
Hermosos y malditos por F. Scott Fitzgerald - ANTHONY PATCH
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Libro Uno, Capítulo I
En 1913, cuando Anthony Patch cumplió los veinticinco, habían transcurrido ya
dos años desde que la ironía —el Espíritu Santo de estos últimos tiempos—
descendiera, al menos teóricamente, sobre él. La ironía era como el toque final
a los zapatos, como la última pasada de cepillo a la ropa, una especie de «¡Ya
está!» intelectual; sin embargo, al comienzo de esta historia, Anthony no ha
hecho más que alcanzar el uso de razón. La primera vez que lo vemos se pregunta
con frecuencia si no será un hombre sin honor y algo chiflado, una sustancia
vergonzosa y obscenamente delgada que brilla sobre la superficie del mundo como
el aceite sobre un estanque de aguas cristalinas; aunque en otras ocasiones, por
supuesto, se considera un joven excepcional, extraordinariamente refinado, bien
integrado en su medio ambiente y, en cierto modo, más importante que todas las
personas que conoce.
Tal era su actitud si se encontraba bien, y entonces se convertía en una persona
jovial, agradable, que resultaba muy atractiva a los hombres inteligentes y a
todas las mujeres. Cuando se hallaba en este estado, Anthony estaba convencido
de que algún día llevaría a cabo algo sutil y poco ruidoso que los elegidos
considerarían meritorio y que al desaparecer él se incorporaría a las mortecinas
estrellas de un nebuloso e indeterminado paraíso, situado a mitad de camino
entre la muerte y la inmortalidad. Hasta que llegara el momento de realizar este
esfuerzo, él seguiría siendo Anthony Patch, no el simple retrato de un hombre,
sino el poseedor de una personalidad dinámica y claramente delineada, un
individuo obstinado, desdeñoso, que funcionaba de dentro afuera; un hombre
consciente de que no puede haber honor, pero sin dejar por ello de ser
honorable; al tanto de las ambigüedades de la intrepidez y, sin embargo,
valeroso.
Un hombre respetable y un hijo con mucho talento
Ser nieto de Adam J. Patch daba a Anthony tanta seguridad en sus relaciones
sociales como si fuera capaz de trazar el árbol genealógico de su familia hasta
el otro lado del mar, remontándose incluso a las Cruzadas. Esto es una cosa
inevitable; virginianos y bostonianos constituyen — aunque haya excepciones— una
aristocracia basada exclusivamente en el dinero, que exige la existencia de una
fortuna en cada caso particular.
Adam J. Patch, más familiarmente conocido por «Cross Patch», abandonó la granja
de su padre, en Tarrytown, a principios de 1861 para alistarse en un regimiento
de caballería de Nueva York. Volvió de la guerra convertido en comandante, se
lanzó al asalto de Wall Street, y en medio de considerables
protestas, enojos, aplausos y mala voluntad, consiguió reunir unos setenta y
cinco millones de dólares.
Esto mantuvo ocupadas sus energías hasta los cincuenta y siete años. Fue
entonces cuando decidió, después de un grave episodio de esclerosis, consagrar
el resto de su vida a la regeneración moral del mundo. Adam J. Patch se
convirtió en reformador entre los reformadores. Emulando los magníficos
esfuerzos de Anthony Comstock (el nieto de Adam se llamó Anthony en honor suyo),
Mr. Patch asestó un amplio repertorio de ganchos y puñetazos al cuerpo de las
bebidas alcohólicas, de la literatura, del vicio, del arte, de las medicinas
curalotodo y de las funciones de teatro en domingo. Su mente, bajo la influencia
de ese moho insidioso que acaba por atacar a casi todo el mundo, se dejó
arrastrar furiosamente por todas las indignaciones de la época. Desde un sillón
en el despacho de su finca de Tarrytown dirigió contra aquel enorme enemigo
hipotético, la iniquidad, una campaña que se prolongó por espacio de quince
años, durante los cuales demostró ser un monomaníaco lleno de fanatismo, y un
pelmazo intolerable. El año en que comienza esta historia lo encuentra ya muy
agotado; su campaña ha perdido fuerza; 1861 se va acercando lentamente a 1895;
para entonces Mr. Patch dedicaba gran parte de su tiempo a pensar en la guerra
civil, bastante menos en su esposa muerta y en su hijo, y prácticamente nada en
su nieto Anthony.
Al principio de su carrera Adam Patch se había casado con una anémica dama de
treinta años de edad, Alicia Withers, que aportó al matrimonio cien mil dólares
y un impecable derecho de entrada en los círculos bancarios de Nueva York.
