, se inclinaba a no dar entrada en su mente a muchas cosas, a evitar cualquier examen en profundidad de motivaciones y causas primeras, y sobre todo, deseaba apasionadamente sentirse a salvo del mundo y de sí mismo. No le gustaba nada estar solo y, como ya se ha dicho, con frecuencia le asustaba quedarse a solas con Gloria.
Debido al abismo que la visita de su abuelo había abierto ante sus pies, y de la consiguiente repugnancia que le
inspiraba su reciente modo de vida, era inevitable que buscara en aquella ciudad repentinamente hostil los amigos y los lugares que en otro tiempo le habían parecido más cordiales y seguros. Su primer paso fue un desesperado intento de recuperar su antiguo apartamento.
En la primavera de 1912 Anthony había firmado un contrato de arrendamiento por cuatro años, con una renta anual de mil setecientos dólares, y opción para renovarlo. El contrato había expirado aquel mes de mayo. Cuando Anthony alquiló por primera vez el apartamento, las habitaciones no eran más que puras posibilidades, apenas discernibles como tales, pero él se había percatado de su existencia, conviniendo en el contrato que el propietario y él invertirían cada uno cierta cantidad en hacer mejoras. Los alquileres habían subido en los últimos cuatro años y cuando aquella primavera Anthony renunció a su opción, el propietario, un tal Mr. Sohenberg, se dio cuenta de que podía pedir mucho más dinero por aquel apartamento tan atractivo. Consiguientemente, cuando Anthony fue a verlo en septiembre, Sohenberg le ofreció un contrato de tres años con un alquiler anual de dos mil quinientos dólares. A Anthony aquello le pareció excesivo. Significaba que tendrían que dedicar más de la tercera parte de sus ingresos a pagar la renta. En vano argumentó que el nuevo atractivo del apartamento se había conseguido gracias a su dinero y a sus ideas sobre la redistribución.
En vano ofreció dos mil dólares, hasta dos mil doscientos, aunque difícilmente podían permitírselo: Mr. Sohenberg se mostró inflexible. Al parecer, otros dos caballeros estaban interesados; precisamente era el tipo de apartamento más en demanda aquellos días, y desde un punto de vista comercial carecería de justificación cedérselo a Mr. Patch. Además, aunque nunca había llegado a mencionarlo antes, otros inquilinos se habían quejado del ruido durante el invierno anterior… personas
cantando y bailando a altas horas de la noche, ese tipo de cosas.
Rabiando interiormente, Anthony se apresuró a volver al Ritz para informar de su fracaso a Gloria.
—¡Te imagino perfectamente —estalló Gloria—, dejándote pisotear por él!
—¿Qué podía decir?
—Podías haberle dicho la clase de persona que es. Yo no se lo hubiera permitido. ¡Ningún otro hombre en el mundo lo hubiese aguantado! Dejas que la gente te dé órdenes, que te engañe y te intimide y se aproveche de ti como si fueras un niñito indefenso. ¡Es absurdo!
—Por lo que más quieras, no te enfades conmigo.
—Ya lo sé, Anthony, pero ¡es que te comportas de una manera tan estúpida!
—Es posible. De todas formas, no podemos pagar ese apartamento. Pero todavía es peor seguir viviendo en el Ritz.
—Tú fuiste el que insistió en venir aquí.
—Sí, porque sabía que te sentirías muy desgraciada en un hotel barato.
—¡Por supuesto que sí!
—En cualquier caso tenemos que encontrar un sitio donde vivir.
—¿Cuánto podemos pagar? —preguntó ella.
—Bueno, podríamos incluso pagar el precio que nos pide por el apartamento vendiendo más bonos, pero anoche acordamos que hasta que no consiga algún trabajo definido, no…
—Todo eso ya lo sé. Te pregunto cuánto podemos pagar contando solo con nuestros ingresos.
—Dicen que no se debe pagar más de la cuarta parte.
—¿Y cuánto es la cuarta parte?
—Ciento cincuenta dólares.
—¿Quieres decir que solo contamos con seiscientos dólares al mes? —Su tono de voz se hizo perceptiblemente más bajo.
—¡Naturalmente! —le contestó él enfadado—. ¿Crees que podemos gastar más de doce mil dólares al año sin reducir el capital?
—Sabía que habíamos vendido bonos, pero… ¿nos hemos gastado todo eso al año? ¿Cómo es posible? —Su asombro creció de punto.
—Si quieres puedo revisar esos libros de cuentas que llevamos con tanto cuidado —observó él irónicamente, para añadir después—: Dos alquileres buena parte del tiempo, ropa, viajes; sin ir más lejos, cada una de las primaveras que pasamos en California costaron alrededor de cuatro mil dólares. El maldito coche fue un gasto continuo desde el principio hasta el fin. Y fiestas y diversiones y… bueno, unas cosas y otras.
Los dos se habían excitado mucho y se sentían tremendamente deprimidos. La situación parecía peor al contársela a Gloria de viva voz de lo que Anthony había creído al percatarse de ella por primera vez.
—Tienes que ganar algún dinero —dijo ella de repente.
—Ya lo sé.
—Y tienes que hacer otro intento de ver a tu abuelo.
—Lo haré.
—¿Cuándo?
—En cuanto nos hayamos instalado.
Se mudaron una semana después. Habían alquilado un pequeño apartamento en la calle Cincuenta y siete por ciento cincuenta dólares al mes. Incluía un dormitorio, una sala de estar, una cocina diminuta y un cuarto de baño, y formaba parte de un descarnado edificio de apartamentos de piedra blanca; aunque las habitaciones eran demasiado pequeñas para colocar los mejores muebles de Anthony, estaban limpias, eran nuevas y, de una manera higiénica y algo aséptica, no carecían completamente de atractivo. Bounds había vuelto a Europa para alistarse en el ejército británico, y en su lugar toleraban más que disfrutaban de los servicios de una irlandesa de huesos prominentes a quien Gloria odiaba porque narraba las glorias del Sinn Fein mientras servía el desayuno. Pero ambos habían jurado prescindir de criados japoneses, y los ingleses resultaban muy difíciles de obtener por el momento. Como Bounds, la irlandesa les preparaba únicamente el desayuno. Las otras comidas las hacían en restaurantes y hoteles.
Lo que finalmente obligó a Anthony a trasladarse a toda prisa a Tarrytown fue la noticia, aparecida en varios periódicos de Nueva York, de que Adam Patch, el multimillonario, el filántropo, el venerable renovador moral, estaba muy enfermo y no se confiaba en su restablecimiento.

