Hermosos y malditos por F. Scott Fitzgerald - Experto en besos

 

Hermosos y malditos

 

Previo - Libro 1 Capítulo II

Libro Uno, Capítulo III

Desde sus días de director del Harvard Crimson en la universidad, Richard Caramel había sentido deseos de escribir. Pero en su último año de estudiante se había dejado seducir por el espejismo de que algunos hombres estaban llamados a «servir» y que, al lanzarse al mundo, habían de llevar a cabo un algo impreciso pero muy ansiado que, a su vez, tendría como efecto una eterna recompensa o, al menos, la satisfacción personal de haber procurado el mayor bien posible para el mayor número posible de seres humanos.
Este ideal ha arrullado durante mucho tiempo a las universidades americanas. Surge, por regla general, ligado a la inmadurez y a las impresiones superficiales del primer curso; a veces, incluso, en los últimos años de bachillerato. Prósperos apóstoles conocidos por su emotiva manera de predicar recorren las universidades y, asustando a las mansas ovejas y embotando el
despertar de la curiosidad intelectual que es el fin de toda educación, destilan un misterioso sentimiento de pecado mediante su insistencia en los delitos de la infancia y en la omnipresente amenaza de las «mujeres». A estas conferencias acuden los jóvenes revoltosos a reírse y a hacer chistes y los tímidos a tragarse las sabrosas píldoras, píldoras que no harían ningún daño si se recetaran a mujeres de granjeros o a devotos mancebos de botica, pero que se convierten en medicina más bien peligrosa para estos «futuros dirigentes».
Esta enfermedad resultó ser lo suficientemente contagiosa como para afectar a Richard Caramel, logrando que empleara el primer año después de terminar sus estudios perdiendo el tiempo en los suburbios de Nueva York, junto con un grupo de perplejos italianos, como secretario de una Asociación para el Auxilio de Jóvenes Extranjeros. Trabajó en aquello más de un año antes de que la monotonía de sus tareas acabara por desanimarlo. Los extranjeros seguían llegando, inagotables —italianos, polacos, escandinavos, checos, armenios—, con los mismos agravios, con los mismos rostros extraordinariamente desagradables y hasta con los mismos olores, aunque Richard tenía la impresión de que estos últimos crecían en intensidad y se iban diversificando con el paso de los meses. Sus conclusiones finales sobre la utilidad del «servicio a los demás» fueron algo imprecisas, pero tajantes en lo relativo a su personal dedicación. Cualquier joven de buena voluntad, en cuya mente resonaran aún los ecos de la última cruzada evangélica, estaba en condiciones de conseguir tantos éxitos como él con los desechos de Europa… y ya era hora de que Richard Caramel empezara a escribir.
Había estado viviendo en un establecimiento del YMCA en el centro de la ciudad, pero cuando abandonó la tarea de redimir a los irredimibles, se trasladó a la parte alta de Nueva York y entró a trabajar inmediatamente como reportero del Sun. Se dedicó a esto durante un año, escribiendo de manera esporádica en los ratos libres, con muy poco éxito, hasta que cierto día un desafortunado incidente concluyó con brusquedad su carrera periodística. Una tarde de febrero se le asignó la confección de un reportaje sobre el desfile del Escuadrón A de la policía municipal. Ante la amenaza de una tormenta de nieve, Richard optó por dormirse delante de un buen fuego, y cuando despertó produjo una columna muy bien escrita sobre el apagado resonar de los cascos de los caballos sobre la nieve… y procedió a entregarla en el periódico. A la mañana siguiente, al director de la sección municipal le llegó un ejemplar del diario con el artículo de Caramel encuadrado en rojo y una breve nota explicatoria: «Despida a la persona que escribió esto». Al parecer, el Escuadrón A también se había percatado de que amenazaba nieve, y optado por posponer el desfile hasta otro día.
Una semana después Richard empezó El amante demoníaco…
En enero, el lunes de los meses, la nariz de Richard Caramel estaba de
color azul constantemente, un azul sardónico, que hacía pensar vagamente en llamas envolviendo a un pecador. Su libro estaba casi listo, y a medida que crecía en extensión parecía crecer también en exigencias, exprimiéndolo, subyugándolo, y Richard se limitaba a ir en seguimiento de su obra, demacrado y vencido. Caramel no confiaba sus esperanzas, fanfarronadas e indecisiones únicamente a Anthony y Maury, sino a cualquiera que conseguía convencer para que lo escuchara. Richard visitaba a corteses pero desconcertados editores y discutía su libro con cualquier persona que se le ponía enfrente en el Harvard Club; Anthony llegaba incluso a asegurar que se le había visto, un domingo por la noche, debatiendo la transposición del capítulo segundo con un revisor aficionado a la literatura en los fríos y deprimentes recovecos de una estación de metro en Harlem. Y la última de sus confidentes era mistress Gilbert, que se pasaba con él las horas muertas alternando entre bilfismo y literatura en un intenso fuego cruzado. — Shakespeare era bilfista —aseguraba la madre de Gloria, obsequiando a su interlocutor con una imperturbable sonrisa—. ¡Sí, sí! Era bilfista. Está demostrado.
Dick tendía a desconcertarse un poco ante aquello.
—Si has leído Hamlet, lo has tenido que notar forzosamente.
—Bueno, Shakespeare… vivió en una época más crédula… más religiosa.
Pero mistress Gilbert no se conformaba con tan poco.
—Sí, sí, claro, pero en realidad el bilfismo no es una religión. Es la ciencia de las religiones —explicaba con sonrisa desafiante. Aquella era la frase feliz de su credo. Había algo en la disposición de las palabras que se apoderaba de su mente de tal forma que la afirmación quedaba por encima de cualquier necesidad de definirse a sí misma. No es improbable que mistress Gilbert hubiese aceptado cualquier idea que encajara en aquella fórmula radiante, que quizá no fuera una fórmula, sino la reducción al absurdo de todas las fórmulas.
Finalmente, pero con gran esplendor, le llegaba su oportunidad a Dick.
—Has oído hablar del nuevo movimiento poético, ¿verdad? ¿No lo conoces? Se trata de un grupo de jóvenes poetas que están rompiendo con las viejas formas y haciendo mucho bien. Bueno, lo que yo iba a decir es que mi libro va a iniciar un nuevo movimiento en la prosa, una especie de renacimiento.
—Estoy segura de que así será —dijo mistress Gilbert rebosante de felicidad—. Estoy completamente segura. Fui a ver a Jenny Martin el martes pasado, ya sabes, la quiromántica que tanto le gusta ahora a todo el mundo. Le dije que mi sobrino estaba escribiendo una obra y ella respondió que sin duda me gustaría saber que iba a tener un éxito extraordinario. Pero no te ha visto
nunca ni sabe nada de ti… ni siquiera cómo te llamas.
Después de emitir los sonidos apropiados para expresar su asombro ante aquel sorprendente fenómeno, Dick apartó a un lado el tema propuesto por su tía como si él fuera un arbitrario guardia de tráfico y, por así decirlo, hizo señas a su propio tráfico para que avanzara.
—Estoy totalmente enfrascado, tía Catherine —le aseguró a mistress Gilbert—. Te lo aseguro. Todos mis amigos me toman el pelo… sí, claro, me doy cuenta de que tiene un lado humorístico y no me importa. Creo que todo el mundo debe saber aceptar una broma. Pero a mí me mantiene una especie de convicción —concluyó sombríamente.
—Siempre digo que tienes un alma antigua.
—Quizá sea así. —Dick había llegado a la etapa en que dejaba de luchar y se sometía. Tenía que tener un alma antigua, supuso ridículamente; tan antigua como para estar absolutamente podrida. Sin embargo, la repetición de la frase todavía le causaba cierta turbación y desagradables escalofríos por la espalda. Así que cambió de tema.
—¿Dónde está mi distinguida prima Gloria?
—Ha ido con alguien a algún sitio.
Dick hizo una pausa, meditó, y luego, torciendo la cara en una mueca que empezó siendo una sonrisa pero que terminó en un terrorífico fruncimiento de entrecejo, permitió que saliera de su boca el siguiente comentario:
—Creo que mi amigo Anthony Patch está enamorado de ella.
Mistress Gilbert se sobresaltó, sonrió satisfecha medio segundo demasiado tarde, y dejó escapar un «¿Es cierto?» en el tono susurrante adecuado para una obra policíaca.
—Al menos eso opino yo —corrigió Dick muy seriamente—. Nunca lo he visto salir tan asiduamente con otras chicas.
—Por supuesto —dijo mistress Gilbert con meticulosa indiferencia—. Gloria nunca se confía conmigo. Es una chica muy reservada. Entre tú y yo — se inclinó hacia delante con muchas precauciones, claramente decidida a que tan solo el cielo y su sobrino fuesen partícipes de su confesión—, entre tú y yo, me gustaría verla casada.
Dick se puso en pie y recorrió la habitación con pasos rápidos: un joven de corta estatura, activo, un tanto regordete, con las manos metidas en los abultados bolsillos de la chaqueta.
—No pretendo estar en lo cierto, compréndelo —le aseguró al grabado en acero que le sonreía con afectación—. No te cuento esto porque quiera que
Gloria lo sepa. Pero creo que el Loco Anthony está interesado, y muchísimo. Habla de ella constantemente. En cualquier otro eso sería una mala señal.
—Gloria tiene un alma muy joven… — empezó mistress Gilbert animadamente, pero su sobrino la interrumpió con una frase a gran velocidad:
—Gloria sería una estúpida muy joven si no se casara con él. —Luego se detuvo y se encaró con ella, su expresión un campo de batalla de líneas y hoyuelos, comprimidos y forzados hasta el máximo de sus posibilidades, como queriendo compensar con sinceridad cualquier posible indiscreción de sus palabras—. Gloria es una criatura de mucho cuidado, tía Catherine. No hay manera de controlarla. No sé cómo lo ha hecho, pero últimamente se ha buscado un grupo de amigos curiosísimos. No parece importarle. Y los tipos con los que solía pasearse por Nueva York eran… —Dick hizo una pausa para respirar.
—Sí, sí, sí —intervino mistress Gilbert, en un débil intento de ocultar el inmenso interés con que lo escuchaba.
—Bueno —continuó Richard Caramel con gran seriedad—, eso es lo que pasa.
Quiero decir que los tipos, y en general todas las personas con las que salía, eran de primera clase. Ahora no lo son.
Mistress Gilbert parpadeó muy deprisa; su pecho tembló, se alzó, manteniéndose así durante un instante, y al expulsar el aire sus palabras fluyeron también en un torrente.
Lo sabía, susurró; sí, claro, las madres se dan cuenta de estas cosas. Pero ¿qué podía hacer ella? Richard conocía bien a Gloria. Sabía lo suficiente como para no ignorar que era imposible razonar con su hija. Gloria había estado muy mimada, mucho más de lo corriente, desde luego. Por ejemplo, le habían seguido dando de mamar hasta los tres años, cuando probablemente ya estaba en condiciones de comer de todo. Quizá —nunca se sabe— era eso lo que había dado salud y aguante a toda su personalidad.
Y luego, desde que cumplió los doce, había tenido tantos chicos a su alrededor… tantos que casi era imposible moverse. A los dieciséis empezó a ir a los bailes en los institutos, y después a los de las universidades; y dondequiera que Gloria iba aparecían chicos y más chicos. Al principio, bueno, hasta que cumplió dieciocho, hubo tantos que ninguno parecía destacar sobre los demás, pero luego empezó a escoger.
Mistress Gilbert estaba al tanto de la existencia de toda una cadena de amoríos a lo largo de tres años, quizá una docena en total. Algunas veces habían sido universitarios; otras, chicos con la carrera recién terminada; cada
uno duraba varios meses por término medio, con aventuras más breves entre medias. En una o dos ocasiones las relaciones se habían prolongado más y la madre de Gloria había albergado la esperanza de que llegara a prometerse en matrimonio, pero siempre aparecía un nuevo chico, y luego otro…
¿Sus admiradores? Los hacía desgraciados, literalmente. Tan solo hubo uno que mantuviera una actitud relativamente digna, pero no era más que un niño, el joven Carter Kirby, de Kansas City, tan engreído que se había marchado una tarde empujado únicamente por su vanidad y al día siguiente salió para Europa con su padre. Los demás habían sufrido mucho. Nunca parecían darse cuenta de cuándo Gloria estaba ya cansada de ellos, y por otra parte la muchacha se mostraba muy pocas veces deliberadamente cruel. La seguían telefoneando, escribiéndole cartas, tratando de verla, haciendo largos viajes para seguirla por todo el país. Algunos habían hecho confidencias a mistress Gilbert, explicándole con lágrimas en los ojos que nunca podrían olvidarse de Gloria… pero al menos dos de ellos ya se habían casado… Ella, desde luego, parecía tirar a matar: Mr. Carstairs continuaba telefoneando una vez por semana y mandándole flores que Gloria ya no se molestaba en rechazar.
Mistress Gilbert estaba al tanto de que en varias ocasiones —por lo menos en dos— Gloria había llegado incluso a decir que sí: una vez a Tudor Baird y otra a un tal Holcome, en Pasadena. Mistress Gilbert estaba segura porque — aquello no debía salir de la habitación— ella volvió a casa inesperadamente y se encontró a Gloria comportándose, bueno, como alguien que ya ha dado el sí. Mistress Gilbert no había hablado con su hija, claro está. No le parecía del todo delicado y, además, estaba convencida en cada ocasión de que tardarían muy poco tiempo en anunciar públicamente su compromiso. Pero el anuncio nunca llegaba a producirse; lo que llegaba, en cambio, era un muchacho distinto.
¡Escenas! ¡Jóvenes paseándose por la biblioteca como tigres enjaulados! ¡Jóvenes lanzándose miradas feroces en el vestíbulo cuando uno llegaba y el otro se iba! ¡Jóvenes que seguían llamando por teléfono hasta que finalmente no quedaba otro remedio que colgar, interrumpiendo la comunicación! ¡Jóvenes que amenazaban con marcharse a Sudamérica…! ¡Jóvenes escribiendo las cartas más patéticas imaginables! (Tía Catherine no dijo nada en este sentido, pero Dick imaginó que sus ojos se habían posado sobre algunas de aquellas cartas).
… Y Gloria, entre lágrimas y risas, pesarosa, alegre, indiferente y enamorada, desgraciada, nerviosa, serena, en medio de una complicada devolución de regalos, trueque de fotografías en marcos inmemoriales, tomando baños calientes, dispuesta a empezar de nuevo… con el siguiente.
Esta situación se prolongó hasta adquirir un aire de permanencia. Nada hería, ni cambiaba, ni conmovía a Gloria. Hasta que, de pronto, un buen día, informó a su madre de que los universitarios la aburrían.
No volvería nunca a un baile en la universidad.
De esta forma había empezado el cambio… cambio no tanto en sus costumbres —porque seguía bailando y saliendo igual que antes— como en su actitud. Hasta entonces todo había sido una cuestión de orgullo, de vanagloria. Gloria había sido, probablemente, la joven belleza más celebrada y solicitada del país. ¡Gloria Gilbert de Kansas City! Ella se había alimentado de toda aquella admiración sin el menor miramiento, disfrutando de las multitudes a su alrededor, de cómo se fijaban en ella los hombres más atractivos, de los celos de las otras chicas; disfrutando de los fabulosos, por no decir escandalosos y (su madre se alegraba de poder desmentirlo) totalmente infundados rumores acerca de ella: por ejemplo, que una noche se había lanzado a la piscina de Yale con un traje de gasa.
Y después de disfrutar de todo ello con una vanidad que era casi masculina —había tenido todas las características de una deslumbrante carrera llena de triunfos—, el interés de Gloria se transformó repentinamente en estético, apartándose del mundo. Ella, que había sido la figura central en incontables fiestas, que se había deslizado llena de fragancia por innumerables salones de baile recogiendo el delicado tributo de tantos ojos, daba la impresión de haber perdido por completo el interés. A los que ahora se enamoraban de ella los despedía sin contemplaciones, casi enfadada. Salía sin oponer resistencia con los hombres más insignificantes. Rompía compromisos continuamente, no como en el pasado, debido a un sereno convencimiento de que no podía hacérsele ningún reproche, de que el hombre al que insultaba volvería a ella como un animal doméstico, sino indiferentemente, sin desprecio ni orgullo. Raras veces se enfadaba con sus admiradores: se limitaba a bostezar en su presencia. A su madre le parecía —y era algo muy extraño— que se estaba convirtiendo en una mujer fría.
Richard Caramel escuchaba. Al principio permaneció de pie, pero al ver que el largo monólogo de su tía iba adquiriendo más contenido (aquí aparece reducido a la mitad, sin todas las referencias marginales a la juvenil alma de Gloria y a las angustias mentales de la propia mistress Gilbert) se apoderó de una silla y estuvo pendiente de sus palabras mientras la otra se deslizaba, entre lágrimas y quejas de impotencia, por la larga historia de la vida de Gloria. Cuando mistress Gilbert llegó finalmente al relato de aquel último año, a la historia de las colillas dejadas por todo Nueva York en ceniceros con inscripciones como «Midnight Frolic» y «Justine Johnson’s Little Club», Richard empezó a asentir con la cabeza, primero despacio, luego cada vez más deprisa, hasta que, mientras ella concluía su narración con voz entrecortada, el
balanceo era ya tan desenfrenado que hacía pensar absurdamente en la cabeza de un muñeco articulado con alambre, y podía significar… casi cualquier cosa.
En cierto sentido el pasado de Gloria era una vieja historia para él. Lo había seguido con ojos de periodista, porque estaba decidido a escribir un libro sobre ella algún día. Pero en el momento presente su interés era exclusivamente familiar. Quería saber, específicamente, quién era aquel Joseph Bloeckman que había visto acompañando a Gloria en varias ocasiones; y aquellas dos muchachas que iban siempre con ella, «una tal» Rachel Jerryl y «cierta» miss Kane: ¡estaba claro que miss Kane no era de las personas que a uno se le ocurriría asociar con Gloria!
Pero el momento había pasado. Mistress Gilbert, después de ascender la colina de las confidencias, se disponía a deslizarse cuesta abajo a toda prisa por el trampolín del derrumbamiento. Sus ojos eran como un cielo azul visto a través de dos redondos marcos de ventana pintados de rojo. Le temblaba la boca.
Y en aquel momento se abrió la puerta, dando paso a Gloria y a las dos jóvenes recientemente mencionadas.