Inmediatamente, y poniendo de manifiesto una considerable dosis de valor, había
dado un hijo a Adam Patch y, como si la magnificencia de aquella hazaña la
hubiese debilitado por completo, Alicia se ocultó para siempre en la penumbra
del cuarto de los niños. Su hijo, Adam Ulysses Patch, se convirtió en un
inveterado frecuentador de clubes, experto en buenos modales y conductor de
coches de caballos; a la asombrosa edad de veintiséis años comenzó a escribir
sus memorias con el título de La sociedad de Nueva York tal como yo la he visto.
Cuando se extendió el rumor de que estaba en marcha semejante obra, los editores
se mostraron interesados, pero como a la muerte de su autor pudo comprobarse que
se trataba de un relato inmoderadamente prolijo y terriblemente aburrido, nunca
llegó a publicarse, ni siquiera de forma privada.
Este lord Chesterfield de la Quinta Avenida se casó a los veintidós años. Su
esposa fue Henrietta Lebrune, la «Contralto de la buena sociedad de Boston», y
al único hijo de este enlace se le impuso, a petición de su abuelo, el nombre de
Anthony Comstock Patch. Cuando el muchacho se matriculó en Harvard, el Comstock
desapareció de su nombre, cayendo en el infierno de las cosas olvidadas, y nunca
más volvió a hablarse de él.
El joven Anthony tenía una fotografía de su padre y de su madre juntos: sus ojos
tropezaron con ella tantas veces durante la infancia que para él había adquirido
el carácter impersonal de un mueble, pero todos los que entraban en su
dormitorio la miraban con interés. La fotografía mostraba a un dandi de los años
noventa, enjuto y bien parecido, de pie junto a una dama morena y alta, con
manguito y un polisón apenas marcado. Entre ellos podía verse a un niñito de
largos bucles castaños y traje de terciopelo. Era Anthony a la edad de cinco
años, poco antes de morir.
Sus recuerdos de la «Contralto de la buena sociedad de Boston» eran nebulosos y
musicales. Su madre era una señora que cantaba, y cantaba, y cantaba en el salón
de música de su casa de Washington Square: a veces con invitados desparramados a
su alrededor, los hombres cruzados de brazos, con aire embelesado, sentados en
difícil equilibrio sobre los bordes de los sofás, y las mujeres con las manos en
el regazo, quizá susurrando algo a los hombres y siempre aplaudiendo con mucha
energía y dejando escapar sonidos arrulladores al final de cada interpretación;
aún con más frecuencia Henrietta cantaba para Anthony a solas, en italiano, o en
francés, o en un extraño y terrible dialecto que ella imaginaba ser el habla de
los negros del sur.
Los recuerdos que Anthony tenía del elegante Ulysses, el primer americano que se
alzó las solapas de la chaqueta, eran mucho más precisos. Después de que
Henrietta Lebrune Patch se fuera «a formar parte de otro coro», como el viudo
decía con voz ronca de cuando en cuando, padre e hijo se trasladaron a la casa
del abuelo, en Tarrytown, y Ulysses iba todos los días al cuarto de los niños y
de su boca, a veces por espacio hasta de una hora, brotaban palabras agradables,
llenas de brillante colorido. Continuamente prometía a Anthony que harían juntos
expediciones de caza y de pesca y también excursiones a Atlantic City: «Muy
pronto ya, dentro de unos días»; pero ninguno de esos viajes llegaba a
materializarse. Aunque hubo uno que sí llevaron a cabo; cuando Anthony cumplió
los once años se marcharon al extranjero, a Inglaterra y a Suiza, y allí, en el
mejor hotel de Lucerna, su padre murió entre muchos sudores y gruñidos, pidiendo
a gritos el aire que sus pulmones echaban en falta. Envuelto en una atmósfera de
terror y desesperación, Anthony fue devuelto a América, para sentirse acompañado
hasta el final de sus días por un vago sentimiento de melancolía.
Pasado y personalidad del héroe
A los once años le horrorizaba la muerte. Con un intervalo de seis años y en la
edad más impresionable, sus padres habían muerto y su abuela se había ido
esfumando de forma casi imperceptible, hasta que, por primera vez en su vida de
casada, disfrutó durante un día de indudable preeminencia en su propio salón. De
manera que la vida de Anthony era un batallar contra la muerte, que estaba a la
espera en todos los rincones. Adquirió el hábito de leer
en la cama como una concesión a su imaginación hipocondríaca, ya que la lectura
lo tranquilizaba. Leía hasta que se cansaba y a menudo se dormía con la luz
encendida.
