
Hermosos y malditos por F. Scott Fitzgerald - Retrato de una sirena
Previo - Libro 1 Capítulo I
Libro Uno, Capítulo II
—Siempre digo —exclamó, volviéndose a Anthony— que Richard tiene un alma muy
antigua.
Durante la tensa pausa que se produjo después de aquella observación, Anthony
consideró la posibilidad de hacer un comentario ingenioso… algo sobre lo mucho
que Dick se había visto pisoteado.
—Todos tenemos almas de diferentes edades —continuó mistress Gilbert con
expresión radiante—; por lo menos eso es lo que yo digo.
—Quizá sea así —asintió Anthony con aire de sentirse estimulado por una idea
esperanzadora. La voz de la anfitriona siguió adelante, llena de efervescencia:
—Gloria tiene un alma muy joven… irresponsable tanto como cualquier otra cosa.
Carece del sentido de la responsabilidad.
—Gloria es una criatura radiante, tía Catherine —dijo Richard afablemente
—. El sentido de la responsabilidad la echaría a perder. Es demasiado bonita.
—Bueno —confesó mistress Gilbert—; todo lo que yo sé es que sale, y sale y sale…
El número total de salidas en descrédito de Gloria quedó ahogado por el ruido de
la puerta al abrirse y dar paso a Mr. Gilbert.
Mr. Gilbert era un hombre de corta estatura con un bigote que descansaba como
una nubecilla blanca bajo una nariz que nada tenía de especial. El padre de
Gloria había llegado a una etapa en que su valor como criatura social era
totalmente negativo. Sus ideas eran las mentiras que habían gozado de
popularidad veinte años antes; su mente trataba de mantener una vacilante y
anémica trayectoria siguiendo la estela marcada por los editoriales de los
diarios. Después de terminar sus estudios en una pequeña pero aterradora
universidad del oeste, había entrado en el negocio del celuloide, y como esta
ocupación requería tan solo la minúscula dosis de inteligencia que él aportaba,
cumplió satisfactoriamente en ella durante varios años… de hecho hasta 1911
aproximadamente, cuando empezó a ceder contratos a cambio de vagos acuerdos con
la industria cinematográfica. Hacia 1912 la industria cinematográfica había
decidido tragárselo, y en aquel momento lo mantenía, por así decirlo, en
precario equilibrio sobre la lengua. Mientras tanto, Mr. Gilbert era el
inspector gerente de la Compañía Asociada de Materiales Cinematográficos del
Medio Oeste, y pasaba seis meses al año en Nueva York y el resto en Kansas City
y en San Luis. Estaba crédulamente convencido de que su situación profesional
iba a mejorar de un momento a otro, y lo mismo pensaban su mujer y su hija.
Mr. Gilbert no aprobaba el comportamiento de Gloria: su hija volvía tarde a
casa, no comía nunca a las horas establecidas, andaba siempre metida en líos; en
una ocasión había conseguido irritarla y Gloria utilizó contra él expresiones
que Mr. Gilbert no creía que formaran parte de su vocabulario. Con su mujer las
cosas eran más fáciles. Después de quince años de incesante guerra de guerrillas
había logrado conquistarla; se trataba de una guerra entre el alocado optimismo
de una y la estupidez organizada de otro, y en la victoria final había tenido
mucha importancia el número de síes con que Mr. Gilbert conseguía envenenar
cualquier conversación.
—Sí, sí, sí, sí —decía—, sí, sí, sí, sí. Vamos a ver. Eso fue el verano de…
vamos a ver… noventa y uno o noventa y dos… Sí, sí, sí, sí…
Quince años de síes habían vencido a mistress Gilbert. Quince años más de
aquellas incesantes partículas afirmativas que nada afirmaban, acompañadas del
perpetuo sacudir de la ceniza de treinta y dos mil cigarros puros habían acabado
con ella. A aquel marido suyo mistress Gilbert le hacía la última concesión de
la vida conyugal, que es más completa y más irrevocable que la
primera, y que consistía en escucharle. Ella se decía a sí misma que los años la
habían hecho tolerante: en realidad habían asesinado su parte alícuota de coraje
moral.
Mistress Gilbert procedió a presentar a Anthony a su marido.
—Este es Mr. Patch —dijo.
El joven y el hombre de edad se dieron la mano; la de Mr. Gilbert era blanda,
como si se hubiera desgastado hasta adquirir la pulposa apariencia de un pomelo
exprimido. A continuación marido y mujer se saludaron: él le dijo que hacía frío
en la calle; había ido andando hasta un quiosco de la calle Cuarenta y cuatro
para comprar un periódico de Kansas City. Su intención era regresar en el
autobús, pero había descubierto que hacía demasiado frío, sí, sí, sí, sí,
demasiado frío.
Mistress Gilbert añadió sabor a la aventura manifestándose impresionada por la
audacia de su marido al enfrentarse con aquel aire tan áspero.
—¡Vaya, eres muy valiente! —exclamó admirativamente—. Realmente valiente. Yo no
hubiese salido por nada del mundo.
Mr. Gilbert, con auténtica indiferencia masculina, ignoró el temor reverente que
había despertado en su esposa. Volviéndose hacia los dos jóvenes los encaminó
triunfalmente hacia el tema del tiempo. A Richard Caramel se le pidió que
recordara el mes de noviembre en Kansas. Pero tan pronto como tuvo el tema ante
sí, le fue violentamente arrebatado por su promotor para extenderse acerca de
él, manosearlo, alargarlo y, en términos generales, privarle de toda vitalidad.
La tesis inmemorial de que en algún sitio los días eran calurosos pero las
noches muy agradables, fue satisfactoriamente expuesta, y también decidieron
entre todos la distancia exacta entre dos puntos de una línea férrea muy poco
conocida que Dick había mencionado sin darse cuenta. Anthony se quedó mirando
fijamente a Mr. Gilbert cayendo en una especie de trance de donde, al cabo de un
momento, vino a sacarle la sonriente voz de mistress Gilbert:
—Parece, sin embargo, como si el frío fuera aquí más húmedo… tengo la impresión
de que se me mete dentro de los huesos.
Como esta observación, con su adecuado complemento de síes, la había tenido
también Mr. Gilbert en la punta de la lengua, no se le puede juzgar con dureza
por el hecho de que cambiara bruscamente de tema.
—¿Dónde está Gloria?
—Debería estar aquí de un momento a otro.
—¿Conoce usted a mi hija, Mr…?
—No he tenido el placer. Dick me ha hablado de ella con frecuencia. —Richard y
Gloria son primos.
—¿Sí? —Anthony tuvo que hacer un esfuerzo para sonreír. No estaba acostumbrado
al trato social de las personas de edad, y tenía la boca cansada de tanta
jovialidad superflua. Era una idea muy agradable que Gloria y Dick fueran
primos. Antes de que pasara otro minuto el joven Patch consiguió lanzar a su
amigo una mirada llena de angustia.
Richard Caramel se temía que no les quedaba otro remedio que marcharse.
Mistress Gilbert lo sentía muchísimo.
Mr. Gilbert opinó que era una lástima.
Mistress Gilbert tuvo aún otra ocurrencia: algo acerca de alegrarse de que
hubiesen venido, en cualquier caso, incluso aunque solo hubiesen visto a una
señora demasiado vieja para flirtear con ellos. Evidentemente Anthony y Dick
consideraron que se trataba de un comentario muy ingenioso porque rieron durante
todo un compás al ritmo del tres por cuatro.
—¿Volverían pronto? —Claro que sí. ¡Gloria lo sentiría tanto! —Hasta la vista…
—Hasta la vista…
Ruido de puerta que se cierra.
Dos jóvenes desconsolados que caminan por el corredor del décimo piso del Plaza
en dirección al ascensor.
Las piernas de una dama
Los primeros fríos tonificantes descendieron sobre Nueva York treinta días más
tarde, trayendo consigo el mes de noviembre los tres partidos de fútbol
americano más importantes del año y un gran rebullir de pieles a todo lo largo
de la Quinta Avenida. También trajeron a la ciudad un ambiente de tensión y de
agitación que todos trataban de ocultar. Todas las mañanas aparecían varias
invitaciones en el correo de Anthony. Tres docenas de virtuosas doncellas de la
capa social más alta proclamaban, si no su deseo, sí al menos su idoneidad,
para dar hijos a tres docenas de millonarios. Cinco docenas de virtuosas
doncellas de la segunda capa social proclamaban no solo su idoneidad, sino
además un tremendo e impávido deseo de conseguir las mismas tres docenas de
jóvenes, quienes, por supuesto, estaban invitados a cada una de las noventa y
seis fiestas, al igual que el grupo de amigos de la familia, conocidos,
universitarios y otros jóvenes deseosos de abrirse camino que se congregaban
alrededor de cada una de las señoritas en cuestión. A continuación había una
tercera capa de los alrededores de la ciudad, desde Newark y las afueras de
Jersey hasta el frío Connecticut y los barrios de Long Island de menor
prestigio; y aún era posible seguir bajando capas hasta llegar a los zapatos de
la ciudad: muchachas judías que se incorporaban a una sociedad de hombres y
mujeres de su misma raza, desde Riverside hasta el Bronx, y que soñaban con un
joven y prometedor cambista o un joyero, y una boda de acuerdo con todas las
reglas del ritual judío; muchachas irlandesas que lanzaban miradas —con el
beneplácito ya de familia e Iglesia— hacia una sociedad de jóvenes políticos
municipales, piadosos empresarios de pompas fúnebres y antiguos monaguillos.
Como es lógico, toda la ciudad respiraba también el aire contagioso de la
rentrée; las chicas de la clase trabajadora, pobrecillas, que envolvían
pastillas de jabón en las fábricas o probaban ropa elegante en los grandes
almacenes, soñaban que quizá en la tremenda agitación de aquel invierno podrían
conseguir para sí mismas el codiciado varón (de la misma manera que entre el
confuso gentío de una verbena el ratero inexperto piensa quizá que son mayores
sus posibilidades). Las chimeneas comenzaron a echar humo, y la fetidez del
metro se hizo menos agresiva. Las actrices salieron a los escenarios
interpretando nuevas obras, los editores dieron a la luz nuevos libros y los
Castles popularizaron nuevos bailes. Y los ferrocarriles distribuyeron nuevos
horarios que contenían nuevos errores, distintos de los antiguos, a los que los
usuarios ya estaban acostumbrados…
¡La ciudad entera salía a la luz!
