
Hermosos y malditos por F. Scott Fitzgerald - Simposio
Previo - Libro 2 Capítulo I
Libro Dos, Capítulo II
Gloria había conseguido adormecer la mente de Anthony. Ella, que parecía la más
lista y la más hermosa de las mujeres, colgaba como una brillante cortina
delante de sus puertas interiores, impidiendo que pasara la luz del sol. En
aquellos primeros años, lo que Anthony creía llevaba invariablemente la marca de
Gloria; él veía siempre el sol a través del dibujo de la cortina
Fue una especie de dejadez lo que les llevó un segundo verano a Marietta.
Durante la dorada primavera — dominados por una especie de inquietud y
perezosamente extravagantes— vagabundearon por la costa de California, uniéndose
de cuando en cuando con otros grupos y trasladándose de Pasadena a Coronado, y
de Coronado a Santa Barbara, sin otro propósito definido que el deseo de Gloria
de bailar con una música diferente o de captar alguna variación infinitesimal
entre los cambiantes colores del océano. Del Pacífico se alzaban para recibirlos
abruptas zonas rocosas y establecimientos hoteleros igualmente bárbaros, donde a
la hora del té uno puede adormecerse en un lánguido bazar de objetos de mimbre,
dignificado por la última moda deportiva de Southampton, Lake Forest, Newport y
Palm Beach. Y, mientras las olas se mezclaban y salpicaban y brillaban en la más
tranquila de las bahías, ellos se incorporaban a este grupo o a aquel, y con
ellos iban de una estación de ferrocarril a otra, quejándose siempre de las
extrañas e insustanciales diversiones que les aguardaban más allá del próximo
valle lleno de verdura y de árboles frutales.
Vivían con grupos de personas saludables y algo simples dedicadas al ocio. Los
mejores de entre los hombres tenían un aire estudiantil que no resultaba
desagradable; parecían
hallarse en una lista de perpetuos candidatos para alguna etérea fraternidad
universitaria ampliada de manera indefinida al mundo exterior. Las mujeres, de
belleza por encima de lo normal, frágilmente atléticas, eran de una total
ineptitud como anfitrionas, pero encantadoras e infinitamente decorativas como
huéspedes. Con serenidad y gracia bailaban al compás de los ritmos que
consideraban adecuados durante las tibias horas del té, realizando con cierta
dignidad movimientos horriblemente caricaturizados por dependientes y coristas a
todo lo largo y ancho del país. Parecía irónico que en este solitario y
desacreditado retoño de las artes, los americanos sobresalieran de manera
incuestionable.
Después de bailar y chapotear a lo largo de una pródiga primavera, Anthony y
Gloria descubrieron que habían gastado demasiado dinero y que tenían que
retirarse durante cierto tiempo. Estaba el «trabajo» de Anthony, decían ellos.
Casi antes de darse cuenta se hallaban otra vez en la casa gris, más conscientes
de que otros amantes habían dormido allí, de que otros nombres habían resonado
por encima de las barandillas y de que otras parejas se habían sentado en los
escalones del porche contemplando los campos de un verde grisáceo y la masa
negra de los bosques que quedaban detrás.
Anthony seguía siendo el mismo, más inquieto, inclinado a animarse tan solo bajo
el estímulo de varios whiskies y manifestando una leve, casi imperceptible,
apatía hacia su mujer. Gloria, por su parte, cumpliría veinticuatro años en
febrero y experimentaba un terror que resultaba muy atractivo pero que era
totalmente sincero. ¡Seis años para llegar a los treinta! Si hubiese estado
menos enamorada de Anthony, la sensación de paso del tiempo habría encontrado
expresión en un nuevo interesarse por otros hombres, en un deliberado propósito
de extraer un pasajero destello de ilusión romántica de cada posible amante que
la miraba
disimuladamente desde el otro lado de una resplandeciente mesa de comedor.
—Creo que si quisiera algo lo cogería —le dijo en una ocasión a Anthony—. Esa ha
sido siempre mi actitud. Pero te quiero a ti, de manera que no tengo sitio para
ningún otro deseo.
Iban en dirección este, a través de un estado de Indiana reseco y sin vida, y
Gloria había alzado los ojos de una de sus queridas revistas de cine para
encontrarse con que una conversación trivial se convertía de pronto en seria.
Anthony frunció el entrecejo mientras miraba por la ventanilla del tren. Al
cruzar la vía férrea una carretera secundaria, vio por unos instantes a un
granjero en su carro; estaba masticando una paja y era, al parecer, el mismo
granjero que ya habían dejado atrás una docena de veces, aguardando inmóvil,
dotado de un silencioso y maligno simbolismo. Al volverse hacia Gloria, el ceño
de Anthony se hizo más pronunciado.
—Me preocupas —protestó—; yo sí me imagino deseando a otra mujer bajo ciertas
circunstancias momentáneas, pero no me imagino cediendo a ese impulso.
—Pero yo no siento así las cosas, Anthony. No veo razón para oponer resistencia
a las cosas que quiero. Lo mío es no quererlas… es desearte solo a ti.
—Pero cuando pienso en que podrías encapricharte con alguien…
—¡No seas idiota! —exclamó ella—. No tendría nada de casual. Y ni siquiera soy
capaz de imaginarme la posibilidad.
Esto puso fin a la conversación de manera concluyente. El persistente afecto de
Anthony hacía que Gloria fuese más feliz en su compañía que en la de cualquier
otra
persona. Disfrutaba positivamente con él… lo quería. De manera que el verano
empezó de manera muy semejante a como se iniciara el anterior.
Había, sin embargo, un cambio radical en la familia. La escandinava de corazón
de hielo, cuya austera cocina y manera burlona de servir la mesa tanto habían
deprimido a Gloria, cedió el sitio a un japonés extraordinariamente eficiente
cuyo nombre era Tanalahaka, pero que confesaba atender a cualquier requerimiento
que incluyera el bisílabo «rana».
Tana era muy pequeño, incluso para ser japonés, y exhibía una concepción
relativamente ingenua de sí mismo como hombre de mundo. El día de su llegada,
procedente de la Acreditada Agencia Japonesa de Colocación R. Gugimoniki, Tana
llamó a Anthony a su habitación para enseñarle los tesoros de su baúl. Uno de
ellos era una voluminosa colección de tarjetas postales japonesas, que él se
mostraba dispuesto a explicar a su amo inmediatamente, una por una, y con gran
lujo de detalles. Entre ellas había media docena de contenido pornográfico y de
origen claramente americano, aunque, modestamente, los editores habían omitido
sus nombres, dejando el reverso completamente en blanco. Tana extrajo a
continuación algunos de sus trabajos manuales: unos pantalones americanos hechos
por él mismo, y dos juegos completos de ropa interior de seda. De manera
confidencial informó a Anthony sobre la utilización que pensaba dar a estos
últimos. El siguiente objeto fue una copia bastante aceptable de un grabado de
Abraham Lincoln, a cuyo rostro se había incorporado un inconfundible aire
japonés. En último lugar apareció una flauta; la había hecho él pero estaba
rota: Tana pensaba arreglarla muy pronto.
Después de este cortés ceremonial, que Anthony supuso ser originariamente
japonés, Tana pronunció una larga
perorata en inglés chapurreado sobre las relaciones entre amo y criado, de la
que Anthony dedujo que había trabajado en casas con mucha servidumbre, pero que
siempre se peleaba con sus compañeros porque no eran honestos. Dedicaron mucho
tiempo a la palabra «honestos», y de hecho los dos llegaron a enfadarse
bastante, porque Anthony insistía testarudamente en que Tana trataba de decir
«abejorros», llegando incluso al extremo de zumbar a la manera de una abeja y de
agitar los brazos para imitar el movimiento de sus alas.
Al cabo de tres cuartos de hora Anthony fue puesto en libertad con la amable
promesa de que continuarían aquellas charlas tan agradables y Tana le contaría
«cómo hacemos las cosas en mi país».
Esa fue la primera intervención del locuaz Tana en la casa gris… y, desde luego,
cumplió su promesa. Aunque concienzudo y honesto, era también, sin duda,
terriblemente pesado. Parecía incapaz de controlar la lengua, pasando a veces de
un párrafo al siguiente con una mirada casi de sufrimiento en sus ojillos
castaños.
Los domingos y los lunes por la tarde leía las historietas del suplemento
dominical de los periódicos. Una de ellas, en la que intervenía un chistoso
mayordomo japonés, le divertía enormemente, aunque insistía en que el
protagonista, que a Anthony le parecía claramente oriental, tenía en realidad
facciones americanas. La dificultad con las historietas era que cuando, ayudado
por Anthony, Tana lograba deletrear los rótulos de las tres últimas viñetas y
asimilaba su contenido con un recogimiento sin duda adecuado para la Crítica de
Kant, había olvidado por completo de qué trataban los primeros dibujos.
A mediados de junio Anthony y Gloria celebraron su primer aniversario con una
«cita». Anthony llamó a la puerta y Gloria corrió a abrirle. Luego se sentaron
juntos
en el sofá, diciéndose las ternezas que cada uno había inventado para el otro,
nuevas combinaciones de expresiones de afecto tan viejas como el mundo. Esta
«cita», sin embargo, no tuvo que culminar con el rito de un «Buenas noches»
apenas audible y su consiguiente éxtasis de pesadumbre.
A finales de junio, el horror lanzó a Gloria una mirada de soslayo, para luego
atacarla y darle un susto que supuso para su alma radiante un retroceso de media
generación. Después el horror fue desvaneciéndose lentamente, regresando a la
impenetrable oscuridad de donde había salido… pero llevándose, inexorablemente,
una porción de juventud.
Con infalible sentido de lo dramático, eligió una pequeña estación de
ferrocarril en una mísera aldea próxima a Portchester. El andén permanecía todo
el día tan despejado como una pradera, expuesto a la polvorienta luz del sol y a
las miradas del más molesto tipo de campesino: el que vive cerca de una gran
ciudad y ha logrado su barata elegancia sin alcanzar su urbanidad. Una docena de
aquellos patanes, de ojos enrojecidos y tan lúgubres como espantapájaros,
presenciaron el incidente. Sus obtusas mentes apenas comprendieron lo que
sucedía; los más insensibles lo tomaron por un vulgar chiste grosero, y los más
sensibles por una escena vergonzosa, pero, mientras tanto, sobre aquel andén,
una parte del esplendor del mundo se desvaneció para siempre.
Anthony había estado sentado con Eric Merrian junto a un frasco de whisky
durante toda la calurosa tarde de verano, mientras Gloria y Constance Merrian
nadaban y tomaban el sol en el Beach Club: la mujer de Eric bajo un toldo a
rayas, y Gloria tumbada sobre la suave arena caliente, bronceándose las
inevitables piernas. Más tarde los cuatro mordisquearon unos insignificantes
sándwiches;
luego Gloria se puso en pie, y dio un golpecito con la sombrilla en la rodilla
de Anthony para atraer su atención.
—Tenemos que irnos, querido.
—¿Ahora? —Anthony la miró contrariado. En aquel momento nada parecía tan
importante como holgazanear bajo el porche sombreado bebiendo whisky añejo,
mientras su anfitrión rememoraba interminablemente los manejos entre bastidores
de alguna olvidada campaña electoral.
—No nos queda otro remedio —repitió Gloria—. Tomaremos un taxi para ir a la
estación… ¡Vamos, Anthony! —exigió con tono algo más imperioso.
—Pero, quizá… —Merrian, su relato interrumpido, puso objeciones convencionales,
mientras insidiosamente llenaba el vaso de su huésped con una cantidad de whisky
que, a velocidad normal, hubiese tardado por lo menos diez minutos en beber.
Pero ante el tono disgustado con que Gloria dijo «¡De verdad, tenemos que
irnos!», Anthony se bebió el whisky de un trago, se puso en pie e hizo una
florida reverencia a la anfitriona.
—Parece que «tenemos» que irnos — dijo de bastante malhumor.
Un minuto más tarde iba siguiendo a Gloria por un sendero entre altos rosales,
mientras la sombrilla de su mujer rozaba suavemente el lozano follaje de junio.
Muy poco considerada, pensó Anthony cuando llegaron a la carretera. Con ofendida
ingenuidad decidió que Gloria no tendría que haber interrumpido un placer tan
inocente y tan sencillo. El whisky había logrado apaciguar y clarificar las
zonas de inquietud en el interior de su mente. Se le ocurrió que Gloria ya había
adoptado antes la misma actitud en varias ocasiones. ¿Iba él siempre a tener que
abandonar agradables episodios por un golpecito de su sombrilla o un simple
parpadeo? Su contrariedad se
desdibujó hasta convertirse en mala voluntad, que fue ascendiendo en su interior
como una irresistible burbuja. Pero Anthony permaneció silencioso, conteniendo
perversamente el deseo de hacer reproches. Hallaron un taxi delante del hotel y
fueron en silencio hasta la estación…
Fue entonces cuando Anthony supo lo que quería… Imponer su voluntad a aquella
muchacha fría e impenetrable, obtener con un magnífico esfuerzo un dominio que
parecía infinitamente deseable.
—¿Por qué no vamos a ver a los Barnes? —dijo sin mirar a Gloria—. No tengo ganas
de volver a casa.
Mistress Barnes, de soltera Rachel Jerryl, tenía una casa para el verano a unas
cuantas millas de Redgate.
—Estuvimos allí anteayer —contestó ella lacónicamente.
—Estoy seguro de que se alegrarían de vernos. —Se dio cuenta de que no había
conseguido un tono suficientemente firme, y alentándose a sí mismo, decidido a
no desfallecer, añadió—: Quiero ver a los Barnes. No tengo la menor gana de
volver a casa.
—Bueno; yo no tengo ninguna gana de ver a los Barnes.
De repente, se miraron fijamente el uno al otro.
—Vamos, Anthony —dijo ella, dando síntomas de irritación—, estamos a domingo por
la noche y lo más probable es que tengan invitados a cenar. ¿Por qué tendríamos
que presentarnos a esta hora…?
—Entonces, ¿por qué no nos hemos quedado con los Merrian? —estalló él—. ¿Por qué
irnos a casa cuando lo estábamos pasando francamente bien? Nos han pedido que
nos quedáramos a cenar.
—¿Qué otra cosa podían hacer? Dame dinero para que saque los billetes.
—¡Nilo sueñes! No estoy de humor para ir en ese maldito tren que está tan
caliente como un horno.
Gloria dio una patada sobre el andén.
—¡Anthony, te portas como si estuvieses borracho!
—En absoluto; estoy perfectamente sereno.
Pero su pronunciación resultaba un tanto borrosa y Gloria supo con certeza que
aquello no era cierto.
—Si estuvieses sereno me darías el dinero para los billetes.
Pero era demasiado tarde para hablarle de aquella manera. En la mente de Anthony
no dominaba ya más que una idea: Gloria estaba siendo egoísta, lo era siempre y
seguiría siéndolo a menos que allí y en aquel momento él demostrara ser su
dueño. Aquella era la ocasión de las ocasiones, ya que sin motivo alguno Gloria
lo había privado de un placer. Su decisión cristalizó, acercándose
momentáneamente a un odio sordo y malhumorado.
—No voy a subir al tren —dijo, la voz un poco temblorosa de indignación—. Vamos
a ir a ver a los Barnes.
—¡Yo no! —exclamó ella—. Si vas, me iré sola a casa.
—Vete entonces.
Sin añadir una palabra, Gloria se dio la vuelta en dirección a la ventanilla;
simultáneamente Anthony recordó que su mujer llevaba encima algún dinero y que
no era aquella la victoria que él quería, la victoria que él necesitaba. Dio un
paso hacia ella y la agarró del brazo.
—¡Escúchame! —murmuró—, ¡no vas a irte sola!
—Claro que sí… ¡Anthony! —exclamó Gloria al intentar soltarse y descubrir que él
le apretaba el brazo con más fuerza.
Él la contempló con ojos semicerrados y mirada malévola.
—¡Suéltame! —Su exclamación tenía un componente de rabia—. Si te queda algo de
decencia me soltarás.
—¿Por qué? —Anthony sabía por qué. Pero retenerla allí le producía un confuso
orgullo no desprovisto de inseguridad.
—Me voy a casa, ¿entiendes? Y tú tienes que dejarme ir.
—No, no te voy a dejar.
Los ojos de Gloria ardían ya.
—¿Es que vas a hacer una escena aquí?
—¡Lo único que digo es que no te vas! Estoy cansado de tu eterno egoísmo.
—Yo solo quiero irme a casa. —Dos indignadas lágrimas brotaron de sus ojos.
—Esta vez vas a hacer lo que yo digo.
Lentamente el cuerpo de Gloria se enderezó, echando la cabeza para atrás con un
gesto de infinito desprecio.
—¡Te odio! —Las palabras, dichas en voz baja con los dientes apretados, salieron
de su boca como un chorro de veneno—. ¡Suéltame! ¡Te odio! Trató de zafarse,
pero solo consiguió que él le sujetara el otro brazo—. ¡Te odio! ¡Te odio!
Ante la furia de Gloria su incertidumbre se acentuó, pero le pareció que había
ido demasiado lejos para volverse atrás. Le parecía que siempre acababa cediendo
y que en el fondo de su corazón Gloria lo despreciaba por ello. Quizá
ahora lo odiase, pero después lo admiraría por su autoridad.
El tren, al acercarse, dejó escapar un silbido premonitorio que se desplomó
melodramáticamente hacia ellos sobre los relucientes raíles azulados. Gloria
tiró y se retorció tratando de librarse y de sus labios salieron palabras más
antiguas que el libro del Génesis.
—¡Bruto! — gimió—. ¡Te odio! ¡Bruto, más que bruto!