Hasta los catorce años su diversión favorita fue su colección de sellos, que era
enorme y todo lo exhaustiva que pueda serlo la colección de un niño: su abuelo
creía tontamente que aprendía geografía con los sellos. De manera que Anthony
mantenía correspondencia con media docena de compañías filatélicas, y raras
veces el correo dejaba de traerle álbumes nuevos o paquetes de hojas llenas de
colorido con las que únicamente tenía que quedarse si daba su aprobación. Había
algo de misterioso en la fascinación con que, interminablemente, Anthony
trasladaba sus adquisiciones de un álbum a otro. Los sellos eran su mayor fuente
de felicidad, y cuando alguien le interrumpía cuando jugaba con ellos, le
obsequiaba con un impaciente fruncimiento de entrecejo; los sellos devoraban su
asignación mensual, y, por las noches, permanecía despierto en la cama,
cavilando incansable sobre su diversidad y policromo esplendor.
A los dieciséis, Anthony había vivido casi por completo dentro de sí mismo,
convertido en un muchacho apenas capaz de expresarse, nada americano, y lleno de
cortés perplejidad ante sus contemporáneos; después de pasar dos años en Europa,
su tutor insistió en que le convenía ir a Harvard. La universidad le «abriría
puertas», resultaría un tremendo estimulante y le proporcionaría innumerables
amigos devotos y dispuestos por él al autosacrificio. Anthony fue a Harvard: era
la única cosa lógica que podía hacer.
Despreocupándose de las relaciones sociales vivió, durante una temporada, solo y
sin que nadie fuera a verlo, en una de las habitaciones del piso alto de Beck
Hall: un muchacho moreno y esbelto, de estatura media y con una boca que
revelaba timidez y sensibilidad. Su asignación era más que generosa. Puso los
cimientos de una biblioteca comprando a un bibliófilo errante primeras ediciones
de Swinburne, Meredith y Hardy, y una amarillenta e ilegible carta autógrafa de
Keats, para descubrir posteriormente que había pagado precios exorbitantes por
aquellas reliquias. Anthony se transformó en un dandi exquisito, y reunió una
colección más bien patética de pijamas de seda, batas de brocado y corbatas
demasiado llamativas para ponérselas; con aquellas galas secretas se paseaba
delante de un espejo en su habitación o se tumbaba junto a la ventana
contemplando el patio, consciente apenas de aquel intenso clamor, del que, al
parecer, a pesar de su proximidad, nunca llegaría a formar parte.
Paradójicamente, Anthony descubrió en su último año de universidad que se había
creado un notable prestigio dentro de su promoción. Supo que se le consideraba
una figura más bien romántica, un estudioso, un recluso, una torre
de erudición. Esto le divirtió, llenándole también de secreta complacencia:
empezó a salir, al principio poco, pero más adelante mucho. Consiguió que le
admitieran en The Pudding, la fraternidad literaria más elitista de Harvard. Se
aficionó a la bebida: sosegadamente y de acuerdo con las adecuadas tradiciones.
Se decía de él que, de no haber empezado tan joven sus estudios, habría podido
«destacar extraordinariamente». Al graduarse en 1909 Anthony solo tenía veinte
años.
Después otro viaje al extranjero: esta vez Roma, donde el joven Patch flirteó
alternativamente con la arquitectura y la pintura, empezó a estudiar violín y
escribió unos terribles sonetos en italiano, en teoría las divagaciones de un
monje del siglo XIII sobre los goces de la vida contemplativa. Todos sus amigos
de Harvard se enteraron de que estaba viviendo en Roma y los que fueron a Europa
aquel año lo visitaron, y en su compañía descubrieron, durante numerosas
excursiones con luz de luna, muchas cosas en la Ciudad Eterna anteriores al
Renacimiento e incluso anteriores a la República. Por ejemplo, Maury Noble, de
Filadelfia, se quedó dos meses con él, y juntos captaron el encanto peculiar de
las mujeres latinas y disfrutaron de la maravillosa sensación de ser muy jóvenes
y libres en una civilización que era muy vieja y también libre. Tampoco le
faltaron visitas de los conocidos de su abuelo, y si lo hubiera deseado, Anthony
podría haberse convertido en persona grata del mundo diplomático; el joven Patch
descubrió, de hecho, que sus inclinaciones lo llevaban cada vez más a la
sociabilidad, pero el largo aislamiento de la adolescencia y la subsiguiente
timidez aún tenían fuerza suficiente para determinar su conducta.