Anthony, andando una tarde por la calle Cuarenta y dos bajo un cielo gris
acerado, se encontró inesperadamente con Richard Caramel, que salía de la
peluquería del hotel Manhattan. Hacía frío, era el primer día que hacía frío de
verdad, y Caramel llevaba uno de esos chaquetones hasta la rodilla, forrados de
piel de oveja, que los trabajadores del Medio Oeste han usado desde tiempo
inmemorial y que empezaban por entonces a estar de moda. Su sombrero de fieltro
era de un discreto color marrón oscuro y desde debajo de él su ojo transparente
fulguraba como un topacio. Caramel detuvo a Anthony lleno de entusiasmo,
palmeándole los brazos más por un deseo de calentarse que de mostrarse festivo,
y, después del inevitable apretón de manos, prorrumpió en una catarata de
sonidos.
—Hace un frío de mil demonios… Santo cielo, he estado trabajando como una fiera
todo el día hasta que mi habitación se ha enfriado tanto que estaba seguro de
que iba a coger una pulmonía. Mi maldita patrona, que se dedica a economizar
carbón, solo subió después de pasarme media hora en la escalera llamándola a
gritos. Y enseguida se lanzó a explicarme por qué y todo lo demás. ¡Dios santo!
Primero me volvió loco, luego empecé a pensar que era un posible personaje, y
tomé notas mientras hablaba… de forma que no pudiera verme, ya sabes, como si
estuviera escribiendo distraídamente…
Dick había cogido a Anthony por el brazo y lo hacía avanzar a buen paso por
Madison Avenue.
—¿Adónde vamos?
—A ningún sitio en particular.
—Entonces, ¿para qué andar? —preguntó Anthony.
Se detuvieron, mirándose el uno al otro, y el joven Patch se preguntó si el frío
daría a su cara un aspecto tan repelente como a Dick Caramel, cuya nariz se
había vuelto carmesí, azul la frente voluminosa, y en cuyos desiguales ojos
amarillos habían aparecido unos bordes rojizos y acuosos. Al cabo de un momento
reanudaron la marcha.
—Estoy contento de cómo avanza mi novela. —Dick miraba y hablaba en dirección a
la acera, poniendo mucho énfasis en sus palabras—. Pero tengo que salir de
cuando en cuando. —Miró de reojo a Anthony como disculpándose como si estuviese
necesitado de que lo animaran—. Tengo que hablar. Imagino que muy pocas personas
llegan nunca a pensar de verdad, quiero decir a sentarse y meditar y tener ideas
una detrás de otra. Yo pienso escribiendo o conversando. Hace falta tener un
punto de arranque, por así decirlo, algo que defender o refutar… ¿no te parece?
Anthony dejó escapar un gruñido y retiró suavemente el brazo.
—No me importa llevarte, Dick, pero con ese chaquetón…
—Quiero decir —continuó Richard Caramel con mucha gravedad— que sobre el papel
tu primer párrafo contiene la idea que vas a rechazar o ampliar. Al hablar con
otra persona consigues una última formulación, pero cuando simplemente te
dedicas a meditar, entonces tus ideas se suceden unas a otras como las imágenes
de una linterna mágica y las nuevas expulsan a las anteriores.
Cruzaron la calle Cuarenta y cinco y disminuyeron ligeramente de velocidad.
Ambos encendieron un pitillo y lanzaron al aire tremendas nubes de humo y de
aliento congelado.
—¿Por qué no vamos andando hasta el hotel Plaza y nos tomamos un
ponche? — sugirió Anthony—. Te sentaría bien. El aire fresco expulsará toda la
nicotina que tienes en los pulmones. Vamos, te dejaré hablar de tu libro durante
el camino.
—No, si te aburres. Quiero decir que no tienes que hacerlo como un favor. —Las
palabras salieron precipitadamente de su boca, y aunque procuró mantener una
expresión indiferente, la incertidumbre le hizo torcer la cara.
Anthony se sintió obligado a protestar:
—¿Aburrirme? ¡Claro que no!
—Tengo una prima… —empezó Dick, pero Anthony le interrumpió extendiendo los
brazos y dejando escapar un débil grito exultante.
—¡Hermoso tiempo! —exclamó—, ¿no es cierto? Hace que me sienta como si tuviera
diez años. Quiero decir que hace que me sienta como debería de haberme sentido
cuando tenía diez años. ¡Devastador! ¡Dios santo! Un minuto el mundo es mío y al
minuto siguiente soy el bufón del mundo. Hoy el mundo es mío y todo es fácil,
muy fácil. ¡Hasta la Nada resulta fácil!
—Tengo una prima en el Plaza. Una chica fuera de lo corriente. Podemos subir
para que la conozcas. Pasa aquí el invierno (lo viene haciendo últimamente, por
lo menos) con su madre y su padre.
—No sabía que tuvieras primos en Nueva York.
—Se llama Gloria. Es de mi ciudad… Kansas City. Su madre es una bilfista
practicante, y su padre una persona más bien aburrida pero, eso sí, un perfecto
caballero.
—¿Qué son? ¿Material literario?
—Tratan de serlo. Lo único que hace el viejo es decirme que acaba de conocer a
un personaje estupendo para una novela. Luego me habla de algún estúpido amigo
suyo y añade: «¡Ahí tienes un personaje! ¿Por qué no lo utilizas? Todo el mundo
se interesaría por él». O bien me cuenta cosas sobre Japón o París, o algún otro
sitio igual de conocido, y comenta: «¿Por qué no escribes una historia sobre ese
sitio? ¡Sería un magnífico escenario para una novela!».
—¿Qué me dices de la chica? —preguntó Anthony con aire indiferente—. Gloria…
Gloria ¿qué?
—Gilbert. Seguro que has oído hablar de ella… Gloria Gilbert. Va a los bailes
universitarios… ese tipo de cosas.
—He oído su nombre.
—Guapa… extraordinariamente atractiva, si quieres que te diga la verdad.
Habían llegado a la calle Cincuenta y torcieron en dirección a la avenida.
—Por regla general no me interesan las jovencitas —dijo Anthony, frunciendo el
entrecejo.
Esta afirmación no era del todo exacta. Si bien le parecía que la mayoría de las
jovencitas de la buena sociedad empleaban cada hora del día pensando y hablando
sobre lo que el gran mundo les tenía preparado para la hora siguiente, cualquier
chica que se ganaba la vida sin otro recurso que su belleza le interesaba
extraordinariamente.
—Gloria es muy simpática… tiene la cabeza de chorlito.
Anthony rio dejando escapar un breve bufido.
—¿Quieres decir con eso que no está al tanto de la jerga literaria?
—No, no es eso lo que quiero decir.
—Dick, todos sabemos lo que consideras inteligencia tratándose de una chica.
Muchachas muy serias que se sientan contigo en un rincón y hablan seriamente
sobre la vida. El tipo de chica que a los dieciséis años discutía con rostro
solemne sobre si besarse estaba bien o mal… y si era inmoral que los estudiantes
bebieran cerveza en el primer año de universidad.
Richard Caramel se sintió ofendido. Su ceño adquirió tantos pliegues como un
papel arrugado.
—No… —empezó, pero Anthony le interrumpió sin piedad.
—Ya lo creo que sí; el tipo de chica que en el momento presente se sienta en un
rincón y cambia impresiones sobre el último Dante escandinavo que ha sido
traducido al inglés.
Dick se volvió hacia él, y toda su fisonomía revelaba un curioso
desmoronamiento. Su pregunta fue casi una súplica.
—¿Qué os pasa a Maury y a ti? Habláis a veces como si yo fuera una especie de
ser inferior.
Anthony se desconcertó, pero tenía frío y se sentía un poco incómodo, de manera
que se refugió en el ataque.
—Creo que en tu caso el cerebro carece de importancia, Dick.
—¡Claro que tiene importancia! —replicó Caramel enfadado—. ¿Qué quieres decir?
¿Por qué no tiene importancia?
—Podrías saber más cosas de las que convienen a tu pluma.
—Eso es imposible.
—Me resulta fácil imaginar —insistió Anthony— un hombre que sepa más cosas de
las que su talento es capaz de expresar. Como yo. Supón, por ejemplo, que
tuviera más sabiduría que tú, y menos talento. Eso tendería a hacer de mí una
persona incapaz de expresarse. Tú, por el contrario, tienes suficiente agua para
llenar el cubo y un cubo lo suficientemente grande para que quepa el agua.
—No te sigo en absoluto —se lamentó Dick, con tono abatido.
Infinitamente desalentado, dio la impresión de hincharse en protesta. Mientras
miraba fijamente a Anthony fue tropezando con una sucesión de peatones que se lo
reprocharon con furiosas miradas, llenas de resentimiento.
—Quiero decir simplemente que un talento como el de Wells podría impulsar la
inteligencia de un Spencer. Pero un talento inferior solo podría resultar
elegante si tuviera que alimentar ideas inferiores. Cuanto más limitadamente se
ve una cosa, tanto más ameno se puede ser acerca de ella.
Dick se puso a reflexionar, incapaz de decidir el grado exacto de intención
crítica que contenían las observaciones de Anthony. Pero el joven Patch, con la
facilidad que con tanta frecuencia parecía manar de él, siguió hablando, los
ojos negros brillando en su rostro enjuto, alzada la barbilla, y con ella la voz
y toda su realidad corporal:
—Digamos que soy orgulloso y sano y sabio; un ateniense entre los griegos. Bien;
cabe que fracase donde un hombre con menos cualidades triunfaría. Esa otra
persona podría imitar, adornar, mostrarse entusiasta, ser esperanzadoramente
constructivo. Pero mi yo hipotético tendría demasiado orgullo para imitar, sería
demasiado equilibrado para mostrarse entusiasta, demasiado refinado para aceptar
utopías y demasiado clásico para adornar.
—Entonces, ¿no crees que el artista trabaje a partir de su inteligencia?
—No. Se limita a mejorar, si puede, lo que imita en el terreno del estilo,
eligiendo, a partir de su propia interpretación de las cosas que se hallan a su
alrededor, lo que constituye su material. Pero a fin de cuentas todo escritor
escribe porque es su manera de vivir. ¿No irás a decirme que te gusta eso de la
«Función divina del Artista»?
—Ni siquiera estoy acostumbrado a hablar de mí mismo como artista.
—Dick —dijo Anthony, cambiando de tono—, quiero pedirte perdón.
—¿Por qué?
—Por toda esa parrafada, lo siento sinceramente. Lo he hecho para causar efecto.
Ablandado hasta cierto punto, Dick replicó:
—Yo he dicho muchas veces que en realidad eras una persona inculta.
Anochecía y el frío era más intenso cuando entraron bajo la blanca fachada del
Plaza y saborearon lentamente la espuma y la amarilla densidad del ponche de
huevo. Anthony contempló a su acompañante. La nariz y la frente de Richard
Caramel iban aproximándose lentamente a una pigmentación uniforme; el rojo
abandonaba una y el azul se retiraba de la otra. Observándose en un espejo,
Anthony se alegró al descubrir que su piel no había perdido la coloración
natural. Por el contrario, un suave rubor encendía sus mejillas; se imaginó que
nunca había tenido tan buen aspecto.