Sobre el andén de la estación otros presuntos viajeros empezaban a volverse y a
mirar; el traqueteo del tren se hizo audible hasta convertirse en clamor. Los
esfuerzos de Gloria aumentaron para cesar luego por completo, y se quedó allí
temblorosa y con los ojos encendidos, impotente ante aquella humillación,
mientras la locomotora, rugiente y estruendosa, penetraba en la estación.
Por debajo de las nubes de vapor y el rechinar de los frenos se oyó la voz de
Gloria:
—¡Si hubiese aquí un hombre no podrías hacer eso! ¡No lo podrías hacer!
¡Cobarde, más que cobarde!
Anthony, en silencio, temblando también, la sujetó firmemente, dándose cuenta de
los otros que, a docenas, curiosamente impasibles, sombras en un sueño, lo
estaban mirando. Luego las campanas destilaron choques metálicos que eran como
dolores corporales, las chimeneas lanzaron humo hacia el cielo en lenta
aceleración, y durante un momento de ruido y gris turbulencia gaseosa, la línea
de caras pasó de largo, alejándose, volviéndose cada vez más borrosa… hasta que,
repentinamente, no quedaron más que los oblicuos rayos de sol sobre la vía, y a
lo lejos un sonido decreciente, como una sucesión de truenos cada vez más
débiles. Anthony soltó los brazos de Gloria. Había vencido.
Ahora, si lo deseaba, podía reír. Había hecho la prueba e impuesto su voluntad
mediante la violencia. Convenía que la indulgencia siguiese los pasos de la
victoria.
—Alquilaremos un coche aquí y volveremos a Marietta — dijo él, manteniendo una
actitud de reserva.
Como respuesta, Gloria le cogió una mano entre las suyas y, llevándosela a la
boca, le mordió con violencia en el pulgar. Anthony apenas notó el dolor; al ver
que salía sangre, sacó distraídamente el pañuelo y se vendó la herida. Supuso
que también aquello era parte del triunfo — era inevitable que el resentimiento
por la derrota se manifestara así— y que, por lo tanto, ni siquiera había que
darse por enterado.
Gloria sollozaba con gran amargura y casi sin lágrimas.
—¡No iré! ¡No iré! ¡No… me… harás… ir! Has… has matado el amor que alguna vez he
sentido por ti, y el respeto. Pero todo lo que queda en mí morirá como me
obligues a salir de este sitio. ¡Si hubiese pensado que me pondrías las manos
encima…!
—Vas a venir conmigo —dijo él brutalmente—, aunque tenga que llevarte.
Dándose la vuelta, llamó a un taxi y dijo al conductor que fuese a Marietta. El
taxista se apeó y abrió la portezuela del coche. Anthony se encaró con su mujer
y dijo, apretando los dientes:
—¿Vas a subir… o tendré que subirte yo?
Con un débil grito de infinito dolor y desesperación, Gloria cedió, entrando en
el automóvil.
Durante todo el largo trayecto, mientras atravesaban la creciente oscuridad del
crepúsculo, Gloria permaneció acurrucada en su lado del asiento, rompiendo a
veces el silencio con un solitario sollozo sin lágrimas. Anthony
miraba por la ventanilla, tratando torpemente de entender el significado de lo
sucedido, significado que parecía modificarse a cada instante que pasaba. Algo
iba mal… el último gemido de Gloria le había tocado una fibra sensible,
inquietándolo de la manera más incongruente. Era él quien tenía razón… pero
ahora ella no parecía más que una cosa patética, rota y desalentada, más
humillada de lo que en justicia le correspondía. Se le habían rasgado las mangas
del vestido; la sombrilla había desaparecido, olvidada en el andén. Anthony
recordó que se trataba de un vestido nuevo, y que Gloria se había mostrado muy
orgullosa de él aquella misma mañana, al salir de casa… Empezó a preguntarse si
algún conocido habría presenciado el incidente. Y una y otra vez volvía a
revivir la exclamación de Gloria: «Todo lo que queda en mí morirá…».
Esto aumentó su preocupación, haciéndolo sentirse cada vez más confundido. ¡Se
ajustaban tan bien aquellas palabras a la Gloria que yacía en el rincón… y que
ya no era una Gloria orgullosa, ni ninguna de las Glorias que él había conocido!
Se preguntó a sí mismo si era posible. Aunque no creía que hubiese dejado de
amarlo —eso era, por supuesto, impensable—, resultaba problemático que Gloria,
sin su arrogancia, sin su independencia, sin su confianza virginal en su propio
valor, pudiera seguir dándole el mismo esplendor, pudiera seguir siendo la
radiante mujer que resultaba maravillosa e incomparable por ser siempre
—inefable y triunfalmente— ella misma.
Anthony seguía borracho en aquel momento, tan borracho que no se daba cuenta de
que lo estaba. Cuando llegaron a la casa gris se fue a su habitación, y,
mientras su mente seguía tratando en vano de justificar sus propias acciones,
cayó en la cama, sumiéndose en un profundo letargo.
Era más de la una y el corredor aparecía extraordinariamente silencioso cuando
Gloria, con los ojos muy abiertos e incapaz de dormir, lo cruzó y abrió la
puerta de la habitación de su marido. Anthony había llegado demasiado aturdido
para acordarse de abrir las ventanas, y el aire estaba viciado y con un intenso
olor a whisky. Gloria permaneció un momento junto a la cama —una figura de
gracia exquisita, esbelta como un muchacho en su pijama de seda—, para dejarse
caer luego sobre Anthony en total abandono, despertándolo a medias con la
frenética emoción de su abrazo, derramando lágrimas ardientes sobre su garganta.
—¡Anthony! —exclamó apasionadamente—, cariño, ¡no sabes lo que has hecho!
Pero por la mañana, yendo muy pronto a su cuarto, él se arrodilló junto a la
cama de Gloria y lloró como un niño pequeño y como si fuese su corazón el que
estaba hecho pedazos.
—Anoche —dijo ella gravemente, jugueteando con el pelo de Anthony mientras
hablaba—, me pareció que la parte de mí que tú amabas, la parte que merecía la
pena conocer, todo el orgullo y todo el fuego, habían desaparecido. Supe que lo
que aún quedaba de mí te amaría siempre, pero que ya nunca sería igual.
Sin embargo, Gloria se daba cuenta de que terminaría por olvidar y de que la
vida raras veces aniquila, aunque siempre desgaste. Después de aquella mañana
nunca se volvió a mencionar el incidente y su honda herida se curó con ayuda de
Anthony… y si hubo triunfo, quien lo poseía era una fuerza más oscura que la de
ellos y, junto con el triunfo, el conocimiento de los hechos.
INCIDENTE NIETZSCHEANO
La independencia de Gloria, como toda cualidad profunda y sincera, había
empezado inconscientemente, pero, al descubrirla Anthony y sacarla a la luz, y
gracias a la fascinación que causara en él, había llegado a adoptar casi las
características de un código muy rígido. Oyendo hablar a Gloria, cabía pensar
que gastase toda su energía y toda su vitalidad en una violenta afirmación del
principio negativo de «No importarle a uno nada».
—Nada ni nadie —decía Gloria—, excepto yo misma y, por implicación, Anthony. Esa
es la regla de toda vida y, aunque no lo fuera, yo seguiría siendo así en
cualquier caso. Nadie haría nada por mí si no encontrara alguna satisfacción en
ello, y yo estoy dispuesta a hacer exactamente lo mismo.
Gloria se hallaba en el porche de la señora más amable de Marietta cuando dijo
esto, y nada más terminar de hablar dejó escapar un curioso grito ahogado y cayó
al suelo desmayada.
La señora hizo que volviera en sí y la llevó a casa en su coche. A Gloria se le
había pasado por la imaginación que quizá estuviese embarazada.
Se hallaba echada en el sofá del piso bajo. El día acababa tibiamente al otro
lado de la ventana, acariciando las últimas rosas en las columnas del porche.
—Lo único que se me ocurre pensar es que te quiero — gimió—. Valoro mi cuerpo
porque tú lo encuentras hermoso. ¡Imaginar que este cuerpo mío, tuyo, tenga que
volverse feo y deforme! Es simplemente intolerable. Y no creas que me asusta el
dolor.
Él trató de consolarla desesperadamente, pero en vano.
—Y después —continuó ella—, quizá tenga caderas anchas y me quede pálida; puede
que desaparezca toda mi
lozanía y el brillo de mi pelo.
Anthony se paseó por el cuarto con las manos en los bolsillos, preguntando:
—¿Es seguro?
—No lo sé. Siempre me ha dado horror la obstetricia, o comoquiera que se llame.
Pensaba tener un niño alguna vez. Pero no ahora.
—Bueno, por el amor de Dios, no tienes que tomártelo tan a pecho.
Sus sollozos cesaron. Un compasivo silencio pareció brotar de la penumbra que
llenaba la habitación.
—Enciende la luz —suplicó ella—. ¡Qué cortos se me hacen los días! Junio
parecía… tener… días más largos cuando yo era niña.
Al brillar la luz fue como si hubiesen aparecido detrás de las ventanas y de la
puerta cortinas azules de una seda muy suave. La palidez de Gloria, su
inmovilidad, sin desconsuelo ni alegría ya, despertaron la simpatía de Anthony.
—¿Quieres que lo tenga? —le preguntó ella apáticamente.
—Me es indiferente. Quiero decir que soy neutral. Si lo tienes, probablemente me
alegraré. Si no… bueno, también me parecerá bien.
—¡Me gustaría que te decidieras en un sentido o en otro!
—Supongamos que eres tú quien lo decide.
Gloria lo miró con desprecio, negándose a contestar.
—Se diría que te han elegido a ti sola entre todas las mujeres del mundo para
este ultraje incalificable.
—¡Y qué, si es así como pienso! — exclamó enfadada—. No es un ultraje para
ellas. Es la única excusa que tienen para vivir. No sirven para otra cosa. Es un
ultraje para mí.
—Mira, Gloria, estoy contigo hagas lo que hagas, pero ¡por el amor de Dios, no
lo conviertas en una tragedia!
—¡No me regañes! —gimió ella.
Se contemplaron en silencio con miradas sin particular significado pero cargadas
de tensión. Luego, Anthony cogió un libro del estante y se dejó caer en una
silla.
Media hora más tarde, de la intensa quietud que llenaba el cuarto surgió la voz
de Gloria, manteniéndose como incienso en el aire.
—Mañana iré en el coche a ver a Constance Merrian.
—De acuerdo. Y yo iré a Tarrytown a ver al abuelo.
—… ¿No lo comprendes? —añadió ella—, no es que esté asustada… ni de esto ni de
ninguna otra cosa. No hago más que ser fiel a mí misma.
—Lo sé —asintió él.
El hombre práctico
Adam Patch, lleno de virtuosa indignación contra los alemanes, se alimentaba de
las noticias de la guerra. Mapas con alfileres de colores llenaban las paredes;
los atlas se apilaban sobre mesas convenientemente a mano, junto con «Historias
fotográficas de la Guerra Mundial», explicaciones oficiales de todo lo sucedido,
y las «Impresiones personales» de corresponsales de guerra y de los soldados X,
Y y Z. Durante la visita de Anthony, el secretario de su abuelo, Edward
Shuttleworth, el en otro tiempo «consumado mago de la ginebra» de Pat’s Place en
Hoboken, cubierto ahora con la túnica de la más justa indignación, apareció
varias veces con ediciones
extraordinarias de algunos diarios. El anciano atacaba cada periódico con
incansable furia, cortando las columnas que le parecían suficientemente
significativas para conservarlas, arrojándolas inmediatamente en una de sus ya
voluminosas carpetas archivadoras.
—Bien, ¿qué has estado haciendo? —le preguntó a Anthony suavemente—. ¿Nada?
Bueno, eso es lo que suponía. Quería ir a verte, pero se me ha pasado el verano
sin hacerlo.
—He estado escribiendo. ¿No te acuerdas del ensayo que te envié… el que vendí a
The Florentine el pasado invierno?
—¿Ensayo? Nunca me has mandado ningún ensayo.
—Sí, claro que lo hice. Hablamos acerca de ello.
Adam Patch movió la cabeza mansamente.
—No, no. Nunca me has mandado un ensayo. Quizá hayas pensado que me lo mandabas,
pero yo no lo he recibido.
—Pero si lo has leído, abuelo — insistió Anthony, algo irritado—; lo leíste y
dijiste que no te parecía bien.
El anciano se acordó de repente, denunciando su equivocación tan solo por una
parcial abertura de la boca, que puso al descubierto unas encías de color
grisáceo. Contemplando a Anthony con una mirada vieja y enfermiza, dudó entre
confesar su error u ocultarlo.
—De manera que estás escribiendo —dijo, hablando deprisa—. Bien, ¿por qué no vas
a Europa y escribes sobre los alemanes? Escribe algo real, algo acerca de lo que
está sucediendo, algo que la gente lea.
—Cualquiera puede ser corresponsal de guerra —objetó Anthony—. Hace falta tener
algún periódico dispuesto a
comprar tus crónicas. Y no tengo dinero suficiente como para ir allí por mi
cuenta.
—Yo te enviaré —sugirió su abuelo sorprendentemente —. Te mandaré como
corresponsal autorizado de cualquier periódico que elijas.
Anthony retrocedió ante la idea, y casi al mismo tiempo se sintió atraído por
ella.
—No… sé…
Tendría que dejar a Gloria, cuya vida entera dependía de él, y que al mismo
tiempo lo envolvía. Gloria tenía problemas. Aquel proyecto no era factible… sin
embargo… se vio a sí mismo vestido de caqui, apoyado, como se apoyan todos los
corresponsales de guerra, en un pesado bastón, una cartera al hombro… tratando
de parecer inglés.
—Me gustaría pensarlo —confesó—. Es un ofrecimiento muy amable. Lo pensaré y te
comunicaré lo que decida.
Pensar sobre ello le ocupó todo el camino hasta Nueva York. Tuvo uno de esos
repentinos instantes de lucidez concedidos a todos los hombres dominados por una
mujer fuerte a la que aman, y que les permite ver un mundo de hombres más duros,
educados de manera más estricta y en contacto con las abstracciones del
pensamiento y de la guerra. En ese mundo los brazos de Gloria solo existirían
como tibio abrazo de una amante fortuita, fríamente buscada y olvidada a toda
prisa…
Estos fantasmas tan poco familiares se agolpaban a su alrededor cuando se subió
al tren de Marietta, en Grand Central Station. El vagón estaba abarrotado;
consiguió ocupar el último asiento libre y solo al cabo de varios minutos lanzó
una mirada casual al hombre que tenía al lado. Al hacerlo vio una mandíbula y
una nariz de rasgos
pronunciados, una barbilla torcida y unos ojos muy pequeños con bolsas en los
párpados. Inmediatamente reconoció a Joseph Bloeckman.
Los dos se alzaron a medias, sintiéndose vagamente turbados, e intercambiaron
algo parecido a un apretón de manos. Luego, como para redondear la actuación,
rieron sin ganas.
—Vaya —hizo notar Anthony, totalmente falto de inspiración—, hace mucho tiempo
que no lo he visto. — Inmediatamente lamentó haber dicho aquellas palabras y
empezó a añadir—: No sabía que viviera usted en esta dirección. —Pero Bloeckman
se le anticipó, preguntándole amablemente:
—¿Qué tal está su mujer?
—Está muy bien. Y a usted, ¿qué tal le va?
—Excelentemente. —Su tono amplió la magnificencia de la palabra.
Anthony tuvo la impresión de que durante el último año Bloeckman había aumentado
mucho en dignidad. El aire como de carne cocida había desaparecido; el magnate
cinematográfico parecía por fin suficientemente «hecho». Además, ya no iba
vestido con elegancia pasada de rosca. La frivolidad de otro tiempo en la
elección de corbatas había desaparecido, y su mano derecha, en la que destacaban
anteriormente dos voluminosas sortijas, quedaba ahora libre de todo adorno y sin
el brillo vulgar que dejan los cuidados de las manicuras.
Esta dignidad se manifestaba incluso en su personalidad. El último efluvio del
viajante de comercio con éxito se había evaporado de él: ese deliberado deseo de
agradar, cuya más baja manifestación es el chiste verde en el vagón de
fumadores. Era posible imaginar que al verse
adulado en los círculos financieros, Bloeckman había alcanzado la indiferencia,
y al verse desairado socialmente, había adquirido discreción. Pero fuera cual
fuese la causa, el vicepresidente de Films Par Excellence había ganado peso en
lugar de volumen, y Anthony no se sintió ya superior en su presencia.
—¿Se acuerda usted de Caramel, Richard Caramel? Creo que se conocieron ustedes
una noche.
—Lo recuerdo. Estaba escribiendo un libro.
—Bien, pues lo vendió para que hiciesen una película con él. Y luego los
productores pusieron a un tipo llamado Jordan a trabajar en el guion. Bueno, el
caso es que Dick está suscrito a una de esas oficinas que mandan recortes de
prensa, y está furioso porque la mitad de los críticos hablan del «vigor y de la
fuerza de El amante demoníaco de William Jordan», sin mencionar al bueno de Dick
en absoluto. Cualquiera pensaría que el tal Jordan había inventado toda la
historia completamente solo.
Bloeckman movió la cabeza con gesto comprensivo.
—La mayoría de los contratos especifican que el nombre del autor de la novela
original ha de figurar en toda la publicidad. ¿Caramel sigue escribiendo?
—Ya lo creo. Escribe mucho. Relatos breves.
—Bueno, eso está bien, eso está bien… ¿Toma usted este tren con frecuencia?
—Una vez a la semana por término medio. Vivimos en Marietta.
—¡Vaya! Yo vivo cerca de Cos Cob. He comprado una casa hace muy poco. Solo
estamos a cinco millas el uno del otro.
—Tiene usted que venir a vernos. —A Anthony le sorprendió su propia amabilidad—.