 

El gatito

Anthony no consiguió ver a su abuelo. Las instrucciones de los médicos, le dijo Mr. Shuttleworth (que se ofreció amablemente a hacerse cargo de cualquier mensaje que Anthony quisiera confiarle y de transmitírselo a Adam Patch cuando su salud lo permitiera), eran que el anciano
no debía hablar con nadie. Pero mediante claras insinuaciones confirmó la melancólica conclusión a que Anthony había llegado ya: el nieto pródigo resultaría particularmente inoportuno junto al lecho del enfermo. En un momento de la conversación, Anthony, recordando las precisas instrucciones recibidas de Gloría, inició un gesto como de apartar por la fuerza al secretario, pero Shuttleworth, con una sonrisa, puso de relieve sus musculosos hombros, y Anthony comprendió cuán inútil resultaría semejante intento.
Sintiéndose abyectamente amedrentado regresó a Nueva York, donde marido y mujer pasaron una semana de absoluta intranquilidad. Un pequeño incidente que ocurrió una noche sirvió para indicar hasta qué punto sus nervios estaban en tensión.
Al cruzar por una travesía camino de casa después de cenar, Anthony vio a un gato callejero que merodeaba cerca de una valla.
—Siempre siento la tentación de pegar patadas a los gatos —dijo sin saber muy bien por qué.
—A mí me gustan.
—Una vez no pude contenerme.
—¿Cuándo?
—Hace años, antes de conocerte. Una noche en el entreacto de un espectáculo. Hacía frío, igual que hoy, y yo estaba un poco alegre… una de las primeras veces que me emborrachaba —añadió—. El pobre bicho estaba buscando un sitio para dormir, imagino, y yo estaba de muy malhumor, así que me apeteció darle una patada…
—¡Pobrecillo! —exclamó Gloria, sinceramente conmovida.
—No estuvo nada bien —admitió él—. El pobre animal se volvió y me miró con ojos suplicantes, como esperando que lo cogiera y cuidase de él (no era más que un gatito) y antes de que se diese cuenta se le vino encima un pie enorme que le golpeó en el lomo…
Gloria dejó escapar una exclamación llena de angustia.
—Era una noche muy fría —continuó Anthony, malévolamente, siempre con un tono de voz apropiadamente melancólico—. Imagino que esperaba afecto de alguien y solo recibió dolor…
Se interrumpió bruscamente… Gloria estaba sollozando. Habían llegado a casa, y cuando entraron en el apartamento, su mujer se arrojó sobre el sofá como si las palabras de Anthony la hubieran herido en un punto vital.
—¡Pobre gatito! —repetía lastimosamente—. En una noche tan fría…
—Gloria…
—¡No te acerques a mí! Por favor, no te acerques a mí. Tú mataste a aquel pobre gato.
Conmovido, Anthony se arrodilló junto a ella.
—Querida —dijo—. Gloria, cariño. No es verdad. Me lo he inventado todo… de principio a fin.
Pero Gloria no quiso creerle. Había algo en los detalles utilizados para describir la escena que la hizo seguir llorando aquella noche hasta quedarse dormida; que la hizo llorar por el gatito, por Anthony, por ella misma, por el dolor y la amargura y la crueldad del mundo entero.

 

La desaparición de un moralista americano

El viejo Adam murió a medianoche, un día de finales de noviembre, con una piadosa alabanza a su Dios entre los descarnados labios. Él, que había recibido tantas lisonjas,
se extinguió adulando a la Omnipotente Abstracción a quien según él se imaginaba quizá había ofendido en los momentos más lascivos de su juventud. Se anunció que había concertado algún tipo de armisticio con la Deidad, y aunque los términos del acuerdo no llegaron a hacerse públicos, se sospechaba que figuraba entre ellos una cuantiosa suma de dinero en efectivo. Todos los periódicos publicaron su biografía, y dos añadieron breves comentarios editoriales sobre su gran valía, y su participación en el drama del desarrollo industrial, durante el cual Adam Patch había alcanzado la madurez. También mencionaron cautelosamente las reformas que había apoyado y financiado. Se resucitó el recuerdo de Comstock y de Catón el Censor y se les hizo desfilar como fantasmas macilentos por las columnas de letra impresa.
Todos los periódicos hicieron notar que no tenía más familia que su nieto, Anthony Comstock Patch, residente en Nueva York.
El entierro se efectuó en el panteón familiar de Tarrytown. Anthony y Gloria tomaron asiento en el primer carruaje, demasiado preocupados para sentirse grotescos, ambos tratando desesperadamente de extraer algún presagio de fortuna de las caras de los servidores que habían permanecido con él hasta el final.
Aguardaron una frenética semana por razones de decoro, y luego, al no recibir la menor notificación de ningún tipo, Anthony telefoneó al abogado de su abuelo. Mr. Brett no estaba en su despacho… se esperaba que regresase al cabo de una hora. Anthony dejó su número de teléfono.
Era el último día de noviembre, con un frío seco en la calle, y un sol sin brillo asomándose, desolado, a las ventanas. Mientras esperaban la llamada, aparentemente enfrascados en la lectura, la atmósfera, dentro y fuera,
parecía también esforzarse por dar credibilidad a aquella patética mentira. Después de una interminable espera sonó el teléfono, y Anthony, dando un violento respingo, descolgó el auricular.
—Diga… —Su voz sonó tensa y hueca—. Sí… dejé recado. Por favor, ¿con quién hablo…? Sí… Verá usted, se trata de la herencia. Como es lógico, estoy interesado, y no he recibido ningún aviso sobre la lectura del testamento… Se me ocurrió que quizá no tuviera usted mi dirección. ¿Cómo…? Sí…
Gloria se puso de rodillas. Los intervalos entre las frases de Anthony eran como torniquetes aplicados a su corazón. Descubrió que estaba retorciendo, impotente, los botones de un cojín de terciopelo. Luego:
—Eso es… eso es muy, muy extraño… verdaderamente extraño. ¿Ni siquiera una… mención o algún motivo para…?
La voz de Anthony sonaba muy débil y lejana. Gloria dejó escapar un sonido muy tenue, mitad jadeo, mitad sollozo.
—Sí, ya veré… De acuerdo, gracias… gracias…
La comunicación se interrumpió. Los ojos de Gloria, que miraban al suelo, vieron cómo los pies de Anthony deformaban el contorno de una mancha de sol sobre la alfombra. Ella se puso en pie y lo miró con serenos ojos grises al mismo tiempo que él la rodeaba con sus brazos.
—Cariño —susurró Anthony con voz ronca—. ¡Lo ha hecho, que Dios lo maldiga!