—Yo ya tengo bastante —dijo Dick, con tono de atleta que está entrenándose—.
Quiero subir y ver a los Gilbert. ¿Vienes conmigo?
—Sí, claro. Si no me abandonas con los padres y te vas a un rincón con Dora.
—Dora no, Gloria.
Un recepcionista los anunció por teléfono y, subiendo al décimo piso, siguieron
un corredor serpenteante y llamaron al 1088. Una señora de mediana edad les
abrió la puerta: mistress Gilbert en persona.
—¿Cómo están ustedes? —Hablaba el convencional lenguaje americano de las señoras
de buena posición social—. Vaya, ¡cuánto me alegro de verte…!
Apresuradas interjecciones de Dick, y a continuación:
—¿Mr. Patch? Bueno, pasen y dejen ahí sus abrigos. —Señaló una silla y luego
cambió la modulación de su voz hasta convertirla en una risa como de disculpa,
llena de diminutos jadeos—. Esto es realmente encantador, maravilloso. ¡Hacía
tanto tiempo que no venías por aquí, Richard…! ¡No! ¡No! —Estos últimos
monosílabos servían en parte como respuesta y en parte como punto final a
algunos imprecisos intentos de hablar por parte de Dick—. Bueno, siéntense, por
favor, y tú cuéntame lo que has estado haciendo.
Uno cruzaba y recruzaba las piernas; uno se erguía y se inclinaba con la mayor
suavidad posible; uno sonreía una y otra vez con expresión inevitablemente
estúpida; uno se preguntaba si mistress Gilbert llegaría alguna vez a sentarse…
y por fin uno se deslizaba lleno de agradecimiento en una silla y se acomodaba
para una agradable visita.
—Imagino que no venías porque estabas ocupado… tanto como cualquier otra cosa
—sonrió mistress Gilbert de manera bastante ambigua. El «tanto como cualquier
otra cosa» lo utilizaba para equilibrar las frases que le quedaban cojas. Tenía
otras dos expresiones más: «por lo menos, así es como yo lo veo» y «pura y
simplemente»; las tres, alternándose, daban a sus observaciones el aire de ser
reflexiones de carácter general sobre la vida, como
si mistress Gilbert hubiese examinado todas las causas, para, finalmente, poner
el dedo en la última.
Anthony observó que el rostro de Richard Caramel había vuelto a la más absoluta
normalidad. La frente y las mejillas tenían color de carne y la nariz había
recobrado su conveniente anonimato. Dick contemplaba a su tía con el ojo de
color amarillo brillante, prestándole la intensa y más bien exagerada atención
que los jóvenes suelen consagrar a todas las mujeres carentes de cualquier otro
valor adicional.
—¿Usted también es escritor, Mr. Patch…? Bueno, quizá la fama de Richard sea
suficiente para todos. —Suaves risas, dirigidas por mistress Gilbert—. Gloria ha
salido —añadió su madre con aire de sentar un axioma del que procedería
inmediatamente a derivar consecuencias—. Está bailando en algún sitio. Gloria
sale, y sale y sale. Yo le digo que no entiendo cómo lo aguanta. Baila toda la
tarde y toda la noche, y llega a hacerme pensar que se desgastará y se
convertirá en una sombra. Su padre está muy preocupado.
Sonrió mirando sucesivamente a uno y otro. Los dos jóvenes sonrieron a su vez.
Mistress Gilbert se componía, percibió Anthony, de una sucesión de semicírculos
y parábolas, como esas figuras que las personas habilidosas hacen con la máquina
de escribir: cabeza, brazos, caderas, muslos y tobillos constituían una
desconcertante hilera de curvas sucesivas. No se le podían hacer reproches en
cuanto a limpieza y arreglo personal; sus cabellos eran de un intenso color
gris, artificialmente conseguido; su ancho rostro, que albergaba unos ojos de
color azul deslucido, estaba adornado por la sombra casi imperceptible de un
bigote blanco.
Detrás de la atractiva indolencia de Maury Noble, de su impertinencia y de su
actitud burlona se escondía una sorprendente e inflexible madurez de propósito.
Su intención —tal como la formulara en la universidad— había sido dedicar tres
años a viajar, otros tres al ocio más absoluto, y después hacerse inmensamente
rico lo más deprisa posible.
Sus tres años de viajes habían concluido ya. Maury había recorrido el mundo con
una intensidad y una curiosidad que en cualquier otro hubieran parecido
pedantes, sin rasgos compensatorios de espontaneidad, casi como la
autopreparación de un Baedeker humano; pero en su caso todo ello adquiría un
aire de misteriosa finalidad y de proyecto significativo: como si Maury Noble
fuese un futuro Anticristo, impulsado por un designio previo a ir a todos los
sitios de la tierra que podían visitarse y ver los miles de millones de seres
humanos que se reproducen, lloran y se matan unos a otros aquí y allá sobre su
superficie.
De vuelta a América, Maury se había lanzado a la búsqueda de la diversión con la
misma perseverante intensidad. Él, que nunca había tomado más de unos pocos
cócteles o una pinta de vino de una vez, aprendió a beber como podría haber
aprendido griego; al igual que el griego, el arte de beber sería la puerta de
entrada a un caudal de nuevas sensaciones, de nuevos estados psíquicos, de
nuevas reacciones de alegría o de dolor.
Sus costumbres daban materia para esotéricas especulaciones. Contaba con tres
habitaciones de un apartamento para solteros en la calle Cuarenta y cuatro, pero
muy raras veces se le encontraba allí. La telefonista había recibido
instrucciones muy estrictas de que nunca se le pusiera en comunicación con nadie
sin que el posible interlocutor diera antes su nombre. Tenía también una lista
de media docena de personas para las que nunca estaba en casa, y otras tantas
para las que sí estaba. Esta última lista la encabezaban Anthony Patch y Richard
Caramel.
Mistress Noble vivía con un hijo casado en Filadelfia, y habitualmente Maury se
trasladaba allí los fines de semana, de manera que un sábado por la noche cuando
Anthony, después de vagar por calles heladas presa de un ataque de mortal
aburrimiento, probó fortuna en Molton Arms, se sintió lleno de júbilo al
enterarse de que su amigo estaba en casa.
Su estado de ánimo se elevó más deprisa que el ascensor. ¡Era tan agradable, tan
extraordinariamente agradable ir a hablar con Maury, quien, por su parte, se
sentiría igualmente feliz de verlo! Se mirarían con mutua conciencia de un
profundo afecto que los dos disimularían con alguna broma sin importancia. En
verano hubieran salido juntos a saborear indolentemente dos Tom Collins,
mientras sus cuellos duros se marchitaban y ellos observaban el ir y venir —no
demasiado divertido— de algún lento cabaret del mes de agosto. Pero fuera hacía
frío, con el viento colándose entre los altos muros de los edificios y diciembre
a la vuelta de la esquina, de manera que era mucho mejor pasar la velada bajo la
suave luz de una lámpara de pie, y beberse un whisky o dos o una copita del
Grand Marnier de Maury, con los libros brillando como adornos contra las
paredes, y Maury irradiando una maravillosa inercia mientras descansaba,
voluminoso y gatuno, en su sillón favorito.
¡Allí lo tenía! La habitación acogió a Anthony en su seno, transmitiéndole su
calor. La irradiación de aquella robusta mente tan persuasiva, de aquel
temperamento casi oriental por su aparente indiferencia, caldeó el alma inquieta
de Anthony, proporcionándole una paz que solo podía compararse
con la paz que proporciona una mujer estúpida. Uno tiene que entenderlo todo o,
de lo contrario, darlo todo por sabido. Maury llenaba la habitación, semejante a
un tigre y también semejante a un dios. Los vientos exteriores se habían
calmado; los candelabros de bronce sobre la repisa de la chimenea brillaban como
cirios delante de un altar.
—¿Qué te ha hecho quedarte aquí hoy? —Anthony se tendió en un mullido sofá y con
los almohadones se fabricó un saliente donde apoyar el codo.
—Solo hace una hora que he vuelto. Fui a un baile… luego me quedé hasta tan
tarde que perdí el tren para Filadelfia.
—Extraño que te quedaras tanto tiempo —comentó Anthony, interesado.
—Más bien. ¿Qué has hecho tú?
—Geraldine. La acomodadora de Keith’s. Te he hablado de ella.
—¡Ah!
—Fue a visitarme a las tres y se quedó hasta las cinco. Una criatura muy
peculiar… su absoluta estupidez me tiene fascinado.
Maury guardó silencio.
—Aunque parezca extraño —continuó Anthony—, por lo que a mí se refiere e incluso
hasta donde alcanzan mis conocimientos, Geraldine es un dechado de virtud.
Hacía un mes que la conocía; era una muchacha de costumbres indefinidas y
nomádicas. Alguien se la había pasado a Anthony de manera fortuita, y el joven
Patch la encontraba divertida y había disfrutado con los castos y etéreos besos
que le dio la tercera noche de su amistad, cuando paseaban en taxi por Central
Park. Geraldine tenía una imprecisa familia: unos nebulosos tíos que compartían
con ella un apartamento en la laberíntica zona de las calles cien. Era útil para
hacerle compañía: un objeto familiar, tranquilizante e incluso vagamente íntimo.
Anthony no sentía deseos de llevar más lejos el experimento: no por escrúpulos
morales, sino por el temor de permitir que cualquier enredo enturbiara la
creciente serenidad de su vida, serenidad que ya sentía como una realidad
palpable.
—Tiene dos trucos —informó a Maury—; uno de ellos es echarse el pelo sobre los
ojos y luego apartarlo soplando, y el otro, decir «¡Estás completamente loco!»
cuando alguien hace un comentario por encima de sus posibilidades. Es una cosa
que me fascina. Me paso horas y horas con ella, interesadísimo por los síntomas
maníacos que Geraldine descubre en mi imaginación.
Maury cambió ligeramente de posición y habló:
—Es sorprendente que una persona entienda tan poco y, sin embargo, sea capaz de
vivir en una civilización tan compleja. Una mujer así toma el universo entero de
la manera más prosaica. Desde la influencia de Rousseau al impacto de las
tarifas arancelarias en su cena, los complejos fenómenos de la civilización le
resultan totalmente extraños. Se ha visto transportada desde una edad de puntas
de lanza y ha venido a caer aquí, tan bien preparada como un arquero para tomar
parte en un duelo a pistola. Se podría hacer desaparecer toda la corteza de la
historia y nunca notaría la diferencia.
—Me gustaría que nuestro buen Richard escribiera acerca de ella.
—Anthony, estoy seguro de que no crees que merezca la pena escribir sobre esa
chica.
—Lo mismo que sobre cualquier otra persona —contestó el joven Patch bostezando—.