Estoy seguro de que Gloria se alegrará mucho de ver a un viejo amigo. Cualquier
persona a quien pregunte le dirá dónde está la casa… Es la segunda temporada que
pasamos allí.
—Gracias. —Luego, como devolviendo de alguna forma el gesto de cortesía,
añadió—: ¿Qué tal está su abuelo?
—Se encuentra bastante bien últimamente. Hoy he comido con él.
—Una gran persona —dijo Bloeckman con gran seriedad —. Todo un americano.
El triunfo de la apatía
Anthony encontró a su esposa hundida en la hamaca del porche, tomando una
limonada y un sándwich de tomate, y manteniendo con Tana una conversación —al
parecer muy animada— sobre uno de los complicados temas característicos del
criado japonés.
—En mi país —Anthony reconoció su invariable introducción—, todo el tiempo…
personas… comen arroz… porque no tienen más. No pueden comer lo que no tienen.
—Si su nacionalidad no fuese un hecho tan irrefutable, cabría haber pensado que
los conocimientos de Tana sobre su país de origen procedían de un texto
americano de geografía para escuelas primarias.
Después de desconcertar al oriental y devolverlo a la cocina, Anthony se volvió
hacia Gloria inquisitivamente.
—Todo en orden —anunció ella, sonriendo ampliamente —. Y te aseguro que a mí me
ha sorprendido más que a ti.
—¿No hay ninguna duda? —¡Ninguna! ¡No sería posible!
Los dos se alegraron, felices de nuevo con su renacida ausencia de
responsabilidades. Luego, Anthony habló de su oportunidad de ir a Europa y de
que casi le daba vergüenza rechazarla.
—¿A ti qué te parece? Dímelo con toda franqueza.
—¿Es que quieres marcharte? — Sus ojos se llenaron de alarma—. ¿Sin mí?
El rostro de Anthony se entristeció… sabía, sin embargo, al oír la pregunta de
su mujer, que era demasiado tarde. Los brazos de Gloria, dulces y asfixiantes,
lo tenían apresado desde que él tomó todas las posibles decisiones un año antes
en aquella habitación del hotel Plaza. Frente a los sueños que soñaron juntos
esta idea actual no era más que un anacronismo.
—Claro que no —mintió Anthony, en un generoso estallido de comprensión—. Había
pensado que quizá pudieras ir tú también de enfermera o algo parecido. —Se
preguntó, lleno de desánimo, si su abuelo estaría dispuesto a considerar
semejante posibilidad.
Al sonreírle Gloria, volvió a darse cuenta de lo hermosa que era, una muchacha
maravillosa de incomparable lozanía y ojos absolutamente sinceros. Ella acogió
la sugerencia con sensual intensidad, colocándola en lo alto como si fuera un
sol fabricado por ella para calentarse con sus rayos. Enseguida compuso un
asombroso guion para un espectacular drama de aventuras marciales.
Después de cenar, harta del tema, empezó a bostezar. No quería hablar, tan solo
leer Penrod tumbada en el sofá, donde se quedó dormida a medianoche. Anthony, en
cambio, después de subirla románticamente en brazos a su cuarto, siguió
despierto, cavilando acerca del día, vagamente irritado con ella, vagamente
insatisfecho.
—Tengo que encontrar alguna ocupación —dijo durante el desayuno—. Llevamos un
año casados y no hemos hecho más que perder el tiempo sin llegar siquiera a ser
de esas personas que sacan partido al ocio.
—Sí, tendrías que hacer algo —admitió ella, que se encontraba de buen humor y
con ganas de hablar. No era la primera vez que surgía aquel tema, pero como
siempre tendía a situar a Anthony en el papel de protagonista, Gloria procuraba
evitarlo.
—No es que me cause remordimientos el no trabajar — continuó Anthony—, pero mi
abuelo puede morirse mañana o vivir diez años más. Mientras tanto estamos
viviendo por encima de nuestras posibilidades y todo lo que hemos sacado en
limpio es un coche de granjero y un poco de ropa. Tenemos alquilado un
apartamento en el que solo hemos vivido tres meses y una casita vieja en el
quinto infierno. Nos aburrimos con frecuencia pero no queremos hacer ningún
esfuerzo para conocer gente distinta del grupo que se dedica a vagabundear por
California todo el verano, vistiendo trajes deportivos y esperando a que se
mueran sus familias.
—¡Cómo has cambiado! —comentó Gloria—. En cierta ocasión me dijiste que no
entendías por qué un americano no podía holgazanear elegantemente.
—Pero entonces no estaba casado, maldita sea. Y mi cabeza trabajaba a toda
velocidad, mientras que ahora se dedica a dar vueltas y más vueltas, como una
rueda dentada que no tiene donde engancharse. De hecho creo que si no te hubiese
conocido habría hecho algo. Pero tú conviertes la ociosidad en algo tan
sutilmente atractivo…
—¿Así que es todo culpa mía?
—No es eso lo que quería decir, y tú lo sabes. Pero aquí me tienes, con casi
veintisiete años…
—¡No me saques de mis casillas! —le interrumpió ella, muy enfadada—. ¡No hables
como si yo pusiera objeciones o te impidiera trabajar!
—Solo estaba analizando un problema. ¿Es que no puedo…
—Siempre habría pensado que tienes la suficiente fuerza de voluntad para…
—… comentar algo contigo sin que…
—… resolver tus propios problemas sin acudir a mí. Hablas mucho sobre ponerte a
trabajar. A mí no me vendría mal disponer de algún dinero más, pero no me quejo.
Te quiero tanto si trabajas como si no lo haces. —Sus últimas palabras fueron
tan dulces como la nieve sobre la tierra endurecida. Pero, de momento, ninguno
de los dos escuchaba al otro… estaban ocupados en pulir y perfeccionar su propia
actitud.
—Algo he trabajado. —Con estas palabras Anthony proporcionó imprudentemente
nuevas reservas a la oposición. Gloria se echó a reír, a mitad de camino entre
la burla y el aplauso; le parecían mal los sofismas de su marido y al mismo
tiempo admiraba su despreocupación. Nunca le echaría en cara su ociosidad
siempre que fuera sincera, que surgiera del convencimiento de que no había nada
que mereciera la pena hacerse.
—¡Trabajo! —se burló ella—. ¡Pobrecito infeliz! ¡Cuentista! Trabajo… quieres
decir un gran despliegue de energías para ordenar el escritorio y preparar las
luces, un meticuloso sacar punta a los lápices, y gritos de «¡Gloria, no
cantes!», «¡Haz el favor de conseguir que ese condenado Tana no me dé la lata!»,
«Déjame que te lea la primera frase», «Voy a estar ocupado mucho tiempo, Gloria,
así que no me esperes levantada», y grandes cantidades de té o café. Y eso es
todo. Al cabo de una hora
ya no oigo el garrapateo del lápiz y me vuelvo a mirarte. Tienes un libro en las
manos y estás «buscando» algo. Luego te pones a leer. Después bostezas… te vas a
la cama y empiezas a dar vueltas y más vueltas porque te has atiborrado de
cafeína y no puedes dormir. Y al cabo de dos semanas repites otra vez el mismo
espectáculo.
Con grandes dificultades Anthony mantuvo un mínimo de dignidad.
—Me parece que exageras un poco. Sabes de sobra que vendí un ensayo a The
Florentine… y que despertó mucho interés teniendo en cuenta la tirada reducida
de esa revista. Y más aún, sabes perfectamente que me quedé hasta las cinco de
la mañana terminándolo.
Gloria se había limitado a permanecer en silencio, y aunque a Anthony no
llegaran a condenarlo sus propios argumentos, lo cierto es que se le acababan
enseguida.
—Por lo menos —concluyó débilmente—, estoy perfectamente dispuesto a ser
corresponsal de guerra.
Pero Gloria también lo estaba. Los dos se hallaban dispuestos… ansiosos; se lo
aseguraron mutuamente. La velada terminó en un ambiente de profundos
sentimientos, la grandeza del ocio, la mala salud de Adam Patch, el amor a
cualquier precio.
—¡Anthony! —lo llamó ella desde el piso alto, una tarde de la semana siguiente—,
hay alguien en la puerta.
Anthony, que había estado tumbado en la hamaca del porche que daba al sur,
salpicado de sol, dio la vuelta alrededor de la casa para llegar a la parte
delantera. Un automóvil extranjero, grande e imponente, estaba agazapado como un
inmenso y melancólico insecto al comienzo de la avenida. Un hombre con un traje
muy ligero de seda japonesa y una gorra haciendo juego lo saludó.
—¿Qué tal, Patch? He venido a hacerles una visita.
Era Bloeckman, dando la misma sensación de haber mejorado, de poseer una
entonación más sutil, una seguridad en sí mismo mucho más convincente.
—Me alegro mucho de que lo haya hecho. —Anthony levantó la voz en dirección a
una ventana cubierta de enredaderas—: ¡Gloria! ¡Tenemos visita!
—Me estoy bañando —se lamentó Gloria, cortésmente.
Los dos hombres admitieron con una sonrisa el triunfo de su coartada.
—Bajará enseguida. Venga conmigo al porche lateral. ¿Puedo ofrecerle algo de
beber? Gloria está siempre en el baño… se pasa ahí la tercera parte de cada día.
—Es una lástima que no vivan junto al mar.
—No podemos permitírnoslo.
En boca del nieto de Adam Patch, Bloeckman consideró aquellas palabras como una
broma. Al cabo de quince minutos de frases aceptablemente brillantes, apareció
Gloria con un vestido amarillo recién almidonado, trayendo consigo su propio
ambiente y una sobrecarga de vitalidad.
—Quiero causar sensación en el cine —anunció—. Me han dicho que Mary Pickford
gana un millón de dólares al año.
—No me cabe duda de que podría hacerlo —dijo Bloeckman—. Creo que quedaría usted
muy bien en la pantalla.
—¿Me dejarías, Anthony, si solo hiciese papeles sencillos?
Mientras la conversación proseguía por cauces perfectamente convencionales,
Anthony se maravillaba de
que tanto para él como para Bloeckman aquella muchacha hubiese sido en otro
tiempo la personalidad más estimulante, más vigorizante que habían conocido
nunca… y de que ahora los tres estuviesen allí sentados como máquinas
perfectamente engrasadas, sin tensiones, sin miedo, sin júbilo, figurillas con
una gruesa capa de esmalte, más allá de todo goce en un mundo donde la muerte y
la guerra, las emociones embotadas y la noble ferocidad estaban cubriendo un
continente con la espesa humareda del terror.
Al cabo de un momento, él llamaría a Tana y los tres ingerirían un grato y
delicado veneno que les devolvería momentáneamente los placenteros entusiasmos
de la infancia, cuando cada rostro en la multitud encerraba la sugerencia de
espléndidas y significativas transacciones que se realizaban siempre con algún
magnífico e ilimitado propósito… La vida no era más que aquella tarde de verano;
una suave brisa agitando el cuello de encaje del vestido de Gloria, la lenta
somnolencia calcinada del porche… Los tres parecían intolerablemente
indiferentes, lejos de cualquier romántica inminencia de actividad. Hasta la
belleza de Gloria requería emociones desatadas, necesitaba patetismo, necesitaba
muerte…
—… Cualquier día de la semana que viene. —Bloeckman le estaba diciendo a
Gloria—. Tenga, coja esta tarjeta. Le harán una prueba de unos cien metros de
película, y con eso se forman ya una idea bastante aproximada.
—¿Qué tal el miércoles?
—Perfectamente. Llámeme por teléfono e iré con usted…
Se había puesto en pie y estaba estrechando manos con energía… Enseguida su
coche no fue más que un rastro de polvo carretera adelante. Anthony se volvió
desconcertado hacia su mujer.
—¡Pero, Gloria!
—No te importará que me hagan una prueba, ¿verdad? ¿Nada más que una prueba? El
miércoles tengo que ir a Nueva York de todas formas.
—¡Pero es que me parece una tontería! Tú no quieres trabajar en el cine… ir todo
el día de un lado para otro de un estudio con un montón de extras.
—¡Como si Mary Pickford se pasara la vida yendo de un sitio para otro!
—Todo el mundo no es Mary Pickford.
—Está bien, pero no veo cuáles puedan ser tus objeciones a que lo intente.
—Sí que las tengo. No me gustan nada los actores.
—Siempre acabas por sacarme de mis casillas. ¿Crees que lo paso tan bien
dormitando en este maldito porche?
—No te importaría si me quisieras.
—Claro que te quiero —dijo ella, impacientada, fabricándose rápidamente una
justificación—. Precisamente porque te quiero no soporto ver cómo te derrumbas
precisamente por quedarte cruzado de brazos y decir que necesitas trabajar.
Quizá si yo me metiera en esto una temporada, consiguiera removerte y lograr que
hicieras algo.
—Son solo tus ganas de divertirte, eso es todo.
—¡Quizá lo sea! Pero son unas ganas perfectamente naturales, ¿no es cierto?
—Está bien, voy a decirte una cosa. Si tú te metes en el cine, yo me voy a
Europa.
—¡Vete, entonces! ¡No seré yo quien te detenga!
Para demostrar que no era ella quien iba a detenerlo, Gloria se deshizo en
lágrimas. Juntos congregaron les ejércitos del sentimiento: palabras, besos,
caricias, reproches de cada uno a sí mismo. No consiguieron nada.
Inevitablemente, nunca conseguían nada. Por fin, en un estallido de desmesurada
emoción, los dos se sentaron y escribieron sendas cartas. La de Anthony iba
dirigida a su abuelo; la de Gloria, a Joseph Bloeckman. Era el triunfo de la
apatía.
Un día de primeros de julio, Anthony, al regresar de Nueva York después de pasar
allí las primeras horas de la tarde, subió al piso alto para ver a Gloria. Como
no recibió respuesta a sus llamadas supuso que estaría durmiendo y bajó a la
despensa, en busca de uno de los sándwiches que había siempre preparados para
ellos. Entonces encontró a Tana sentado ante la mesa de la cocina, con una
multitud de objetos diversos: cajas de puros, cuchillos, lápices, tapas de latas
y varios trozos de papel cubiertos de complicadas figuras y diagramas.
—¿Qué demonios estás haciendo? —le preguntó Anthony, movido por la curiosidad.
Tana sonrió cortésmente.
—Va a ver —exclamó, lleno de entusiasmo—. Voy a decir…
—¿Estás fabricando una casa para un perro?
—No, señor —Tana sonrió de nuevo—. Hago máquina de escribir.
—¿Máquina de escribir?
—Sí, señor. Yo pienso, pienso todo el tiempo; tumbado en cama pienso sobre
máquina de escribir.
—De manera que has pensado en hacer una, ¿no es eso?
—Espere. Voy a decir.
Anthony, comiendo un sándwich sin prisas, se apoyó contra el fregadero. Tana
abrió y cerró la boca varias veces como si estuviera comprobando su capacidad de
movimiento. Luego, se lanzó a hablar precipitadamente:
—Yo he estado pensando… máquina de escribir… tiene muchas, muchas, muchas cosas.
Muchas, muchas, muchas.
—Muchas teclas. Ya entiendo.
—¡Sí… teclas! Muchas, muchas, muchas letras. Como ab-c.
—Así es, efectivamente.
—Espere. Voy a decir. —Tana torció el rostro en un tremendo esfuerzo para
expresarse—: Estado pensando… muchas palabras… terminan igual. Como n-d-o.
—No hay la menor duda. Un verdadero montón.
—Así que… hago… máquina de escribir… rápida. No tantas letras…
—Eso es una gran idea, Tana. Ahorrar tiempo. Te harás rico. Se aprieta una tecla
y ya tienes el «ndo». Confío en que te salga bien.
Tana rio despectivamente.
—Espere. Voy a decir…
—¿Dónde está mistress Patch?
—Salió. Espere, voy a decir… —De nuevo torció la cara preparándose para la
acción—. Mi máquina de escribir…
—¿Dónde ha ido?
—Fabrico… aquí. —Tana señaló la multitud de cachivaches que tenía sobre la mesa.
—Me refiero a mistress Patch.
—Salió. —Tana lo tranquilizó—: Dijo estará de vuelta a las cinco.
—¿Ha ido al pueblo?
—No. Salió antes de comer. Fue con Mr. Bloeckman.
Anthony se sobresaltó.
—¿Salió con Mr. Bloeckman?
—Estará de vuelta a las cinco.
Sin añadir una palabra, Anthony abandonó la cocina seguido por los desconsolados
«Voy a decir» de Tana. Así que era aquella la idea de diversión que tenía
Gloria. Apretó los puños; en muy pocos momentos consiguió alcanzar un tremendo
grado de indignación. Se llegó hasta la puerta y miró fuera; no se veía ningún
automóvil y por su reloj eran las cinco menos cuatro minutos. Con la energía que
le proporcionaba su enfado, fue corriendo hacia el comienzo de la avenida: desde
la curva de la carretera —a una milla de distancia no se veía ningún vehículo…
excepto… pero no era más que el viejo automóvil de un granjero. Luego,
preocupado por su dignidad, corrió de manera un tanto indecorosa en busca de la
casa cuyo refugio acababa de abandonar.
Paseando de un lado a otro por el cuarto de estar, inició un indignado ensayo
del discurso con que iba a obsequiar a Gloria cuando apareciera.
«¡Así que esto es amor!», empezaría… mejor no, porque sonaba demasiado como
aquella frase tan popular «¡Así que esto es París!». Tenía que mostrarse lleno
de dignidad, herido, apesadumbrado. De todas formas… «Así que esto es lo que
haces cuando tengo que irme a pasar calor en Nueva York durante todo el día para
resolver asuntos pendientes. ¡No tiene nada de extraño que no sea capaz de
escribir! ¡Ni
que no me atreva a perderte de vista!» Estaba ampliando el tema, ganando en
convicción. «Voy a decirte una cosa — continuó—, voy a decirte…» Hizo una pausa,
al notar un no sé qué de familiar en las palabras… enseguida se dio cuenta… era
el «Voy a decir» de Tana.