 

Al día siguiente

—¿Quiénes son los herederos? —preguntó Mr. Haight—. Comprenda usted que si me da tan poca información…
Mr. Haight era alto, cargado de espalda y cejijunto. Se lo habían recomendado como abogado astuto y tenaz.
—Mis noticias son muy vagas —contestó Anthony—. Un hombre llamado Shuttleworth, que era una especie de favorito suyo, ha quedado a cargo de todo como administrador o depositario o algo parecido… todo menos los legados directos para obras de caridad y las disposiciones relativas a los criados y a esos dos primos de Idaho.
—¿Cuál era exactamente el grado de parentesco con esos primos?
—Tercero o cuarto, por lo menos. Yo no había oído nunca hablar de ellos.
Mr. Haight movió la cabeza comprensivamente.
—¿Y usted quiere oponerse a una estipulación del testamento?
—Supongo que sí —admitió Anthony con muy poca seguridad—. Quiero hacer lo que ofrezca más esperanzas… eso es lo que espero que usted me diga.
—¿Quiere que se rechace la validación del testamento?
—Ahí me pilla usted. No tengo ni la menor idea de lo que es «validación». Quiero una parte de la herencia.
—¿Por qué no me cuenta algunos detalles más? Por ejemplo, ¿conoce usted la razón para que lo desheredase el testador?
—Bueno… sí —comentó Anthony—. Mi abuelo estaba siempre obsesionado con la reforma moral y todo eso…
—Lo sé —le interrumpió Mr. Haight sin el menor asomo de ironía.
… creo que nunca tuvo muy buena opinión de mí. No me he dedicado a los negocios, ¿comprende? Pero estoy seguro de que hasta el verano pasado era uno de los herederos. Mi mujer y yo teníamos una casa en Marietta, y una noche al
abuelo se le ocurrió la idea de venir a vernos. Dio la casualidad de que estábamos celebrando una fiesta bastante animada y él se presentó sin avisar. Bueno, lo cierto es que echó una ojeada alrededor, él y ese tal Shuttleworth, dio media vuelta y regresó a toda prisa a Tarrytown. A partir de entonces no contestó a mis cartas y ni siquiera me permitió verlo.
—Era partidario de la prohibición, ¿no es eso?
—Estaba en contra de todo lo imaginable… un maníaco religioso de pies a cabeza.
—El testamento que lo ha desheredado, ¿se redactó mucho antes de la muerte de su abuelo?
—No, hace poco… quiero decir, después de agosto.
—¿Y usted cree que la principal razón para no dejarle la mayor parte de la herencia ha sido el disgusto producido por algunas acciones suyas muy recientes?
—Sí.
Mr. Haight reflexionó. ¿Con qué base creía contar Anthony para iniciar una acción legal contra el testamento?
—Bueno, ¿no hay algo acerca de influencia negativa?
—La influencia indebida es un motivo… pero es el más difícil. Habría que demostrar que se ejerció una presión tal como para que el difunto se viera obligado a disponer de su patrimonio en contra de sus intenciones…
—Bien, supongamos que el tal Shuttleworth arrastró a mi abuelo hasta Marietta cuando pensaba que estábamos en medio de algún tipo de celebración…
—Eso no tendría ningún valor en este caso. Existe una distinción muy clara entre consejo e influencia. Habría que probar que el secretario obraba con mala intención. Yo sugeriría algún otro argumento. La validación de un
testamento se rechaza automáticamente en caso de locura, embriaguez —aquí Anthony sonrió—, o debilidad mental en razón de una prematura senectud.
—Pero —objetó Anthony—, como su médico particular es uno de los beneficiarios, declarará que no existía tal debilidad mental. Y tendrá razón. De hecho, mi abuelo hizo probablemente con su dinero lo que pensaba hacer… está totalmente de acuerdo con el resto de su vida…
—Bueno, la verdad es que debilidad mental viene a ser algo muy parecido a influencia indebida… implica que no se ha dispuesto del patrimonio como se pensaba hacerlo en un principio. El fundamento más frecuente es la coacción… si ha existido presión de tipo físico.
Anthony movió la cabeza negativamente.
—Mucho me temo que eso no tenga grandes posibilidades. Lo que a mí me parece mejor es influencia indebida.
Después de un análisis más detallado, que llegó a hacerse tan técnico como para resultarle prácticamente ininteligible, el joven Patch aceptó los servicios de Mr. Haight como asesor legal. El abogado propuso una entrevista con Shuttleworth, quien, juntamente con Wilson, Heimer y Hardy, era albacea testamentario. Anthony tendría que volver aquella misma semana.
Se había llegado a saber que el patrimonio de Adam Patch ascendía aproximadamente a cuarenta millones de dólares. El legado de mayor cuantía para una persona aislada era de un millón, y su beneficiario, Edward Shuttleworth, que recibiría además un sueldo de treinta mil dólares al año como administrador de un fondo fiduciario de treinta millones, que distribuiría prácticamente a su arbitrio entre diversas obras de caridad y sociedades reformadoras. Los restantes nueve millones se dividían
entre los dos primos de Idaho y unos veinticinco beneficiarios más: amigos, secretarios, sirvientes y empleados que, en diferentes ocasiones, se habían ganado la confianza de Adam Patch.
Al cabo de otros quince días, Mr. Haight, después de fijar el anticipo por sus honorarios en quince mil dólares, inició los preparativos para entablar una acción legal en contra del testamento.