Precisamente hoy pensaba en la gran confianza que me inspira Dick. Mientras se
ocupe de personas y no de ideas, y su inspiración nazca de la vida y no del
arte, y siempre dando por sentado que se produzca el natural crecimiento, creo
que llegará a ser un gran hombre.
—Yo pensaría que la aparición del cuaderno de notas con pastas negras prueba que
ya está saliendo al encuentro de la vida.
Anthony se alzó apoyándose en el codo y respondió con vehemencia:
—Trata de salir al encuentro de la vida. Eso es algo que hacen todos los autores
a excepción de los peores, pero en realidad la mayoría de ellos vive de
alimentos predigeridos. La anécdota o el personaje pueden estar tomados de la
vida, pero habitualmente el escritor los interpreta de acuerdo con el último
libro que ha leído. Por ejemplo, supongamos que conoce a un capitán de la marina
mercante y le parece un personaje original. La verdad es que ve el parecido
entre este y el último capitán de la marina mercante creado por Dana, o por
quienquiera que sea que crea capitanes de barco, y por consiguiente ya sabe cómo
transportar al papel a su propio capitán. Dick, por supuesto, es capaz de poner
por escrito cualquier personaje conscientemente pintoresco y parecido a otros
personajes, pero ¿podría describir a su propia hermana con precisión?
Después estuvieron divagando durante media hora sobre literatura.
—Un clásico —propuso Anthony— es un libro con éxito que ha sobrevivido la
reacción del período o de la generación inmediatos. Entonces se convierte en una
cosa segura, como un estilo en arquitectura o en mobiliario. Ha adquirido una
pintoresca dignidad que pasa a ocupar el lugar de la moda…
Al cabo de un rato el tema perdió momentáneamente su atractivo. El interés de
los dos jóvenes no era especialmente técnico. Estaban enamorados
de las generalidades. Anthony había descubierto recientemente a Samuel Butler y
sus aforismos llenos de vida le parecían la quintaesencia de la crítica. Maury,
con una mente sazonada por la misma dureza de su plan de vida, parecía
inevitablemente el más juicioso de los dos, pero en realidad, considerando los
materiales que integraban sus respectivas inteligencias, no cabía decir que se
diferenciaran en lo fundamental.
Fueron derivando de las letras a detalles anecdóticos de sus respectivas
jornadas.
—¿Quién daba el baile?
—Una familia llamada Abercrombie.
—¿Por qué te quedaste hasta tan tarde? ¿Has conocido a una deliciosa joven
recién presentada en sociedad?
—Sí.
—¿Lo dices en serio? —La voz de Anthony se alzó, denunciando sorpresa.
—No una recién presentada en sociedad, exactamente. Dijo que había ido a su
primer baile hace ya dos inviernos en Kansas City.
—¿Algo así como un resto de temporada?
—No —contestó Maury con tono levemente divertido—. Creo que esa es la última
cosa que se me ocurriría decir de ella. Parecía… bueno, daba la impresión de ser
la persona más joven que había allí.
—No demasiado joven para hacerte perder el tren.
—Lo suficientemente joven. Una chica muy hermosa.
Anthony rio entre dientes dejando escapar su gruñido monosilábico.
—Maury, Maury, estás en la segunda infancia. ¿Qué quieres decir con muy hermosa?
Maury contempló el vacío sintiéndose impotente.
—Bueno, no sabría cómo describirla, excepto diciendo que es hermosa. Estaba…
llena de vida. Masticaba pastillas de goma.
—¿Qué?
—Una especie de vicio menor. Tiene un temperamento nervioso. Dijo que siempre
masticaba pastillas de goma en las meriendas con baile porque tenía que estar
mucho tiempo en el mismo sitio.
—¿De qué hablasteis? ¿Bergson? ¿Bilfismo? ¿La inmoralidad de los bailes
modernos?
Maury no se inmutó; su piel de felino no parecía conocer el contrapelo.
—A decir verdad, sí que hablamos de bilfismo. Su madre pertenece a la secta, por
lo que parece. Pero, sobre todo, hablamos de piernas.
Anthony se echó a reír, subrayando su regocijo con amplios movimientos
corporales.
—¡Dios santo! ¿Las piernas de quién?
—Las suyas. Habló mucho sobre sus piernas. Como si se tratara de un bibelot muy
caro. Consiguió que sintiera un gran deseo de verlas.
—¿A qué se dedica? ¿Es bailarina?
—No; me enteré de que es prima de Dick.
Anthony se incorporó tan de repente, que el almohadón que estaba debajo se puso
en pie como si estuviera vivo, para caer luego al suelo.
—¿Se llama Gloria Gilbert? —exclamó.
—Sí. ¿No es una chica extraordinaria?
—No podría decirlo, pero, si quieres un ejemplo de pesadez sin paliativos, su
padre…
—Bueno —interrumpió Maury con implacable convicción—, su familia quizá resulte
tan triste como una troupe de plañideras profesionales, pero yo me inclino a
creer que ella es un personaje absolutamente auténtico y original. Tiene todos
los signos externos de la típica madrina de una promoción de Yale, ya lo sé…
pero es diferente, completamente diferente.
—¡Sigue, sigue! —le instó Anthony—. En cuanto Dick me dijo que tenía cabeza de
chorlito, imaginé que sería alguien fuera de lo corriente.
—¿Fue eso lo que dijo?
—Me lo juró —replicó Anthony con otra de sus risas que eran como un bufido.
—Bueno, lo que él entiende por inteligencia en una mujer es…
—Lo sé perfectamente —interrumpió Anthony con vehemencia —; se refiere a unos
superficiales conocimientos literarios llenos de errores.
—Eso es. El tipo de persona convencida de que el descenso anual de la moralidad
en el país es una cosa muy buena o un signo ominoso. Una de dos: personas con
quevedos o personas con pose. En cambio, esta chica hablaba de piernas. También
habló de piel… la suya propia. Siempre de la suya. Me contó el tipo de bronceado
que le gusta conseguir durante el verano y lo cerca que está de conseguirlo
habitualmente.
—¿De manera que te quedaste embelesado por su voz de contralto?
—¡Su voz de contralto! No, ¡por el bronceado! Empecé a pensar en estar moreno.
Traté de recordar el color que tenía la última vez que lo intenté hace cosa de
dos años. Se me daba bastante bien y conseguía un color muy agradable, si no
recuerdo mal.
Anthony volvió a hundirse entre los almohadones, agitado por la risa.
—¡Ha conseguido impresionarte, Maury!
Maury el guarda de playa de Connecticut. ¡Extra! ¡Heredera se escapa con
socorrista debido a su voluptuosa pigmentación! ¡Descubierta después la
existencia de sangre tasmana en su familia!
Maury suspiró; levantándose, se llegó hasta la ventana y alzó la persiana de
hule.
—Nieva con fuerza.
Anthony, todavía riendo para sus adentros, no respondió.
—Otro invierno. —La voz de Maury desde la ventana era casi un susurro —. Nos
hacemos viejos, Anthony. ¡Tengo veintisiete años, santo cielo! Me faltan tres
para los treinta, y después seré ya eso que los estudiantes universitarios
llaman un hombre de mediana edad.
Anthony guardó silencio un momento.
—Eres viejo, Maury —asintió finalmente—. Han aparecido las primeras señales de
una senectud temblorosa y extraordinariamente disoluta: te has pasado la tarde
hablando de tomar el sol y de las piernas de una dama.
Maury bajó la persiana de hule con un violento chasquido.
—¡Estúpido! —exclamó—. ¡Que tú me digas eso! Aquí me tienes, mi querido Anthony,
como me tendrás durante una generación o más, consagrado a contemplar cómo unos
seres alegres como tú o Dick o Gloria me dejáis atrás bailando y cantando,
amándoos, odiándoos y conmoviéndoos eternamente. Y a mí solo me conmueve mi
falta de emoción. Seguiré aquí sentado, llegará otra vez la nieve (algo digno de
un Caramel que tomase notas), vendrá un nuevo invierno y yo cumpliré los treinta
y tú y Dick y Gloria seguiréis emocionándoos eternamente y pasaréis a mi lado
bailando y cantando. Pero después de que os hayáis ido todos, seguiré diciendo
cosas para que las escriban otros Dicks, y seguiré escuchando las desilusiones y
los comentarios cínicos y las emociones de nuevos Anthonys… sí, y hablaré con
otras Glorias sobre los bronceados de nuevos veranos que todavía no han sido.
El fuego de la chimenea se agitó repentinamente. Maury, abandonando la ventana,
removió las brasas con un atizador y puso otro leño sobre los
morillos. Luego volvió a sentarse en su sillón y lo que quedaba de su voz fue
creciendo en volumen sobre el nuevo fuego que lanzaba destellos rojos y
amarillos por toda la corteza del tronco recién añadido.
—Después de todo, tú eres el más joven y romántico, mi querido Anthony. Tú eres
infinitamente más frágil que yo y te asusta mucho más que tu calma se vea
turbada. Soy yo quien intenta conmoverse una y otra vez, quien quisiera
abandonarse en mil ocasiones, pero sigue siempre siendo el mismo. Nada…
consigue… estimularme. Y sin embargo —añadió Maury después de otra larga pausa—,
había algo en esa chiquilla y en su absurdo bronceado que era
eternamente viejo… igual que yo.
Turbulencia
Anthony se dio la vuelta en la cama, todavía medio dormido; sobre la
contraventana había una mancha de sol, cuadriculada por las sombras de los
nervios de plomo que sujetaban los cristales. La habitación estaba llena de luz
matutina. La cómoda tallada del rincón y el insondable armario ropero ocupaban
la habitación como oscuros símbolos de la indiferencia de la materia; solo la
alfombra hacía señas a Anthony y se mostraba perecedera bajo sus pies
perecederos, y Bounds —horriblemente fuera de lugar con su cuello blando— estaba
hecho de una sustancia tan evanescente como las gasas de aliento helado que
salían de su boca. Se hallaba muy cerca de la cama, con la mano aún a la altura
del sitio donde había estado tirando de la manta, con ojos de color castaño
oscuro imperturbablemente fijos en su amo.
—¡Bows! —murmuró el soñoliento dios—. ¿Es usted, Bows?
—Sí, señor, soy yo.
Anthony movió la cabeza, hizo un esfuerzo para abrir los ojos y parpadeó
triunfalmente.
—Bounds.
—¿Diga, señor?
—¿Podría usted…? —Un inevitable bostezo lo obligó a detenerse, mientras el
contenido de su cerebro parecía revolverse en densa mezcolanza. Lo intentó de
nuevo.
—¿Puede usted venir a eso de las cuatro y servir té y sándwiches o algo
parecido?
—Sí, señor.
Anthony se dedicó a meditar con desoladora falta de inspiración.