Regresó a Estados Unidos en 1912 debido a una de las repentinas enfermedades de
su abuelo, y después de una aburridísima conversación con el anciano en perpetua
convalecencia, Anthony decidió aplazar hasta la muerte del viejo Mr. Patch el
proyecto de vivir en el extranjero de manera permanente. Tras prolongada
búsqueda, alquiló un apartamento en la calle Cincuenta y dos y, a todas luces,
empezó a sentar cabeza.
En 1913 el proceso de adaptación de Anthony Patch al universo estaba a punto de
consumarse. Físicamente había mejorado mucho desde sus días en la universidad:
seguía estando demasiado delgado, pero sus hombros se habían ensanchado y su
rostro moreno había perdido la expresión asustada del primer año. Secretamente
era muy ordenado y extraordinariamente pulcro en el cuidado personal; sus amigos
aseguraban no haberlo visto nunca despeinado. Tenía la nariz demasiado afilada y
su boca, desgraciadamente, era uno de esos termómetros del estado de ánimo, por
lo que sus comisuras languidecían perceptiblemente en los momentos de tristeza,
pero sus ojos azules resultaban muy atractivos, tanto si brillaba en ellos la
inteligencia como si los mantenía medio cerrados, con expresión melancólica.
Aunque desprovisto de la simetría de rasgos esencial en el ideal ario de
belleza, a Anthony se le consideraba bien parecido en algunos ambientes; además,
su aspecto era muy saludable, con ese aire especial de disfrutar de buena salud
que presta la belleza.
El apartamento impecable
Anthony tenía la impresión de que la Quinta y la Sexta avenidas eran los
largueros de una gigantesca escalera de mano que se extendía desde Washington
Square a Central Park. Subiendo hacia la calle Cincuenta y dos en la imperial de
un autobús siempre tenía la sensación de estarse encaramando a fuerza de brazos
por una serie de peligrosos peldaños, y cuando el autobús se detenía bruscamente
en el suyo propio, descender los empinados escalones de metal hasta llegar a la
acera le producía una sensación muy semejante al alivio.
Después, solo tenía que andar media manzana por la calle Cincuenta y dos y
alcanzar un aburrido grupo de casas de cuatro pisos, para hallarse en un
santiamén bajo los altos techos de su amplia sala de estar. Se trataba de una
habitación totalmente satisfactoria. Al fin y al cabo, era allí donde empezaba
la vida. En aquella casa Anthony dormía, desayunaba, leía y recibía a sus
amigos.
La casa misma estaba hecha de materiales lóbregos y había sido edificada en los
años noventa; en respuesta a la creciente demanda de apartamentos pequeños, cada
piso había sido completamente reformado y se alquilaba por separado. De los
cuatro apartamentos, el de Anthony, en el segundo piso, era el mejor.
La sala de estar era una hermosa habitación de techo muy alto y tres amplias
ventanas con una agradable perspectiva sobre la calle Cincuenta y dos. La
decoración evitaba sin dificultad el problema de la adscripción a un período
determinado, así como la rigidez, la pomposidad, la excesiva desnudez o la
decadencia. No olía ni a humo ni a incienso: era una estancia alta y débilmente
azul. Había en ella un sofá muy ancho tapizado de suave cuero marrón sobre el
que la somnolencia parecía flotar como una neblina. Contaba con un biombo chino
de laca, consagrado fundamentalmente a pescadores y cazadores geométricos en
negro y oro; esto creaba un nicho en un rincón para un voluminoso sillón
escoltado por una lámpara de pie de color naranja. En lo más hondo de la
chimenea un escudo acuartelado estaba totalmente oscurecido por el fuego.
Atravesando el comedor, que poseía una magnificencia solo potencial, dado que
Anthony únicamente tomaba en casa el desayuno, y después de recorrer un pasillo
comparativamente largo, se llegaba al corazón y meollo del apartamento: el
dormitorio y el cuarto de baño de Anthony.