 

Dos mujeres jóvenes

—¡Vaya!
—¿Qué tal está usted, mistress Gilbert?
Miss Kane y miss Jerryl son presentadas a Mr. Richard Caramel. —Este es Dick (risas).
—He oído hablar muchísimo de usted —dice miss Kane, entre una risita y un grito.
—¿Qué tal está usted? —dice miss Jerryl tímidamente.
Richard Caramel trata de moverse por la habitación como si su figura fuese mejor de lo que es. Se encuentra dividido entre su innata cordialidad y el hecho de que considera bastante vulgares a estas chicas… muy lejos del tipo Farmover, el centro de enseñanza donde había estudiado su prima.
Gloria ha desaparecido en el dormitorio.
—Haced el favor de sentaros —sonríe amablemente mistress Gilbert, que ya se ha recuperado por completo—. Quitaos los abrigos.
Dick teme que su tía haga algún comentario sobre la edad de su alma, pero olvida sus aprensiones mientras realiza un examen concienzudo, como corresponde a un novelista, de ambas jóvenes.
Muriel Kane procedía de una familia en alza de East Orange. Era baja más
que pequeña, y se hallaba audazmente situada entre la redondez y la gordura descarada. Tenía el pelo negro y llevaba un peinado muy complicado. Esto, en unión de sus hermosos ojos, algo bovinos, y de sus labios encendidos, contribuía a darle un parecido con Theda Bara, la conocida actriz cinematográfica. La gente le decía constantemente que era una vampiresa, y ella se lo creía. Abrigaba la esperanza de que le tuvieran miedo, y hacía siempre todo lo que podía en cualquier circunstancia para dar impresión de peligro. Un hombre con imaginación era capaz de ver la bandera roja que miss Kane llevaba siempre consigo, agitándola con gran violencia, suplicante, pero, a decir verdad, sin obtener éxitos espectaculares. También estaba tremendamente al día: conocía las últimas canciones, todas las últimas canciones; cuando cualquiera de ellas sonaba en el fonógrafo se ponía en pie, movía los hombros hacia atrás y hacia delante y chasqueaba los dedos; y si faltaba la música se acompañaba a sí misma tarareando.
Su conversación también estaba muy al día.
—No me importa —decía—; las preocupaciones me echarían a perder la figura. —Y enseguida—: No puedo tener los pies quietos cuando oigo esta melodía. ¡Vamos, chico!
Sus uñas eran demasiado largas y cuidadas, abrillantadas hasta conseguir un extraño color rosado, como de fiebre. Llevaba una ropa demasiado ajustada, demasiado a la moda, de colores demasiado intensos; sus ojos resultaban demasiado pícaros, su sonrisa demasiado modesta. Toda ella casi no era otra cosa que una penosa exageración de pies a cabeza.
La otra muchacha tenía, evidentemente, una personalidad más sutil. Era una judía exquisitamente vestida, de cabellos oscuros y cutis lechosamente pálido. Parecía tímida y llena de dudas, y esas dos características acentuaban cierto delicado encanto que flotaba a su alrededor. Su familia era «episcopaliana», poseía tres boutiques muy elegantes en la Quinta Avenida, y vivía en un magnífico apartamento de Riverside Drive. A Dick le dio la impresión, al cabo de unos momentos, de que trataba de imitar a Gloria, y se preguntó por qué invariablemente todo el mundo quería imitar a las personas inimitables.
—¡Ha sido de lo más excitante! —estaba exclamando Muriel con gran entusiasmo—. Había una mujer muy rara detrás de nosotras en el autobús. ¡Completamente loca, estoy segura! No hacía más que hablar consigo misma sobre algo que le gustaría hacerle a alguien o algo parecido. Yo estaba muerta de miedo, pero Gloria, simplemente, no quería apearse.
Mistress Gilbert abrió la boca, convenientemente sorprendida.
—¿De verdad?
—Estaba completamente loca, desde luego. Pero no había razón para preocuparse, no nos hizo ningún daño. ¡Qué fea era, cielo santo! El hombre que estaba enfrente dijo que su cara le iría bien a una enfermera del turno de noche en una residencia para ciegos, y nos dio un ataque de risa, claro, así que el tipo aquel trató de ligar con nosotras.
Gloria salió enseguida de su dormitorio, y todas las miradas se volvieron hacia ella al unísono. Las otras dos muchachas retrocedieron a un oscuro segundo plano sin que nadie se diera cuenta ni las echara de menos.
—Hemos estado hablando de ti —dijo rápidamente—, tu madre y yo.
—Vaya —dijo Gloria.
Un silencio… Muriel se volvió hacia Dick.
—Usted es un gran escritor, ¿no es cierto?
—Soy escritor —reconoció él tímidamente.
—Siempre digo —continuó Muriel hablando con mucha seriedad— que si alguna vez tuviera tiempo de escribir todas mis experiencias conseguiría un libro maravilloso.
Rachel dejó escapar una risita aprobatoria; la inclinación de cabeza de Richard Caramel resultó casi majestuosa.
—Pero lo que no entiendo —siguió Muriel— es cómo puede usted sentarse y escribir. ¡Y poesía! Señor, ¡yo no consigo hacer que rimen dos líneas, aunque no creo que eso deba preocuparme!
Richard Caramel apenas logró sofocar una carcajada. Gloria masticaba una pastilla de goma de tamaño sorprendente con la mirada fija en la ventana y expresión de malhumor. Mistress Gilbert se aclaró la garganta, animándose de repente.
—Lo que sucede —dijo, haciendo una especie de comentario con valor universal—, es que no tienes un alma antigua, como Richard.
El poseedor del Alma Antigua respiró aliviado: ya no tenía que preocuparse, la frase estaba dicha.
Luego, como si hubiera estado meditándolo durante cinco minutos, Gloria hizo una repentina declaración:
—Voy a dar una fiesta.
—¿Vas a invitarme? —exclamó Muriel con burlona audacia.
—Será una cena. Siete personas: Muriel, Rachel y yo; y tú, Dick, y Anthony, y ese amigo vuestro, Noble, que me fue muy simpático… y
Bloeckman.
Muriel y Rachel cayeron en suaves y runruneantes éxtasis de entusiasmo. Mistress Gilbert parpadeó y sonrió luego con expresión radiante. Con aire indiferente, Dick intervino para preguntar:
—¿Quién es ese tal Bloeckman, Gloria?
Advirtiendo indicios de hostilidad, Gloria se volvió hacia él.
—¿Joseph Bloeckman? Trabaja en el cine. Vicepresidente de Films Par Excellence. Mi padre y él hacen muchos negocios juntos.
—Ah.
—Bueno, ¿vendréis o no vendréis?
Todos dijeron que sí. Se fijó una fecha para aquella misma semana. Dick se levantó, se puso el sombrero, el abrigo y la bufanda, y obsequió a todos por igual con una sonrisa.
—Hasta pronto —dijo Muriel, agitando la mano alegremente—, llámame por teléfono uno de estos días.
Richard Caramel se sonrojó por ella.

 