—Unos sándwiches —repitió impotente—; de queso, de jalea y de pollo con
aceitunas, por ejemplo. No se preocupe del desayuno.
El esfuerzo creador resultó excesivo. Anthony cerró los ojos agotado, dejó caer
la cabeza hasta que descansó como un peso inerte, y renunció inmediatamente al
control muscular reconquistado. Por una grieta de su mente se filtró el
impreciso pero inevitable espectro de la noche anterior, que en este caso
resultó ser únicamente una conversación —aparentemente interminable — con
Richard Caramel, que había ido a visitarlo a medianoche; se habían bebido cuatro
botellas de cerveza y masticado distraídamente cortezas secas de pan mientras
Anthony escuchaba la lectura de la primera parte de El amante demoníaco…
Después de muchas horas llegó una voz hasta él. Anthony la ignoró, notando que
el sueño lo rodeaba, descendía sobre él, se introducía por los caminos más
apartados de su mente.
De repente se halló otra vez despierto, diciendo:
—¿Qué?
—¿Para cuántos, señor? —Era de nuevo Bounds, pacientemente inmóvil al pie de la
cama. Bounds, que dividía sus irreprochables modales entre tres caballeros.
—¿Cuántos qué?
—Creo, señor, que sería conveniente saber el número de invitados. Tengo que
hacer el cálculo de los sándwiches.
—Dos —murmuró Anthony con sequedad —; una dama y un caballero.
—Muchas gracias, señor —dijo Bounds, alejándose y llevándose consigo su
humillante y reprobador cuello blando, reprobador para cada uno de los tres
caballeros, que solo exigían de él una tercera parte.
Al cabo de mucho tiempo Anthony se levantó y cubrió su esbelta y agradable
figura con una bata irisada de color marrón y azul. Con un último bostezo se
trasladó al cuarto de baño y, encendiendo la luz del tocador (el cuarto de baño
carecía de ventanas al exterior), se contempló en el espejo con cierto interés.
Un aspecto desastroso, pensó; eso era lo que pensaba habitualmente por las
mañanas: el sueño daba a su rostro una palidez anormal. Procedió a encender un
cigarrillo y estuvo ojeando varias cartas y la edición matutina del Tribune.
Una hora más tarde, afeitado y vestido, se hallaba sentado en su escritorio
examinando un trozo de papel que llevaba en la cartera, y en el que había tomado
varias notas con letra semilegible: «Ver a Mr. Howland a las cinco. Cortarme el
pelo. Ver qué pasa con la cuenta de Rivers. Ir a la librería».
Y debajo de la última: «Dinero en el banco, $ 690 (tachado), $ 612 (tachado), $
607».
Finalmente, en el extremo inferior y escrito precipitadamente: «Dick y Gloria
Gilbert a tomar el té».
Esta última nota le produjo evidente satisfacción. Su día, habitualmente una
entidad de consistencia gelatinosa, una cosa sin forma ni columna vertebral,
había logrado la estructura del mesozoico. Se dirigía con paso seguro, incluso
con gallardía, hacia un momento culminante, como debe suceder con una obra de
teatro, y también con un día. A Anthony le asustaba el momento en que fuera
necesario romper la espina dorsal del día, cuando por fin hubiera conocido a la
muchacha y hablado con ella, y hubiera que cerrar la puerta tras de su risa con
una inclinación de cabeza, volviendo a los melancólicos posos en las tazas de té
y al aspecto cada vez más marchito de los sándwiches sobrantes.
Había una creciente falta de color en los días de Anthony. Lo sentía
constantemente y a veces lo relacionaba con una conversación entre Maury Noble y
él celebrada un mes antes. Que algo tan ingenuo y tan pedante como una sensación
de tiempo malgastado le angustiara, era absurdo, pero no cabía negar el hecho de
que alguna inoportuna supervivencia fetichística lo había empujado tres semanas
antes hasta la biblioteca pública, donde, haciendo entrega de la tarjeta de
Richard Caramel, recibió media docena de libros sobre el Renacimiento italiano.
Que los libros citados permanecieran apilados sobre su escritorio todavía en el
mismo orden, y que contribuyeran diariamente a aumentar el conjunto de sus
deudas en doce centavos, no desvirtuaba su valor probatorio. Eran testigos en
tela y piel de su apostasía. Anthony había vivido varias horas de intenso y
sorprendente pánico.
Como justificación de su existencia figuraba en primer lugar, por supuesto, La
Insensatez de la Vida. Como ayudantes y ministros, pajes y escuderos, mayordomos
y lacayos de este gran Khan existían mil libros resplandeciendo en sus estantes;
estaba su apartamento y todo el dinero que sería suyo cuando el anciano de
Tarrytown se asfixiara con su última lección moral. Tenía la suerte de haberse
librado de un mundo donde le amenazaban por doquier las jóvenes recién
presentadas en sociedad y la estupidez de una multitud de Geraldines; lo que le
correspondía hacer a él era más bien emular la felina inmovilidad de Maury y
exhibir orgullosamente los resultados de una sabiduría acumulada durante
sucesivas generaciones.
Por encima y contra todas estas cosas aparecía algo que su cerebro analizaba con
perseverancia, considerándolo un molesto complejo, pero que, a pesar de ser
rebatido con ayuda de la lógica, y valientemente pisoteado, le había hecho salir
a la calle y atravesar la nieve derretida de finales de noviembre camino de una
biblioteca donde no se encontraba ninguno de los libros que más deseaba. Resulta
legítimo analizar a Anthony hasta donde él mismo era capaz de analizarse; ir más
allá no sería, por supuesto, más que
presunción. El joven Patch descubrió dentro de sí un horror y una soledad
crecientes. La idea de comer solo le asustaba; a menudo prefería hacerlo con
personas que aborrecía. Viajar, que en otro tiempo le había encantado, le
parecía, en último extremo, insoportable, algo con color pero sin sustancia, una
caza fantasmal tras la sombra de sus propios sueños.
Si soy esencialmente débil, pensó, necesito un trabajo que pueda hacer. Le
preocupaba la idea de ser, después de todo, nada más que una mediocridad con
facilidad de palabra, sin contar siquiera con el aplomo de Maury o el entusiasmo
de Dick. No querer nada parecía una tragedia, y sin embargo él quería algo. En
ocasiones, durante breves instantes, sabía lo que era: una senda de esperanza
que le condujera hacia lo que consideraba una inminente y ominosa ancianidad.
Después de unos cócteles y de almorzar en el Club de la Universidad, Anthony se
sintió mejor. Había coincidido con dos de sus compañeros de promoción de
Harvard, y, en contraste con la gris pesadez de su conversación, la vida del
joven Patch pareció llenarse de color. Los dos estaban casados: uno de ellos
dedicó la sobremesa a relatar una aventura extraconyugal ante las discretas y
apreciativas sonrisas del otro. Ambos, pensó Anthony, eran Mr. Gilbert en
embrión; el número de sus síes tendría que cuadruplicarse, sus caracteres
avinagrarse con el paso de veinte años más; llegado el momento, no serían más
que máquinas anticuadas que habrían dejado de funcionar, poseedoras de una
pseudosabiduría y sin ningún valor, y que alcanzarían la completa senilidad
gracias a los cuidados de mujeres que ellos mismos habrían destruido.
Él era más que aquello, pensó, mientras paseaba sobre la larga alfombra del
salón de fumadores después del almuerzo, deteniéndose a veces junto a la ventana
para contemplar el apresuramiento de la calle. Él era Anthony Patch, brillante,
lleno de magnetismo, heredero de muchos años y muchos hombres. Aquel era su
mundo ahora: y la última y definitiva ironía que anhelaba estaba a punto de
convertirse en realidad.
Con juvenil inconsciencia se vio a sí mismo como un poder sobre la tierra; con
el dinero de su abuelo podría edificar su propio pedestal y ser un Talleyrand,
un lord Verulam. La claridad de su mente, su refinamiento, su polifacética
inteligencia, llevados a la madurez y dominados por algún propósito todavía
nonato, terminarían por proporcionarle una tarea. Al llegar a este punto su
sueño se desvaneció… algún importante quehacer: intentó imaginarse a sí mismo en
el Congreso, hozando en la porquería de aquella increíble pocilga entre las
estrechas y porcinas frentes que veía a veces retratadas en las secciones de
rotograbado de los periódicos dominicales, ¡entre los exaltados proletarios que
impartían a la nación balbuceantes ideas de estudiantes de último curso de
bachillerato! ¡Hombrecillos con ambiciones
triviales que mediante la mediocridad habían creído salir de la mediocridad al
opaco y prosaico paraíso del gobierno por el pueblo; y los mejores, los doce
hombres astutos situados en la cima, cínicos y egoístas, se contentaban con
dirigir aquel coro de corbatas blancas y pasadores de alambre en la
interpretación de un himno tan discordante como asombroso, integrado por una
extraña mezcla de riquezas como recompensa de la virtud y riquezas como prueba
del vicio, y también por continuos vítores a Dios, a la Constitución y a las
Montañas Rocosas!
¡Lord Verulam! ¡Talleyrand!
De nuevo en su apartamento el ambiente gris volvió a imponerse. El efecto
euforizante de los cócteles había desaparecido, dejándolo somnoliento, algo
confundido y con inclinación al malhumor. ¿Lord Verulam, él? La simple idea
resultaba penosa. Anthony Patch, sin historial de éxitos, sin valor, sin firmeza
para aceptar la verdad cuando la tenía delante de los ojos. No era más que un
tonto pretencioso, que se inventaba porvenires brillantes a base de cócteles y
mientras tanto lamentaba, a escondidas y sin fuerzas para hacer otra cosa, el
hundimiento de un insuficiente y lastimoso idealismo. Se había engalanado el
alma de acuerdo con los gustos más sutiles y ahora echaba de menos los viejos
desperdicios. Estaba vacío, tan vacío como una botella usada…
Sonó el timbre de la puerta. Anthony, poniéndose en pie, se acercó el auricular
al oído. Era la voz de Richard Caramel, pomposa y humorística:
—Ha llegado miss Gloria Gilbert. La hermosa dama
—¿Qué tal? —dijo el joven Patch, sonriendo y con la puerta entreabierta. Dick
hizo una inclinación de cabeza.
—Gloria, te presento a Anthony.
—¡Vaya! —exclamó ella, extendiendo una mano enguantada. Bajo el abrigo de
pieles, su vestido era de un azul Alicia-en-el-País-de-las-Maravillas, con
encajes blancos tiesamente serpenteantes alrededor de la garganta.
—Dame el abrigo.
Anthony extendió los brazos y una suave masa de piel marrón se derramó sobre
ellos.
—Gracias.
—Bueno, Anthony, ¿qué te parece? — preguntó Richard Caramel de la manera más
bárbara que imaginarse pueda—. ¿No la encuentras hermosa?