Pero Anthony no llegó a sonreír ni a encontrarse absurdo a sí mismo. Para su
desenfrenada imaginación ya eran las seis… las siete… las ocho, ¡y Gloria no
aparecía por ningún sitio! Bloeckman, al encontrarla tan aburrida e
insatisfecha, la había convencido para marcharse con él a California…
Se oyó un gran alboroto delante de la casa, seguido de un gozoso «Anthony,
¿estás ahí?», y él se puso en pie temblando, vagamente contento de verla
acercarse por la avenida. Bloeckman iba siguiéndola, con la gorra en la mano.
—¡Querido! —exclamó ella.
—Hemos hecho una excursión preciosa… el estado de Nueva York de parte a parte.
—Tengo que ponerme en camino —dijo Bloeckman casi inmediatamente—. Me hubiese
gustado encontrarlos a los dos cuando llegué.
—Siento no haber estado —contestó Anthony secamente.
Al marcharse Bloeckman, Anthony vaciló. El miedo había desaparecido de su
corazón, pero tuvo la impresión de que alguna manifestación de protesta era
éticamente necesaria. Gloria resolvió sus vacilaciones.
—Sabía que no te iba a importar. Bloeckman llegó justo antes del almuerzo y dijo
que tenía un asunto que resolver en Garrison y que si quería acompañarlo. Daba
la impresión de sentirse muy solo, Anthony. Y, además, he ido conduciendo yo
todo el camino.
Anthony se dejó caer apáticamente en una silla, con la mente cansada… cansada de
nada y de todo; cansada del peso del mundo que él no había elegido nunca tener
que soportar. En aquella situación se mostraba tan ineficiente y desvalido como
siempre. La suya era una de esas personalidades que, a pesar de una gran
abundancia de palabras, resultan incapaces de expresarse; Anthony parecía haber
heredado tan solo la vasta tradición del fracaso humano… eso, y el sentido de la
muerte.
—Supongo que no me importa —respondió.
Uno tiene que mostrarse amplio en este tipo de cosas, y Gloria, por ser joven y
hermosa, tenía que disfrutar de razonables privilegios. Sin embargo, lo que a
Anthony le
molestaba era que no conseguía entenderlo.
Invierno
Gloria se dio la vuelta, quedándose un momento inmóvil boca arriba sobre la
cama, contemplando cómo el sol de febrero sufría una última y sutil modificación
al atravesar los vidrios emplomados de las ventanas. Durante algún tiempo no
tuvo una idea exacta de dónde se hallaba ni de los acontecimientos del día
anterior, o de dos días atrás; luego, como un péndulo inmóvil que recobra de
pronto su libertad, la memoria empezó a desgranar su historia, liberando a cada
vaivén una agobiante carga de tiempo hasta devolverle aquel fragmento de vida.
Ahora oía ya la agitada respiración de Anthony a su lado; también empezó a oler
a whisky y a humo de cigarrillos. Se dio cuenta de que le faltaba el control de
sus músculos; de que, al intentar moverse, la tensión muscular no se distribuía
armoniosamente por todo su cuerpo, sino que cada movimiento requería un tremendo
esfuerzo de su sistema nervioso, como si cada vez se estuviera autohipnotizando
para realizar una acción imposible…
Estaba en el cuarto de baño, lavándose los dientes para librarse de aquel
insoportable mal sabor de boca; y de nuevo junto a la cama, oyendo el ruido de
la llave de Bounds en la puerta de la calle.
—¡Anthony, despierta! —dijo ella con cierta brusquedad.
Luego se tumbó en la cama, a su lado, y cerró los ojos. Casi la última cosa que
recordó fue una conversación con míster y mistress Lacy. Mistress Lacy había
dicho: «¿Están seguros de que no quieren que les busquemos un taxi?», y Anthony
había contestado que suponía que podrían llegar andando hasta la Quinta Avenida
sin mayores problemas. Luego, los dos habían tratado, imprudentemente, de hacer
una reverencia… tropezando y cayéndose de la manera más absurda sobre un
regimiento de botellas de leche vacías que se hallaban junto a la puerta. Por lo
menos había dos docenas de botellas de pie y a oscuras con la boca abierta.
Gloria no encontraba ninguna explicación aceptable para aquellas botellas de
leche. Quizá les atrajeron las canciones en la casa de los Lacy y habían acudido
boquiabiertas, para no perderse la diversión. Bueno, se habían llevado la peor
parte… aunque parecía que Anthony y ella nunca iban a ser capaces de levantarse,
dada la perversa tendencia a rodar que manifestaban las botellas…
Con todo, habían encontrado un taxi.
—Tengo el contador roto y les costará un dólar y medio ir a casa —dijo el
taxista.
—Vaya —dijo Anthony—, yo soy Packy McFarland el joven, y si bajas del coche te
daré una paliza que no se te olvidará mientras vivas…
Al llegar a aquel punto el taxista se había marchado sin ellos. Debían de haber
encontrado otro taxi, porque estaban en el apartamento…
—¿Qué hora es? —Anthony se había incorporado en la cama y la estaba mirando con
fijeza de búho.
Se trataba sin duda de una pregunta retórica. Gloria no encontraba ningún motivo
para que ella tuviera que saber la hora.
—¡Caramba, me encuentro francamente mal! —murmuró Anthony desapasionadamente.
Relajando los músculos, se dejó caer de nuevo sobre la almohada—. ¡Le hace
pensar a uno en la vieja parca!
—Anthony, ¿cómo logramos llegar anoche a casa?
—Taxi.
—¡Ah! —Luego, después de una pausa—: ¿Me acostaste tú?
—No lo sé. A mí me parece que me acostaste tú a mí. ¿A qué día estamos?
—Martes.
—¿Martes? Espero que sea cierto. Si es miércoles, tengo que empezara trabajar en
ese estúpido sitio. Se supone que entro a las nueve o a alguna otra hora así de
atroz.
—Pregúntale a Bounds —sugirió Gloria débilmente.
—¡Bounds! —llamó él.
Lleno de animación, sereno —una voz desde un mundo que ellos parecían haber
abandonado para siempre durante los dos últimos días—, Bounds recorrió el
pasillo con breves pasos elásticos y apareció en la semioscuridad de la puerta.
—¿Qué día es hoy, Bounds?
—Veintidós de febrero, según creo, señor.
—Quiero decir qué día de la semana.
—Martes, señor.
—Gracias.
Después de una pausa:
—¿Desean tomar ya el desayuno los señores?
—Sí, pero antes de servirlo, ¿hará el favor de llenar una jarra de agua, y
dejarla aquí junto a la cama? Tengo un poco de sed.
—Sí, señor.
Bounds se retiró con sobria dignidad pasillo adelante.
—Hoy debe de ser el aniversario del nacimiento de Lincoln —afirmó Anthony sin
entusiasmo—, o el día de San Valentín o algo parecido. ¿Cuándo empezamos este
festejo tan descabellado?
—El domingo por la noche.
—¿Después de los servicios religiosos? —sugirió Anthony sarcásticamente.
—Echamos carreras por toda la ciudad con aquellos cabriolés, y Maury se sentó en
el pescante del suyo con el cochero, ¿no te acuerdas? Luego vinimos a casa,
trató de freír unas lonchas de bacón… y salió de la cocina con varios restos
ennegrecidos, insistiendo en que les había dado «el punto exacto».
Los dos rieron espontáneamente, aunque con cierta dificultad, y, tumbados uno al
lado del otro, repasaron la cadena de acontecimientos que había desembocado en
aquel caótico amanecer de dolor de cabeza y músculos agarrotados.
Llevaban ya casi cuatro meses en Nueva York, desde que a finales de octubre
empezó a hacer demasiado frío en el campo. Habían renunciado al viaje a
California, en parte por falta de fondos, y en parte con la idea de marcharse al
extranjero en el caso de que aquella interminable guerra,
en camino ya de consumir su segundo año, terminara durante el invierno.
Últimamente sus ingresos habían perdido elasticidad; ya no daban de sí para
costear alegres caprichos y agradables extravagancias, y Anthony había pasado
muchas horas de perplejidad e insatisfacción ante un cuaderno de notas lleno de
números, preparando notables presupuestos que dejaban enormes márgenes para
«distracciones, viajes, etc.», y tratando de reconstruir, aunque solo fuera
aproximadamente, las distintas partidas de sus gastos pretéritos.
Anthony recordaba la época en que al salir a divertirse con sus dos mejores
amigos, Maury y él pagaban invariablemente más de lo que en justicia les
correspondía. Compraban las entradas para el teatro y se disputaban entre los
dos la cuenta de la cena. Entonces parecía lo lógico; Dick, con su ingenuidad y
sus asombrosas reservas de información acerca de sí mismo, había sido siempre
una figura divertida, casi juvenil: la de bufón, junto al regio empaque de sus
dos amigos. Pero aquello había dejado de ser verdad. Ahora era Dick el que
siempre tenía dinero; y Anthony el que se veía obligado a invitar siempre con
restricciones — excepto algún desenfrenado festejo excepcional, inspirado por el
vino, financiado a base de extender cheques—, y también quien adoptaba un aire
solemne al otro día para decirle a la desdeñosa y disgustada Gloria que era
preciso «tener más cuidado la próxima vez».
En los dos años transcurridos desde la publicación de El amante demoníaco, Dick
había ganado más de veinticinco mil dólares, la mayor parte en los últimos
meses, cuando la remuneración de los autores de narraciones había empezado a
crecer de manera nunca vista como resultado del hambre insaciable de argumentos
manifestada por la industria cinematográfica. A Dick le pagaban setecientos
dólares por cada relato, en aquella época una retribución
importante para una persona tan joven —aún no había cumplido los treinta— y, por
cada narración con suficiente «acción» (besos, disparos e inmolaciones) para el
cine, recibía una recompensa adicional de otros mil. Sus historias variaban;
todas conservaban cierta vitalidad y una especie de técnica instintiva, pero
ninguna igualaba la personalidad de El amante demoníaco, y había varias que a
Anthony le parecían decididamente malas. Estas últimas (Dick lo explicaba con
mucha precisión) estaban destinadas a ampliar su público. ¿No era cierto que
hombres que habían alcanzado un prestigio perdurable, desde Shakespeare hasta
Mark Twain, habían gustado tanto a la multitud como a los elegidos?
Aunque Anthony y Maury no estaban de acuerdo, Gloria le dijo que siguiera
adelante y que ganase todo el dinero que pudiera, porque eso era lo único que
contaba después de todo…
Maury, algo más corpulento, un poco más dulcificado y más complaciente, se había
ido a trabajar a Filadelfia. Volvía a Nueva York una o dos veces al mes y en
esas ocasiones los cuatro recorrían las rutas populares, desde la cena hasta el
teatro, para ir de allí al Frolic o, quizá, ante la insistencia de Gloria,
eternamente curiosa, a uno de los sótanos de Greenwich Village, que había
alcanzado notoriedad gracias a que el «movimiento de la nueva poesía» se había
puesto furiosamente de moda, aunque fuera para durar poco tiempo.
En enero, después de muchos monólogos dirigidos a una esposa que insistía en
guardar silencio, Anthony decidió «buscar algo que hacer», al menos para el
invierno. Quería dar una satisfacción a su abuelo e incluso, en cierta medida,
calibrar su propia reacción. Durante varias visitas experimentales de carácter
semisocial, descubrió que los patronos no se interesaban por un joven que solo
tenía
intención de hacer una prueba durante unos cuantos meses, más o menos. Por su
condición de nieto de Adam Patch se le recibía en todas partes con marcada
cortesía, pero el anciano era ya cosa pasada: el apogeo de su fama, primero como
«opresor» y posteriormente como reformador moral, llenaba los veinte años
anteriores a su desaparición de la vida activa. Anthony se encontró incluso con
que algunos de los hombres más jóvenes que fue a ver tenían la impresión de que
Adam Patch había muerto varios años atrás.
Finalmente Anthony fue a pedir consejo a su abuelo, y este le dijo que debería
entrar en el negocio de los bonos y títulos de renta fija como vendedor, una
sugerencia muy molesta para Anthony pero que en último extremo decidió seguir.
El dinero puro y simple, hábilmente manipulado, resultaba fascinador en
cualquier circunstancia, mientras que casi cualquier aspecto del mundo
industrial resultaría insufriblemente aburrido. Anthony consideró también la
posibilidad de trabajar como periodista, pero decidió que los horarios
resultaban muy poco convenientes para un hombre casado. También acarició
agradables fantasías acerca de sí mismo como director de un brillante semanario
de opinión, una especie de Mercure de France americano, o como deslumbrante
productor de comedias satíricas y revistas musicales al estilo de París. Sin
embargo, las vías de acceso a estos últimos gremios parecían estar defendidas
mediante secretos profesionales. La gente que llegaba hasta ellos lo hacía
gracias a los tortuosos caminos de la autoría o de la interpretación. Era a
todas luces imposible incorporarse a una publicación a no ser que ya se hubiese
trabajado en otra anteriormente.
Así que al final Anthony entró, con la ayuda de una carta de su abuelo, en el
sanctasanctórum americano donde el presidente de Wilson, Hiemer y Hardy está
entronizado
ante una mesa vacía, y salió de allí con un empleo. Empezaría a trabajar el
veintitrés de febrero.
La fiesta de dos días de duración había sido planeada para marcar esta
trascendental ocasión, ya que, según explicó Anthony, una vez que empezara a
trabajar tendría que acostarse pronto los días de entre semana. Maury Noble
había llegado de Filadelfia para entrevistarse con algún individuo de Wall
Street (a quien, dicho sea de paso, no consiguió ver), y también lograron
convencer y engañar a medias a Richard Caramel para que se uniera a ellos. El
lunes por la tarde habían asistido a una boda elegante en la que se sirvieron
bebidas alcohólicas, y ya a primeras horas de la noche se había producido el
desenlace: Gloria, superando su acostumbrado límite de cuatro cócteles
convenientemente distanciados, los empujó a la más alegre y gozosa bacanal que
jamás habían presenciado, revelando unos sorprendentes conocimientos sobre pasos
de ballet, y cantando canciones que confesó le había enseñado su cocinera cuando
era inocente y tenía diecisiete años. Estas últimas las fue repitiendo a
petición, con diferentes intervalos, a lo largo de la noche, con tal despliegue
de buen humor que Anthony, lejos de molestarse, se sintió complacido por aquella
nueva fuente de diversión. El festejo también resultó memorable por otros
motivos: una larga conversación entre Maury y un cangrejo difunto que llevaba de
un lado para otro atado con una cuerda, sobre si este último estaba totalmente
familiarizado con las aplicaciones de la teoría de los binomios, y la ya
mencionada carrera en dos cabriolés con las tranquilas e impresionantes sombras
de la Quinta Avenida como público, que terminó en laberíntica fuga por la
oscuridad de Central Parle. Finalmente, Anthony y Gloria habían hecho una visita
a un joven matrimonio algo disoluto —los Lacy— que coronaron desplomándose sobre
las vacías botellas de leche.
Ahora, ya de mañana, les llegaba el turno de sumar los cheques entregados aquí y
allá en clubes, tiendas y restaurantes. De airear la sala de estar para que
desapareciera la atmósfera húmeda y viciada de vino derramado y cigarrillos; de
recoger las copas rotas y cepillar las fundas manchadas de sillones y sofás; de
dar a Bounds trajes y vestidos para llevar a limpiar; y, finalmente, de recoger
sus sofocados cuerpos medio enfebrecidos y sus deprimidos espíritus para
exponerlos al aire cortante de febrero, de manera que la vida pudiera seguir su
curso, y, a las nueve de la mañana siguiente, Wilson, Hiemer y Hardy obtuvieran
los servicios de un hombre vigoroso.
—¿Te acuerdas —exclamó Anthony desde el cuarto de baño— de cuando Maury se
colocó en el cruce de la calle Ciento diez y se puso a hacer de guardia de
tráfico, diciendo a los coches si tenían que avanzar o detenerse? Debieron de
creer que se trataba de un detective privado.
Después de cada reminiscencia los dos reían desmedidamente, con nervios
sobreexcitados que respondían de manera igualmente aguda y discordante al júbilo
y a la depresión.
Gloria, delante del espejo, se asombraba del espléndido color y de la frescura
de su cutis; parecía que nunca hubiese tenido mejor aspecto, aunque le molestase
el estómago y le doliera la cabeza furiosamente.
El día transcurrió con mucha lentitud. Anthony, cuando iba en un taxi a ver a su
agente de bolsa para conseguir dinero prestado mediante un bono, descubrió que
tenía únicamente dos dólares en el bolsillo. No le quedaría nada después de
pagar la carrera, pero aquella tarde no se sentía capaz de enfrentarse con el
metro. Cuando el contador señalara su límite tendría que apearse y continuar a
pie.
Preocupado con esto, su mente se fue dejando arrastrar a una de sus
características ensoñaciones… En el sueño, Anthony descubría que el contador
avanzaba demasiado deprisa: el taxista lo había manipulado fraudulentamente. Sin
perder la calma, Anthony llegaba a su destino y despreocupadamente entregaba al
conductor lo que en justicia le debía. El hombre estaba dispuesto a pelear, pero
casi antes de que levantara las manos, Anthony le había derribado de un terrible
puñetazo. Y al alzarse de nuevo, Anthony se apartaba muy deprisa y le remataba
definitivamente con un golpe en la sien.
… Ahora estaba ante un tribunal. El juez le había impuesto una multa de cinco
dólares y no tenía dinero. ¿Aceptaría el tribunal un cheque? Desgraciadamente el
tribunal no lo conocía. Bien, era posible identificarlo si llamaban por teléfono
a su apartamento.