 

El invierno del descontento

Antes de que llevaran dos meses viviendo en el pequeño apartamento de la calle Cincuenta y siete, Gloria y Anthony descubrieron que sus habitaciones —de la misma manera indefinible pero casi material— habían llegado a contaminarse como la casa gris de Marietta. Estaba el sempiterno olor a tabaco (los dos fumaban incesantemente) que se agarraba a la ropa, a las mantas, a las cortinas y a las alfombras cubiertas de ceniza. A esto había que añadir los molestos efluvios a vino rancio, con su inevitable sugerencia de belleza echada a perder y de juergas que se recuerdan con disgusto. En el aparador había un determinado juego de copas de cristal en las que el olor resultaba particularmente intenso, y en la habitación principal la mesa de caoba estaba cubierta de círculos blancos en los sitios donde se habían dejado vasos y copas. Daban fiestas con frecuencia; los invitados rompían cosas, vomitaban en el cuarto de baño de Gloria, derramaban el vino y ensuciaban la cocina de manera inconcebible.
Todas estas cosas eran parte habitual de su existencia. A pesar de las resoluciones de muchos lunes, a medida que se acercaba el fin de semana quedaba tácitamente entendido que era necesario celebrarlo con alguna especie de diversión profana. Cuando llegaba el sábado el asunto no se discutía, sino que llamaban a algún amigo suficientemente irresponsable y sugerían una cita.
Únicamente después de estar reunidos y de haber sacado las botellas, Anthony murmuraba con aire indiferente: «Creo que yo solo tomaré un whisky con soda…».
Luego se pasaban dos días fuera de casa, descubriendo en un amanecer invernal que habían sido los componentes más ruidosos y destacados del grupo más ruidoso y llamativo del Boul’ Mich’, o del Club Ramée, o de otros locales de diversión mucho menos exigentes sobre las manifestaciones de júbilo de su clientela. También descubrían que, de algún modo, habían malgastado ochenta o noventa dólares; ¿cómo?, nunca lo sabían; habitualmente lo achacaban a la general penuria de los «amigos» que los habían acompañado.
Empezó a ser frecuente que los más sinceros de sus amigos los reconvinieran durante la misma celebración de una fiesta, pintando un final sombrío para los dos, ligado a la pérdida de la belleza de Gloria y al deterioro físico de Anthony.
El relato de la juerga bruscamente interrumpida en Marietta se había filtrado, por supuesto, con todo detalle —«Muriel no tiene intención de contárselo a todas las personas que conoce —le dijo Gloria a Anthony—, y cada vez que se lo cuenta a alguien, piensa que es la única persona a la que se lo va a contar»—, y, adornado con un velo perfectamente diáfano, llegó a encontrar sitio destacado en la sección Town Tattle de una conocida revista. Cuando se hizo público el contenido del testamento de Adam Patch y los periódicos publicaron sueltos sobre la acción legal iniciada por Anthony, la historia quedó maravillosamente redondeada… para infinito descrédito del joven Patch. Gloria y él empezaron a oír rumores sobre sí mismos procedentes de todas partes; rumores fundados normalmente en un atisbo de verdad, pero recubierta siempre de absurdos y siniestros detalles.
Exteriormente ninguno de los dos presentaba signos de deterioro. Gloria a los veintiséis era todavía la Gloria de los veinte; su cutis un marco lleno de lozanía para sus ojos inocentes; su cabello, todavía un prodigio infantil que se iba oscureciendo lentamente, para pasar del maíz a un intenso color de oro bermejo; su cuerpo esbelto sugiriendo siempre el de una ninfa que corriera y danzara por bosquecillos órficos. Los ojos masculinos la seguían a docenas con miradas de fascinación cada vez que cruzaba el vestíbulo de un hotel o el pasillo de un teatro. Los hombres pedían serle presentados, caían en prolongados estados de sincera admiración, le hacían la corte con toda claridad… porque Gloria era todavía una criatura de exquisita e increíble belleza. Por su parte, Anthony había más bien ganado que perdido en apariencia; su rostro había adquirido cierto intangible aire de tragedia, en romántico contraste con su pulcra e inmaculada manera de vestirse y arreglarse.
A principios del invierno, cuando todas las conversaciones giraban sobre las probabilidades de que Estados Unidos entrara en guerra, y cuando Anthony hacía un desesperado y sincero intento de escribir, Muriel Kane llegó a Nueva York y fue inmediatamente a verlos. Al igual que Gloria, también ella parecía no cambiar nunca. Sabía los últimos modismos populares, conocía los últimos pasos de baile y hablaba de las últimas canciones y obras de teatro con todo el fervor de su primer año de ocio en Nueva York. Su timidez era eternamente nueva, eternamente inútil; su manera de vestir, exagerarla; y ahora llevaba el pelo en melena corta, igual que Gloria.
—He venido para el baile de gala en New Haven — anunció, haciéndoles partícipes de su delicioso secreto. Aunque era sin duda mayor que todos los chicos de la universidad, siempre conseguía algún tipo de invitación,
imaginándose vagamente que en la próxima fiesta se iniciaría el flirt que culminaría en el romántico altar.
—¿Dónde has estado? —preguntó Anthony, a quien Muriel siempre conseguía divertir.
—En Hot Springs. Mucha elegancia y animación este otoño… ¡más hombres!
—¿Estás enamorada, Muriel?
—¿Qué quieres decir con «enamorada»? —Aquella era la pregunta retórica del año—. Voy a deciros algo —añadió, cambiando bruscamente de tema—. Supongo que no es asunto mío, pero creo que va siendo hora de que os portéis juiciosamente.
—¡Pero si ya lo hacemos!
—¡Claro, naturalmente! —se burló ella con socarronería —. En todos los sitios donde voy oigo historias de vuestras aventuras. Os aseguro que he pasado momentos muy difíciles tratando de defenderos.
—No tenías que haberte molestado — dijo Gloria fríamente.
—No digas eso, Gloria —protestó ella—, sabes que soy una de vuestras mejores amigas.
Gloria guardó silencio. Muriel continuó:
—El problema no es que una mujer beba, sino, más bien, como Gloria es tan bonita, y hay por todas partes tanta gente que la conoce de vista, que resulta naturalmente llamativo…