—¡Vaya! —exclamó la muchacha con expresión desafiante y sin embargo
impasible.
Era cegadora como una hoguera, y resultaba inútil tratar de abarcar su belleza
con una mirada. Sus cabellos, llenos de celestial fascinación, se transformaban
en un grito de alegría frente al color invernal del cuarto.
Anthony, moviéndose de aquí para allá como un mago, transformó en esplendor
anaranjado la lámpara con forma de seta. El fuego recién avivado dio lustre a
los morillos de cobre.
—Me he convertido en un bloque de hielo —murmuró Gloria con tono indiferente,
mirando alrededor con ojos cuyas córneas eran de un blanco azulado
extraordinariamente delicado y transparente—. ¡Qué fuego tan delicioso! Hemos
encontrado un sitio donde se podía estar de pie sobre una especie de parrilla
con barras de hierro por donde salía aire caliente… pero Dick no ha querido
esperar allí conmigo. Le he dicho que se fuera solo y me dejara ser feliz.
Aquello resultaba suficientemente convencional. Gloria parecía hablar porque
disfrutaba haciéndolo, sin esfuerzo alguno. Anthony, sentado en un extremo del
sofá, examinó su perfil sobre el fondo que proporcionaba la lámpara: la
exquisita regularidad de la nariz y del labio superior, la barbilla
delicadamente proporcionada, en perfecto equilibrio sobre un cuello más bien
corto. En fotografía debía de resultar totalmente clásica, casi fría… pero el
resplandor de sus cabellos y sus mejillas, frágiles y encendidas al mismo
tiempo, hacían de ella la persona más viva que Anthony había visto nunca.
—… Creo que tienes el mejor nombre de todos los que conozco —estaba diciendo y,
al parecer, seguía hablando consigo misma; su mirada se posó un instante sobre
él y luego siguió adelante, deteniéndose en las lámparas de brazo de estilo
italiano que colgaban a intervalos de las paredes como luminosas tortugas
amarillas, en las hileras de libros, y finalmente en su primo, situado al otro
extremo—. Anthony Patch. Pero deberías tener cierto aspecto de caballo, con una
cara muy larga y estrecha… e ir vestido con harapos.
—Esa es la parte que corresponde a Patch. ¿Cuál sería el aspecto de Anthony?
—Tienes pinta de Anthony —le aseguró ella con gran seriedad; a él le parecía que
Gloria apenas le había visto—; bastante majestuoso —continuó—, y solemne.
Anthony se permitió una sonrisa de desconcierto.
—Solo que a mí me gustan los nombres aliterados —continuó Gloria—, todos menos
el mío, que es demasiado llamativo. Conocía a dos chicas que se
llamaban Jinks, e imagínate lo que hubiera sido si no llegan a llamarse como se
llaman: Judy Jinks y Jerry Jinks. Bonito, ¿verdad? ¿No te parece? —Su boca
infantil quedó entreabierta, esperando una respuesta.
—En la próxima generación —sugirió Dick—, todo el mundo se llamará Peter o
Barbara, porque en el momento actual todos los personajes literarios atractivos
se llaman así.
Anthony continuó la profecía:
—Por supuesto, Gladys y Eleanor, después de haber adornado la anterior cosecha
de heroínas y de encontrarse ahora ocupando los mejores puestos de la sociedad,
serán relegadas a la próxima generación de dependientas…
—Desplazando a Ella y Stella —interrumpió Dick.
—Y a Pearl y Jewel —añadió Gloria cordialmente—, y a Earl, Elmer y Minnie.
—Y luego vendré yo —hizo saber Dick—, y recogiendo ese nombre pasado de moda,
Jewel, se lo pondré a algún personaje pintoresco y fascinante, e iniciará de
nuevo todo el ciclo.
La voz de Gloria recogió el hilo de la conversación y fue tejiéndola con una
entonación levemente más aguda y semihumorística al final de cada frase — como
para evitar interrupciones— y con intervalos de risas incorpóreas. Dick le había
dicho que el criado de Anthony se llamaba Bounds: aquello a Gloria le parecía
maravilloso. Dick había hecho un chiste malísimo con los apellidos de amo y
sirviente, pero si había algo peor que un chiste sin gracia, dijo ella, era una
persona que, como inevitable respuesta, obsequiaba al culpable con una mirada de
fingida severidad.
—¿De dónde eres? —preguntó Anthony. Lo sabía, pero su belleza le había
incapacitado para pensar.
—Kansas City, Missouri.
—La pusieron en circulación al mismo tiempo que prohibían los cigarrillos.
—¿Prohibieron los cigarrillos? Veo en eso la mano de mi santo abuelo.
—Es un reformador o algo parecido, ¿no es cierto?
—Hace que me ruborice por él.
—A mí me sucede lo mismo —dijo ella—. Detesto a los reformadores, sobre todo a
los que tratan de reformarme a mí.
—¿Es que son muchos?
—Docenas. Desde «Querida Gloria», fumando tantos cigarrillos te echarás a perder
el cutis a «Gloria, ¿por qué no te casas y te haces más juiciosa?».
Anthony se mostró totalmente de acuerdo con ella mientras se preguntaba
interiormente quién podía haber tenido la temeridad de hablar así a semejante
personaje.
—Y luego —continuó la muchacha—, vienen esos otros reformadores más sutiles que
te cuentan las increíbles historias que han oído acerca de ti y cómo han luchado
por defender tu reputación.
Anthony vio, por fin, que Gloria tenía los ojos grises, serenos y fríos, y
cuando se posaron en él comprendió lo que Maury había querido decir al afirmar
que miss Gilbert era muy joven y muy vieja al mismo tiempo. Siempre hablaba
sobre sí misma como podría hacerlo una encantadora niña, y sus comentarios sobre
sus gustos y aborrecimientos eran espontáneos y sin afectación alguna.
—He de confesar —dijo Anthony con mucha seriedad— que hasta yo he oído algo
acerca de ti.
Inmediatamente interesada, Gloria se irguió en el asiento. Sus ojos, tan grises
y eternos como un risco de granito erosionado, se apoderaron de los de Anthony.
—Cuenta. Me lo creeré. Siempre creo las cosas que me cuentan acerca de mí misma.
¿A vosotros no os pasa eso?
—Invariablemente —concedieron sus dos interlocutores al unísono.
—Bueno, cuéntamelo.
—No estoy seguro de que deba hacerlo —bromeó Anthony, sonriendo a pesar suyo.
Gloria estaba a todas luces interesada, en un estado de ensimismamiento casi
risible.
—Se refiere a tu apodo —dijo su primo.
—¿Cuál? —quiso saber Anthony, cortésmente sorprendido.
Gloria se asustó primero, y luego empezó a reír, recostándose contra los cojines
y alzando los ojos al cielo mientras hablaba:
—Gloria de Costa a Costa. —Su voz estaba llena de risas, risas tan sutilmente
distintas como las diferentes sombras que fuego y lámpara creaban sobre su
pelo—. ¡Cielo santo!
Anthony seguía tan sorprendido como antes.
—¿Qué significa eso?
—Soy yo. Es el nombre que unos tontos se inventaron para mí.
—¿No lo entiendes, Anthony? — explicó Dick—, viajera de fama nacional y todo
eso. ¿No es lo que tú habías oído? Hace años que se lo llaman… desde que tenía
diecisiete.
Los ojos de Anthony se entristecieron burlonamente.
—¿Quién es este Matusalén femenino que me has traído, Caramel?
Gloria ignoró aquel comentario, y hasta es posible que más bien le molestara
porque volvió inmediatamente al anterior tema de conversación.
—¿Qué es lo que has oído acerca de mí?
—Algo acerca de tu físico.
—Ah —dijo ella, con tranquila desilusión—, ¿nada más?
—Tu bronceado.
—¿Mi bronceado?
Estaba sorprendida. Se llevó la mano a la garganta y la mantuvo allí un
instante, como si sus dedos estuvieran apreciando variaciones de color.
—¿No te acuerdas de Maury Noble? Un sujeto que conociste hace cosa de un mes. Le
causaste una gran impresión.
Gloria estuvo pensando un momento.
—Sí, ya recuerdo… pero no vino a verme después.
—Le dio miedo, estoy seguro.
Fuera, la oscuridad era ya completa y Anthony se preguntó si su apartamento
había parecido gris alguna vez: tan cálidos y amistosos eran los libros y los
cuadros en las paredes, y el bueno de Bounds ofreciendo el té desde una
respetuosa penumbra, y tres personas tan agradables derramando
oleadas de interés y de risas a un lado y otro de un fuego tan alegre.
Insatisfacción
El jueves por la tarde Gloria y Anthony tomaron juntos el té en la parrilla del
Plaza. El traje con adornos de miss Gilbert era gris —«porque con gris hay que
ponerse mucho maquillaje», le explicó ella— y llevaba además un sombrerito
graciosamente inclinado, que permitía flamear en toda su gloria a algunos de sus
rizos dorados. Bajo aquella luz más fuerte a Anthony le parecía que su
personalidad era infinitamente más dulce: Gloria parecía muy joven, apenas
cumplidos los dieciocho; su silueta, bajo la ajustada envoltura que la cubría
—conocida por entonces como falda de medio paso—, era asombrosamente flexible y
esbelta, y sus manos, ni «artísticas» ni rechonchas,
eran tan pequeñas como las manos de una niña.
Al entrar ellos, la orquesta estaba atacando los primeros gemidos de una
machicha brasileña, un aire lleno de castañuelas y de superficiales armonías de
violín vagamente lánguidas, apropiado para la abarrotada parrilla de invierno,
llena de excitados universitarios de muy buen humor por la proximidad de las
vacaciones. Gloria consideró cuidadosamente diferentes posibilidades, y condujo
a su acompañante dando un rodeo hasta una mesa para dos en el ángulo más
apartado del salón, cosa que Anthony encontró más bien irritante. Alcanzada la
mesa, Gloria se detuvo de nuevo a reflexionar. Ella, ¿se sentaría a la derecha o
a la izquierda? Sus hermosos ojos y labios estaban llenos de seriedad mientras
hacía su elección, y Anthony pensó de nuevo en lo ingenuos que eran todos sus
gestos; Gloria consideraba que podía escoger y distribuir todas las cosas de la
vida como si continuamente estuviera recogiendo regalos para sí misma de un
depósito inagotable.
Contempló abstraídamente a los que bailaban por unos momentos, comentando en
susurros al acercárseles una pareja:
—Ahí tienes a una chica bonita vestida de azul. —Y al volver Anthony la vista
obedientemente—: Allí no, detrás de ti, ¡ahí!
—Sí —asintió él débilmente.
—No la has visto.
—Prefiero mirarte a ti.
—Ya lo sé, pero era bonita. Aunque tenía unos tobillos demasiado gruesos.