… Así lo hicieron. Sí, era mistress Gloria Patch quien estaba al aparato, pero
¿cómo sabía ella que aquel hombre era su marido? ¿Cómo averiguarlo? Que el
sargento le preguntara a Gloria si se acordaba de las botellas de leche…
Anthony se inclinó hacia delante a toda prisa y dio unos golpes en el cristal de
separación. El taxi había llegado tan solo al puente de Brooklyn, pero el
contador marcaba un dólar ochenta centavos, y Anthony nunca hubiese omitido la
propina del diez por ciento.
Ya más avanzada la tarde Anthony regresó al apartamento. Gloria también había
salido —de compras— y ahora estaba dormida, acurrucada en un extremo del sofá,
abrazada al objeto que acababa de adquirir. Su rostro tenía la serenidad del de
una niña, y el paquete que apretaba contra su pecho era una muñeca, bálsamo
profundo e infinitamente curativo para su maltrecho e infantil corazón.
Destino
Fue precisamente a raíz de esta fiesta, y más especialmente de la intervención
de Gloria en ella, cuando empezó a producirse un decidido cambio en su manera de
vivir. La despreocupada actitud de que nada tenía importancia se modificó en una
sola noche; de simple principio de Gloria pasó a convertirse en el único
consuelo y justificación para cualquier cosa que decidían hacer y para las
consecuencias que trajera consigo. Todo quedaba reducido a no pedir perdón, a no
dejar escapar un solo grito de remordimiento, a vivir de acuerdo con un preciso
código de honor en sus relaciones mutuas y a buscar la felicidad del momento con
toda la perseverancia y el fervor posibles.
—Nadie se preocupa de nosotros excepto nosotros mismos, Anthony —dijo Gloria un
día—. Sería ridículo que yo fuera por ahí fingiendo sentir obligaciones hacia el
mundo, y en cuanto a preocuparme por lo que la gente piense de mí, es algo que
sencillamente no me pasa, eso es todo. Desde que era niña y empecé a ir a la
escuela de baile, me han criticado las madres de todas las niñas que no tenían
tanta popularidad como yo, y siempre me ha parecido que las críticas son una
especie de homenaje de los envidiosos.
Esto estaba relacionado con una fiesta en el Boul Mich cierta noche, cuando
Constance Merrian tuvo ocasión de verla formando parte de un grupo de cuatro, en
un estado de euforia de claro origen alcohólico. Constance Merrian, «en calidad
de antigua amiga de sus días de estudiante», se había tomado la molestia de
invitarla a almorzar al día siguiente para informarle de lo terrible que había
sido.
—Le dije que no veía por qué —le explicó luego Gloria a Anthony—. Erich Merrian
es una especie de Percy Wolcott más refinado (¿te acuerdas de aquel individuo de
Hot
Springs del que te hablé?), y su idea del respeto debido a Constance es dejarla
en casa con su costura, su niño y su libro, y otras diversiones igualmente
inocuas, cada vez que él se va a una fiesta que da toda la impresión de ser
mortalmente aburrida.
—¿Le has dicho eso a ella?
—Claro que se lo he dicho. Y he añadido que lo que en realidad le parecía mal
era que yo lo pasara mejor que ella.
Anthony la aplaudió. Estaba tremendamente orgulloso de Gloria, orgulloso de que
siempre eclipsara a cualquier otra mujer que pudiera haber en una fiesta,
orgulloso de que a los hombres les encantara ir de jarana con ella en grandes
grupos alborotadores, sin intentar otra cosa que disfrutar de su belleza y del
calor de su vitalidad.
Estas «fiestas» se convirtieron gradualmente en su principal fuente de
diversión. Todavía enamorados, todavía enormemente interesados el uno por el
otro, descubrieron, sin embargo, que, con la proximidad de la primavera, el
pasar las veladas en casa había perdido todo su sabor; los libros eran cosas
irreales; la antigua magia de estar a solas había desaparecido tiempo atrás…
preferían más bien aburrirse presenciando una estúpida comedia musical, o salir
a cenar con conocidos totalmente desprovistos de interés, con tal de que hubiese
suficientes cócteles para evitar que la conversación se convirtiera en algo
totalmente insoportable. Un puñado de matrimonios jóvenes que habían sido amigos
suyos en el instituto o en la universidad, así como un variado surtido de
solteros, pensaban instintivamente en ellos siempre que se necesitaba color y
animación, de manera que apenas pasaba un día sin su correspondiente llamada
telefónica, y su «Nos preguntábamos qué ibais a hacer esta noche». Las esposas,
por regla general, tenían miedo de Gloria; cosas como la facilidad con que
lograba ocupar el centro de la
escena, su manera inocente pero perturbadora de convertirse en la favorita de
los maridos, las empujaban instintivamente a una actitud de profunda
desconfianza, aumentada por el hecho de que Gloria se mostraba casi por completo
indiferente ante los deseos de intimar que manifestaban otras mujeres.
En el miércoles de febrero previamente fijado, Anthony había acudido a las
grandiosas oficinas de Wilson, Hiemer y Hardy y escuchado las muchas y poco
precisas instrucciones impartidas por un enérgico joven, aproximadamente de su
misma edad, llamado Kahler, que lucía un desafiante tupé rubio y que, al
presentarse a sí mismo como secretario-ayudante, dio la impresión de que se
trataba de un tributo a sus excepcionales méritos.
—Descubrirás que aquí hay dos tipos de hombre —dijo —. Está el que llega a ser
secretario o tesorero ayudante, y su nombre aparece en nuestro folleto antes de
que cumpla los treinta, y está el que solo aparece a los cuarenta y cinco. Estos
últimos se quedan ahí el resto de su vida.
—¿Y qué sucede con quienes lo consiguen a los treinta? —preguntó Anthony
cortésmente.
—Bueno, esos suben hasta aquí, ¿comprendes? —Señaló una lista de vicepresidentes
auxiliares que figuraba en el folleto—. O quizá llegan a ser presidente o
secretario o tesorero.
—¿Y qué pasa con los de esa otra lista?
—¿Ésos? Son los consejeros… los hombres con capital.
—Ya entiendo.
—Algunas personas —continuó Kahler— piensan que las posibilidades de hacer
carrera dependen de que se tenga o no formación universitaria. Pero están
equivocados.
—Ya veo.
—Yo la he tenido; soy de la promoción de mil novecientos once de Buckleigh, pero
cuando llegué a Wall Street descubrí enseguida que lo que me iba a servir aquí
no eran las cosas estrambóticas que había aprendido en la universidad. De hecho,
tuve que hacer un esfuerzo para sacarme muchas de la cabeza.
Anthony no pudo por menos de preguntarse cuáles serían aquellas «cosas
estrambóticas» que Kahler había aprendido en Buckleigh hasta terminar sus
estudios en 1911. La idea incontrolable de que se trataba de algún tipo de
labores de ganchillo reapareció varias veces por su mente durante el resto de la
conversación.
—¿Ves a ese señor que está ahí? — Kahler señaló a un hombre relativamente joven,
de cabellos grises muy favorecedores, sentado ante un escritorio aislado del
resto mediante una barandilla de caoba—. Es Mr. Ellinger, el primer
vicepresidente. Ha estado en todas partes y lo ha visto todo; tiene una
excelente formación.
Anthony trató en vano de sintonizar su mente con el atractivo romántico de las
finanzas; solo lograba pensar en Mr. Ellinger como uno de los compradores de las
obras completas de Thackeray, Balzac, Hugo y Gibbon en hermosos volúmenes
encuadernados en piel que llenaban los estantes de las grandes librerías.
Durante el húmedo y deprimente mes de marzo recibió el curso preparatorio para
convertirse en vendedor. La falta de entusiasmo le permitía contemplar la
confusión y el bullicio que lo rodeaba únicamente como un entorno estéril que se
esforzaba por alcanzar una meta incomprensible de cuya existencia no había otra
prueba tangible que las instituciones rivales de Mr. Frick y de Mr. Carnegie en
la Quinta Avenida. Que los portentosos vicepresidentes y consejeros fueran, de
hecho, los padres de las «mejores
cabezas» que había conocido en Harvard, le resultaba extraordinariamente
incongruente.
Anthony almorzaba en el comedor de los empleados en el piso alto, con la
desagradable sospecha de que se le daba un trato de favor, y preguntándose
durante la primera semana si las docenas de jóvenes empleados, algunos de ellos
de aire despierto e inmaculadamente vestidos —recién salidos de la universidad—,
vivían con la flamante esperanza de abrirse camino hasta aquella estrecha franja
de cartulina antes de cumplir los catastróficos treinta. Las conversaciones que
se iban entretejiendo a lo largo de cada jornada de trabajo eran siempre muy
parecidas. Un empleado analizaba cómo Mr. Wilson se había enriquecido, qué
método había empleado Mr. Hiemer y los medios utilizados por Mr. Hardy. Otro
relataba anécdotas seculares, pero eternamente sugestivas, de las fortunas que
habían hecho de repente en Wall Street un «carnicero» o un «tabernero», o «un
simple chico de los recados, ¡caramba!», y luego un tercero hablaba de las
actuales jugadas en la bolsa, y si era mejor ir por cien mil al año o
contentarse con veinte. Durante el año anterior, uno de los
secretarios-ayudantes había invertido todos sus ahorros en Bethlehem Steel. La
historia de su espectacular magnificencia, de su desdeñosa dimisión en enero y
del triunfal palacio que se estaba construyendo en California era el tema
favorito de la oficina. El nombre mismo de aquel sujeto había adquirido una
significación mágica, al simbolizar las aspiraciones de todos los buenos
americanos. Se contaban anécdotas acerca de él… cómo uno de los vicepresidentes
le había aconsejado vender, nada menos, pero él había seguido en sus trece,
comprando incluso más a crédito, «¡y ahora fíjate dónde está!».
Tal era, evidentemente, la sustancia de la vida: un triunfo vertiginoso capaz de
deslumbrarlos a todos; un
canto de sirena para que se contentaran con sus mezquinos salarios y con la
aritmética improbabilidad de su éxito final.
A Anthony esta idea le causó verdadera consternación. Comprendió que para
triunfar allí la idea del éxito tenía que apoderarse de su mente, limitándola.
Le parecía que el elemento esencial de los hombres que se hallaban en la cúspide
era la fe en que sus asuntos eran el meollo de la vida. Manteniendo iguales
todos los demás factores, la confianza en uno mismo y una actitud oportunista
primaban sobre los conocimientos técnicos; estaba claro que el trabajo de más
precisión se hacía cerca de la base, y que, con la adecuada eficiencia, los
expertos en cuestiones técnicas no salían de esas zonas bajas.
La decisión de Anthony de quedarse en casa por la noche los días de entre semana
no prosperó, y casi la mitad de las veces llegaba al trabajo con un violento
dolor de cabeza acompañado de náuseas, y el estrépito del abarrotado metro
matutino resonando en sus oídos como un eco infernal.
Luego, bruscamente, dejó el empleo. Se había quedado todo un lunes en la cama, y
a última hora de la tarde, dominado por uno de los ataques de malhumorada
desesperación a los que sucumbía periódicamente, escribió y echó al correo una
carta para Mr. Wilson, confesando que se consideraba poco idóneo para aquel
trabajo. Gloria, al regresar del teatro con Richard Caramel, se lo encontró en
el salón, contemplando el techo en silencio, más deprimido y desanimado que en
ninguna otra ocasión desde su boda.
Gloria deseaba que Anthony se lamentara. Si lo hubiese hecho, le habría dirigido
amargos reproches, porque estaba muy enojada, pero él se limitó a seguir allí,
con un aire de sentirse tan profundamente desgraciado que Gloria se compadeció
de él, y arrodillándose le acarició la cabeza, diciendo que no tenía ninguna
importancia, que nada tenía
importancia mientras ellos se siguieran queriendo. Era como durante su primer
año de vida en común, y Anthony, reaccionando al contacto refrescante de su
mano, al sonido de su voz que era tan suave para su oído como un soplo de brisa,
recobró casi la animación, y estuvo hablando con ella de sus planes para el
futuro. Antes de acostarse llegó casi a lamentar, para sus adentros, haber
echado su dimisión al correo tan apresuradamente.
—Incluso cuando todo parece podrido no puede uno fiarse de esa impresión —había
dicho Gloria—. Lo que cuenta es la suma de todas las impresiones.
A mediados de abril llegó una carta del corredor de fincas de Marietta,
animándolos a alquilar la casa gris durante otro año por un precio ligeramente
más alto, e incluyendo un contrato preparado ya para que lo firmaran. Por
espacio de una semana, carta y contrato permanecieron sobre el escritorio de
Anthony sin que nadie les prestara atención. No pensaban volver a Marietta.
Estaban cansados de aquel sitio, y se habían aburrido durante la mayor parte del
último verano. Además, su automóvil se había convertido en una desvencijada e
hipocondríaca masa de metal, y adquirir uno nuevo resultaba imprudente desde un
punto de vista financiero.
Pero gracias a otra desenfrenada francachela, que se prolongó durante cuatro
días y en la que, en un momento u otro, participaron más de una docena de
personas, firmaron el contrato; para su completa desesperación lo firmaron y lo
enviaron, e inmediatamente les pareció oír cómo la casa gris, mostrando por fin
con toda claridad su malevolencia, se relamía aguardando el momento de
devorarlos.
—Anthony, ¿dónde está el contrato? — preguntó Gloria llena de alarma al
levantarse un domingo con algo de
resaca pero de nuevo en contacto con la realidad—. ¿Dónde lo has dejado? ¡Estaba
aquí!
Enseguida supo dónde estaba el contrato. Recordó la fiesta de varios días que
habían planeado en el momento álgido de su optimismo; recordó una habitación
llena de hombres para quienes Anthony y ella carecían de importancia en otros
momentos de menos exaltación, y de cómo su marido se había jactado del
trascendental mérito y apartada situación de la casa gris, tan aislada que podía
hacerse todo el ruido que se quisiera. Entonces Dick, que se hallaba presente,
exclamó lleno de entusiasmo que era la mejor casita imaginable, y que sería
absurdo que no volviesen a alquilarla para el verano. No les costó ningún
trabajo convencerse del calor que hacía ya en Nueva York y de lo desierta que se
estaba quedando la ciudad, y también de lo refrescantes y deliciosos que eran
los alrededores de Marietta. Anthony había cogido el contrato, agitándolo
desenfrenadamente, Gloria había dado su sonriente asentimiento, y con un último
estallido de locuaz determinación durante el cual todos los presentes se
comprometieron con solemnes apretones de manos que irían a hacerles una visita…
—¡Anthony! —exclamó Gloria—. ¡Lo hemos firmado y enviado!
—¿El qué?
—¡El contrato!
—¡No es posible!
—¡Anthony! —La voz de Gloria reflejaba un abatimiento sin límite. Ellos mismos
se habían construido una prisión para el verano, para toda la eternidad. Aquello
parecía ir directamente contra los últimos cimientos de su equilibrio mental. A
Anthony se le ocurrió que quizá lograran arreglarlo con el corredor de fincas.
No estaban ya en
condiciones de permitirse dos alquileres, y pasar el verano en Marietta
significaba renunciar al apartamento de Anthony, el impecable apartamento con el
exquisito cuarto de baño y las habitaciones cuyos muebles y cortinas había
comprado él mismo —lo más parecido a un hogar que había tenido nunca—, el
apartamento tan ligado a cuatro años llenos de colorido.
Pero el asunto no llegó a arreglarse con el corredor de fincas; no se arregló en
absoluto. Totalmente desalentados, sin hablar siquiera de sacarle todo el
partido posible, y sin que Gloria utilizara sus palabras mágicas «Me tiene sin
cuidado», regresaron a la casa que —como ahora sabían perfectamente— no prestaba
atención ni a la juventud ni al amor, sino tan solo a aquellos austeros e
incomunicables recuerdos que ellos nunca podrían compartir.
El verano siniestro
Había una especie de horror en la casa aquel verano. Un algo que llegó con ellos
y se instaló sobre aquel lugar como un manto sombrío, y que después de ocupar
las habitaciones inferiores fue extendiéndose y trepando por las estrechas
escaleras hasta abrumarlos incluso durante las horas del sueño. Anthony y Gloria
descubrieron que les resultaba insoportable estar allí solos. El dormitorio de
ella, que siempre había parecido tan alegre, tan juvenil y tan delicado, en
consonancia con su ropa interior de colores suaves arrojada aquí y allá sobre
una silla o sobre la cama, parecía susurrar ahora con el roce de sus cortinas:
«¡Ah, mi querida joven! Tu figura y tu delicadeza no son las primeras que se han
marchitado aquí bajo los soles del verano… generaciones de mujeres sin amor se
han adornado ante ese espejo para rústicos amantes que las ignoraron… La
juventud ha entrado en este cuarto ataviada de azul celeste y ha salido con la
mortaja gris de la desesperación, y, durante largas noches, incontables
muchachas han permanecido despiertas donde se alza esa cama, derramando a
borbotones en la oscuridad oleadas de aflicción».
Gloria terminó por sucumbir ignominiosamente y sacar todos sus vestidos y
cosméticos de allí, declarando que había venido a vivir con Anthony, y añadiendo
como excusa que una de las telas metálicas de sus ventanas estaba rota y dejaba
entrar a los insectos. De manera que su antigua habitación quedó destinada a
albergar huéspedes con escasa sensibilidad, y marido y mujer se vestían y
dormían en el cuarto de Anthony, que Gloria consideraba de alguna manera
«bueno», como si la presencia allí del joven Patch hubiese tenido la virtud de
exterminar cualquier sombra perturbadora del pasado que pudiera haber flotado
entre sus paredes.