—¿Qué es lo que has oído últimamente? —preguntó Gloria, permitiendo que la dignidad cediera ante la curiosidad.
—Por ejemplo, que aquella fiesta en Marietta mató al abuelo de Anthony.
Instantáneamente marido y mujer se sintieron terriblemente incómodos.
—¡Pero eso es una atrocidad!
—Eso es lo que dicen —insistió Muriel, testarudamente.
Anthony empezó a pasearse por la habitación.
—¡Es absurdo! —declaró—. Las mismas personas que invitamos a nuestras fiestas van por ahí contando la historia a gritos como si fuera un chiste estupendo… y finalmente vuelve a nosotros en formas como esta.
Gloria recogió con el dedo un bucle rojizo que se le había salido de su sitio. Muriel pasó la lengua por el velo que llevaba mientras decidía cuál iba a ser su próximo comentario.
—Tenéis que tener un hijo.
Gloria alzó unos ojos llenos de cansancio.
—No podemos permitírnoslo.
—Todas las personas que viven en los suburbios los tienen —dijo Muriel triunfalmente.
Anthony y Gloria intercambiaron una sonrisa. Habían llegado ya a la etapa de las peleas violentas tras las que nunca llegaba a producirse la reconciliación; peleas que seguían ardiendo bajo las cenizas y estallaban de nuevo después de un intervalo o se extinguían por pura indiferencia… pero aquella visita de Muriel volvía a unirlos temporalmente. Cuando una tercera persona hacía observaciones sobre la intranquilidad en la que vivían, sus palabras se convertían en un estímulo para que se enfrentaran juntos con aquel mundo hostil. Lo que
resultaba ya muy poco frecuente era que el impulso hacia la reunión surgiera de dentro.
Anthony se descubrió asociando su propia existencia a la del ascensorista nocturno de la casa donde vivían, una persona de unos sesenta años, de barba rala, con aspecto de hallarse muy por encima del trabajo que realizaba. Probablemente había conseguido el empleo debido a aquella característica, que le convertía en una memorable y patética figura, en un símbolo del fracaso humano. Anthony recordó, sin que le divirtiera en absoluto, un antiquísimo chiste acerca de que en la carrera de un ascensorista había muchos altibajos; en cualquier caso se trataba de una vida de encierro y de infinita monotonía. Cada vez que ponía el pie en el ascensor, Anthony aguardaba conteniendo el aliento a que el anciano dijera: «Vaya, parece que hoy vamos a tener un poco de sol», pensando en lo poco que podría disfrutar de la lluvia o del sol en aquella pequeña jaula mal ventilada, en un vestíbulo sin ventanas y paredes color de humo.
Después de ser una figura sin relieve, el ascensorista alcanzó estatura trágica al dejar la vida que tan mezquinamente lo había tratado. Una noche aparecieron tres jóvenes pistoleros, lo ataron y lo dejaron en el sótano sobre una pila de carbón mientras ellos registraban el cuarto de los trastos. El conserje lo encontró sin sentido a la mañana siguiente a causa del frío. Cuatro días más tarde, falleció de neumonía.
Lo sustituyó un negro parlanchín de Martinica —de incongruente acento británico e inclinado a mostrarse desabrido— a quien Anthony detestaba cordialmente. La muerte del anciano ascensorista tuvo sobre él aproximadamente el mismo efecto que la historia del gatito había tenido sobre Gloria. Sirvió para recordarle la
crueldad de la vida en general y, en consecuencia, la creciente amargura de la suya propia.
Anthony estaba escribiendo… y haciéndolo por fin seriamente. Fue a ver a Dick y escuchó, durante una hora llena de tirantez, explicaciones sobre detalles de procedimiento que hasta entonces había considerado absolutamente desdeñables. Necesitaba dinero inmediatamente: todos los meses tenía que vender bonos para pagar las facturas. Dick se mostró franco y explícito:
—Por lo que se refiere a artículos sobre temas literarios en revistas de muy poca difusión, nunca te darán lo suficiente para pagar el alquiler. Por supuesto, si una persona tiene el don del humor, o la posibilidad de escribir una biografía importante, o algún conocimiento especializado, puede encontrar un filón y hacerse rico. Pero para ti no hay otra posibilidad que la narración. ¿Dices que te hace falta dinero inmediatamente?
—Así es.
—Bueno, necesitarías probablemente año y medio antes de empezar a ganar algún dinero con una novela. Inténtalo con narraciones breves de tipo popular. Y, por cierto, si no son excepcionalmente brillantes, tienen que resultar alegres y del lado de la artillería más pesada si quieres ganar dinero con ellas.
Anthony pensó en las más recientes producciones de Dick —publicadas en una revista mensual muy conocida—, que se ocupaba básicamente de las absurdas acciones de cierto tipo de monigotes rellenos de serrín que, según se afirmaba, eran personas de la sociedad de Nueva York, y que giraban, por regla general, sobre el problema de la pureza de la heroína a nivel técnico, con alusiones pretendidamente sociológicas a las «locas excentricidades de los cuatrocientos».
—Pero tus historias… —exclamó Anthony en voz alta, casi de manera involuntaria.
—Ah, eso es diferente —afirmó Dick, con gran asombro de su interlocutor—. Yo tengo ya una reputación, ¿comprendes?, así que estoy obligado a ocuparme de temas fuertes.
Anthony tuvo un sobresalto interior, dándose cuenta por aquella observación de lo mucho que Richard Caramel se había deteriorado. ¿Pensaba realmente que aquellas sorprendentes producciones suyas de última hora eran tan buenas como su primera novela?
Anthony regresó al apartamento y se puso a trabajar. Descubrió que el optimismo a ultranza no tenía nada de fácil. Después de media docena de vanos intentos fue a la biblioteca pública y durante una semana estudió los relatos que publicaba una revista popular. Luego, mejor preparado, escribió su primer cuento, El dictáfono del destino. Estaba basado en una de las pocas impresiones que aún conservaba de sus seis semanas en Wall Street el año anterior. Pretendía ser la risueña historia de un botones que, de manera completamente accidental, tarareaba una maravillosa melodía en el dictáfono. El cilindro con la grabación era descubierto por el hermano del jefe, un conocido productor de comedias musicales… para desaparecer inmediatamente. La parte central de la historia se ocupaba de la búsqueda del cilindro perdido, y concluía con el matrimonio del noble botones (ahora compositor de éxito) con miss Rooney, la virtuosa taquígrafa, mitad Juana de Arco y mitad Florence Nightingale.