—¿Sí? —dijo él con tono indiferente.
Desde una pareja que bailaba cerca de ellos les llegó la voz de la muchacha:
—¡Gloria! ¡Hola, Gloria!
—Hola, ¿qué tal?
—¿Quién es? —preguntó Anthony.
—No lo sé. Alguien. —Enseguida descubrió otro rostro—. ¡Hola, Muriel! —Luego,
volviéndose a Anthony—: Esa es Muriel Kane. Creo que es atractiva, aunque no
mucho.
Anthony dejó escapar una risita ahogada.
—Atractiva, aunque no mucho —repitió.
Gloria sonrió, inmediatamente interesada.
—¿Qué tiene de divertido? —La intensidad de su interés tenía algo de
patético.
—Era divertido, sencillamente.
—¿Quieres bailar?
—¿Quieres tú?
—Me parece que sí. Pero será mejor seguir sentados —decidió enseguida.
—¿Y que hablemos de ti? Te encanta hablar de ti misma, ¿no es cierto?
—Sí. —Sorprendida en un rasgo de vanidad, se echó a reír.
—Imagino que tu autobiografía se convertirá en una obra clásica.
—Dick dice que no tengo biografía.
—¡Dick! —exclamó Anthony—. ¿Qué sabe él de ti?
—Nada. Pero dice que la biografía de toda mujer empieza con el primer beso que
cuenta, y termina cuando coge en brazos a su último hijo.
—Puedes estar segura de que citaba una frase de su libro.
—Dice que las mujeres sin amor no tienen biografía, sino historia.
Anthony rio de nuevo.
—¡No creo que tú pretendas ser una mujer sin amor!
—Bueno, imagino que no.
—Entonces, ¿por qué no tienes biografía? ¿Nunca te han dado un beso que contar?
—Mientras las palabras salían de sus labios, Anthony contuvo bruscamente la
respiración como para evitar pronunciarlas. ¡Aquella criatura!
—No sé lo que quieres decir con «contar» —objetó Gloria.
—Me gustaría saber los años que tienes.
—Veintidós —dijo ella, mirándole a los ojos con mucha seriedad—. ¿Cuántos creías
que tenía?
—Unos dieciocho.
—Voy a volver a tener esa edad. No me gusta tener veintidós. Es lo que más odio
en el mundo.
—¿Tener veintidós años?
—No. Hacerme vieja y todo eso. Casarme.
—¿No quieres casarte nunca?
—No quiero responsabilidades ni tener que cuidar a un montón de niños.
Evidentemente Gloria no albergaba dudas de que todo lo que salía de sus labios
era siempre bien recibido. Anthony esperó, casi conteniendo la respiración, a
que dijera algo más, suponiendo que seguiría hablando de lo mismo. Su sonrisa
era amable pero distante, y al cabo de unos momentos, de sus labios cayeron
media docena de palabras en el espacio que los separaba:
—Me gustaría tener pastillas de goma.
—¡Las tendrás! —Anthony llamó a un camarero y le mandó por ellas.
—¿Te importa? Me encantan las pastillas de goma. Todo el mundo me toma el pelo
porque siempre estoy masticando alguna… cuando mi padre no está delante.
—En absoluto… ¿Quiénes son todos estos chicos? —preguntó de repente —. ¿Los
conoces a todos?
—¿Por qué? No, pero son de… bueno, de todas partes, supongo. ¿No vienes nunca
aquí?
—Raras veces. Las «chicas de buena familia» no me interesan especialmente.
Aquellas palabras le ganaron inmediatamente la atención de Gloria. Dio
claramente la espalda a los que bailaban, se acomodó en el asiento y preguntó:
—¿A qué te dedicas tú?
Gracias al cóctel que había tomado, a Anthony le agradó la pregunta. Tenía ganas
de hablar y, además, deseaba causar impresión en aquella muchacha cuyo interés
parecía tan exasperantemente escurridizo, en aquella muchacha que se detenía a
ramonear en inesperados pastos y que pasaba a toda prisa sobre lo evidente
aunque pareciera no serlo. Anthony quería exhibirse. Aparecer repentinamente
ante ella con nuevos y heroicos colores. Sacarla de la indiferencia que
manifestaba hacia todas las cosas con excepción de sí misma.
—No hago nada —empezó, dándose cuenta al mismo tiempo de que a sus palabras iba
a faltarles el aire desenvuelto que anhelaba para ellas—. No hago nada, porque
nada de lo que pueda hacer merece la pena.
—¿Bien? —No la había sorprendido, y ni siquiera interesado, pero sin duda le
había entendido, si es que en realidad Anthony había dicho algo que mereciera
entenderse.
—¿No te parecen bien los hombres perezosos?
Gloria movió la cabeza afirmativamente.
—Imagino que sí, si son elegantemente perezosos. ¿Es eso posible para un
americano?
—¿Por qué no? —preguntó él, desconcertado.
Pero la mente de la muchacha había abandonado aquel tema, trasladándose diez
pisos más arriba.
—Mi padre está enfadado conmigo — hizo notar desapasionadamente.
—¿Por qué? Pero antes quiero saber por qué es imposible para un americano ser
elegantemente perezoso. —Las palabras de Anthony fueron ganando convicción—. Me
sorprende muchísimo. Es…, es… no entiendo por qué la gente piensa que todos los
jóvenes tienen que venir al centro y trabajar diez horas diarias durante los
mejores veinte años de su vida para llevar a cabo tareas aburridas sin pizca de
imaginación y en ningún caso altruistas.
Anthony se interrumpió. Ella lo contemplaba con ojos insondables. Estuvo
esperando a que se mostrara de acuerdo o disintiera, pero Gloria no hizo ni lo
uno ni lo otro.
—¿Nunca haces juicios acerca de las cosas? —le preguntó finalmente, algo
exasperado.
La muchacha movió la cabeza y sus ojos contemplaron de nuevo la pista de baile
mientras contestaba:
—No lo sé. No sé nada sobre… lo que debas hacer o sobre lo que deba hacer
cualquier otra persona.
Su respuesta lo dejó confundido, impidiendo el flujo de sus ideas. Dar expresión
a los propios pensamientos nunca le había parecido a Anthony tan deseable y tan
imposible al mismo tiempo.
—Bueno —admitió él, como disculpándose—, yo tampoco, claro está, pero…
—Lo único que noto de las personas —continuó ella— es si parecen estar bien
donde se hallan y encajan en la escena. No me importa que no hagan nada. No veo
por qué tendrían que hacerlo; de hecho, siempre me asombra que alguien haga
algo.
—¿Tú no deseas hacer nada?
—Quiero dormir.
Anthony se sobresaltó por un instante, como si Gloria hubiese dicho aquello
literalmente.
—¿Dormir?
—Algo así. Solo quiero vivir indolentemente y que algunas de las personas a mi
alrededor estén haciendo cosas, porque eso hace que me sienta cómoda y segura… y
también quiero que otras no hagan nada, para que puedan ser
elegantes y me hagan compañía. Pero nunca quiero cambiar a la gente ni
acalorarme por causa suya.
—Eres una determinista muy peculiar —rio Anthony—. El mundo es tuyo, ¿no es eso?
—Bueno… —dijo ella, alzando los ojos muy deprisa—, ¿no crees que sí? Mientras
sea… joven.
Gloria había hecho una breve pausa antes de la última palabra y Anthony sospechó
que había empezado a decir «hermosa». Sin duda alguna era esa su intención.
Los ojos de la muchacha brillaron con más fuerza, y Anthony aguardó a que
hiciera algún otro comentario sobre aquel tema. Al menos había conseguido
provocar sus confidencias… Anthony se inclinó ligeramente hacia delante para no
perderse sus palabras.
Pero lo que dijo fue «¡Vamos a bailar!».
Admiración
Aquella tarde de invierno en el Plaza marcó el comienzo de una serie de «citas»
que Anthony concertó con Gloria en los confusos y estimulantes días que
precedieron a la Navidad. Miss Gilbert estaba invariablemente ocupada. Anthony
tardó mucho tiempo en descubrir cuál era el particular estrato de la vida social
de la ciudad que la reclamaba. Era un detalle que parecía tener muy poca
importancia. Gloria asistía a bailes de caridad semipúblicos en los grandes
hoteles; Anthony la vio varias veces en las cenas de Sherry’s, y una vez,
mientras esperaba a que se vistiese, mistress Gilbert, a propósito de la
costumbre de «salir» de su hija, le recitó un asombroso programa para las
vacaciones que incluía media docena de bailes a los que también Anthony estaba
invitado.
En varias ocasiones almorzaron y tomaron juntos el té, pero los almuerzos eran
siempre con prisas y, al menos para Anthony, oportunidades bastante poco
satisfactorias, porque Gloria tenía los ojos cargados de sueño y se mostraba muy
poco interesada, incapaz de concentrarse en nada ni de seguir el hilo de las
observaciones que hacía su acompañante. Cuando al cabo de dos o tres comidas
incoloras, Anthony acusó a la muchacha de ofrecerle tan solo los despojos del
día, ella se echó a reír y accedió a que tomaran el té juntos tres días más
tarde. Aquello resultó infinitamente más satisfactorio.
Un domingo por la tarde, justo antes de Navidad, Anthony fue a visitarla y la
encontró en la pasajera calma inmediatamente posterior a una importante pero
misteriosa pelea: Gloria le informó en un tono de voz mitad iracundo y mitad
humorístico que acababa de expulsar a un hombre de su apartamento —
aquí Anthony se dedicó a hacer las cábalas más frenéticas—, que la persona en
cuestión iba a dar una cena íntima en su honor aquella misma noche y que, por
supuesto, no tenía intención de asistir. De manera que Anthony la llevó a cenar.
—¡Vayamos a ver algo! —propuso ella mientras bajaban en el ascensor—. Me apetece
un espectáculo. ¿A ti no?
Pero al preguntar en el mostrador del hotel, solo supieron darles razón de dos
«conciertos» para el domingo por la noche.
—Son siempre los mismos —se quejó ella amargamente—; los mismos viejos
comediantes con acento y yiddish. ¡Vayamos a algún otro sitio!
Para ocultar la desagradable sospecha de que tendría que haber organizado algún
espectáculo para lograr la aprobación de Gloria, Anthony adoptó un aire de
despreocupada suficiencia.
—Iremos a un buen cabaret.
—He estado en todos los de la ciudad.
—Bueno, encontraremos uno nuevo.
Gloria estaba de pésimo humor; eso era evidente. Sus ojos grises eran realmente
de granito en aquel momento. Cuando no hablaba, se limitaba a mirar hacia
delante, como si contemplara alguna desagradable abstracción localizada en el
vestíbulo del hotel.
—De acuerdo, vámonos entonces.