La distinción entre «bueno» y «malo» —expulsada muy pronto y sumariamente de la
vida de ambos— había vuelto a ser introducida de otra manera. Gloria insistía en
que todas las personas a las que se invitase a la casa gris tenían que ser
«buenas», lo que, tratándose de una muchacha, significaba que tenía que ser
sencilla y sin tacha o, de lo contrario, poseer cierta solidez y fuerza. Siempre
extraordinariamente escéptica sobre su propio sexo, el interés de Gloria se
hallaba centrado en determinar si las mujeres eran o no eran limpias. Por falta
de limpieza entendía varias cosas distintas: falta de orgullo, ausencia de fibra
y, sobre todo, una inconfundible atmósfera de promiscuidad.
—Las mujeres se corrompen fácilmente —decía—; mucho más fácilmente que los
hombres. A no ser que una muchacha sea muy joven y valiente, le resulta casi
imposible ir cuesta abajo sin cierta carga de animalidad histérica, ese tipo de
animalidad artificiosa y sucia. Un hombre es diferente… y supongo que esa es la
razón de
que uno de los personajes novelescos más comunes sea el de un hombre que camina
valerosamente hacia su ruina.
Estaba dispuesta a que le gustaran muchos hombres, preferiblemente aquellos que
le consagraban su rendido homenaje y que siempre conseguían distraerla; pero a
menudo, con un golpe de intuición, le decía a Anthony que algunos de sus amigos
se limitaban a utilizarlo y que era mejor desprenderse de ellos. Anthony, de
ordinario, se resistía, asegurando que el acusado era «bueno», pero sus juicios
resultaban siempre ser más falibles que los de Gloria, especialmente cuando,
como sucedió en varias ocasiones, tuvo que enfrentarse con una serie de cuentas
de restaurantes que nadie excepto él se molestaba en pagar.
Más por el temor a la soledad que por el deseo de tener huéspedes, dadas las
molestias que eso lleva consigo, llenaban la casa de invitados todos los fines
de semana y, con frecuencia, también durante los días de entre semana. Las
reuniones de sábado y domingo se parecían mucho entre sí. Cuando habían llegado
ya los tres o cuatro invitados, todos ellos del sexo masculino, lo indicado, por
regla general, era empezar a beber, para pasar después a una cena muy divertida
y terminar con un paseo en coche al Country Club de Cradle Beach, del que Gloria
y Anthony se habían hecho miembros porque era barato, bullicioso aunque no
elegante, y porque resultaba casi una necesidad precisamente para ocasiones como
aquellas. Además, apenas tenía importancia lo que uno hiciese allí, y mientras
el grupo de los Patch no levantara demasiado la voz, importaba poco que los
dictadores sociales de Cradle Beach vieran a la alegre Gloria consumiendo
cócteles en el comedor durante toda la velada con muy breves intervalos entre
uno y otro.
El sábado terminaba, por regla general, en encantadora confusión: con frecuencia
resultaba necesario ayudar a algún huésped desorientado a llegar hasta la cama.
El domingo traía consigo los periódicos de Nueva York y una tranquila mañana en
el porche dedicada a recuperarse; la tarde significaba decir adiós a uno o dos
huéspedes que debían regresar a la ciudad, y una animada vuelta a la bebida por
parte de los que se quedaban hasta el día siguiente, concluyendo con una velada
muy cordial, si es que no llegaba a francamente divertida.
El fiel Tana, pedagogo por naturaleza y «hombre para todo» por profesión, estaba
otra vez con ellos. Entre los huéspedes más habituales de la casa gris había
surgido una tradición acerca del criado japonés. Maury Noble comentó una tarde
que su verdadero nombre era Tannenbaum, y que se trataba de un agente alemán
establecido en el país para diseminar propaganda teutónica por todo el condado
de Westchester, y, a partir de aquel día, desde Filadelfia empezaron a llegar
misteriosas cartas dirigidas al desconcertado oriental como «Tnte. Emile
Tannenbaum», conteniendo crípticos mensajes firmados por el «Estado mayor» y
adornados con una doble columna en japonés macarrónico a modo de ambientación.
Anthony se los entregaba siempre a Tana sin una sola sonrisa; horas más tarde
aún podía verse al recipiendario en la cocina intentando desentrañarlos y
declarando con gran seriedad que los símbolos perpendiculares ni eran japoneses
ni guardaban el menor parecido con el japonés.
A Gloria, Tana no le resultaba nada simpático desde el día en que, al regresar
inesperadamente del pueblo, se lo encontró recostado en la cama de Anthony,
descifrando un periódico. Era algo instintivo en todos los criados encariñarse
con Anthony y detestar a Gloria, y Tana no era una excepción a la regla. Pero el
japonés tenía muchísimo miedo a su señora y solo expresaba su animadversión en
los momentos de mayor malhumor dirigiéndose a Anthony con observaciones
destinadas a los oídos de Gloria:
—¿Qué quiere cenar Miz Pats? — decía, mirando a su amo. O bien hacía comentarios
sobre el intenso egoísmo de las «gentes americanas», dejando bien claro mediante
el tono de voz quién era la «gente» a que se hacía referencia.
Pero no se atrevían a despedirlo. Semejante paso hubiese sido incompatible con
la inercia que los dominaba. Soportaban a Tana como soportaban el mal tiempo y
las enfermedades del cuerpo y la benéfica Voluntad Divina… de la misma manera
que soportaban todas las demás cosas, incluso a sí mismos.
En la oscuridad
Una calurosa tarde de finales de julio Richard Caramel telefoneó desde Nueva
York para decir que Maury y él venían a hacerles una visita y que traían a un
amigo. Llegaron a eso de las cinco, un poco borrachos, acompañados por un hombre
pequeño y corpulento de unos treinta y cinco años, a quien presentaron como Mr.
Joe Hull, una de las mejores personas que Anthony y Gloria habían conocido
nunca.
Joe Hull tenía una barba rubia en lucha constante por rebrotar y una voz que
parecía a veces de bajo profundo y otras no pasaba de ser un ronco susurro.
Anthony, que subió la maleta de Maury al piso alto, entró con él en la
habitación y procedió a cerrar cuidadosamente la puerta.
—¿Quién es ese tipo? — preguntó. Maury dejó escapar una risita jubilosa.
—¿Quién? ¿Hull? No te preocupes. Es un buen tipo. —Sí, pero ¿quién es?
—¿Hull? Tan solo una buena persona. Es un príncipe. — Su risa se acentuó,
culminando en una sucesión de agradables sonrisas gatunas. Anthony dudó entre
sonreír o fruncir el entrecejo.
—Yo lo encuentro un tanto curioso. Lleva una ropa muy rara. —Hizo una pausa—.
Tengo la ligera sospecha de que os lo encontrasteis anoche en algún sitio.
—Totalmente ridículo —aseguró Maury—. ¡Lo conozco de toda la vida!
Sin embargo, como Noble coronó su afirmación con otra serie de risitas, Anthony
no pudo por menos de comentar:
—¡Seguro que sí!
Más adelante, justo antes de cenar, mientras Maury y Dick conversaban
ruidosamente, y Joe Hull los escuchaba en silencio bebiendo un sorbo de su copa
de cuando en cuando, Gloria se llevó a Anthony al comedor.
—No me gusta ese tal Hull —dijo ella—. Preferiría que usara el baño de Tana.
—No creo que sea factible sugerírselo.
—Pues yo no le quiero en el nuestro.
—Parece ser un alma cándida.
—Lleva unos zapatos blancos que parecen guantes. Se le ven perfectamente los
dedos a través. ¡Uf! De todas formas, ¿quién es, si puede saberse?
—No sabría decirte.
—Yo solo sé que esos dos tienen una cara muy dura trayéndonoslo aquí. ¡Esta casa
no es un Refugio de Marineros!
—Estaban borrachos cuando telefonearon. Maury ha dicho que llevan de juerga
desde ayer por la tarde.
Gloria movió la cabeza, furiosa, y sin añadir otra palabra regresó al porche.
Anthony notó que estaba tratando de olvidar sus dudas y de consagrarse por
completo a disfrutar de la velada.
Habían tenido un día tropical, e incluso cuando ya casi era de noche las olas de
calor que salían de la carretera vibraban débilmente como ondulantes cristales
de mica. Aunque el cielo estaba sin nubes, mucho más allá de los bosques, en
dirección al mar, había comenzado un ruido sordo y persistente, como un redoble
de tambores. Cuando Tana anunció que la cena estaba lista, los hombres, ante una
indicación de Gloria, entraron en el comedor sin ponerse las chaquetas.
Maury empezó una canción en la que todos participaron durante el primer plato
sin desafinar. La letra no eran más que dos versos, y se cantaba con la música
de una tonada popular llamada QueridaDaisy. Los versos decían así:
El… pá… pico… se… nos… ha… venido… encima,
¡y… tam… biéeeen… la… decadencia… mo… cal!
Cada interpretación era recibida con estallidos de entusiasmo y prolongados
aplausos.
—¡Anímate, Gloria! —sugirió Maury—. Pareces estar un poquito deprimida.
—No lo estoy —mintió ella.
—¡Eh, Tannenbaum! —llamó Maury por encima del hombro—. Te he llenado una copa.
¡Ven por ella!
Gloria trató de detener el brazo de Maury.
—¡No, por favor!
—¿Por qué no? Quizá toque la flauta para nosotros después de cenar. Cógela,
Tana.
Tana, sonriendo, se llevó la copa a la cocina. Al cabo de unos momentos Maury le
dio otra.
—¡Anímate, Gloria! —exclamó—. ¡Por el amor de Dios, que todo el mundo anime a
Gloria!
—Querida, bébete otra copa —le aconsejó Anthony.
—¡Sí, haz el favor!
—Anímate, Gloria —dijo Joe Hull sin esfuerzo alguno.
Gloria dio un respingo ante aquel injustificado uso del tuteo, y miró alrededor
para ver si alguien más lo había notado. Su nombre, saliendo con tanta soltura
de labios de una persona que se le antojaba decididamente desagradable, le
repugnó. Un momento después advirtió que Joe Hull le había dado otra copa a Tana
y su indignación creció de punto, intensificada en cierta manera por los efectos
del alcohol.
—… y en una ocasión —estaba diciendo Maury—, Peter Granby y yo entramos en unos
baños turcos de Boston a eso de las dos de la madrugada. No estaba más que el
propietario, así que lo metimos en un armario empotrado y cerramos la puerta con
llave. Luego entró un tipo que quería un baño turco. ¡Se creyó que éramos los
masajistas, nada menos! Bien, lo agarramos y lo tiramos a la piscina con la ropa
puesta. Después lo sacamos, lo tumbamos en el suelo y empezamos a darle
bofetadas hasta amoratarlo. «¡No con tanta fuerza, muchachos! — decía con una
vocecita chillona—. ¡Por favor…!»
¿Era aquel Maury?, pensó Gloria. Contada por cualquier otro, aquella historia le
hubiese divertido, pero en boca de Maury, un hombre capaz de apreciar los
matices más sutiles, un hombre que era la apoteosis del tacto y de la
consideración…
El… páni… co… se… nos… ha… venido… encima, ¡y… tam… biéeen…!
Desde el exterior, un nuevo redoble de tambores ahogó el resto de la canción;
Gloria se estremeció y trató de apurar su copa, pero el primer sorbo le produjo
náuseas, y la dejó de nuevo sobre la mesa. Habían terminado de cenar y se fueron
todos a la amplia sala de estar, llevando consigo varias botellas y frascos de
licor. Alguien había cerrado la puerta que daba al porche para que no entrara el
viento, y el resultado eran nuevos tentáculos de humo enroscándose en un aire ya
demasiado cargado.
—¡Llamando al teniente Tannenbaum! —Otra vez el Maury completamente
transformado—. ¡Tráiganos la flauta!
Anthony y Maury entraron precipitadamente en la cocina; Richard Caramel puso en
marcha el fonógrafo y se acercó a Gloria.
—Baila con tu conocido primo.
—No tengo ganas de bailar.
—Entonces tendré que llevarte.
Como si estuviera haciendo algo de trascendental importancia, Dick la cogió en
brazos y empezó a trotar muy seriamente por la habitación.
—¡Ponme en el suelo, me estoy mareando! —suplicó ella.
Caramel la dejó caer como un fardo en el sofá y salió disparado hacia la cocina,
gritando: «¡Tapa! ¡Tana!».
A continuación, y sin previo aviso, Gloria sintió otros brazos a su alrededor y
se vio una vez más suspendida en el espacio. Joe Hull, con gestos de borracho,
estaba tratando de imitar a Dick.
—¡Déjeme en el suelo! —dijo Gloria con voz cortante.
La risa ebria de Hull y ver aquella mandíbula erizada de pelos rubios tan cerca
de su cara despertaron en Gloria una repugnancia intolerable.
—¡Ahora mismo!
—«El… páni… co…» —empezó él, pero no llegó más lejos porque la mano de Gloria
giró rápidamente, golpeándole en la mejilla. Hull la soltó inmediatamente, y
ella fue a parar al suelo, no sin darse antes en el hombro un golpe de refilón
con la mesa…
Luego la habitación pareció llenarse de hombres y de humo. Estaba Tana con su
chaqueta blanca, haciendo eses y sostenido por Maury. De su flauta salía una
extraña mezcla de sonidos, conocida, gritaba Anthony, como la canción japonesa
del tren. Joe Hull, que había encontrado una caja de velas, tiraba varias a lo
alto simultáneamente, y cada vez que fallaba decía a voz en grito: «¡Una
menos!». Dick, por su parte, bailaba solo, totalmente enfrascado en dar vueltas
muy rápidas por toda la habitación. A Gloria le pareció que todos los objetos
del cuarto se tambaleaban en grotescos giros de cuatro dimensiones, a través de
planos entrecruzados de un nebuloso azul.
Fuera, la tormenta había alcanzado todo su esplendor, y en los momentos de
silencio se oía el roce de los arbustos más altos contra la casa y el retumbar
de la lluvia sobre el techo de hojalata de la cocina. Los relámpagos resultaban
interminables, dejando escapar un denso goteo de truenos como hierro en bruto
saliendo de un horno al rojo blanco. Gloria veía que la lluvia entraba por tres
de las ventanas… pero era incapaz de moverse para cerrarlas…
… Se hallaba en el vestíbulo. Había dado las buenas noches pero o nadie la había
oído o nadie le había hecho caso. Por un instante pareció como si algo hubiese
mirado hacia abajo desde lo alto de la barandilla, pero en cualquier
caso Gloria no habría podido volver a la sala de estar: mejor la locura que el
caos creado por aquel clamor… Una vez en el piso alto, buscó a tientas la llave
de la luz sin encontrarla; el resplandor de un relámpago se la mostró con toda
claridad sobre la pared. Pero cuando la impenetrable oscuridad lo ocultó todo de
nuevo, el interruptor volvió a eludir sus dedos desmañados, de manera que se
quitó el vestido y la enagua y se dejó caer sin fuerzas en el lado seco de la
cama medio empapada.
Cerró los ojos. Del piso bajo le llegaba el babel de los bebedores,
repentinamente desbaratado por un cristalino escalofrío de vidrios rotos, y
luego por otro, y también por un desafinado fragmento de canción interpretado a
voz en grito…
Estuvo allí tumbada algo más de dos horas; al menos así lo calculó después, por
el simple procedimiento de reunir los retazos de tiempo. Después de un largo
rato se dio cuenta de que había disminuido el ruido en el piso bajo, y de que la
tormenta se alejaba hacia el oeste, acompañada por prolongadas descargas de
truenos que caían, pesadas e inertes como su propia alma, sobre los campos
empapados. Luego la lluvia y las ráfagas de viento se fueron distanciando poco a
poco, hasta que del otro lado de sus ventanas no llegaba ya más sonido que un
suave goteo y el ruido silbante de una húmeda enredadera contra el alféizar.
Gloria se hallaba a medio camino entre el sueño y la vigilia, sin decidirse por
una cosa ni otra… y le atormentaba el deseo de librarse de una opresión que
sentía sobre el pecho. Tenía el convencimiento de que, si conseguía llorar, el
peso desaparecería, y apretando los párpados trató de que se le formara un nudo
en la garganta… pero sin éxito…
El repiqueteo de las gotas en la ventana no era un sonido desagradable… como en
primavera, como un refrescante chaparrón de su niñez, de aquellos que
formaban un barro maravilloso en el patio de atrás y regaban el diminuto jardín
que Gloria había roturado con un rastrillo en miniatura y una azada. Era como
los días en que caía la lluvia de unos cielos amarillos que se disolvían justo
antes del crepúsculo y dejaban pasar un esplendoroso rayo de sol que iluminaba
diagonalmente los árboles, húmedos y llenos de verdor. Tan refrescante, tan
transparente y tan limpia… y su madre allí, en el centro del mundo, en el centro
de la lluvia, segura y fuerte y sin mojarse. Gloria necesitaba ahora a su madre,
y su madre estaba muerta, y nunca más volvería a verla ni a tocarla. ¡Y aquel
peso que la oprimía cada vez más, y de qué manera!
De pronto toda ella se puso en tensión. Alguien había llegado hasta la puerta y
estaba allí mirándola, casi completamente inmóvil, balanceándose suavemente.
Gloria veía su silueta con mucha claridad, recortada contra algún incomprensible
foco de luz. No se oía el menor ruido, tan solo un gran silencio con un extraño
poder de sugestión… había cesado incluso el goteo sobre el alféizar… solo
quedaba aquella figura, balanceándose, balanceándose junto al marco de la
puerta, un terror impreciso y sutilmente amenazador, una sucia personalidad bajo
el barniz social, como marcas de viruela bajo una capa de polvos. Y sin embargo
su cansado corazón, latiendo con tanta violencia que hacía estremecer sus
pechos, le aseguraba que todavía existía vida en ella, desesperadamente
temblorosa, amenazada…
El minuto o la sucesión de minutos se prolongó interminablemente, y una mancha
borrosa empezó a formarse delante de sus ojos, que trataban, con infantil
perseverancia, de atravesar la oscuridad en dirección a la puerta. Parecía que
un instante después alguna fuerza inimaginable destrozaría su existencia… y
entonces la figura en el umbral —era Hull, Gloria vio que era Hull— se dio la
vuelta pausadamente, todavía con un suave balanceo,
y desapareció, como reabsorbido por aquel incomprensible foco de luz que lo
había dotado de dimensiones.