Anthony había llegado a la conclusión de que era aquello lo que las revistas deseaban. Sus protagonistas eran los habituales y exóticos habitantes del mundo literario azul y rosa, sumergidos en un meloso argumento, incapaz de
ofender a un solo estómago de Marietta. El joven Patch mecanografió su cuento a doble espacio, esto último de acuerdo con los consejos de un folleto, El éxito como escritor al alcance de todos, por R. Meggs Widdlestien, que explicaba al ambicioso trabajador manual lo innecesario de cualquier futuro esfuerzo físico, ya que siguiendo su curso de seis lecciones podría ganar por lo menos mil dólares al mes.
Después de leérselo a una Gloria que daba claros síntomas de aburrimiento y de lograr de ella el inmemorial comentario de que era «mejor que muchas de las cosas que se publican», lo firmó irónicamente con el seudónimo «Giles de Sade», añadió el indicado sobre para la devolución y lo mandó por correo.
Dado el gigantesco esfuerzo que había necesitado para redactar la historia, Anthony decidió esperar a saber algo de ella antes de empezar la siguiente. Dick le había dicho que podían llegar a pagarle hasta doscientos dólares. Si por alguna casualidad no resultase apropiada, la carta del director, sin duda, le explicaría qué cambios habían de hacerse.
—Sin duda se trata del escrito más abominable que existe en la actualidad —dijo Anthony.
Es muy posible que el director de la revista estuviese de acuerdo con él. Le devolvió el manuscrito con una carta impresa rechazándolo. Anthony lo mandó a otra publicación y empezó una nueva narración. La segunda se titulaba Las puertas abiertas, y la escribió en tres días. Tenía que ver con el mundo sobrenatural: una pareja distanciada llegaba a reconciliarse gracias a una médium en un espectáculo de variedades.
En total fueron seis, seis desdichados y deplorables esfuerzos de «escribir para las masas» por parte de un
hombre que nunca había hecho un intento perseverante de escribir. Ninguno de los relatos contenía una chispa de vitalidad, y su rendimiento total en expresiones elegantes e ingeniosas estaba bastante por debajo del de cualquier columna de periódico. Durante su circulación por las revistas, los cuentos de Anthony recogieron en total treinta y una cartas impresas rechazándolos, que venían a ser como otras tantas lápidas mortuorias para los paquetes, semejantes a cadáveres, que encontraba tirados junto a la puerta de su casa.
A mediados de enero murió el padre de Gloria, y se trasladaron de nuevo a Kansas City; el viaje fue pésimo, porque Gloria se pasó todo el tiempo meditando amargamente, no sobre la muerte de su padre, sino sobre la de su madre. Una vez que estuvieron en orden los asuntos de Russell Gilbert, el joven matrimonio entró en posesión de unos tres mil dólares y de muchos muebles. Estos últimos se hallaban en un almacén, porque Mr. Gilbert había pasado sus últimos días en un pequeño hotel. Anthony hizo un nuevo descubrimiento acerca de Gloria debido a este fallecimiento. Durante el viaje hacia el este, su mujer se reveló, asombrosamente, como bilfista.
—Pero, Gloria —exclamó él—, no irás a decirme que crees en esas cosas.
—Bueno —dijo ella, desafiante—, ¿por qué no?
—Porque es… es fantástico. Sabes perfectamente que eres agnóstica en el más amplio sentido de la palabra. Te reirías de cualquier forma ortodoxa de cristianismo… y luego vienes con la afirmación de que crees en una estúpida regla sobre la reencarnación.
—¿Y qué más da que lo haga? Os he oído a ti y a Maury, y a todas las personas por cuya inteligencia siento un mínimo de respeto, mostraron de acuerdo en que la vida,
tal como se nos presenta, carece totalmente de sentido. Pero siempre me ha parecido que si yo estuviera aquí aprendiendo algo de manera inconsciente, quizá la vida tuviera un poco más de sentido.
—No estás aprendiendo nada… únicamente te sientes cansada. Y si necesitas una fe para suavizar las cosas, no recurras a los argumentos de un montón de mujeres histéricas. Una persona como tú no debería aceptar nada que no sea adecuadamente demostrable.
—La verdad no me interesa. Quiero un poco de felicidad.
—Eso está muy bien, pero si tienes un mínimo de inteligencia, la segunda tiene que estar refrendada por la primera. Cualquier alma cándida es capaz de engañarse con basura mental.
—Me da lo mismo —insistió Gloria, firme en sus trece—, y, lo que es más, no estoy proponiendo ninguna doctrina.
La discusión terminó desapareciendo por sí misma, pero Anthony se acordó de ella en varias ocasiones posteriormente. Le resultaba perturbador encontrar esta vieja creencia, que Gloria había asimilado evidentemente de su madre, reapareciendo de nuevo bajo su disfraz de idea innata.
Llegaron a Nueva York en marzo, después de pasar una semana muy cara y muy poco prudente en Hot Springs, y Anthony reanudó sus frustrados intentos de escribir narraciones. Al resultar cada vez más evidente para los dos que la vía de escape no iban a encontrarla por el camino de la literatura popular, se produjo un nuevo deterioro de su mutua confianza y aumentó su desánimo. Un complicado forcejeo estaba siempre en marcha entre los dos. Todos los esfuerzos por reducir gastos morían de pura inercia, y para marzo volvían ya a utilizar cualquier pretexto como excusa para una «fiesta». Adoptando una postura de temeridad,
Gloria dejó caer la sugerencia de que deberían gastarse alegremente todo el dinero que tenían hasta que se terminara… cualquier cosa antes que verlo desaparecer gota a gota sin sacarle el menor partido.
—Gloria, a ti te apetecen las fiestas tanto como a mí.