Anthony la siguió —siempre grácil aunque fuese envuelta en pieles— hasta el taxi
y, con el tono de quien tiene en mente un lugar determinado, indicó al chófer
que siguiera hasta Broadway y luego torciera en dirección sur. Hizo varios
intentos de entablar conversación, pero como ella adoptó una impenetrable coraza
de silencio y le contestó con frases tan adustas como la fría oscuridad del
interior del taxi, Anthony abandonó la lucha y, adoptando un talante similar, se
hundió en un mortecino abatimiento.
Después de recorrer una docena de manzanas de Broadway, los ojos de Anthony
tropezaron con un desconocido anuncio luminoso de grandes proporciones en el que
se leía la palabra «Marathon» en gloriosas letras amarillas, adornada con hojas
y flores eléctricas que brillaban y se desvanecían alternativamente sobre la
húmeda y resplandeciente calzada. Se inclinó hacia delante, dio unos golpes en
el cristal de separación y un momento después el portero negro se acercó para
informarles. Sí, era un cabaret. Un cabaret estupendo. ¡El mejor espectáculo de
la ciudad!
—¿Lo intentamos?
Dando un suspiro, Gloria arrojó el cigarrillo por la portezuela abierta y se
dispuso a seguirlo; luego pasaron bajo el rótulo que parecía dar gritos, bajo la
amplia entrada, y finalmente llegaron gracias a un sofocante ascensor a aquel
ignorado palacio de placeres.
Los alegres ambientes de los más ricos y de los más pobres, de los más elegantes
y de los más delincuentes —para no mencionar a los más bohemios, tan explotados
últimamente—, se dan a conocer a las asombradas colegialas de Augusta, en
Georgia, y de Redwing, en Minnesota, no solo gracias a las fascinantes páginas
dobles, cubiertas de fotografías, de los suplementos teatrales de los periódicos
dominicales, sino también a través de los ojos sobresaltados y llenos de alarma
de Mr. Rupert Hughes y otros cronistas del desquiciado caminar de América. Pero
las excursiones de Harlem a Broadway, las picardías de los aburridos y las
parrandas de los respetables se convierten en materia de saberes esotéricos,
reservados únicamente a los mismos participantes.
Circula un rumor, y en el sitio discretamente mencionado se reúnen —los sábados
y domingos por la noche— las clases bajas en reservas morales: los hombrecillos
angustiados que las historietas de los periódicos designan como «el Consumidor»
o «el Público». Previamente se han asegurado de que el lugar reúne estas tres
condiciones: es barato; imita con una especie de rutinaria y vulgar nostalgia
las resplandecientes decoraciones de los grandes cafés del distrito teatral; y,
lo más importante, es un sitio adecuado para «llevar a una chica decente», lo
que quiere decir, por supuesto, que todos ellos —gracias a la falta de dinero y
de imaginación— se han convertido en seres igualmente inofensivos, tímidos y
carentes de interés.
Ahí se reúnen los domingos por la noche gentes crédulas, sentimentales, mal
pagadas y que trabajan más de la cuenta: contables, oficinistas, vendedores,
empleados de telégrafos, empleados de correos, empleados de banco, dependientes
de tiendas de comestibles… Con ellos están sus mujeres, que ríen como
colegialas, gesticulan exageradamente y resultan patéticamente presuntuosas; que
engordarán en su compañía, les darán demasiados hijos y flotarán desvalidas y
descontentas sobre un incoloro océano de tareas monótonas y esperanzas perdidas.
A estos cabarets chillones se les ponen nombres de coche cama. ¡El Marathon! No
son para ellos los símiles salaces que proporcionan los cafés de París. Aquí es
donde una dócil clientela trae a sus «chicas decentes», cuya famélica
imaginación les predispone a creer gustosamente que el escenario es
comparativamente alegre y bullicioso, e incluso hasta un poquito inmoral. ¡Esto
es vivir! ¿A quién puede preocuparle el mañana?
¡Pobres gentes abandonadas!
Anthony y Gloria se sentaron y miraron a su alrededor. En la mesa vecina, a un
grupo de cuatro se estaba incorporando otro de tres, dos hombres y una muchacha
que llegaban evidentemente tarde; y los modales de la chica permitían hacer todo
un estudio de sociología nacional. Le estaban presentando a los otros hombres, y
fingía de la manera más desesperada. Mediante gestos, palabras y movimientos
apenas perceptibles de los párpados fingía pertenecer a una clase un poco
superior a aquella con la que ahora tenía que relacionarse; daba a entender que
muy poco antes había formado parte de una atmósfera más elevada y selecta y que
muy pronto volvería a esa situación superior. Resultaba casi penosamente
refinada, y llevaba un sombrero del año anterior, cubierto con violetas tan
anhelantemente pretenciosas y palpablemente artificiales como ella misma.
Fascinados, Anthony y Gloria contemplaron cómo la muchacha se sentaba y
conseguía irradiar la impresión de que solo estaba condescendientemente
presente. Para mí, decían sus ojos, esto es prácticamente una expedición a los
barrios bajos, y exige inevitablemente risas de menosprecio y una actitud como
de disculpa.
Y las otras mujeres también irradiaban apasionadamente la impresión de que a
pesar de estar en una multitud no formaban parte de ella. Aquel no era el tipo
de local al que estaban acostumbradas; habían entrado allí porque estaba a mano
y resultaba conveniente: todos los grupos del restaurante irradiaban la misma
impresión… quizá no fuera del todo falsa. Todos ellos cambiaban constantemente
de clase: las mujeres casándose mejor de lo que presagiaban sus escasas
oportunidades, los hombres hallando de repente una veta de opulencia mediante
una campaña publicitaria suficientemente absurda o la divinización de un
cucurucho para helados. Mientras tanto, se reunían allí para comer, cerrando los
ojos al significado de indicios tales como el infrecuente cambio de los
manteles, la indiferencia de los músicos y actores del cabaret, y sobre todo del
descuido en la forma de hablar y exceso de familiaridad por parte de los
camareros. Era evidente que aquellos camareros no tenían en gran estima a sus
clientes. Uno tenía la impresión de que muy pronto se sentarían con ellos a la
mesa…
—¿Te parece mal esto? —preguntó Anthony.
El rostro de Gloria se animó, sonriendo por primera vez aquella noche.
—Me encanta dijo con toda franqueza. Era imposible poner en duda sus palabras.
Sus ojos grises vagaban de aquí para allá, deteniéndose, perezosos o despiertos,
sobre cada grupo, para pasar luego al siguiente sin ocultar su satisfacción, de
manera que Anthony tuvo ocasión de apreciar los diferentes méritos de su perfil,
las expresiones maravillosamente vivas de su boca, y la
auténtica distinción de rostro, figura y modales que hacían de ella una flor
única entre aquella colección de fruslerías sin valor. Al presenciar su
felicidad, un delicioso sentimiento inundó sus ojos, le hizo difícil la
respiración, le provocó un hormigueo nervioso por todo el cuerpo y le llenó la
garganta de una emoción robusta y vibrante. Se produjo un silencio en la sala.
Los descuidados violines y saxófonos, las quejas chirriantes y agudas de un niño
cercano, la voz de la chica con violetas en el sombrero de la mesa vecina, todo
empezó a moverse lentamente, alejándose, hasta desaparecer como reflejos
incorpóreos sobre el suelo resplandeciente; y ellos dos —le parecía a Anthony —
estaban solos e infinitamente distantes, tranquilos. Seguramente la frescura de
las mejillas de Gloria era la sutil proyección de una tierra de delicadas
sombras todavía por descubrir; su mano, brillante sobre el mantel manchado, era
una concha salida de un mar remoto y exóticamente virginal…
Luego la ilusión se quebró bruscamente como un hilo demasiado tenso; la sala se
reagrupó de nuevo a su alrededor, voces, caras, movimiento; el resplandor
chillón de las luces del techo se hizo real, prodigioso; se reanudó la lenta
respiración que Gloria y él compartían con aquel dócil centenar de personas, el
alzarse y descender de los pechos, la eterna y absurda acción e interacción, el
eterno y absurdo arrojarse y repetir palabras y frases: todas estas cosas
abrieron los sentidos de Anthony a la sofocante presión de la vida; y finalmente
le llegó la voz de ella, fresca como el sueño en suspenso que Anthony había
dejado atrás.
—Este es mi sitio —murmuró ella—. Soy como esta gente.
Por un instante, a Anthony le pareció aquello una sardónica e innecesaria
paradoja, arrojada a través de la distancia infranqueable que Gloria creaba a su
alrededor. Su embelesamiento se había hecho más profundo; tenía los ojos fijos
en un violinista semítico que balanceaba los hombros al ritmo del fox-trot más
acaramelado del año:
Something… goes
Ring-a-ting-a-ling-a-ling
Right in your ear …
Gloria habló de nuevo, desde el centro de aquella ilusión suya que lo llenaba
todo. Anthony se sintió lleno de asombro. Era como oír una blasfemia de la boca
de un niño. —Soy como ellos; soy como las linternas japonesas y las tiras de
papel, y como la música de esa orquesta.
—¡Eres una joven estúpida! —exclamó él con vehemencia.
—No, no es cierto. Soy como ellos… Tendrías que verme… No me conoces. — Gloria
vaciló y sus ojos se volvieron hacia él, deteniéndose
bruscamente, como finalmente sorprendida de verlo allí—. Tengo una veta de eso
que tú llamarías mezquindad. No sé de dónde procede, pero está ahí… cosas como
esta y colores vistosos y vulgaridad chillona. Este parece ser mi sitio. Esas
personas podrían apreciarme y considerarme como una más, y esos hombres se
enamorarían de mí y me admirarían, mientras que los tipos inteligentes que
conozco se limitan a analizarme y a decir que soy esto por esta razón o que soy
aquello por aquella otra razón.
Anthony, de momento, deseaba pintarla más que ninguna otra cosa, fijarla tal
como era, tal como con cada inevitable segundo dejaría de ser para siempre.
—¿En qué pensabas? —preguntó ella.
—Tan solo que no soy realista — dijo él, y añadió—: No; solo el romántico
preserva las cosas que merecen ser preservadas.
Surgida del profundo refinamiento de Anthony se estaba formando la convicción,
que nada tenía de atávica u oscura y que, incluso, apenas era física (convicción
ligada a las fantasías de muchas generaciones de mentes), de que mientras Gloria
hablaba, mientras se le quedaba mirando y movía aquella exquisita cabeza suya,
le conmovía como nada le había conmovido nunca antes. La envoltura que contenía
su alma había adquirido significado: eso era todo. Gloria era un sol radiante,
que crecía recogiendo luz y almacenándola, para luego, al cabo de una eternidad,
derramarla con una mirada, con el fragmento de una frase, sobre aquella parte de
sí mismo que valoraba por encima de toda la belleza y la ilusión.
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