La sangre volvió a correr por sus miembros, la sangre y también la vida. En un
arranque de energía Gloria se incorporó, moviendo el cuerpo hasta que sus pies
tocaron el suelo junto a la cama. Sabía lo que tenía que hacer… ahora, ahora
mismo, antes de que fuera demasiado tarde. Tenía que salir a aquel frescor
húmedo, alejarse, para sentir el roce húmedo de la hierba alrededor de sus pies
y la refrescante humedad en la frente. Se vistió mecánicamente, buscando a
tientas un sombrero en el armario. Tenía que salir de aquella casa donde flotaba
algo que le oprimía el pecho o que se transformaba en inciertas figuras
balanceantes que brotaban de la oscuridad.
Llena de pánico intentó ponerse torpemente el abrigo, y encontró la manga al
mismo tiempo que oía los pasos de Anthony en el primer tramo de las escaleras.
No se atrevió a esperar; quizá no la dejara salir, e incluso Anthony era parte
de aquel peso, parte de aquella casa maléfica y de la sombría oscuridad que
estaba creciendo a su alrededor…
Pasillo adelante, entonces… y luego por la escalera de atrás, oyendo la voz de
Anthony en el dormitorio que acababa de abandonar.
—¡Gloria! ¡Gloria!
Pero ella había llegado ya a la cocina y atravesado el umbral para perderse en
la noche. Un centenar de gotas, arrancadas por un golpe de viento de un árbol
empapado, se derramaron sobre ella, que las restregó feliz contra su rostro con
manos ardientes.
—¡Gloria! ¡Gloria!
La voz resultaba infinitamente remota, como ahogada y convertida en quejumbroso
lamento por las paredes que
acababa de abandonar. Gloria dio la vuelta alrededor de la casa y se dirigió por
la avenida hacia la carretera, sintiéndose casi exultante cuando la alcanzó y
empezó a seguir la alfombra de hierba corta que corría a su costado, avanzando
con precaución en la intensa oscuridad.
—¡Gloria!
Ella echó a correr, y tropezó con un trozo de rama arrancado por el viento. La
voz sonaba ya fuera de la casa. Anthony, al encontrar vacío el dormitorio, había
salido al porche. Pero aquella presencia que iba dejando atrás obligaba a Gloria
a seguir; estaba allí, con Anthony, y ella tenía que seguir huyendo bajo aquel
cielo oscuro y opresivo, esforzándose por atravesar el silencio que tenía
delante como si fuera una barrera tangible.
Había avanzado ya cierta distancia sobre la carretera apenas visible,
probablemente media milla, y dejado atrás un granero desierto, oscuro como un
mal presagio, la única edificación existente entre la casa gris y Marietta,
cuando torció por la bifurcación donde la carretera entraba en el bosque, y
corrió entre dos murallas de hojas y ramas que casi llegaban a tocarse por
encima de su cabeza. De repente notó un brillo plateado, estrecho y
longitudinal, delante de ella, en la carretera, que era como una resplandeciente
espada hundida a medias en el barro. Al acercarse más, Gloria dejó escapar un
gritito de satisfacción: era un surco hecho por las ruedas de los carros, lleno
de agua, y al mirar hacia el cielo vio una pequeña hendidura entre las nubes y
supo que había salido la luna.
—¡Gloria!
La voz le produjo un violento sobresalto. Anthony estaba a menos de sesenta
metros de distancia.
—¡Gloria, espérame!
La muchacha apretó los labios para no gritar, y apresuró el paso. Antes de
recorrer otros treinta metros el bosque desapareció, enroscándose hacia atrás
como una oscura media separándose de la pierna de la carretera. Delante de ella,
a tres minutos de camino, suspendido en el aire ahora ilimitado, Gloria vio un
delgado entrecruzamiento de débiles brillos y resplandores, centrados en una
simétrica ondulación sobre algún punto invisible. Bruscamente supo adónde iría.
Aquello era la gran cascada de cables que se alzaba por encima del río, como las
patas de una gigantesca araña cuyos ojos fuesen la lucecita verde en la caseta
del cambio de aguja, y que corría junto con el puente del ferrocarril hacia la
estación. ¡La estación! Allí estaría el tren que la llevaría lejos.
—¡Gloria, soy yo, Anthony! ¡No pienso detenerte! Por el amor de Dios, ¿dónde
estás?
Ella no contestó, sino que empezó a correr, manteniéndose en el lado más elevado
de la carretera y saltando sobre los charcos centelleantes, pozos sin fondo de
tenue oro insustancial. Torciendo bruscamente hacia la izquierda, Gloria se
adentró por un estrecho camino de carros, desviándose para evitar un cuerpo
oscuro sobre el suelo. Luego levantó la vista hacia un búho que ululó
tristemente desde un árbol solitario. Inmediatamente delante de ella se veía la
estructura de madera que llevaba hasta el puente del ferrocarril y los escalones
que subían hasta ella. La estación se hallaba al otro lado del río.
Otro ruido la sobresaltó, el melancólico pitido de un tren que se acercaba y,
casi simultáneamente, la voz de Anthony llamándola nuevamente, pero ahora más
débil y mucho más lejos.
—¡Gloria! ¡Gloria!
Anthony debía de haber seguido carretera adelante. Ella se echó a reír,
sintiendo una especie de maliciosa alegría por haberlo evitado; ahora disponía
de tiempo para esperar a que pasara el tren.
La locomotora silbó de nuevo, mucho más cerca, y luego, sin anunciarse con algún
estrépito o clamor, un cuerpo oscuro y sinuoso apareció describiendo una curva
contra las sombras por debajo de la vía terraplenada, y, sin otro sonido que el
roce del aire al partirse y el repiqueteo de los raíles semejante a un tictac de
reloj, avanzó en dirección al puente: era un tren eléctrico. Por encima de la
locomotora dos brillantes manchas de luz azul formaban a cada momento una
chisporroteante barra refulgente, que, como la llama vacilante de una lámpara
junto a un cadáver, iluminaba por un instante las sucesivas hileras de árboles e
hizo que Gloria retrocediera instintivamente al lado opuesto del camino. La luz
era tibia… la temperatura de la sangre caliente… El repiqueteo del tren se
fundió de improviso consigo mismo creando un sonido compacto, y después,
alargándose con sombría elasticidad, los vagones pasaron delante de ella con
ciego estruendo y se abalanzaron hacia el puente, compitiendo en velocidad con
el lívido haz de fuego arrojado sobre el solemne río que avanzaba a su lado.
Luego el tren se contrajo rápidamente, succionando su propio sonido hasta dejar
tan solo un eco resonante que murió sobre la orilla opuesta.
El silencio se instaló de nuevo en el húmedo paisaje, reanudándose el suave
goteo y, de repente, un chaparrón inesperado cayó sobre Gloria, sacándola de la
apatía, como de estado hipnótico, en que la había sumido el paso del tren. Echó
a correr muy deprisa por un terraplén hacia la orilla y luego trepó por la
escalera de hierro hasta el puente, recordando que era algo que siempre había
deseado hacer, y que disfrutaría del placer adicional de
atravesar la tablazón de una yarda de ancho que corría junto a los raíles por
encima del río.
¡Había llegado! Aquello era mucho mejor. Estaba en lo más alto y podía ver las
tierras a su alrededor como sucesivas extensiones de campo abierto, heladas bajo
la luna, toscamente remendadas y cosidas con estrechas hileras de árboles y
pequeños bosquecillos. A su derecha, a media milla siguiendo el curso del río,
que se arrastraba detrás de la luz como un brillante y viscoso rastro de
caracol, parpadeaban las desperdigadas luces de Marietta. A menos de doscientas
yardas —al final del puente— se agazapaba la estación, marcada por un tétrico
farol. La opresión había desaparecido ya… las copas de los árboles por debajo de
ella acunaban la joven luz de las estrellas, convirtiéndola en suave ensoñación
poblada de fantasmas. Gloria extendió los brazos en un gesto de libertad.
Aquello era lo que había deseado: hallarse sola en un lugar alto y fresco.
—¡Gloria!
Como un niño asustado, la muchacha corrió precipitadamente por la tablazón,
brincando, saltando, haciendo cabriolas, con maravillosa conciencia de su propia
ligereza física. «Que me alcance…», ya no le daba miedo, pero antes tenía que
llegar a la estación, porque era parte del juego. Se sentía feliz. Iba
descubierta —el sombrero bien sujeto en la mano—, con el cabello corto y rizado
flotando alrededor de las orejas. Había creído que nunca volvería a sentirse tan
joven, pero aquella era su noche, su mundo. Rio triunfalmente al abandonar la
tablazón, y al llegar al andén de madera se dejó caer, feliz, junto a una de las
columnas de hierro que sujetaban el techo.
—¡Aquí estoy! —gritó, alegre como la aurora en su exaltación—. Estoy aquí,
Anthony, cariño, mi querido y preocupado Anthony.
—¡Gloria! —Su marido llegó al andén y corrió hacia ella —. ¿Estás bien? —Al
llegar a su lado se arrodilló y la cogió en brazos.
—Sí.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué te has ido? —preguntó ansiosamente.
—Tenía que hacerlo… había algo…— Hizo una pausa y un relámpago de ansiedad cruzó
por su mente—. Había algo oprimiéndome… aquí. —Colocó una mano sobre el pecho—.
Tenía que salir y alejarme de aquello.
—¿Qué quieres decir con «algo»?
—No lo sé… ese tipo, Hull…
—¿Te ha molestado?
—Vino hasta la puerta de mi cuarto, borracho. Creo que para entonces ya estaba
yo medio trastornada.
—Gloria, querida…
Ella apoyó cansadamente la cabeza en su hombro.
—Volvamos a casa —sugirió él.
Gloria se estremeció.
—No; no puedo. Esa cosa volvería a tratar de ahogarme. —Su voz se convirtió en
un grito que quedó flotando, lastimero, en la oscuridad.
—Está bien… está bien —la tranquilizó él, apretándola contra sí—. No haremos
nada que no te apetezca. ¿Qué quieres? ¿Quedarte aquí, simplemente?
—No… lo que quiero es marcharme.
—¿Dónde?
—Es igual, a cualquier sitio.
—¡Caramba, Gloria! —exclamó él—, ¡todavía no se te ha pasado la borrachera!
—No, no estoy borracha. No lo he estado en toda la noche. Subí a acostarme,
media hora después de la cena, poco más o menos… ¡Ay!
Anthony le había tocado involuntariamente el hombro derecho.
—Me duele. Me he dado un golpe. No sé bien… alguien me cogió y me dejó caer.
—Gloria, vamos a casa. Es tarde y hay mucha humedad.
—No puedo —gimió ella—. ¡Anthony, no me pidas que vaya ahora! Volveré mañana.
Vete tú a casa; yo esperaré aquí a que pase un tren. Iré a un hotel.
—Iré contigo.
—No, no quiero que vengas conmigo. Quiero estar sola. Quiero dormir… sí, eso es
lo que quiero, dormir. Y mañana, cuando hayas conseguido eliminar el olor a
whisky y a cigarrillos, y esté todo en su sitio y Hull se haya marchado, volveré
a casa. Si fuera ahora, esa cosa… —Se cubrió los ojos con la mano; Anthony se
percató de la inutilidad de tratar de convencerla.
—Yo estaba completamente sereno cuando te marchaste —dijo—. Dick dormía en el
sofá y Maury y yo discutíamos sobre algo. Ese tipo Hull había desaparecido.
Entonces empecé a darme cuenta de que llevaba varias horas sin verte, y subí al
dormitorio…
Se interrumpió cuando un «¡Eh, vosotros!» a modo de salutación, salió
repentinamente de la oscuridad. Gloria se puso en pie de un salto y Anthony hizo
lo mismo.
—Es la voz de Maury —exclamó ella muy excitada—. Si Hull está con él, no dejes
que se acerquen, por favor, ¡que
no se acerquen!
—¿Quién anda ahí? —preguntó Anthony.
—Solo Dick y Maury —contestaron dos voces tranquilizadoramente.
—¿Dónde está Hull?
—En la cama. Perdió el conocimiento.
Sus siluetas se dibujaron débilmente sobre el andén.
—¿Qué demonios estáis haciendo Gloria y tú aquí? — preguntó Richard Caramel con
somnolienta sorpresa.
—¿Qué demonios hacéis vosotros dos?
Maury se echó a reír.
—Que me ahorquen si lo sé. Te hemos venido siguiendo, y no ha resultado nada
fácil. Te oí en el porche llamando a gritos a Gloria, así que desperté a Caramel
y conseguí hacerle entender, con cierta dificultad, que si había una expedición
de socorro, más valía que formáramos parte de ella. Luego consiguió que me
retrasara sentándose en la carretera de cuando en cuando y preguntando qué era
lo que pasaba. Os seguimos la pista gracias al agradable aroma del whisky.
Algunas risas nerviosas se alzaron hacia la tejavana de poca altura que cubría
el andén.
—De verdad, ¿cómo encontraste la pista?
—Bueno, seguimos carretera adelante y, de repente, os perdimos. Parece que os
habíais metido por un camino de carros. Al cabo de un rato alguien nos llamó
para preguntar si buscábamos a una chica joven. Nos acercamos y vimos a un
ancianito que tiritaba sentado en un árbol caído, como un personaje de un cuento
de hadas. «Torció por aquí —dijo —, y casi me pisó de tan deprisa como iba, y
luego llegó
corriendo un tipo con pantalones de golf y se fue tras ella. Me tiró esto al
pasar». El viejo se dedicaba a agitar un billete de dólar que tenía en la mano…
—¡Pobrecillo! —exclamó Gloria, conmovida.
—Yo le tiré otro dólar y seguimos adelante, aunque nos pidió que nos quedásemos
y le contáramos lo que pasaba.
—Pobre viejo —repitió Gloria melancólicamente.
Dick, con aspecto muy soñoliento, se sentó sobre una caja.
—¿Y ahora qué? —preguntó con tono de estoica resignación.
—Gloria está nerviosa —explicó Anthony—. Nos vamos a Nueva York en el próximo
tren.
Maury se sacó un horario del bolsillo.
—Enciende una cerilla.
Una minúscula llamarada surgió de la oscuridad, iluminando cuatro rostros,
grotescos y extraños en medio de la noche.
—Veamos. Dos, dos y media… no, eso es durante el día. Cielos, no aparecerá un
tren hasta las cinco y media.
Anthony dudó.
—Bueno —murmuró, inseguro—, hemos decidido quedarnos aquí a esperarlo. Vosotros,
más vale que os volváis a dormir.
—Vete tú también, Anthony —suplicó Gloria—; me gustaría que durmieras un poco,
cariño. Te has pasado todo el día tan pálido como un fantasma.
—¡Anda, no digas tonterías!
Dick bostezó.
—Muy bien. Vosotros os quedáis, nosotros nos quedamos.
Dio unos pasos hasta salir de la tejavana y examinó el cielo.
—Una noche bastante agradable, después de todo. Brillan las estrellas y todo lo
demás. Una colección extraordinariamente agradable de cuerpos celestes.
—Déjame ver. —Gloria se dirigió hacia donde estaba Dick y los otros dos la
siguieron—. Sentémonos aquí fuera —sugirió ella—. Me gusta más este sitio.
Anthony y Dick convirtieron una larga caja en un respaldo y encontraron una
tabla suficientemente seca para que Gloria se sentara en ella. Anthony se dejó
caer a su lado y Dick, con algunas dificultades, se encaramó en un barril de
manzanas que estaba muy cerca.
—Tana se quedó dormido en la hamaca del porche —hizo saber Caramel—. Lo metimos
dentro de la casa y lo dejamos en la cocina junto al fogón para que se secara.
Estaba calado hasta los huesos.
—¡No me hables de ese horrible hombrecillo! —suspiró Gloria.
—¿Qué tal estáis? —La voz, sonora y fúnebre, les llegaba desde lo alto, y
alzaron la vista sorprendidos para descubrir que, de alguna manera, Maury,
después de trepar al techo del cobertizo, se había sentado en el borde con los
pies colgando, y se recortaba ahora como una gárgola fantástica e incorpórea,
contra el cielo otra vez brillante.
—Cuando los virtuosos de la tierra — empezó con voz suave, y sus palabras daban
la sensación de caer flotando desde una inmensa altura para posarse blandamente
sobre sus oyentes— adornan los ferrocarriles con carteles afirmando en rojo y
amarillo que «Jesucristo es Dios»,
colocándolos, muy adecuadamente, junto a otros que anuncian la bondad de «El
Whisky de Gunter», deben de hacerlo para ocasiones como esta.
Se oyeron algunas risas no muy fuertes, y los tres que estaban abajo siguieron
con las cabezas vueltas hacia el cielo.
—Creo que voy a contaros la historia de mi educación — continuó Maury—, bajo
estas irónicas constelaciones.
—¡Sí, por favor!
—¿De verdad queréis que lo haga?
Aguardaron expectantes, mientras Maury dirigía un bostezo meditabundo hacia la
blanca y sonriente luna.
—Bien —empezó—; de niño rezaba. Almacenaba oraciones contra futuras maldades. Un
año almacené mil novecientos «Con Dios me acuesto».
—Echa un cigarrillo — murmuró alguien.
Una cajetilla cayó sobre el andén al mismo tiempo que una orden estentórea:
—¡Silencio! Estoy a punto de descargarme de muchas memorables observaciones
reservadas para la oscuridad de tierras como esta y para el resplandor de cielos
como el que nos cobija.