—A mí me da igual. Todo lo que hago está de acuerdo con mis ideas: usar cada minuto de estos años, mientras soy joven, para pasarlo lo mejor posible.
—¿Y después de eso?
—Después todo me dará lo mismo.
—No, no te dará lo mismo.
—Bueno, quizá… pero no podré hacer nada por remediarlo. Y hasta entonces me habré divertido.
—Entonces estarás en la misma situación que ahora. En cierta manera, ya nos hemos divertido, ya hemos armado suficiente alboroto, y ahora estamos pagando por ello.
Sin embargo, el dinero seguía desapareciendo. Después de dos días de jolgorio venían otros dos de acrimonia… un círculo cerrado que apenas admitía variaciones. Los repentinos frenazos, cuando se producían, daban como resultado habitual un estallido de laboriosidad por parte de Anthony, mientras Gloria, nerviosa y aburrida, se quedaba en la cama o se mordía las uñas distraídamente. Después de un día o poco más en esta situación, se volvían a citar con unos amigos, y luego… ¿qué más daba? ¡Aquella noche, aquel calor interior, la desaparición de la ansiedad y el convencimiento de que si el vivir no tenía sentido era, al menos, esencialmente romántico! El vino daba una especie de gallardía a su propio fracaso.
Mientras tanto el pleito progresaba lentamente, con interminables interrogatorios de los testigos y clasificación de pruebas. Los trámites previos para fijar el patrimonio ya
habían concluido. Mr. Haight no veía razón para que la causa no llegara a juicio antes del verano.
Bloeckman apareció por Nueva York a finales de marzo; había pasado casi un año en Inglaterra por asuntos relacionados con Films Par Excellence. Todavía continuaba en marcha su proceso de refinamiento en todos los órdenes: vestía un poco mejor, su entonación era más suave y sus modales ponían con toda claridad de manifiesto que las cosas más hermosas del mundo eran suyas por derecho natural e inalienable. Se presentó en el apartamento y les hizo una visita de una hora, en la que habló sobre todo acerca de la guerra; luego se marchó diciendo que volvería. Anthony no estaba en casa cuando fue a visitarlos por segunda vez, pero una Gloria excitada y embelesada al mismo tiempo recibió a su marido a última hora de la tarde.
—Anthony —empezó inmediatamente—, ¿seguirías oponiéndote a que me dedicara al cine?
Todo el ser de Anthony reaccionó contra la idea. Al imaginarla lejos de él, aunque se tratara tan solo de una posibilidad, la presencia de Gloria se convirtió de nuevo no ya en algo muy apreciado, sino desesperadamente necesario.
—¡Gloria, por favor…!
—Blockhead ha dicho que conseguiría meterme… pero que si quiero hacer algo tengo que empezar ahora. Solo quieren chicas jóvenes. ¡Piensa en el dinero, Anthony!
—Para ti… sí. Pero ¿y yo?
—¿No sabes que todo lo que yo tenga también será tuyo?
—¡Es una profesión infernal! —estalló el Anthony infinitamente circunspecto, defensor de la moral—, y la gente que trabaja en ella todavía peor. Y estoy más que cansado de que ese tal Bloeckman venga aquí a meterse
donde no lo llaman. Aborrezco todo lo que tenga que ver con el teatro.
—¡Esto no es teatro! Es otra cosa completamente distinta.
—¿Y qué se supone que tendré que hacer yo? ¿Ir persiguiéndote por todo el país? ¿Vivir de tu dinero?
—Si no te gusta, gánalo tú mismo.
La conversación degeneró en una de sus peleas más violentas. Después de la consiguiente reconciliación y del inevitable período de inercia moral, Gloria comprendió que Anthony había matado el proyecto. Ninguno de los dos mencionó jamás la posibilidad de que la propuesta de Bloeckman no fuera en absoluto desinteresada, pero los dos sabían que se hallaba detrás de las objeciones de Anthony.
En abril Estados Unidos declaró la guerra a Alemania. Wilson y su gabinete —un gabinete que por su vulgaridad recordaba curiosamente a los doce apóstoles— soltaron los artificialmente hambrientos perros de la guerra, y la prensa empezó a gritar histéricamente contra la siniestra moral, la siniestra filosofía y la siniestra música producida por el temperamento teutónico. Los que se consideraban a sí mismos particularmente tolerantes hacían la sutil distinción de que era tan solo el gobierno alemán lo que provocaba su histeria; el resto se excitaba hasta lograr un estado de nauseabunda indecencia. Cualquier canción que incluyera la palabra «madre» y la palabra «káiser» tenía asegurado un éxito tremendo. Por fin todo el mundo tenía algo de qué hablar, y casi todos disfrutaban muchísimo, como si les hubiesen repartido papeles en una obra de teatro lúgubre y romántica.
Anthony, Maury y Dick mandaron solicitudes para ir a un campamento de formación de oficiales, y tanto Noble como
Caramel se sentían extrañamente exaltados y libres de todo reproche; hablaban entre sí, como si todavía fuesen estudiantes de universidad, de que la guerra era una excusa y una justificación para los aristócratas, e inventaban una imposible casta de oficiales, compuesta, al parecer, fundamentalmente, por los antiguos alumnos con más personalidad de tres o cuatro universidades del este del país. A Gloria le parecía que bajo aquella gigantesca luz roja que iluminaba a toda América, incluso Anthony adquiría un nuevo encanto.
El Décimo de Infantería, al llegar a Nueva York desde Panamá, se vio escoltado de salón en salón por patrióticos ciudadanos con gran desconcierto por su parte. Los militares procedentes de West Point empezaron a despertar interés por primera vez desde hacía años, y la impresión general era que todo resultaba glorioso, aunque todavía muy poco comparado con las cimas a las que se llegaría muy pronto, y que todo el mundo eran excelentes sujetos, y todas las razas, grandes razas —siempre con la excepción de los alemanes—, y en todos los estratos de la sociedad bastaba que los parias y los cabeza de turco se vistieran de uniforme para que familiares, examigos y completos desconocidos los perdonaran, los animaran y llorasen sobre su hombro.
Desgraciadamente, un médico de poca estatura pero muy preciso decidió que algo no andaba del todo bien con la presión arterial de Anthony. En conciencia no podía darle el pase para un campamento de formación de oficiales.