El deplorable fin del Chevalier O’Keefe

Era lunes y Anthony llevó a Geraldine Burke a almorzar al Beaux Arts; después subieron a su apartamento y el joven Patch sacó el carrito donde guardaba las bebidas alcohólicas, y escogió vermut, ginebra y ajenjo para preparar el adecuado estimulante.
Geraldine Burke, la acomodadora de Keith’s, le había servido de distracción durante varios meses. Geraldine pedía tan poco que Anthony estaba encantado con ella; y es que el joven Patch, desde que, a raíz de un lamentable flirteo con una chica de la buena sociedad el verano anterior, había descubierto que después de media docena de besos se consideraba de rigor una proposición matrimonial, se mostraba muy cauteloso con las chicas de su misma clase. No costaba ningún trabajo contemplar con ojo crítico sus imperfecciones: algún defecto en su apariencia física o una falta generalizada de delicadeza personal; pero a una acomodadora de Keith’s era posible verla con una actitud diferente. Al propio criado se le pueden tolerar peculiaridades que serían imperdonables en un simple conocido de nuestra misma clase social.
Geraldine, acurrucada al pie del sofá, contemplaba a Anthony con ojos sesgados, apenas entreabiertos.
—Bebes todo el tiempo, ¿no es verdad? —dijo de repente.
—Bueno, supongo que sí —replicó Anthony, un tanto sorprendido—. ¿Tú no?
—Ni hablar. Voy a fiestas algunas veces, ya sabes, cosa de una vez a la semana, pero solo tomo dos o tres copas. Tú y tus amigos bebéis todo el tiempo. Juraría que te estás echando a perder la salud.
Anthony se sintió un tanto conmovido.
—Vaya, eres muy amable preocupándote por mí.
—Claro que me preocupo.
—No creas que bebo tanto —declaró él—. El mes pasado no probé ni una gota durante tres semanas. Solo me pongo realmente alegre una vez por semana, más o menos.
—Pero bebes todos los días y solo tienes veinticinco años. ¿Note queda ninguna ambición? ¿Has pensado en lo que serás a los cuarenta?
—Confío sinceramente en no vivir hasta entonces.
Geraldine chasqueó la lengua.
—¡Estás completamente loco! —dijo, mientras Anthony se preparaba otro cóctel; luego, añadió—: ¿Tienes algo que ver con Adam Patch?
—Sí, es mi abuelo.
—¿De verdad? —Estaba claramente emocionada.
—¡Pues claro!
—Eso tiene gracia. Mi padre trabajaba para él.
—Es un viejo muy raro.
—¿Es simpático? —preguntó ella.
—Bueno, en la vida privada casi nunca es innecesariamente desagradable.
—Cuéntame algo de él.
—Veamos —reflexionó Anthony—: Está completamente arrugado y le queda un resto de cabellos grises que, por alguna razón, siempre parecen arremolinados por el viento. Es una persona muy moral.
—Ha hecho mucho bien —dijo Geraldine con extraordinaria seriedad.
—¡Qué tontería! —se burló Anthony—. No es más que un necio pomposo con cabeza de chorlito.
La mente de Geraldine abandonó el tema y revoloteó en otra dirección.
—¿Por qué no vives con él?
—¿Por qué no me hospedo en una rectoría metodista?
—¡Estás completamente loco!
De nuevo Geraldine chasqueó suavemente la lengua para expresar su desaprobación. Anthony pensó en lo terriblemente moral que era aquella niñita perdida, y en lo moral que seguiría siendo después de que llegara la ola que inevitablemente la apartaría de las playas de la respetabilidad.
—¿Odias a tu abuelo?
—Es una pregunta que me hago a mí mismo. Nunca lo he querido. Nunca se quiere a las personas que hacen cosas por ti.
—¿Te odia él a ti?
—Mi querida Geraldine —protestó Anthony, frunciendo el entrecejo burlonamente—, haz el favor de tomarte otro cóctel. Le resulto molesto. Si fumo un cigarrillo, entra en la habitación arrugando la nariz. Es beato, pelma y algo hipócrita. Probablemente no te diría esto si no me hubiese bebido unas cuantas copas, pero no creo que tenga importancia.
El interés de Geraldine era muy tenaz. Sostenía la copa —que aún no había tocado— entre el índice y el pulgar mientras contemplaba a Anthony con ojos vagamente reverentes.
—¿Por qué lo llamas hipócrita?
—Bueno —dijo Anthony con tono impaciente—, quizá no lo sea. Pero no le gustan las cosas que a mí me gustan, y por lo tanto, en lo que a mí se refiere, es una persona sin interés.
—¡Hummm! —Su curiosidad parecía finalmente satisfecha. Geraldine se hundió en el sofá y bebió un sorbo del cóctel.
—Eres un tipo curioso —comentó con aire pensativo—. ¿Todas las chicas se quieren casar contigo porque tienes un abuelo rico?
—No, pero no se lo echaría en cara si lo hicieran. De todas formas, no tengo intención de casarme.
Geraldine se burló de aquello.
—Te enamorarás cualquier día. Claro que sí… estoy segura —dijo, moviendo la cabeza con profunda sabiduría.
—Sería estúpido tener demasiada confianza en uno mismo. Eso es lo que acabó con el Chevalier O’Keefe.
—¿Quién era ese?
—Un ser inventado por mí. El Caballero es la más auténtica de mis
creaciones.
—¡Loco de remate! —murmuró ella complacida, utilizando otra vez la tosca escala de cuerda con la que atravesaba todos los vacíos y se colocaba a la altura de sus superiores en inteligencia.
Subconscientemente, Geraldine sentía que así eliminaba distancias y ponía de nuevo a su alcance a la persona cuya imaginación se le escapaba.
—¡No! —protestó Anthony—, nada de eso, Geraldine. No tienes que jugar a ser la alienista del Caballero. Si no te sientes capaz de entenderlo, no lo traeré a tu presencia. Además, me sentiría un tanto incómodo debido a su lamentable reputación.
—Creo que estoy en condiciones de entender cualquier cosa que tenga sentido — contestó Geraldine, un tanto irritada.
—En ese caso, hay varios episodios en la vida del Caballero que pueden resultar entretenidos.
—¿Por ejemplo?
—Ha sido su prematura desaparición lo que me ha hecho pensar en él como tema adecuado para esta conversación. Me desagrada presentarlo por el final, pero parece inevitable que el Caballero entre de espaldas en tu vida.
—Bueno, ¿qué pasa con él? ¿Es que murió?
—¡Ya lo creo que sí! Y de esta manera: era irlandés, Geraldine, un irlandés seminovelesco: del tipo bravío con acento de persona bien nacida y pelirrojo. Marchó al exilio en los últimos tiempos de la caballería y, por supuesto, fue a parar a Francia. Ahora bien, Geraldine, el Chevalier O’Keefe tenía, al igual que yo, una debilidad. Le impresionaban profundamente las mujeres de toda clase y condición. Además de sentimental, era romántico, vanidoso, un hombre de pasiones desatadas, que no veía bien con un ojo y estaba casi completamente ciego del otro. Así que un varón vagabundeando por el mundo en estas condiciones está tan indefenso como un león sin dientes, y, lógicamente, el Caballero sufrió muchísimo durante veinte años a manos de una serie de mujeres que lo odiaron, lo utilizaron, lo aburrieron, lo irritaron, lo enfermaron, se gastaron su dinero y lo pusieron en ridículo: en resumen, y para utilizar la expresión mundana, lo amaron apasionadamente.
»Esto era un desastre, y como el Caballero, con la excepción de esta debilidad, de esta excesiva impresionabilidad, era un hombre con penetración, decidió librarse de una vez por todas de estas continuas sangrías a que se veía sometido. Con ese propósito se dirigió a un famosísimo monasterio de Champagne llamado… bueno, conocido, de manera anacrónica, con el nombre de San Voltaire. La regla de San Voltaire era que ningún monje descendiera
jamás al piso bajo del monasterio y que se dedicara al rezo y a la contemplación en una de sus cuatro torres, que llevaban los nombres de los cuatro mandamientos de la regla monástica: Pobreza, Castidad, Obediencia y Silencio.
»Cuando llegó el día que iba a presenciar la despedida del mundo del Caballero, mi héroe se sentía completamente feliz. Regaló todos sus libros en griego a su patrona, y envió su espada con funda de oro al rey de Francia; en cuanto a sus recuerdos de Irlanda, se los dio al joven hugonote que vendía pescado en la calle donde él se hospedaba.
»Luego cabalgó hasta San Voltaire, mató a su caballo a la puerta del monasterio y entregó el cuerpo al cocinero.
»Aquella noche a las cinco, el Caballero se sintió, por primera vez, libre del sexo para siempre. Ninguna mujer podía entrar en el monasterio, ni monje alguno bajar más allá del segundo piso. Así que mientras subía la escalera de caracol que lo llevaba a su celda en lo más alto de la Torre de la Castidad, se detuvo un momento junto a una ventana abierta, quince metros por encima del camino que se extendía a sus pies. Era todo tan hermoso, pensó el Caballero; aquel mundo que estaba a punto de abandonar, la lluvia dorada del sol sobre las mieses, la mancha de árboles a lo lejos, los viñedos, tranquilos y verdeantes, avivando el paisaje en muchas millas a la redonda… El Caballero apoyó los codos en el alféizar de la ventana y contempló el camino que serpenteaba a sus pies.
»Pero sucedió que en aquel momento, Thérèse, una campesina de dieciséis años de una aldea vecina, pasaba por el mismo camino a la altura del monasterio. Cinco minutos antes, el trozo de cinta que mantenía estirada una de sus medias se había gastado por completo, rompiéndose. Como era una muchacha extraordinariamente modesta, pensó en esperar hasta que llegara a su casa para reparar el desperfecto, pero le estaba resultando tan molesto que no pudo aguantarse por más tiempo. De manera que, cuando pasaba bajo la Torre de la Castidad, se detuvo y con un gesto gracioso se alzó la falda —lo menos posible, dicho sea en descargo suyo— para ajustarse la liga.
»En lo alto de la torre, el último llegado al antiguo monasterio de San Voltaire, como arrastrado hacia delante por una irresistible y gigantesca mano, se asomó a la ventana, y siguió asomándose cada vez más hasta que, repentinamente, uno de los sillares se aflojó bajo su peso, separándose de la argamasa con un sonido ahogado, y, primero la cabeza, luego patas arriba y finalmente en amplio y sobrecogedor remolino, el Chevalier O’Keefe se precipitó hacia la dura tierra y la condenación eterna.
»Thérèse quedó tan impresionada por lo ocurrido que no paró de correr hasta llegar a su casa, y por espacio de diez años dedicó una hora todos los
días en secreta plegaria por el monje cuyos votos y cuya cabeza habían quedado simultáneamente rotos en aquella desgraciada tarde de domingo.
»En cuanto al Chevalier O’Keefe, sospechoso de suicidio, no fue enterrado en tierra consagrada, sino arrojado en un campo de los alrededores, donde sin duda mejoró la fertilidad de la tierra por espacio de largos años. Tal fue el prematuro final de un caballero muy valiente y enamorado. ¿Qué te ha parecido, Geraldine?
Pero Geraldine, que se había perdido mucho antes, solo fue capaz de sonreír pícaramente, señalarle con el índice, y repetir su fórmula para salvar todas las distancias y explicar todas las dificultades.
—¡Estás loco! —dijo—, ¡completamente loco!
El enjuto rostro de Anthony era todo amabilidad, pensó la muchacha, y sus ojos estaban llenos de dulzura. Le gustaba porque era arrogante sin ser engreído, y porque, a diferencia de los hombres que conocía en el teatro, le horrorizaba resultar llamativo. ¡Qué historia tan extraña y sin sentido! Pero había disfrutado con la parte acerca de la media.
Después del quinto cóctel Anthony la besó, y entre risas, caricias en broma y una llamarada de pasión muerta casi antes de nacer, dejaron pasar una hora. A las cuatro y media Geraldine afirmó que tenía una cita y se retiró al cuarto de baño para peinarse. Después de renunciar a que Anthony llamara un taxi, se detuvo unos momentos en el umbral de la puerta.
—Acabarás casándote —insistió—; espera y verás.
Anthony estaba jugando con una vieja pelota de tenis, y la hizo botar varias veces cuidadosamente contra el suelo antes de responder con una pizca de acidez:
—Eres medio tonta, Geraldine.
Ella sonrió provocativamente.
—Así que soy medio tonta, ¿eh? ¿Te apuestas algo?
—También eso sería una tontería.
—Claro, por supuesto. Bueno, pues yo apuesto a que te casas antes de un año.
Anthony hizo botar la pelota de tenis con mucha fuerza. Era uno de los días en que estaba más guapo, pensó Geraldine; una especie de intensidad había reemplazado la melancolía presente de ordinario en sus ojos oscuros.
—Geraldine —dijo finalmente—, en primer lugar no hay nadie con quien quiera casarme; en segundo lugar no tengo dinero suficiente para mantener a
otra persona; en tercer lugar estoy totalmente en contra del matrimonio para personas como yo; y en cuarto lugar, incluso la consideración abstracta de ese tema me desagrada profundamente.
Pero Geraldine se limitó a cerrar mucho los ojos con aire suficiente, a chasquear la lengua del modo habitual y a decir que tenía que marcharse. Era tarde.
—Llámame pronto —le dijo mientras Anthony le daba un beso de despedida—: Me he pasado tres semanas sin saber nada de ti.
—Te llamaré —le prometió él con mucho calor.
Anthony cerró la puerta y al volver a la sala de estar se quedó por un momento perdido en sus meditaciones, todavía con la pelota de tenis en la mano. Se acercaba uno de sus ataques de soledad, una de aquellas ocasiones en que paseaba por las calles o se quedaba inmóvil ante su escritorio, sintiéndose deprimido y sin saber qué hacer, capaz tan solo de morder la contera del lápiz. Era ensimismamiento sin consuelo, exigencia de expresión sin desahogo, sensación de paso veloz del tiempo incesante e inútilmente, aliviada tan solo por la convicción de que nada se perdía, porque todos los esfuerzos y todos los logros carecían igualmente de valor.
Pensó en voz alta, con violencia, porque se sentía herido y lleno de confusión:
—¡No tengo la menor intención de casarme, maldita sea!
Y movido de un repentino impulso lanzó violentamente la pelota de tenis contra el otro extremo de la habitación, donde estuvo a punto de chocar con la lámpara y, después de rebotar aquí y allá por unos momentos, acabó inmovilizándose sobre el suelo.