Abajo, una cerilla encendida iba pasando de un pitillo a otro. La voz prosiguió:
—Yo era partidario de engañar a la Deidad. Rezaba inmediatamente después de
todos los delitos hasta que terminé siendo incapaz de distinguir una cosa de
otra. Creía que porque una persona exclamara «¡Dios mío!» cuando se le caía
encima una caja de caudales, quedaba probado que la fe tenía unas raíces muy
hondas en el corazón del ser humano. Después fui a la escuela. Durante
catorce años, medio centenar de hombres serios me señalaron con el dedo antiguos
trabucos de chispa, gritando: «Eso es lo auténtico. Los nuevos rifles no son más
que imitaciones superficiales, sin valor». También condenaban los libros que
leía y las cosas que pensaba mediante el procedimiento de llamarlos inmorales;
posteriormente la moda cambió, y las mismas personas condenaban las cosas
llamándolas «inteligentes».
»Así fue como pasé, con notable prudencia dados mis años, de los profesores a
los poetas, escuchando… la voz de tenor lírico de Swinburne y la de tenor
dramático de Shelley, la de bajo noble de Shakespeare con su espléndida gama de
sonidos, la de bajo segundo de Tennyson, cantando en falsete de cuando en
cuando, y la voz de bajo profundo de Milton y Marlowe. Presté oído al charloteo
de Browning, al declamar de Byron y al monótono zumbido de Wordsworth. Esto, por
lo menos, no me hizo ningún daño. Aprendí un poquito de belleza (lo suficiente
para saber que no tiene nada que ver con la verdad) y descubrí, además, que no
existía ninguna gran tradición literaria; que solo existía la tradición de la
muerte memorable de todas las tradiciones literarias…
»Luego crecí, y dejó de existir para mí la belleza de las ilusiones más llenas
de vida. Mi mente se hizo más vulgar y mis ojos, por desgracia, más penetrantes.
La vida se alzó como un mar alrededor de mi isla y enseguida me encontré
nadando.
»La transición fue sutil… la fuerza que operó el cambio llevaba algún tiempo
esperándome. Tiene sus trampas insidiosas, aparentemente inocuas, para todos.
¿Qué pasó conmigo? No; no intenté seducir a la mujer del conserje… ni tampoco
corrí por las calles desnudo, proclamando mi virilidad. Nunca es realmente la
pasión quien hace las cosas… son los adornos con que se cubre la pasión. Me
aburría… eso era todo. El aburrimiento, que es otro nombre de la vitalidad y uno
de sus frecuentes disfraces, se convirtió en motivo inconsciente de todos mis
actos.
La belleza había quedado a mis espaldas, ¿comprendéis…? Ya era una persona
madura. —Maury hizo una pausa—. Fin del período estudiantil en el instituto y en
la universidad. Comienzo de la segunda parte.
Tres puntos de luz calladamente activos precisaban la localización de los
oyentes. Gloria estaba ahora mitad sentada y mitad tumbada sobre el regazo de
Anthony. Él le rodeaba el cuerpo con un brazo y apretaba con tanta fuerza que
Gloria oía los latidos del corazón de su marido. Richard Caramel, subido en el
barril de manzanas, se movía de cuando en cuando y dejaba escapar débiles
gruñidos.
—Así que llegué a persona adulta en esta tierra de palabrería y música
sincopada, y me hundí de inmediato en un estado de confusión que casi podía
oírse. La vida se alzaba a mi lado como una profesora inmoral, corrigiendo mis
bien ordenadas ideas. Pero, debido a una equivocada fe en la inteligencia, seguí
adelante sin escatimar esfuerzos. Leí a Smith, que se reía de la caridad e
insistía en que la burla despreciativa era la forma más elevada de
autoexpresión. Pero el mismo Smith ocupó el sitio de la caridad como obstáculo
para alcanzar la luz. Leí a Jones, que eliminaba limpiamente el individualismo…
pero he aquí que Jones me impedía seguir adelante. Yo no pensaba… era un campo
de batalla para las ideas de muchos hombres; más bien uno de esos países tan
codiciables como impotentes que las grandes potencias invaden periódicamente.
»Había alcanzado la madurez bajo la impresión de que estaba reuniendo la
experiencia necesaria para ordenar mi vida hacia la consecución de la felicidad.
De hecho, llevé a cabo la hazaña (nada infrecuente, por otro lado) de resolver
todos los problemas en mi mente mucho antes de que se me presentaran en la vida
real… sin dejar por ello de salir derrotado ni de experimentar el mismo grado de
desconcierto.
»Pero después de probar unas cuantas veces este último manjar decidí que ya
estaba bien. No merece la pena acumular experiencia, me dije. No es una cosa que
suceda placenteramente a un tú pasivo… es un muro contra el que se estrella un
tú activo. De manera que me envolví en lo que consideraba ser mi invulnerable
escepticismo y decidí dar por terminada mi educación. Pero ya era demasiado
tarde. Fueran cuales fuesen mis intentos de protegerme, renunciando a crear
nuevos lazos con una humanidad trágica y predestinada, me encontraba tan perdido
como los demás. Había trocado la lucha contra el amor por la lucha contra la
soledad, la lucha contra la vida por la lucha contra la muerte.
Maury se interrumpió para dar mayor fuerza a esta última observación, y al cabo
de un momento bostezó y reanudó su monólogo.
—Supongo que el principio de la segunda fase de mi educación fue un terrible
descontento al saberme usado, a pesar de mí mismo, con algún propósito
insondable cuya última meta yo ignoraba… si es que, en realidad, existía una
meta última. Era una elección difícil. La profesora parecía estar diciendo:
«Vamos a jugar al fútbol y nada más que al fútbol. Si no quieres jugar al fútbol
no podrás jugar a nada…».
»¿Qué podía hacer yo? ¡Había tan poco tiempo para jugar!
»¿Comprendéis? Yo sentía que se nos negaba incluso el consuelo que pueda haber
en ser el simulacro de un hombre colectivo que empieza a levantarse después de
estar arrodillado. ¿Pensáis que me apresuré a aceptar este pesimismo, que lo
abracé como una cosa superior, generadora de una dulce complacencia en mí mismo,
tan poco capaz de deprimirme, en realidad, como, digamos, un día gris de otoño
delante de un buen fuego…? Creo que no fue eso lo que hice. Creo que había
demasiado ardor dentro de mí para hacer eso, que estaba demasiado vivo.
»Porque me parecía que no existía un objetivo último para el hombre. El hombre
estaba empezando una lucha grotesca y confusa con la naturaleza… la naturaleza,
que por un divino y magnífico accidente nos había hecho llegar a un sitio desde
donde podíamos desobedecerla abiertamente. Ella había inventado formas para
librar a la raza de los individuos inferiores, dando así a los restantes la
fuerza con que llevar a cabo sus propósitos más elevados (o, quizá, podríamos
decir, sus propósitos más divertidos), si bien todavía inconscientes y
accidentales. Y, lanzados a la acción por los dones más excelsos del
conocimiento, estábamos tratando de evitarla. Yo veía a los negros empezando a
mezclarse con los blancos… en Europa se producía una catástrofe económica para
salvar a tres o cuatro razas enfermas y detestablemente gobernadas del único
poder que podría organizarlas para alcanzar la prosperidad material.
»Producimos un Cristo capaz de alzar al leproso… y ahora la descendencia del
leproso es la sal de la tierra. Si hay alguien capaz de descubrir una lección en
eso, que dé un paso al frente.
—En cualquier caso, de la vida solo se puede aprender una lección —interrumpió
Gloria, no para contradecirlo, sino dando más bien una especie de melancólico
asentimiento a las palabras de Maury.
—¿Cuál es? —preguntó Noble con tono cortante.
—Que la vida no enseña ninguna lección. Después de un breve silencio, Maury
dijo:
—He aquí a la joven Gloria, la hermosa y despiadada dama, la primera que
contempló el mundo con la fundamental desilusión que yo me he esforzado por
alcanzar, la desilusión que Anthony nunca logrará, y que Dick nunca entenderá
por completo.
Se oyó un gruñido de disgusto procedente del barril de manzanas. Anthony,
habituado a la oscuridad, vio claramente el relámpago del ojo amarillo de
Richard Caramel y la expresión de resentimiento en su rostro mientras exclamaba:
—¡Estás loco! De acuerdo con tus propias palabras, yo tendría que haber
adquirido cierta experiencia por el hecho de intentarlo.
—¿De intentar qué? —gritó Maury furiosamente—. ¿Atravesar la oscuridad del
idealismo político con algún estrafalario y desesperado impulso hacia la verdad?
¿Pasar los días sentado en una silla, infinitamente alejado de la vida,
contemplando la aguja de un chapitel entre los árboles, e intentar separar, de
una vez por todas, lo cognoscible de lo incognoscible? ¿Tomar un fragmento de la
realidad y hacerlo atractivo con los recursos de tu alma para suplir esa
cualidad inexpresable que poseía en la vida y que ha perdido al trasladarlo al
papel o al lienzo? ¿Bregar en un laboratorio durante interminables años por una
pizca de verdad relativa en una masa de engranajes o en un tubo de ensayo…?
—¿Es que tú sí lo has hecho?
Maury hizo una pausa, y en su respuesta, cuando se produjo, había una dosis de
cansancio, una nota de amargura que se demoró por un instante en la mente de
sus tres oyentes antes de salir a la superficie y empezar su ascensión hacia la
luna como una pompa de jabón.
—No, yo no —dijo suavemente—. Yo nací cansado… pero con sentido común, el don de
las mujeres como Gloria… a eso, a pesar de todo mi hablar y escuchar, a pesar de
aguardar en vano la decisiva generalización que parece esperarnos a la vuelta de
todos los razonamientos y de todas las reflexiones, a eso no he sido capaz de
añadir absolutamente nada.
A lo lejos, un sonido grave que se estaba oyendo desde hacía unos instantes se
hizo reconocible mediante un quejumbroso mugido como de una vaca gigantesca y el
brillo nacarado de un faro delantero que apareció a media milla de distancia.
Esta vez se trataba de un tren con locomotora de vapor que se acercaba entre
gruñidos con gran estrépito, y que al pasar dando tumbos y lanzando un
monstruoso lamento, arrojó una lluvia de chispas y de ceniza sobre el andén.
—¡Absolutamente nada! —De nuevo la voz de Maury cayó sobre ellos como si viniera
desde gran altura—. ¡Qué cosa tan débil es la inteligencia, con sus pasitos
cortos, sus vacilaciones, sus idas y venidas, sus desastrosos retrocesos! La
inteligencia es un mero instrumento de las circunstancias. Hay quien dice que la
inteligencia debe de haber construido el universo… ¿Cómo sería posible si la
inteligencia no ha construido siquiera una locomotora de vapor? Las
circunstancias construyeron una locomotora de vapor. La inteligencia es poco más
que un doble decímetro con que medir los infinitos logros de las Circunstancias.
»Podría citaros la filosofía del momento… pero nada nos impide pensar que dentro
de cincuenta años se haya producido una completa inversión de ese espíritu
abnegado que domina hoy a los intelectuales, el triunfo de Cristo sobre Anatole
France… —Maury vaciló un momento, y
luego añadió—: Pero todo lo que he aprendido… la tremenda importancia que yo
tengo para mí mismo, y la necesidad de reconocerme a mí mismo esa importancia…
esas cosas, la prudente y encantadora Gloria nació sabiéndolas, así como la
dolorosa inutilidad de tratar de saber cualquier otra cosa.
»Bien, dije que iba a hablaros de mi educación, ¿no es cierto? Pero no he
aprendido nada, ¿os dais cuenta?, muy poco incluso acerca de mí mismo. Y aunque
lo hubiera hecho moriría con la boca cerrada y sin destapar la pluma
estilográfica… como han hecho los hombres más prudentes… bueno, desde el fracaso
de cierto proyecto… un asunto bien extraño, dicho sea de paso. Tiene que ver con
unos escépticos que se creían muy perspicaces, exactamente igual que vosotros y
yo. Dejadme que os cuente lo que les sucedió a modo de oración vespertina antes
de que os quedéis dormidos.
»Sucedió una vez que todos los hombres inteligentes y con genio del mundo
llegaron a profesar una misma fe… es decir, la falta de fe. Pero les preocupaba
pensar que, al cabo de unos pocos años después de su muerte, se les atribuirían
muchos cultos y sistemas y presagios que nunca habían considerado ni propuesto.
De manera que se dijeron unos a otros:
»»Reunámonos y escribamos un gran libro que logre para siempre burlarse de la
credulidad de los hombres. Convenzamos a nuestros poetas más eróticos para que
escriban sobre los deleites de la carne, y a algunos de nuestros más vigorosos
periodistas para que añadan historias de amores famosos. Incluiremos los más
absurdos cuentos de viejas que circulan ahora. Escogeremos los humoristas con
mayor agudeza para dar forma a una deidad sacada de todos los dioses adorados
por la humanidad, un dios de mayor magnificencia que todos los
demás, pero al mismo tiempo con tantas debilidades humanas que se convierta en
objeto de risa para todo el mundo… y le atribuiremos todo tipo de chistes y
vanidades y enfados, a los que se dará por supuesto que se entrega para su
propia diversión, de manera que la gente leerá nuestro libro y meditará sobre
él, y dejarán, ya para siempre, de decirse desatinos en el mundo.
»«Finalmente, ocupémonos de que el libro posea todas las virtudes estilísticas,
de manera que dure para siempre como testigo de nuestro profundo escepticismo y
universal ironía».
»Así lo hicieron, y posteriormente murieron.
»Pero el libro siguió viviendo, tal era la belleza con que lo habían escrito, y
tan asombrosas las cualidades imaginativas con que aquellos hombres de
inteligencia y de genio lo habían dotado. Ellos no se molestaron en darle
nombre, pero después de su muerte se le llegó a conocer con el nombre de la
Biblia.
Al terminar Maury nadie hizo ningún comentario. Una suave lasitud que flotaba en
el aire de la noche parecía haberlos hechizado a todos.
—Como os decía, empecé con la historia de mi educación. Pero los vapores del
alcohol se han esfumado, la noche se acaba, y muy pronto se alzará un terrible
guirigay por todas partes, en los árboles y en las casas, y en las dos
tiendecitas que están ahí detrás de la estación, y se producirá un gran ir y
venir sobre la tierra durante unas pocas horas… Bueno —concluyó, echándose a
reír—, gracias a Dios nosotros cuatro podemos ir al descanso eterno sabiendo que
nuestra vida en el mundo ha servido para mejorarlo un poco.
Se alzó una brisa, arrastrando con ella tenues vestigios de vida que se
aplastaron contra el cielo.
—Tus palabras no resultan ser más que divagaciones sin conclusión —dijo Anthony
con voz somnolienta—. Esperabas uno de esos milagros de iluminación que le
permiten a uno decir las cosas más brillantes y llenas de sentido en el marco
exacto que debiera poner en marcha el simposio ideal. Mientras tanto Gloria ha
demostrado su perspicaz indiferencia quedándose dormida… lo sé con seguridad
porque ha logrado concentrar todo su peso sobre mi cuerpo destrozado.
—¿Os he aburrido? —preguntó Maury, mirando hacia abajo con cierta preocupación.
—No, pero nos has decepcionado. Es cierto que has lanzado muchas flechas, pero
¿cuántos pájaros han caído?
—Los pájaros los dejo para Dick —se apresuró a responder Maury—. Hablo
desordenadamente, en fragmentos disociados.
—No conseguirás provocarme —murmuró Dick—. Tengo la cabeza demasiado llena de
cosas materiales. Me apetece demasiado un baño caliente para preocuparme de la
importancia de mi trabajo o de cuántas figuras patéticas hay entre nosotros.
El amanecer se hizo sentir mediante un acopio de blancura hacia el este por
encima del río y un piar intermitente en los árboles más cercanos.
—Las cinco menos cuarto —suspiró Dick—; casi otra hora de espera. ¡Mira! Ya han
caído dos. —Señalaba a Anthony, a quien se le habían cerrado los ojos.
El sueño de la familia Patch…
Pero al cabo de cinco minutos, a pesar del piar y gorjear cada vez más fuertes,
Dick dio una cabezada, y después otra, y luego una tercera…
Solo Maury Noble seguía despierto, sobre el tejado de la estación, los ojos muy
abiertos y fijos con cansada intensidad en el distante núcleo de la mañana.
Reflexionaba sobre la falta de realidad de las ideas, sobre el brillo cada vez
menor de la existencia y sobre los pequeños intereses que se introducían
ávidamente en su vida, como ratas en una casa en ruinas. Ahora no sentía ya
compasión por nadie… el lunes por la mañana volvería a ocuparse de sus negocios,
y después estaría con una chica de otra clase social, para quien él era la vida
entera; aquellas eran las cosas que estaban más cerca de su corazón. En la
extrañeza creada por la progresiva invasión de la luz diurna, resultaba
presuntuoso que hubiese tratado alguna vez de pensar con aquel instrumento débil
y roto que era su mente.
Allí estaba el sol, dejando caer grandes masas radiantes de calor; allí estaba
la vida, activa y enmarañada, moviéndose a su alrededor como una nube de moscas…
los oscuros jadeos humeantes de la locomotora, un tajante «¡Viajeros al tren!» y
el repicar de una campana. Confusamente, Maury vio ojos que lo miraban con
curiosidad desde el tren de la leche, oyó a Gloria y a Anthony en rápida
discusión sobre si él debía acompañarla a la ciudad… luego un nuevo estrépito, y
la muchacha se había marchado y los tres hombres, pálidos como muertos, seguían
de pie sobre el andén, mientras un tiznado carbonero pasaba por la carretera
encima de un camión, alabando con roncos cánticos la mañana de verano.
Próximo - Libro 2 Capítulo III
Volver a la Tabla de contenido
Regresar a la lista de libros de Fitzgerald