 

El laúd roto

Su tercer aniversario de boda pasó inadvertido y sin celebración alguna. Con el deshielo había llegado la tibieza de la primavera, que acabó derritiéndose en verano caluroso, hasta hervir por completo y evaporarse. En julio se presentó el testamento para su validación, y, al ser
impugnado, el juez del tribunal testamentario le asignó un período de sesiones para la vista del juicio. El asunto se prolongó hasta septiembre, debido a la dificultad para designar un jurado imparcial, dadas las susceptibilidades morales que entraban en juego. Para decepción de Anthony, cuando finalmente se pronunció el veredicto, fue en favor del testador, después de lo cual Mr. Haight notificó a Edward Shuttleworth que apelaría contra la sentencia.
Mientras el verano llegaba a su fin, Anthony y Gloria hablaron de las cosas que harían cuando el dinero fuese suyo, y de los sitios a los que irían después de la guerra, cuando estuviesen otra vez de acuerdo, porque los dos soñaban con una época futura en la que el amor, resurgiendo como el cisne de sus propias cenizas, viviera de nuevo en su misteriosa e insondable morada.
Anthony fue llamado a filas a principios de otoño, y el doctor que hizo el examen médico no habló para nada de una presión arterial demasiado baja. Todo resultó muy absurdo y triste cuando una noche le dijo a Gloria que, por encima de cualquier otra cosa, deseaba que lo mataran. Pero, como siempre, se compadecieron el uno del otro por las razones más absurdas en los momentos más inapropiados…
Decidieron que ella no fuera por el instante al campamento del sur donde iba destinado el contingente de Anthony. Gloria se quedaría en Nueva York para «usar el apartamento», ahorrar dinero y seguir de cerca la marcha del caso, pendiente ahora del tribunal de apelación, cuyo calendario de actuaciones, les explicó Mr. Haight, llevaba mucho retraso.
Su casi última conversación fue una absurda pelea sobre la adecuada división de sus ingresos; con una sola palabra cualquiera de los dos le hubiese dejado todo el dinero al otro. Típico del caos y confusión de sus vidas fue que la
noche de octubre en que Anthony se presentó en Grand Central Station para hacer el viaje al campamento, Gloria llegara solo a tiempo de saludarlo por encima de las ansiosas cabezas de la multitud. A la luz mortecina de los andenes cubiertos, sus miradas se buscaron a través de un mar de histerismo, viciado por gemidos medrosos y el olor a pobreza de las mujeres. Ambos debieron de reflexionar sobre el daño que se habían hecho mutuamente, acusándose cada uno a sí mismo de trazar aquella pauta sombría que los dos se veían obligados a seguir trágica y oscuramente. Al final, la distancia fue creciendo hasta que les resultó imposible ver las lágrimas del otro.

 

Próximo - Libro 3 Capítulo I

 

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