 

Luz de neón y luz de luna

Gloria había reservado una mesa en el restaurante Cascades del hotel Biltmore para celebrar su cena, y cuando los hombres se reunieron en el vestíbulo poco después de las ocho, «el tal Bloeckman» fue blanco de tres pares de ojos masculinos. Se trataba de un judío de unos treinta y cinco años, rubicundo y algo corpulento, con una cara expresiva bajo suaves cabellos de un rubio deslucido y cuya personalidad, sin duda, hubiese sido considerada atractiva en casi todas las reuniones de negocios. Bloeckman se acercó a los tres jóvenes que fumaban juntos mientras esperaban a su anfitriona, y se presentó con un aplomo que tenía algo de forzado; sin embargo, es dudoso que llegara a captar la impresión buscada por los otros de irónica frialdad: nada en sus modales indicaba que pudiera captar tales matices.
—¿Está usted emparentado con Adam J. Patch? —le preguntó a Anthony,
mientras lanzaba dos finas columnas de humo por unas ventanas de nariz demasiado anchas.
Anthony lo admitió con la sombra de una sonrisa.
—Es un hombre excelente —anunció Bloeckman con gran reverencia—. Todo un americano.
—Sí —asintió Anthony—; no hay duda de que lo es.
«Detesto a estos hombres poco hechos —pensó fríamente— con aire de no haber cocido lo bastante. Habría que meterlos otra vez en el horno; un minuto más sería suficiente».
Bloeckman miró de soslayo su reloj.
—Ya tendrían que haber aparecido esas chicas.
Anthony esperó a que terminara la frase conteniendo el aliento.
—… pero por otra parte —su sonrisa fue haciéndose más amplia— ya se sabe cómo son las mujeres.
Los tres jóvenes asintieron; Bloeckman miró distraídamente a su alrededor, deteniendo la vista en el techo con aire crítico y continuando luego hacia abajo. Su expresión combinaba la de un granjero del Medio Oeste calculando la cosecha de trigo y la de un actor que se pregunta si lo estarán observando: la actitud pública de todo buen americano. Al terminar su inspección se volvió rápidamente hacia el silencioso trío, decidido a llegarles al corazón con un solo golpe.
—¿Son ustedes universitarios…? Harvard, ¿no es eso? He visto que los chicos de Princeton han ganado a los suyos en hockey.
Mala suerte. Había fallado de nuevo. Sus interlocutores llevaban ya tres años fuera de la universidad y solo se interesaban por los partidos de fútbol americano. Es problemático que después del fracaso de esta intervención Mr. Bloeckman hubiera llegado a advertir que se hallaba en una atmósfera poco propicia, porque…
Llegó Gloria. Y con ella Muriel, y también Rachel. Después de un rápido «¡Hola, chicos!» pronunciado por Gloria y del que las otras dos muchachas se hicieron eco, las tres desaparecieron a toda velocidad en el tocador.
Instantes después Muriel volvió a presentarse en un estado de elaborada semidesnudez, y avanzó tímidamente hacia los otros invitados. Se hallaba en su elemento: el pelo, muy negro, lo llevaba liso y recogido detrás de la cabeza; se había oscurecido artificialmente los ojos, y despedía un intensísimo olor a perfume. Había hecho todo lo que estaba a su alcance para acicalarse como una sirena —vamp en el lenguaje popular—: Una mujer capaz de capturar
hombres sin hacer el menor esfuerzo y de despedirlos con la misma facilidad; una persona sin escrúpulos y sin sentimientos que juega con el afecto de los demás. Había un algo tan exagerado en su caracterización, que Maury se dejó fascinar desde el primer momento: ¡una mujer de amplias caderas que fingía poseer la elasticidad de una pantera! Mientras esperaban otros tres minutos a Gloria y —hay que suponerlo cortésmente— a Rachel, Maury no pudo quitarle los ojos de encima. Muriel volvía la cabeza, parpadeaba con gran revuelo de pestañas, y se mordía el labio inferior en una asombrosa exhibición de timidez. También apoyaba las manos en las caderas y se balanceaba al compás de la música, diciendo:
—¿Han oído ustedes alguna vez un ragtime tan perfecto? No consigo que mis hombros se comporten correctamente cuando lo oigo.
Mr. Bloeckman aplaudió galantemente.
—Tendría usted que actuar en el teatro.
—¡Me encantaría! —exclamó Muriel—; ¿usted me ayudará?
—Con mucho gusto.
Con la apropiada modestia, Muriel cesó en sus movimientos y se volvió hacia Maury, preguntándole lo que había «visto» aquel año. Él lo interpretó como una referencia al mundo del teatro, y ambos se entregaron a un alegre y satisfactorio intercambio de títulos, de la manera que se indica a continuación.
MURIEL. ¿Peg o’ My Hearth?
MAURY. No, no.
MURIEL. (Con vehemencia) ¡Es maravillosa! Tiene usted que verla.
MAURY. ¿Ha visto usted Omar, the Tentmaker?
MURIEL. No, pero he oído que está muy bien. Tengo muchas ganas de verla. ¿Ha visto usted Fair and Warmer?
MAURY. (Esperanzadamente) Sí.
MURIEL. No es nada buena en mi opinión. Una cosa muy superficial.
MAURY (Débilmente) Sí, eso es verdad.
MURIEL. Pero anoche fui a ver Within the Law y me pareció muy buena. ¿Ha visto The Little Café?…
Esto continuó hasta que se les acabaron las obras de teatro. Dick, por su parte, se volvió hacia Mr. Bloeckman, decidido a extraer todo el oro posible de aquel filón tan poco prometedor.
—He oído que el cine compra todas las novelas nuevas en cuanto se
publican.
—Es cierto. No hay duda de que lo más importante de una película es que la historia tenga fuerza.
—Sí, claro, supongo que sí.
—Hay demasiadas novelas llenas de diálogos y de psicología. Esas, por supuesto, no nos sirven. Es imposible conseguir que gran parte del material resulte interesante en la pantalla.
—Lo que ustedes necesitan, sobre todo, son argumentos —dijo Richard con aire de haber llegado a una importante conclusión.
—Sí, claro. El argumento es lo primero… —Bloeckman hizo una pausa, desviando la mirada. La pausa se fue ampliando e incluyendo a los demás con toda la autoridad de un dedo amonestador. Gloria, seguida de Rachel, estaba saliendo del tocador.
Durante la cena llegó a saberse entre otras cosas que Joseph Bloeckman no bailaba nunca, y que durante las intervenciones de la orquesta se dedicaba a contemplar a los demás con la aburrida tolerancia de una persona mayor rodeada de niños. Era un hombre de apariencia digna y muy satisfecho de sí mismo. Nacido en Múnich, había empezado su carrera en América vendiendo cacahuetes en un circo ambulante.
A los dieciocho años anunciaba un espectáculo de barraca de feria; después pasó a ser el gerente del espectáculo y, poco más tarde, el propietario de un teatro de vodevil de segunda categoría. Justo en la época en que el cinematógrafo había dejado de ser una curiosidad para convertirse en una prometedora industria, Bloeckman era un ambicioso joven de veintiséis años con algo de dinero para invertir, acusadas ambiciones financieras y un buen conocimiento práctico del negocio del espectáculo a nivel popular. De aquello hacía ya nueve años. La industria cinematográfica le había alzado con ella mientras se deshacía de docenas de hombres con más habilidad financiera, más imaginación e ideas más prácticas… y ahora estaba allí sentado y contemplaba a la inmortal Gloria, por quien el joven Stuart Holcome había ido de Nueva York a Pasadena… la contemplaba y sabía que al cabo de un momento dejaría de bailar y vendría a sentarse a su izquierda.
Confiaba en que se diera prisa. Las ostras llevaban varios minutos esperándolos.
Mientras tanto, Anthony, que había sido colocado a la izquierda de Gloria en la mesa, estaba bailando con ella, siempre en el mismo reducido segmento de la pista. Esto, en el caso de haberse tratado de un baile al que los hombres asisten sin compañera, hubiese sido un delicado homenaje a la muchacha, con
el significado de «¡No se te ocurra quitármela cuando estoy bailando con ella!». En cualquier caso era un gesto de intimidad muy consciente de su propio valor.
—Vaya —empezó él, bajando los ojos hacia su pareja—, esta noche estás más encantadora que nunca.
Gloria le devolvió la mirada desde el medio pie de distancia que los separaba.
—Gracias, Anthony.
—De hecho, estás incómodamente hermosa —añadió él, sin acompañar esta vez sus palabras con una sonrisa.
—Y tú muy atractivo.
—¿No es estupendo? —rio él—. Ambos nos aprobamos mutuamente.
—¿Es que de ordinario tú no lo haces?
—Gloria no estaba dispuesta a dejar pasar aquella observación, como sucedía siempre con cualquier comentario inexplicado sobre sí misma, por vago que fuera.
Anthony bajó la voz, y al hablar su tono de chanza apenas resultó perceptible.
—¿Acaso los sacerdotes tienen que aprobar al Papa?
—No lo sé… pero es probable que ese haya sido el piropo más dudoso que me han dedicado nunca.
—Quizá sea capaz de obsequiarte con unos cuantos más normales.
—Bueno, no me gustaría que tuvieras que violentarte. ¡Mira a Muriel! Aquí mismo, junto a nosotros.
Anthony miró por encima del hombro. Muriel apoyaba una brillante mejilla sobre la solapa del esmoquin de Maury Noble y su empolvado brazo izquierdo estaba al parecer enroscado alrededor de su cabeza. Uno se veía obligado a preguntarse por qué Muriel no conseguía sujetarle el cogote con la mano. Los ojos de la muchacha, vueltos hacia el techo, giraban arriba y abajo; sus caderas se balanceaban, y al bailar se acompañaba cantando ininterrumpidamente en voz baja. Al principio las palabras parecían ser la traducción de la letra a algún idioma extranjero, pero finalmente sus frases se revelaron como un intento de rellenar los compases de la canción con las únicas palabras que Muriel conocía, las palabras del título.
He’s a rag-picker, A rag-picker A rag-time picking man, Rag picking, picking, pick, pick Rag pick, pick, pick.
… y así sucesivamente, derivando hacia frases cada vez más extrañas y bárbaras. Al advertir las burlonas miradas de Anthony y Gloria, Muriel se limitó a responder con una débil sonrisa, cerrando los ojos a medias como para indicar que la música, al apoderarse de su alma, la había llevado a aquel éxtasis tan extraordinariamente seductor.
Al terminar la música todos volvieron a la mesa, cuyo solitario pero digno ocupante se puso en pie y ofreció a todos unas sonrisas tan elogiosas que era como si les estuviera estrechando la mano y felicitándoles por su brillante actuación.
—¡Blockhead no baila nunca! Creo que tiene una pierna de palo —hizo saber Gloria a la mesa en general. Los tres jóvenes se sobresaltaron y el caballero aludido dio un perceptible respingo.
Aquella era precisamente la única aspereza en las relaciones de Bloeckman con Gloria. Miss Gilbert le gastaba bromas a costa de su nombre de manera implacable. Al principio había sido «Block-house», pasando últimamente al más ofensivo «Blockhead». Él le había pedido con un fuerte trasfondo de ironía que lo llamara por su nombre de pila, cosa que ella hacía obedientemente varias veces… para caer de nuevo, impotente y arrepentida pero incapaz de contener la risa, en «Blockhead».
Era una cosa muy triste y desconsiderada.
—Mucho me temo que Mr. Bloeckman nos considera una compañía muy frívola — suspiró Muriel, agitando hacia él una ostra en precario equilibrio.
—Esa es la impresión que da —murmuró Rachel. Anthony trató de recordar si había dicho alguna otra cosa antes. Llegó a la conclusión de que no. Aquella había sido su primera observación.
Mr. Bloeckman se aclaró repentinamente la garganta y dijo con voz potente y gran nitidez:
—Por el contrario. Cuando un hombre habla, no es más que mera tradición. Todo lo más, tiene unos cuantos miles de años a sus espaldas. Pero la mujer, en cambio, es el milagroso portavoz de la posteridad.
Durante la pausa que siguió a aquella asombrosa observación, Anthony se atragantó de repente con una ostra y se apresuró a taparse la cara con la servilleta. Rachel y Muriel rieron suavemente pero con cierta sorpresa, risas a las que Dick y Maury se unieron, ambos con el rostro encendido y manteniendo contra la franca hilaridad una enconada batalla, perfectamente visible.
«¡Dios mío! —pensó Anthony—. Es un subtítulo de una de sus películas. ¡Se lo ha aprendido de memoria!»
Gloria fue la única que no emitió ningún sonido. Se limitó a clavar en Mr. Bloeckman una mirada de silencioso reproche.
—¡Por el amor del cielo! ¿Dónde demonios ha encontrado usted eso?
Bloeckman la miró vacilante, dudando de sus intenciones. Pero enseguida recobró el aplomo y la imperturbable y tolerante sonrisa de un intelectual entre una juventud caprichosa e inexperta.
Al mismo tiempo que llegaba la sopa de la cocina regresó del bar el director de la orquesta, donde había absorbido el color tonal inherente a una jarra de cerveza. De manera que la sopa estuvo enfriándose durante la interpretación de una balada con el título de «Todo está en casa menos tu mujer».
Luego llegó el champán, con lo que la fiesta adquirió un aire más alegre. Los hombres, excepto Richard Caramel, bebieron copiosamente; Gloria y Muriel se tomaron una copa cada una; Rachel Jerryl no lo probó. En cuanto a la música, todos ignoraron los valses pero bailaron lo demás, con la excepción de Gloria, que pareció cansarse al cabo de un rato y prefirió quedarse en la mesa fumando, con ojos alternativamente indiferentes o animados según estuviera escuchando a Bloeckman o contemplando a alguna mujer bonita entre los bailarines. Anthony se preguntó varias veces qué le estaría diciendo Bloeckman. El magnate cinematográfico mordía el puro llevándoselo de un extremo a otro de la boca, y después de la cena había pasado a acompañar sus palabras de gestos violentos.
Gloria y Anthony estaban empezando un baile cuando dieron las diez. En cuanto la muchacha se aseguró de que ya no podían oírla desde la mesa, dijo en voz baja:
—Acércate bailando hacia la puerta. Quiero bajar al drugstore.
Obedientemente, Anthony fue guiando sus pasos a través de la multitud en la dirección pedida; en el vestíbulo, Gloria lo abandonó un momento para reaparecer enseguida con una capa bajo el brazo.
—Necesito pastillas de goma —dijo ella, disculpándose en broma—; pero esta vez no puedes imaginarte para qué. Todo el tiempo quiero morderme las uñas y no lo haré si consigo unas pastillas de goma. —Gloria lanzó un suspiro y siguió hablando cuando entraron en el ascensor vacío—: Me las he estado mordiendo todo el día. Es que estoy un poco nerviosa, ¿sabes? Perdóname el juego de palabras. No lo he hecho aposta. Han sido las palabras solas. Gloria Gilbert, la payasa.
Al llegar al piso bajo, evitaron ingenuamente la confitería del hotel, descendieron la amplia escalinata de la entrada, y andando por varios
corredores encontraron un drugstore en Grand Central Station. Después de un minucioso examen de las distintas variedades de pastillas, Gloria efectuó su compra. Luego, obedeciendo a algún tácito impulso mutuo, se alejaron, del brazo, no en la dirección por donde habían venido, sino hacia la calle Cuarenta y tres.
El deshielo en marcha dotaba a la noche de una vida peculiar; había en el aire algo tan parecido a la tibieza, que una brisa que se deslizaba a baja altura por la acera le trajo inesperadamente a Anthony la visión de una primavera de jacintos. Por encima, en el azul rectángulo del cielo, y a su alrededor en la caricia del aire, la esperanza de una nueva estación ayudaba a liberarse de la atmósfera demasiado cargada que habían dejado atrás, y, durante un momento de quietud los ruidos del tráfico y el murmullo del agua corriendo por las cunetas parecieron una engañosa y sutil prolongación de la música a cuyo ritmo acababan de bailar. Cuando Anthony habló lo hizo con la seguridad de que sus palabras procedían de un algo jadeante y lleno de deseos que la noche había engendrado en el corazón de los dos.
—¿Por qué no cogemos un taxi y damos una vuelta? —sugirió sin mirarla.
¡Gloria, Gloria!
La portezuela de un taxi bostezó junto a la acera. Mientras se alejaba como una nave sobre un océano laberíntico entre las imprecisas masas nocturnas de los grandes edificios, entre gritos y sonidos metálicos tan pronto silenciados como estridentes, Anthony la rodeó con el brazo, la atrajo hacia sí y le besó la boca húmeda e infantil.
Ella no dijo nada. Volvió el rostro hacia él, pálido bajo los jirones y manchas de luz que se filtraban en el interior del coche como luz de luna entre follaje. Sus ojos eran ondas brillantes en el lago blanco de la cara; la sombra de los cabellos le enmarcaba la frente con una oscuridad sugestiva y distante al mismo tiempo. Sin duda no había amor allí; no quedaba la huella de ningún amor. Su belleza era tan fría como aquella brisa húmeda, como la húmeda suavidad de sus labios.
—Esta luz te transforma en un cisne — murmuró él al cabo de un momento. Había silencios tan susurrantes como sonidos. Había pausas que parecían a punto de saltar hechas añicos y que eran devueltas al olvido por la tensión de sus brazos en torno al cuerpo de Gloria y el convencimiento de que ella descansaba allí como una pluma sutil que había llegado a la deriva desde la oscuridad exterior para dejarse apresar. Anthony rio, silenciosa y exultantemente alzando el rostro y apartándolo de ella, en parte desbordado por una incontenible sensación de triunfo, y también, en parte, para que al verlo, Gloria no malograra la espléndida inmovilidad de su expresión. Un beso así… era como una flor apretada contra su rostro, algo indescriptible,
difícilmente recordable; como si su belleza estuviese dando emanaciones de sí misma que se detenían de manera transitoria para disolverse enseguida sobre su corazón.
… Los edificios quedaron atrás confundidos con sus sombras; estaban ahora en el parque, y al cabo de mucho tiempo el gran fantasma blanco del Metropolitan Museum pasó majestuosamente a su lado, prestando un sonoro eco agigantado al ruido del taxi.
—¡Por qué, Gloria! ¡Por qué!
Sus ojos parecieron mirarlo desde una distancia de miles de años; todas las emociones que pudiera haber sentido, todas las palabras que pudiera haber pronunciado, hubiesen parecido inadecuadas junto a la perfección de su silencio, desprovisto de elocuencia frente a la elocuencia de su belleza… y de su cuerpo, pegado al suyo, esbelto y frío.
—Dile que dé la vuelta —murmuró ella—, y que conduzca muy deprisa.
En el comedor del Biltmore hacía calor. La mesa, sembrada de ceniceros y servilletas usadas, tenía un aire antiguo de comida atrasada. Gloria y Anthony entraron en un descanso entre dos bailes, y Muriel Kane les miró con una expresión extraordinariamente pícara.
—Vaya, ¿dónde habéis estado?
—Llamando a madre —contestó Gloria fríamente—. Se lo había prometido. ¿Nos hemos perdido algún baile?
Luego se produjo un incidente que, aunque insignificante en sí mismo, dio a Anthony motivo de reflexión por espacio de muchos años. Joseph Bloeckman, muy recostado en su silla, clavó en él una mirada peculiar, en la que diferentes emociones se hallaban curiosa e inseparablemente mezcladas. El magnate cinematográfico se limitó a alzarse de su asiento y saludar a Gloria, e inmediatamente reanudó con Richard Caramel una conversación
sobre la influencia de la literatura en el cine.

 

Magia

El total e inesperado milagro de una noche se difumina con la lenta muerte de las últimas estrellas y el parto prematuro de los primeros vendedores de periódicos. La llama regresa a algún remoto y platónico fuego; el hierro no está ya al rojo blanco ni brillan las ascuas del carbón.
Por las estanterías de la biblioteca de Anthony, que llenaba toda una pared, avanzó cautelosamente un frío e insolente rayo de sol que fue tocando con desaprobadora frigidez a Thérèse de Francia y a Ann la Supermujer, Jenny del Ballet Oriental y Zuleika la Maga —y a Cora de Indiana—, para descender luego un estante y retroceder en años, descansando misericordiosamente sobre
las sombras, tantas veces invocadas, de Helena, Thaïs, Salomé y Cleopatra.
Anthony, bañado y afeitado, se sentó en el más cómodo de sus sillones y estuvo contemplándolo hasta que, con el progresivo alzarse del sol, el rayo brilló un momento sobre el extremo de la alfombra para desaparecer acto seguido.
Eran las diez de la mañana. El Sunday Times, esparcido alrededor de sus pies, proclamaba mediante rotograbado y comentarios editoriales, mediante revelaciones sociales y páginas deportivas que el mundo había estado terriblemente ocupado durante la semana anterior en la tarea de avanzar hacia alguna meta espléndida aunque un tanto imprecisa. Anthony, por su parte, había hecho una visita a su abuelo, dos a su agente de bolsa y tres al sastre; y en la última hora del último día de la semana había besado a la más hermosa y encantadora de las muchachas.
Al llegar a casa la noche anterior su imaginación rebosaba de sueños exaltados que nada tenían de familiar. Repentinamente habían desaparecido las preguntas y el eterno problema que reclamaba soluciones y resoluciones. Anthony había experimentado una emoción que no era mental ni física, ni una simple mezcla de las dos cosas, y el amor a la vida le tenía de momento completamente absorto, con exclusión de todo lo demás. Le satisfacía la idea de que el experimento siguiera siendo un hecho aislado y único. De manera casi impersonal estaba convencido de que ninguna de las mujeres que había conocido podía compararse con Gloria en ningún sentido. Gloria era profundamente ella misma; era inconmensurablemente sincera: de estas dos cosas estaba seguro. A su lado, las dos docenas de estudiantes y muchachas de la buena sociedad, casadas jóvenes y chicas sin hogar que él había conocido, eran otras tantas hembras, en el sentido más despectivo de la palabra, procreadoras y paridoras, que rezumaban aún esa atmósfera vagamente odorífera de la cueva y del cuarto de los niños.
Hasta donde a él se le alcanzaba, Gloria no se había sometido a ninguno de sus deseos ni había halagado su vanidad, excepto lo que pudiera haber de halago en el hecho de que a Gloria le gustase su compañía. En realidad Anthony carecía de razones para pensar que le hubiese dado algo que no diera también a otros. Y así era como tenía que ser. La idea de que la noche anterior creara algún tipo de vínculo parecía tan poco probable como compatible con los hechos. Y Gloria misma había negado y enterrado el incidente con una mentira decisiva. Ellos dos eran personas con la suficiente imaginación para distinguir el juego de la realidad, y que se proclamaban incólumes precisamente por la poca importancia que daban a sus encuentros y separaciones.
Una vez alcanzada esta conclusión, Anthony se llegó al teléfono y llamó al
hotel Plaza.
Gloria había salido. Mistress Gilbert ignoraba su paradero y tampoco estaba al corriente de cuándo regresaría.
Había un elemento de insensibilidad, casi de indecencia, en el hecho de que Gloria estuviese ausente de su casa. Anthony sospechó que había salido para colocarle en una situación de inferioridad. Al regresar, encontraría el recado con su nombre y sonreiría. ¡Qué discreción la suya! Él tendría que haber esperado unas cuantas horas para remachar la poca importancia que otorgaba al incidente. ¡Qué fallo más estúpido! Gloria pensaría que se consideraba especialmente favorecido. Pensaría que estaba adoptando una actitud inadecuadamente íntima ante un episodio absolutamente trivial.
Anthony recordó que el mes anterior su conserje, a quien había endilgado cierto día una disertación bastante confusa sobre la «fraternidad humana», se había presentado en su apartamento y, basándose en lo sucedido la noche anterior, se instaló en el asiento junto a la ventana para disfrutar de media hora de cordial intercambio de confidencias. Anthony se preguntó horrorizado si Gloria lo miraría como él había mirado a aquel hombre. A él… a Anthony Patch. ¡Horror!
Nunca se le ocurrió que él era tan solo una cosa pasiva, manejada por una influencia por encima y más allá de Gloria; que no era más que la placa sensible sobre la que se impresiona la fotografía. Algún fotógrafo gigantesco había enfocado a Gloria con la cámara y, ¡zas!, la pobre placa no podía hacer otra cosa que dejarse revelar, al estar limitada por su naturaleza, como todas las cosas.
Pero Anthony, tumbado en el sofá y contemplando la lámpara naranja, se pasaba incesantemente los dedos entre el pelo mientras inventaba nuevos símbolos para las diferentes horas. Gloria se hallaría en aquel momento en una tienda, moviéndose con gracia felina entre terciopelos y pieles, mientras, al andar, su propio vestido producía un airoso susurro en aquel mundo de susurros sedosos, tranquilas risas de soprano y perfumes de muchas flores asesinadas pero todavía vivas. Las Minnies, Pearls, Jewels y Jennies se reunirían a su alrededor como cortesanas, trayéndole livianas insignificancias de delicado crespón de seda, gasas sutiles que sirvieran de eco a sus mejillas con suaves colores al pastel, lechosos encajes que descansaran en pálido desorden sobre su cuello: en aquellos días el damasco solo se utilizaba para cubrir sacerdotes y divanes, y solo los poetas románticos recordaban los tejidos de Samarcanda.
Al cabo de un rato se iría a algún otro sitio, ladeando la cabeza de cien maneras distintas bajo cien sombreros, buscando en vano las cerezas artificiales que hicieran juego con sus labios, o plumas con tanto donaire como
su propio cuerpo flexible.
Llegarían las doce del mediodía —Gloria apresurada por la Quinta Avenida, Ganimedes nórdico, su abrigo de pieles balanceándose elegante al ritmo de sus pasos, las mejillas enrojecidas por un toque del pincel del viento, su aliento deliciosa neblina en el aire vigorizante—, las puertas del Ritz girarían sobre sí mismas, la multitud se dividiría, y cincuenta ojos masculinos se sobresaltarían y mirarían fijamente, mientras Gloria devolvía sus sueños olvidados a los esposos de muchas cómicas mujeres obesas.
La una en punto. Tenedor en mano, Gloria torturaría el corazón de una rendida alcachofa, mientras su acompañante se serviría las espesas y goteantes frases propias de todo hombre embelesado.
Las cuatro: sus piececitos moviéndose al compás de la melodía, su rostro, nítido entre la multitud, y su pareja tan feliz como un perrillo mimado y tan fuera de sí como un loco de atar… Luego… descendería la noche y quizá con ella la humedad. Los anuncios luminosos derramarían su resplandor sobre la calle. ¿Quién podría decirlo? No más prudentes que él, quizá trataran de volver a captar aquella imagen de crema y sombra que ellos habían visto la noche anterior sobre la avenida en silencio. Y quizá lo consiguieran… ¡quizá lo consiguieran! Un millar de taxis bostezaría en mil esquinas, y solo él había gastado y perdido aquel beso para siempre. Bajo mil disfraces distintos Thais llamaría a un taxi y alzaría el rostro para ser amada. Y su palidez sería virginal y llena de encanto, y su beso casto como la luna…
Anthony se puso en pie muy excitado. ¡Cuán impropio que Gloria hubiese salido! Por fin se había dado cuenta de lo que quería: besarla de nuevo, hallar descanso en su gran inmovilidad. Gloria era el fin de toda inquietud, de todo descontento.
Anthony se vistió, salió a la calle — cosa que tendría que haber hecho mucho antes— y se dirigió al alojamiento de Richard Caramel para escuchar la última revisión del último capítulo de El amante demoníaco. A Gloria no volvió a llamarla hasta las seis. No la encontró en casa hasta las ocho y —¡oh, culminación de todos los desengaños!— no pudieron concertar una cita hasta la tarde del martes. Un trozo de gutapercha rebotó contra el suelo cuando Anthony colgó el teléfono con gran violencia.

 

Magia negra

El martes el frío era intensísimo, y a las dos de la tarde, cuando Anthony se presentó en el Plaza, el mundo seguía teniendo el mismo aspecto sombrío. Mientras Gloria le daba la mano el joven Patch se preguntó desconcertado si la había besado alguna vez; era casi increíble… Anthony tuvo serias dudas de que ella lo recordara.
—Te llamé cuatro veces el domingo — le dijo.
—¿Sí?
Había sorpresa en su voz e interés en su expresión. Anthony se maldijo en silencio por habérselo dicho. Tendría que haber sabido que el orgullo de Gloria no se alimentaba con triunfos tan insignificantes. Ni siquiera entonces había adivinado la verdad: como nunca tenía que preocuparse por los hombres, Gloria usaba muy pocas veces los cautelosos subterfugios —el dar carrete para luego tirar otra vez del sedal— que constituían el repertorio habitual de sus hermanas las mujeres. Si le gustaba un hombre no necesitaba de ningún otro truco. Si creía que estaba enamorada de él… aquello significaba dar el último y definitivo tirón. Su mismo encanto se bastaba para protegerse indefinidamente a sí mismo.
—Tenía muchas ganas de verte —se limitó a decir—. Quería hablar contigo… quiero decir hablar de verdad, en algún sitio donde podamos estar solos. ¿Querrás?
—¿Qué quieres decir?
El pánico le hizo un nudo en la garganta. Anthony tuvo la impresión de que Gloria sabía lo que él quería.
—Me refiero a un sitio que no sea un salón de té —respondió.
—Bien, de acuerdo, pero hoy no. Quiero hacer algo de ejercicio. Vamos a dar un paseo.
El frío era realmente intenso. Todo el odio gratuito encerrado en el corazón de febrero estaba presente en el desolado y gélido viento que se abría camino a través de Central Park para recorrer luego la Quinta Avenida. Hablar era casi imposible, y el frío logró aturdir a Anthony de tal manera que cuando se volvió a la altura de la calle Sesenta y una, se dio cuenta de que Gloria no caminaba a su lado. Al mirar a su alrededor, la descubrió a cuarenta pies detrás de él, completamente inmóvil, el rostro oculto a medias por el cuello del abrigo de piel, e indignada o quizá divertida: Anthony no era capaz de decidir cuál de las dos cosas. El joven Patch volvió sobre sus pasos.
—¡No quisiera interrumpir tu paseo! — exclamó ella.
—Lo siento muchísimo —respondió él lleno de confusión—. ¿Iba demasiado deprisa?
—Tengo frío —murmuró Gloria—. Quiero volver a casa. Y es verdad que vas demasiado deprisa.
—Lo siento mucho.
Uno al lado del otro emprendieron el camino de vuelta hacia el Plaza. A
Anthony le hubiese gustado ver el rostro de Gloria.
—Normalmente los hombres no se ensimisman tanto cuando están conmigo.
—Lo siento.
—Resulta muy interesante.
—Hace demasiado frío para pasear — explicó él, hablando muy deprisa para ocultar su turbación.
Gloria no dijo nada, y Anthony se preguntó si lo despediría delante del hotel, pero entró sin pronunciar una palabra y solo al llegar al ascensor rompió brevemente su mutismo:
—Más vale que subas.
Anthony dudó durante una fracción de segundo.
—Quizá sea mejor que venga otro día.
—Como quieras. —Aquellas palabras no pasaban de ser un comentario marginal. La primera preocupación de Gloria en aquel momento era arreglarse ante el espejo del ascensor algún mechón de pelo salido de su sitio. Las mejillas le brillaban y le resplandecían los ojos: a Anthony nunca le había parecido tan encantadora, tan exquisitamente deseable.
Despreciándose a sí mismo, el joven Patch se encontró avanzando por el corredor del piso décimo a un respetuoso paso de distancia detrás de ella, y luego en la sala de estar, mientras Gloria desaparecía para deshacerse de las pieles. Algo había salido mal: ante sus propios ojos Anthony había perdido un jirón de dignidad; en un enfrentamiento no premeditado pero significativo, se había visto completamente derrotado.
Sin embargo, para cuando Gloria reapareció en la sala de estar, Anthony, recurriendo a la sofística, se había explicado a sí mismo satisfactoriamente su propia conducta. Después de todo, pensó, había dado una clara muestra de firmeza. Quería subir, y eso era lo que había hecho. Sin embargo, lo que sucedió a continuación aquella tarde hay que relacionarlo necesariamente con el sentimiento de indignidad que experimentara en el ascensor; la muchacha le estaba atormentando de forma tan intolerable que cuando salió, Anthony adoptó involuntariamente una actitud crítica.
—¿Quién es ese tal Bloeckman, Gloria?
—Un amigo de mi padre; han hecho negocios juntos.
—¡Un tipo extraño!
—Tampoco a él le gustas tú —dijo ella, con una repentina sonrisa.
Anthony se echó a reír.
—Me halaga que se haya fijado en mí. Evidentemente me considera un… —Se interrumpió para añadir—. ¿Está enamorado de ti?
—No lo sé.
—No me digas que no lo sabes —insistió él—. Claro que lo está. Me acuerdo de la manera en que me miró cuando volvimos a la mesa la otra noche. Probablemente me hubiese hecho atacar discretamente por una delegación de rufianes de película si no hubieras inventado aquella llamada telefónica.
—No le importó. Le conté después lo que había sucedido realmente.
—¡Se lo contaste!
—Me lo preguntó.
—No me gusta nada todo eso —se quejó él.
Gloria volvió a reírse.
—No te gusta, ¿eh?
—¿Acaso es asunto suyo?
—En absoluto. Eso es lo que yo le dije.
Anthony, lleno de confusión, se mordió salvajemente el labio.
—¿Por qué tendría que mentir? —preguntó ella sin rodeos—. No me avergüenzo de nada de lo que hago. Sucedió que le interesaba saber si te había besado, y sucedió que yo estaba de buen humor, de manera que satisfice su curiosidad con un simple y preciso «sí». Como es un hombre más bien razonable, a su manera, no insistió en el asunto.
—Pero tuvo tiempo de decir que no le resulto simpático.
—¿Es que eso te preocupa? Bien, si quieres investigar este trascendental asunto en toda su profundidad, tendré que informarte de que no dijo nada acerca de ti. Lo único que sucede es que yo sé que es así.
—No me preo…
—¡Por favor, vamos a dejarlo! —exclamó ella con voz enérgica—. Es una cuestión que no me interesa en absoluto.
Con un tremendo esfuerzo Anthony manifestó su asentimiento cambiando de tema, y los dos se dejaron arrastrar a un viejo juego de preguntas y respuestas acerca de sus respectivos pasados, entusiasmándose gradualmente a medida que descubrían los antiquísimos, inmemoriales parecidos en gustos e
ideas. Ambos dijeron cosas que eran más reveladoras de lo que querían… pero los dos fingieron dar por buenas las palabras del otro.
Así es como se va forjando la intimidad. Uno entrega primero su mejor retrato, un producto resplandeciente y muy bien acabado, retocado con fanfarronadas, falsedades y sentido del humor. Luego se necesitan más detalles y entonces se pinta un segundo retrato, y luego un tercero… antes de que pase mucho tiempo los mejores rasgos han desaparecido, y finalmente se revela el secreto; los diferentes niveles de los sucesivos retratos se mezclan y nos delatan, y aunque seguimos pintando y pintando ya no conseguimos vender la mercancía. Tenemos que darnos por satisfechos con la esperanza de que nuestras mujeres, nuestros hijos y nuestros socios acepten como buenas esas fatuas descripciones que les hacemos de nosotros mismos.
—A mí me parece —estaba diciendo Anthony con mucha seriedad— que la situación de un hombre que carece de necesidades y de ambición es desafortunada. Dios sabe bien que, en mi caso, sería patético sentir compasión dé mí mismo… y, sin embargo, a veces envidio a Dick. El silencio de Gloria le dio ánimos. Era lo más cerca que había estado nunca de presentarle un cebo intencionadamente.
—… solía haber ocupaciones dignas para un caballero con tiempo libre, cosas un poco más constructivas que llenar de humo el paisaje o hacer juegos malabares con el dinero de otro. Existe la ciencia, desde luego: a veces me gustaría tener una base más seria, haber ido, por ejemplo, al Instituto Tecnológico de Boston. Pero ahora eso significaría que tendría que sentarme y pasarme dos años peleándome con los fundamentos de la física y de la química.
Gloria bostezó.
—Ya te he dicho que no sé lo que nadie tendría que hacer —dijo de manera muy poco amable, y ante su indiferencia el rencor de Anthony nació de nuevo.
—¿Es que no te interesa nada a excepción de ti misma?
—No mucho.
Anthony la miró muy enojado; el creciente placer que había hallado en la conversación quedó hecho añicos. Gloria se había mostrado irritable y vengativa durante todo el día, y le pareció que bastaba aquel momento para hacerle odiar su inflexible egoísmo. Volviendo la vista se puso a contemplar el fuego de muy mal humor.
Entonces sucedió una cosa extraña. Ella se volvió hacia él y sonrió, y al ver su sonrisa todos los restos de enfado y de vanidad herida cayeron por
tierra, como si sus estados de ánimo no fueran más que las ondas superficiales de los de Gloria, como si las emociones no aparecieran ya en su pecho a no ser que ella considerara oportuno tirar de un hilo omnipotente que todo lo controlaba.
Anthony se acercó más y cogiéndole una mano la acercó hacia sí hasta que la muchacha quedó recostada a medias en su hombro. Gloria le sonrió mientras la besaba.
—Gloria —murmuró él muy suavemente. De nuevo se había servido de un encantamiento, tan sutil y penetrante como un perfume derramado, irresistible y dulcísimo.
Nunca después, ni al día siguiente ni al cabo de muchos años, pudo Anthony recordar las cosas importantes de aquella tarde. ¿Había manifestado Gloria alguna emoción? Estando en sus brazos, ¿había dicho ella algo… o nada en absoluto? ¿Hasta qué punto había disfrutado con sus besos? ¿Y había llegado en algún momento a olvidarse siquiera un poquito de sí misma?
En cuanto a él, no cabía la menor duda. Anthony se había levantado y paseado por la habitación completamente en éxtasis. Que existiese una chica así; que se quedara allí, acurrucada en una esquina del sofá como una golondrina recién posada después de un transparente vuelo rápido, mirándolo con ojos inescrutables. De cuando en cuando Anthony detenía sus pasos y siempre, un poco tímido al principio, la rodeaba con los brazos hasta encontrar su beso.
Era fascinante, le dijo Anthony. Nunca había encontrado antes una chica como ella. Le imploró con desenvoltura pero también seriamente que lo hiciera marcharse; no deseaba enamorarse. No vendría más a verla… ya había conseguido trastornar demasiado sus costumbres.
¡Qué deliciosa aventura romántica! La auténtica reacción de Anthony no fue ni de miedo ni de pesar: solo aquel gozo profundo de estar con ella que daba color a la banalidad de sus palabras, hacía que lo empalagoso resultara triste y que el fingimiento pareciese sabiduría. No le quedaría más remedio que volver… eternamente. ¡Tendría que haberlo sabido!
—Esto es todo. Ha sido una experiencia singular haberte conocido, algo muy extraño y maravilloso. Pero no puede ser… y si fuera no duraría. — Mientras hablaba, había en su corazón esa ansiedad que confundimos en nosotros mismos con la sinceridad.
Después Anthony recordó una respuesta de Gloria a algo que él había preguntado. Lo recordaba de la siguiente forma (aunque quizá él lo hubiera arreglado y redondeado inconscientemente):
—Una mujer debe ser capaz de besar a un hombre hermosa y románticamente sin experimentar por ello el menor deseo de ser su esposa o su amante.
Como siempre que estaba con ella, Gloria daba la impresión de ir envejeciendo gradualmente hasta que al final parecían haberse refugiado en sus ojos reflexiones demasiado profundas para expresarlas con palabras.
Transcurrió una hora, y el fuego se alzaba en pequeños éxtasis como si su vida ya en declive fuese una cosa muy dulce. Eran las cinco, y el reloj sobre la repisa de la chimenea encontró de nuevo la voz con que dar testimonio del paso del tiempo. Entonces, como si mediante aquellas campanadas tan mínimas, tan tenues, una sensibilidad más tosca presente en él recordara que iban cayendo los pétalos de aquella tarde florecida, Anthony obligó a Gloria a ponerse en pie y la estrechó indefensa y sin aliento en un beso que no era ni juego ni homenaje.
Gloria dejó caer los brazos. En un momento estaba libre.
—¡No lo hagas! —dijo tranquilamente—. Eso no lo quiero.
Se sentó en el lado más alejado del sofá mirando directamente hacia delante, fruncido el entrecejo. Anthony se dejó caer delante de ella y colocó sus manos sobre las de Gloria, encontrándolas sin vida.
—¡Gloria! ¿Qué sucede? —Anthony inició un movimiento como para rodearla con el brazo pero ella se apartó.
—Eso no lo quiero —repitió.
—Lo siento mucho —dijo él, con un dejo de impaciencia—. Ignoraba que hicieses unas distinciones tan sutiles.
Ella no respondió.
—¿No vas a besarme, Gloria?
—No quiero hacerlo. —A Anthony le pareció que llevaba horas sin moverse.
—Un cambio repentino, ¿no es cierto?
—Su voz manifestaba por momentos un creciente malhumor.
—¿De verdad? —Las palabras de Anthony no parecían interesarle. Era casi como si estuviera mirando a otra persona.
—Quizá sea mejor que me vaya.
Gloria no respondió. Anthony se puso en pie y la contempló enfadado, dubitativo. Luego volvió a sentarse.
—Gloria, ¿no vas a besarme?
—No. —Sus labios apenas se habían movido para pronunciar aquella negativa.
De nuevo Anthony se puso en pie, esta vez menos decidido, con menos confianza.
—En ese caso me iré.
Silencio.
—De acuerdo… Me voy.
Anthony era consciente de cierta irremediable falta de originalidad en sus observaciones. En realidad tenía la impresión de que la atmósfera se había vuelto tremendamente opresiva. Le hubiese gustado que ella hablara, que lo insultase, que se quejara de él, cualquier cosa antes que aquel silencio que era como un frío penetrante. Anthony se maldijo por su estúpida debilidad; quería conmoverla, herirla, lograr que se sobresaltara. Sin quererlo, pero sin fuerzas para hacer otra cosa, volvió a equivocarse.
—Si estás cansada de besarme, será mejor que me vaya.
Anthony vio que los labios de Gloria se curvaban ligeramente y sintió que lo abandonaba el último vestigio de dignidad. Finalmente ella habló:
—Creo que esa observación ya la has hecho varias veces.
Anthony miró a su alrededor inmediatamente, vio su sombrero y su abrigo en una silla… y los recogió a trompicones durante un momento interminablemente largo. Al mirar de nuevo hacia el sofá advirtió que ella no se había vuelto, que seguía inmóvil en el mismo sitio. Con un estremecido «Adiós», del que se arrepintió inmediatamente, Anthony abandonó la habitación deprisa pero sin dignidad.
Durante unos momentos Gloria no hizo el menor ruido. Sus labios seguían esbozando una sonrisa; miraba frente a sí con expresión orgullosa y distante al mismo tiempo. Luego sus ojos se enturbiaron un poco, y murmuró a media voz dos palabras dirigidas al fuego a punto ya de extinguirse:
—¡Adiós, estúpido!

 

Pánico

El joven Patch había recibido el golpe más duro de su vida. Por fin estaba seguro de lo que quería, pero descubrirlo había significado ponerlo para siempre fuera de su alcance. Llegó a su casa sintiéndose profundamente desgraciado, se dejó caer en un sillón sin quitarse siquiera el abrigo, y permaneció allí sentado durante más de una hora, mientras su mente recorría
una y otra vez las sendas del más lastimero e infructuoso de los ensimismamientos. ¡Gloria lo había despedido! Tal era el reiterado resumen de su desesperación. En lugar de apoderarse de la muchacha y de retenerla por la fuerza hasta que hubiese aceptado pasivamente sus deseos, en lugar de dominar la voluntad de Gloria con la fuerza de la suya, había cruzado la puerta del apartamento derrotado e impotente, con el rabo entre las piernas y con toda la energía que pudiera existir en su dolor y en su rabia oculta bajo una actitud de colegial vapuleado. Durante un momento Gloria se había sentido tremendamente atraída hacia él… casi lo había amado. Instantes después Anthony se había convertido en algo que le era completamente indiferente, en un hombre insolente y eficazmente humillado.
No tenía grandes reproches que hacerse a sí mismo… Algunos, desde luego, pero había otras cosas mucho más urgentes que ahora lo dominaban. No era tanto que estuviera enamorado de Gloria como furioso por conseguirla. A no ser que pudiera tenerla de nuevo junto a sí, besarla y abrazarla con su pleno consentimiento, todas las demás cosas de la vida no le interesaban en absoluto. Con tres minutos de total e inflexible indiferencia aquella muchacha se había elevado en la mente de Anthony desde una posición elevada pero algo fortuita hasta ocupar el puesto de preocupación absorbente. Por mucho que sus pensamientos más tumultuosos oscilaran entre un apasionado deseo de recuperar los besos de Gloria y un ansia igualmente apasionada de herirla y de hacerle daño, el resto de su mente anhelaba, con mayor delicadeza, poseer el alma triunfante que había brillado durante aquellos tres minutos. Gloria era hermosa, pero, sobre todo, no tenía compasión. Anthony tenía que poseer aquella fortaleza capaz de arrojarlo de su lado.
En el momento presente, el joven Patch no estaba en condiciones de llevar a cabo aquel análisis. Su lucidez mental, todos aquellos inagotables recursos que creía haber adquirido mediante la ironía, habían desaparecido. No solo durante aquella noche sino durante los días y semanas que siguieron, sus libros no fueron más que muebles y sus amigos tan solo personas que vivían y deambulaban por un nebuloso mundo exterior del que él trataba de escapar: un mundo frío, azotado por vientos cortantes, y en el que, durante un rato, Anthony había visto el interior de la casa donde ardía un fuego que caldeaba el ambiente.
A eso de la medianoche empezó a darse cuenta de que tenía hambre. Bajó a la calle Cincuenta y dos, donde hacía tanto frío que apenas podía ver; la humedad se le helaba en las pestañas y en las comisuras de los labios. La tristeza lo había invadido todo desde el norte, instalándose en la descarnada y melancólica calle, donde bultos negros, aún más negros contra el fondo de la noche, se movían dando tumbos por las aceras, a través de los gemidos del viento, deslizando los pies hacia delante con tanta cautela como si caminaran
sobre esquís. Anthony torció en dirección a la Sexta Avenida, tan absorto en sus pensamientos que no advirtió cómo varios transeúntes se lo quedaban mirando. Llevaba el abrigo completamente abierto, y el viento penetraba en su carne, violento e inmisericorde.
… Al cabo de un rato una camarera le dirigió la palabra, una camarera gorda, con gafas de montura negra, de las que colgaba una larga cinta también negra.
—¡Haga el favor de decirme lo que quiere!
Su voz, pensó Anthony, resultaba innecesariamente alta. La miró con resentimiento.
—¿Va usted a pedir algo, sí o no?
—Claro que sí —protestó él.
—Pues ya se lo he preguntado tres veces. Esto no es una sala de espera.
Anthony descubrió, sobresaltado, que eran más de las dos en el voluminoso reloj de pared. Estaba en algún sitio por los alrededores de la calle Treinta y, al cabo de un momento, encontró y tradujo el CHILD’S en un semicírculo de letras blancas sobre la cristalera de la fachada. El local estaba muy escasamente habitado por tres o cuatro noctámbulos ateridos de frío.
—Tráigame huevos con jamón y café, haga el favor.
La camarera le lanzó una última mirada de desaprobación y, con el aspecto ridículamente intelectual que le daban sus gafas pendientes de una cinta, se alejó muy deprisa.
¡Cielos! Los besos de Gloria habían sido flores maravillosas. Anthony recordó, como si hubiesen transcurrido muchos años, la grave frescura de su voz, las hermosas líneas de su cuerpo que brillaban a través de la ropa, su rostro color de lirio bajo los faroles de la calle… bajo cualquier luz.
La aflicción lo dominó de nuevo, acumulando una especie de pánico sobre el dolor y la nostalgia. La había perdido. Era cierto… no cabía negarlo ni quitarle importancia. Y enseguida una nueva idea surcó su cielo… ¿y Bloeckman? ¿Qué pasaría ahora? Allí estaba aquel hombre adinerado, lo suficientemente mayor para mostrarse tolerante con una esposa muy bella, para atender sus caprichos y permitirle hacer locuras; para llevarla como quizá ella quería ser llevada: como una flor esplendorosa en el ojal de la solapa, a salvo de todas las cosas que Gloria temía. Anthony tuvo la sensación de que Gloria había estado jugando con la idea de casarse con Bloeckman, y de que era posible que su desengaño con Anthony la arrojara, por un repentino impulso, en los brazos de Bloeckman.
Aquella idea le sumió en un frenesí totalmente infantil. Quería matar a Bloeckman y hacerle sufrir por su odiosa presunción. Se dedicó a repetirse aquello una y otra vez con los dientes muy apretados, mientras sus ojos reflejaban también la orgía de miedo y odio a que estaba entregada su mente.
Pero la realidad más profunda por debajo de aquellos celos obscenos era que Anthony se había enamorado, que estaba profunda y verdaderamente enamorado, tal como se entiende esa expresión referida a un hombre y a una mujer.
El café que había pedido quedó depositado junto a su codo y durante cierto tiempo siguió humeando aunque de manera progresivamente más débil. El encargado del turno de noche, desde el mostrador, estuvo contemplando la figura inmóvil que se había quedado sola en la última mesa hasta que, lanzando un suspiro, se acercó a él en el momento preciso en que la manecilla
de las horas cruzaba el número tres en el voluminoso reloj de pared.

 

Prudencia

Al cabo de otro día el torbellino fue calmándose y Anthony empezó a recuperar cierta capacidad razonadora. Estaba enamorado… se repetía apasionadamente a sí mismo. Las cosas que una semana antes hubieran parecido obstáculos insuperables, tales como sus limitados ingresos, su deseo de independencia y de no tener responsabilidades, se habían convertido durante aquellas cuarenta horas en simple paja desmenuzada, incapaz de ofrecer resistencia al viento de su amor. Si no se casaba con Gloria su vida se convertiría en una insulsa parodia de su propia adolescencia. Para ser capaz de enfrentarse con la gente y soportar el constante recuerdo de Gloria en que se había convertido toda su existencia, era necesario que él tuviera esperanza. De manera que, desesperada y tenazmente, Anthony se dedicó a construirse una esperanza con la materia de sus sueños, una esperanza muy endeble, desde luego, una esperanza que se agrietaba y evaporaba una docena de veces al día, una esperanza protegida por una actitud burlona, pero que también estaba destinada a ser el músculo y el nervio de su nueva dignidad.
De todo esto surgió una chispa de prudencia, una verdadera percepción de sí mismo extraída de un pasado en el que nunca había hecho el menor esfuerzo.
«Todo se olvida», pensó.
Y se olvida muy deprisa. En el momento crucial el presidente está en el estrado, y tiene ante sí a un delincuente en potencia que solo necesita un empujón para convertirse en malhechor, despreciado por las personas honestas en muchas leguas a la redonda. Déjesele en libertad… y al cabo de un año está todo olvidado. «Sí, es cierto que tuvo dificultades en cierta ocasión, un asunto
puramente legal, según creo». ¡Sí, todo se olvida muy deprisa!
Anthony había visto a Gloria una docena de veces aproximadamente, y digamos que por espacio de dos docenas de horas. Suponiendo que la dejara en paz durante un mes, que no intentara verla ni hablar con ella, y que evitara ir a todos los sitios donde cabía la posibilidad de que se presentara, ¿no era posible imaginar, sobre todo porque Gloria nunca lo había amado, que al final de aquellos treinta días, el sucederse de los acontecimientos hubiese borrado de su mente la personalidad de Anthony, y con la personalidad, la ofensa y la humillación? Gloria olvidaría, porque habría otros hombres. Anthony se estremeció. Las implicaciones se le aparecieron con toda su fuerza… Otros hombres. Dos meses… ¡Cielo santo! Mejor tres semanas, dos semanas…
Pensó en esto la segunda noche después de la catástrofe, cuando se estaba desnudando, y al ocurrírsele se arrojó sobre la cama y se quedó allí, temblando ligeramente y contemplando el dosel que cubría el lecho.
Dos semanas… eso era peor que nada. Al cabo de dos semanas se acercaría a ella de manera muy semejante a como lo haría en aquel momento, sin personalidad ni confianza… sin dejar de ser el hombre que había ido demasiado lejos y luego durante un período que no era más que un momento en el tiempo pero una eternidad de hecho, se había limitado a gemir. No, dos semanas eran muy poco. Cualquiera que fuese la intensidad que los acontecimientos de aquella tarde hubiesen tenido para Gloria, era necesario dejar pasar más tiempo para que el recuerdo se embotara. Anthony tenía que concederle un período para que el incidente se hiciera borroso, y luego otro nuevo período en el que ella empezara gradualmente a pensar en él —por muy débilmente que fuera— con una correcta perspectiva que incluyera sus cualidades positivas al mismo tiempo que su humillación.
Anthony fijó, finalmente, en unas seis semanas el intervalo de tiempo más adecuado para su propósito, y en un calendario de mesa fue tachando los días, hasta descubrir que terminaría el nueve de abril. Muy bien, al llegar ese día la llamaría por teléfono para preguntarle si podía ir a verla. Hasta entonces… silencio.
Después de su decisión empezó a ponerse de manifiesto una gradual mejoría. Por fin había dado un paso en la dirección a la que apuntaba la esperanza, y Anthony se dio cuenta de que cuanto menos cavilase acerca de Gloria más fácil le sería transmitir la impresión deseada cuando se vieran de nuevo.
Al cabo de una hora se sumió en un sueño muy profundo.

 

El intervalo

Sin embargo, aunque a medida que pasaban los días la gloria de sus
cabellos disminuía perceptiblemente en el recuerdo de Anthony y en un año de separación podría haber desaparecido por completo, las seis semanas incluyeron muchos días abominables. El joven Patch temía las reuniones con Dick y Maury —imaginando sin razón alguna que estaban al tanto de todo—, pero cuando los tres se vieron fue Richard Caramel y no Anthony quien se convirtió en el centro de atención; El amante demoníaco había sido aceptado para su inmediata publicación. Anthony sintió que a partir de aquel momento él quedaba convertido en un ser aparte. Ya no anhelaba el calor y la seguridad de la compañía de Maury, compañía que aún bastaba para infundirle ánimos en el mes de noviembre. Solo Gloria podía darle lo que él necesitaba y ninguna otra persona estaba en condiciones de hacerlo. De manera que el éxito de Dick solo le alegró de manera muy marginal y le preocupó en no pequeña medida. Aquello significaba que el mundo seguía adelante —escribiendo, leyendo y publicando— y también viviendo. Y él quería que el mundo esperara inmóvil y conteniendo el aliento por espacio de seis semanas… mientras Gloria olvidaba lo sucedido entre los dos.

 

Dos encuentros

Anthony encontraba las mayores satisfacciones en compañía de Geraldine. La llevó una vez a cenar y al teatro y pasaron varios ratos juntos en su apartamento. Cuando estaba con ella lo absorbía, no como lo había hecho Gloria, pero sí tranquilizando en él la sensibilidad erótica que tanto se preocupaba por Gloria. No tenía importancia cómo besara a Geraldine. Un beso era un beso… algo que había que disfrutar al máximo durante el breve momento que duraba. Para Geraldine las cosas estaban perfectamente clasificadas en sus correspondientes casillas: un beso era una cosa, todo lo que llegara más allá era algo completamente distinto; un beso estaba bien; las otras cosas eran «malas».
Cuando había transcurrido la mitad del intervalo se produjeron —en días sucesivos— dos incidentes que trastornaron su creciente calma, provocando una momentánea recaída. El primero fue… que vio a Gloria. El encuentro duró muy poco. Ambos hicieron una inclinación de cabeza. Ambos hablaron, pero ninguno de los dos oyó lo que decía el otro. Y cuando todo hubo terminado, Anthony leyó tres veces una columna de The Sun sin entender una sola frase.
¡Cómo cabía pensar que la Sexta Avenida no fuese una calle segura! Anthony había renunciado al barbero del hotel Plaza y una mañana fue a la vuelta de la esquina para que le afeitaran; mientras esperaba a que le llegara el turno se quitó la chaqueta y el chaleco, y con el cuello blando abierto se quedó de pie cerca de la entrada de la peluquería. Aquel día era un oasis en el frío desierto del mes de marzo, y la acera había adquirido animación con una multitud de adoradores del sol que salían a pasear. Una robusta mujer tapizada
de terciopelo, con unas mejillas colgantes que habían recibido demasiados masajes, pasó haciendo remolinos con su diminuto perro de aguas tirando de la cadena y produciendo el efecto de un remolcador que trae a puerto un transatlántico. Inmediatamente detrás de ella, un hombre con un traje azul a rayas, con polainas blancas sobre zapatos manchados de barro, sonrió al contemplar el espectáculo, y al captar la mirada de Anthony le hizo un guiño desde el otro lado del cristal. Anthony se echó a reír, inmediatamente identificado con esa actitud de ánimo en la que hombres y mujeres eran desgarbados y absurdos fantasmas grotescamente torcidos y redondeados en un mundo rectangular construido por ellos mismos, capaces de inspirar la misma sensación que esos extraños y monstruosos peces que habitan el esotérico mundo verde de los acuarios.
Su mirada se fijó casualmente en otros dos paseantes, un hombre y una muchacha; luego, en el breve espacio de un horroroso instante, la muchacha se transformó en Gloria. Anthony siguió allí, incapaz de hacer nada; los dos transeúntes se acercaron y Gloria, al mirar hacia el interior de la tienda, lo vio. Sus ojos se dilataron y le sonrió cortésmente. También sus labios se movieron. Se encontraba a menos de cinco pies de distancia.
—¿Qué tal? —murmuró Anthony estúpidamente.
¡Gloria feliz, hermosa, joven… con un hombre que él no había visto antes!
Fue entonces cuando se desocupó el sillón del barbero y Anthony leyó tres veces seguidas la misma columna del periódico.
El segundo incidente se produjo al día siguiente. Al entrar en el bar del hotel Manhattan tuvo que enfrentarse con Bloeckman. Dio la casualidad de que el local estaba casi vacío y antes del mutuo reconocimiento Anthony se había situado a menos de un pie de distancia del hombre de más edad y había pedido una bebida, de manera que inevitablemente tuvieron que entablar conversación.
—¿Qué tal, Mr. Patch? —dijo Bloeckman con tono bastante amable.
Anthony aceptó la mano que le ofreció e intercambió unas cuantas frases hechas sobre las fluctuaciones del mercurio.
—¿Viene usted mucho por aquí? —preguntó Bloeckman.
—No, casi nunca. —El joven Patch olvidó añadir que el bar del Plaza había sido su preferido hasta hacía muy poco.
—Un bar muy agradable. Uno de los mejores de toda la ciudad.
Anthony asintió con una inclinación de cabeza. Bloeckman apuró su copa y recogió el bastón. Iba vestido de esmoquin.
—Bueno, tengo que darme prisa. Voy a cenar con miss Gilbert.
Anthony sintió de pronto que la muerte lo miraba desde un par de ojos azules. Si Bloeckman hubiera anunciado ser su futuro asesino no habría logrado asestar al joven Patch un golpe más mortífero. El hombre más joven debió de enrojecer visiblemente, porque todos sus nervios estallaron en un clamor simultáneo. Con tremendo esfuerzo Anthony logró ofrecer a su interlocutor una rígida sonrisa —dolorosamente rígida—, y pronunciar una convencional frase de despedida. Pero aquella noche permaneció despierto en la cama hasta después de las cuatro, medio enloquecido de dolor y de miedo, y
obsesionado por abominables imágenes que era incapaz de rechazar.

 

Debilidad

Y un día de la quinta semana le telefoneó. Anthony había estado en su apartamento tratando de leer L’Éducation sentimentale, y algo del libro había hecho que sus pensamientos se escaparan a toda velocidad en la dirección que tomaban siempre cuando se les dejaba en libertad, como caballos que corrieran hacia el establo. Con respiración súbitamente acelerada, el joven Patch se dirigió al teléfono. Cuando repitió el número de Gloria tuvo la impresión de que su voz vacilaba y se quebraba como la de un colegial. La telefonista oyó sin duda los violentos latidos de su corazón. El sonido del auricular al ser descolgado al otro extremo de la línea fue como si hubiese llegado el día del juicio Final, y la voz de mistress Gilbert, tan suave como jarabe de arce cayendo en un tarro de cristal, encerraba para Anthony un extraño componente de horror al contestarle con su habitual «¿Diga?».
—Miss Gloria no se encuentra bien. Está echada, durmiendo. ¿Quién tengo que decirle que ha llamado?
—¡Nadie! —gritó Anthony.
Presa del pánico colgó bruscamente el auricular; y luego se dejó caer en su
sillón, empapado en el sudor frío de una intensísima sensación de alivio.

 

Serenata

La primera cosa que le dijo fue: «¡Vaya, te has dejado el pelo muy corto!», y ella contestó: «Sí, ¿no es estupendo?».
Aún faltaban cinco o seis años para que se pusiera de moda aquella manera de cortarse el pelo. Por entonces todavía se consideraba extraordinariamente atrevido.
—Fuera brilla un sol esplendoroso — dijo Anthony con mucha gravedad —. ¿No te apetece dar un paseo?
Gloria se puso un abrigo ligero y un sombrerito azul pálido exquisitamente seductor, y juntos recorrieron la avenida y entraron en el zoo, donde admiraron
adecuadamente el tamaño del elefante y la longitud del cuello de la jirafa, pero no fueron a ver la jaula de los monos porque Gloria dijo que los monos olían muy mal.
Luego regresaron camino del Plaza, sin hablar de nada en particular, pero contentos de que la primavera cantase ya en el aire y agradecidos por el tibio bálsamo derramado sobre aquella ciudad que se había transformado repentinamente en dorada. A su derecha quedaba el parque, y, a su izquierda, una enorme masa de granito y mármol murmuraba monótonamente a quien quisiera escucharle el caótico mensaje de un millonario: algo parecido a «Trabajé y ahorré y fui más listo que todo el mundo y aquí estoy ahora, ¿qué les parece?».
Todos los modelos de automóviles más nuevos y más lujosos estaban en la Quinta Avenida, y ante ellos se alzaba el hotel Plaza, mucho más blanco y atractivo que de ordinario. Gloria, flexible e indolente, caminaba un poco por delante de Anthony dejando escapar comentarios inconexos que flotaban durante un momento en el aire cegador antes de llegar a sus oídos.
—¡Quiero ir al sur, a Hot Springs! — exclamó ella—. Quiero estar al aire libre y revolcarme en los nuevos brotes de hierba y olvidarme de que ha existido alguna vez el invierno.
—No se te ocurra hacerlo, ¿eh?
—Quiero oír a un millón de petirrojos haciendo un ruido insoportable. En cierta manera me gustan los pájaros.
—Todas las mujeres son pájaros —se aventuró a decir Anthony.
—¿De qué especie soy yo? —rápida e impaciente.
—Una golondrina, creo, y a veces un pájaro del paraíso. La mayoría de las chicas son gorriones, claro… ¿ves esa fila de niñeras? Son gorriones… o ¿tal vez urracas? Y, por supuesto, seguro que conoces chicas-canario… y chicaspetirrojo.
—Y chicas-cisne y chicas-loro. Todas las mujeres maduras son halcones, me parece, o búhos.
—¿Qué soy yo… un buitre?
Gloria negó con la cabeza, riendo.
—No, no; tú no eres un pájaro, ¿no crees? Más bien un galgo ruso.
Anthony recordó que eran blancos y siempre parecían estar anormalmente hambrientos. Pero también se les solía fotografiar con duques y princesas, de manera que se sintió adecuadamente halagado.
—Dick es un fox-terrier, un fox— terrier que ha aprendido muchos trucos.
—Y Maury es un gato. —Simultáneamente a Anthony se le ocurrió que Bloeckman se parecía mucho a un corpulento y ofensivo cerdo. Pero guardó un discreto silencio.
Después, al despedirse, Anthony preguntó cuándo podía volver a verla.
—¿Nunca te comprometes para ratos más largos? —le suplicó—; aunque haya que esperar una semana entera, creo que sería muy divertido pasar todo el día juntos, mañana y tarde.
—No estaría mal, ¿verdad? —Se paró a pensar un momento—. Hagámoslo el domingo.
—De acuerdo. Prepararé un programa que no nos deje ni un minuto libre.
Así lo hizo. Calculó incluso hasta el último detalle lo que sucedería en las dos largas horas que pasarían en su apartamento con motivo del té; cómo el buen Bounds tendría las ventanas abiertas para que entrara aire fresco —pero también un fuego encendido en la chimenea para que la habitación no se enfriara demasiado—, y cómo por todas partes habría ramos de flores en grandes cuencos que Anthony compraría para aquella ocasión. Se sentarían en el sofá.
Y cuando llegó el día se sentaron en el sofá. Al cabo de un rato Anthony la besó porque se presentó la ocasión sin hacer ningún esfuerzo; el joven Patch descubrió que la dulzura seguía durmiendo en los labios de Gloria, y sintió que no había llegado a alejarse de ella. El fuego ardía alegremente y la brisa que suspiraba a través de los visillos traía consigo un mes de mayo húmedo y suave y la promesa de un universo en verano. Su alma vibró al compás de remotas armonías; oyó el rasguear de guitarras lejanas y el ruido de las olas que bañaban una cálida playa del Mediterráneo… porque en aquel entonces Anthony encarnaba la juventud como nunca volvería a hacerlo y era incluso capaz de triunfar sobre la muerte.
La quejumbrosa melodía del carillón de la iglesia de St. Anne anunció de improviso que ya eran las seis de la tarde. Gloria y Anthony, mientras el crepúsculo tomaba cuerpo, anduvieron camino de la avenida, donde la multitud, como un ejército de prisioneros puesto en libertad, avanzaba con pasos elásticos después del largo invierno, y donde las imperiales de los autobuses iban repletas de reyes bien humorados, y las tiendas estaban llenas de hermosas cosas suaves para el verano, el extraordinario verano, el alegre y prometedor verano que parecía significar para el amor lo mismo que el invierno para el dinero. ¡La vida cantaba a la vuelta de la esquina esperando la hora de cenar! ¡La vida repartía cócteles en la calle! ¡Había ancianas entre aquella multitud, convencidas de que podrían haber participado en una carrera
de cien yardas, ganándola!
Por la noche, ya en la cama y con las luces apagadas, la habitación inundada por la luz de la luna, Anthony tardó en dormirse, jugando con cada minuto del día como un niño que acaricia sucesivamente un montón de juguetes largamente deseados que le han traído los Reyes. El joven Patch le había dicho delicadamente a Gloria, casi a mitad de un beso, que la quería, y ella había sonreído, apretándose más contra él y murmurando «Me alegro», mientras lo miraba directamente a los ojos. Había habido un nuevo componente en su actitud, una mayor atracción física hacia él y una extraña tensión emocional, que bastaba para que Anthony apretara los puños y contuviera la respiración al recordarlo. Se había sentido más cerca de ella que nunca. Con una extraordinaria sensación de júbilo, le gritó a la habitación que la amaba.
Anthony telefoneó a la mañana siguiente: esta vez sin dudas, sin incertidumbres, consciente tan solo de un entusiasmo delirante que se duplicó y triplicó al escuchar la voz de Gloria:
—Buenos días.
—Buenos días.
—He llamado para decirte tan solo eso, querida.
—Me alegro de que lo hayas hecho.
—Me gustaría poder verte.
—Me verás mañana por la noche.
—Eso es mucho tiempo, ¿no te parece?
—Sí… —La voz de Gloria parecía indecisa. Anthony apretó con fuerza el auricular.
—¿No podría ir a verte esta noche? — El joven Patch se atrevía a cualquier cosa después de la gloria y la revelación que había supuesto aquel «Sí» casi susurrado.
—Tengo un compromiso.
—Ah.
—Pero quizá… quizá pueda decir que no voy.
Anthony dejó escapar una exclamación que no era más que puro éxtasis.
—¿Gloria?
—¿Sí?
—Te amo.
Otra pausa, y después:
—Me… me alegro.
La felicidad, explicó Maury Noble cierto día, es tan solo la primera hora después de la desaparición de algún sufrimiento especialmente intenso. Pero ¡cómo describir el rostro de Anthony mientras avanzaba por el corredor del décimo piso del hotel Plaza aquella noche! Le brillaban los ojos, y alrededor de la boca había unas líneas que resultaba placentero ver. En aquel momento era bien parecido aunque no lo hubiese sido nunca antes, destinado, como se hallaba, a uno de esos momentos inmortales tan llenos de irradiación que el recuerdo de su luz permite ver durante años.
Anthony llamó a la puerta y, al recibir contestación, entró. Gloria, con un vestido de color rosa muy almidonado, y tan fresca como una flor, se hallaba inmóvil, al otro extremo de la habitación, mirándolo con los ojos muy abiertos.
Al cerrar Anthony la puerta tras de sí, ella dejó escapar un débil grito y recorrió muy deprisa el espacio que los separaba, alzando los brazos en prematura caricia al llegar junto a él. Juntos aplastaron los rígidos pliegues de su vestido en un triunfante y duradero abrazo.

 

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