Ambos eran inmensos. Bajo el techo del primero, incluso la gran cama con dosel
parecía de tamaño normal. La exótica alfombra de terciopelo carmesí que cubría
el suelo era tan suave como vellón bajo los pies descalzos de su dueño. El
cuarto de baño, en contraste con el carácter un tanto sobrecogedor del
dormitorio, era alegre, brillante, extraordinariamente acogedor e incluso
levemente humorístico. De sus paredes colgaban las fotografías de cuatro
celebradas bellezas teatrales del momento: Julia Sanderson, caracterizada como
«La chica rayo-de-sol»; Ina Claire, como «La chica cuáquera», Billie Burke, como
«La chica ten-cuidado-con-mi-maqui-llaje», y Hazel Dawn como «La dama en rosa».
Entre Billie Burke y Hazel Dawn estaba colocado un grabado representando una
gran extensión nevada presidida por un frío y formidable sol; esto último
simbolizaba, según Anthony, la ducha fría.
La bañera, equipada con un ingenioso atril, era baja y muy grande. A su lado, en
un armario ropero, se amontonaba suficiente ropa blanca para tres hombres,
además de un regimiento de corbatas. Tampoco había allí una toalla vergonzosa
con pretensiones de alfombra, sino una pieza magnífica, un milagro de suavidad
semejante a la del dormitorio, que casi parecía dar masaje a los pies húmedos
que salían del baño…
En conjunto, una habitación donde eran posibles todas las evocaciones; no
costaba darse cuenta de que Anthony se vestía allí, de que conseguía allí los
peinados perfectos que todos admiraban, y de que, en realidad, hacía allí todo
menos comer y dormir. El joven Patch estaba convencido de que si se enamorar a
colgaría el retrato de la amada frente a la bañera, de forma que, envuelto en
los tranquilizantes vapores del agua caliente, pudiera tumbarse, contemplarla y
cavilar tibia y sensualmente sobre su belleza.
El héroe tampoco hila
De la limpieza del apartamento se ocupaba un criado inglés con el nombre
—singularmente apropiado, casi teatralmente apropiado— de Bounds, cuya
perfección técnica solo quedaba enturbiada por el hecho de usar cuello blando.
Si Bounds hubiese pertenecido exclusivamente a Anthony, este defecto habría
podido remediarse de forma expeditiva, pero era también el criado de otros dos
caballeros de la zona. Desde las ocho hasta las once de la mañana Bounds se
consagraba únicamente a Anthony. Llegaba con el correo y preparaba el desayuno.
A las nueve y media levantaba el borde de la manta de su señor y pronunciaba
unas breves palabras; Anthony nunca las recordaba con claridad pero sospechaba
que contenían más bien un mensaje de desaprobación; acto seguido, Bounds servía
el desayuno en una mesa para jugar a las cartas en la sala de estar, hacía la
cama y, después de preguntar con tono vagamente hostil si se le necesitaba para
algo más, desaparecía.
Por las mañanas, al menos una vez a la semana, Anthony visitaba a su
agente de bolsa. Sus ingresos quedaban algo por debajo de siete mil dólares al
año, producidos por los intereses del dinero que había heredado de su madre. Su
abuelo, que nunca había permitido que su propio hijo disfrutara de más
independencia económica de la que le proporcionaba una generosa asignación,
consideraba que aquella suma bastaba para cubrir las necesidades del joven
Anthony. Todas las navidades le mandaba un bono de quinientos dólares que
Anthony, si era posible, se apresuraba a vender, porque siempre andaba un poco
apretado de dinero, aunque no demasiado.
Las visitas al agente de bolsa oscilaban entre las charlas de contenido
semisocial a los análisis sobre la conveniencia de las inversiones al ocho por
ciento, y Anthony siempre disfrutaba con ellas. El edificio del gran banco
comercial parecía enlazarle de manera muy definida con las grandes fortunas cuya
solidez tanto respetaba Anthony, asegurándole que se hallaba adecuadamente
tutelado por la alta jerarquía de las finanzas. Aquellos hombres siempre
apresurados le producían la misma sensación de seguridad que la contemplación
del dinero de su abuelo, incluso más, porque este último daba vagamente la
impresión de ser un préstamo, pagadero a la demanda, que el mundo había hecho a
la rectitud moral de Adam Patch, mientras que el dinero de aquellas grandes
empresas financieras parecía haber sido conseguido y retenido a base de pura
fuerza indomable y tremendas proezas de la voluntad; además, parecía más
definida y explícitamente… dinero.
A pesar de que Anthony iba siempre pisando los talones a sus ingresos, los
consideraba suficientes para sus necesidades. Estaba claro que algún día
dispondría de muchos millones; mientras tanto poseía una raison d’être en la
teórica creación de ensayos sobre los papas del Renacimiento. Esto nos obliga a
volver a la conversación mantenida con su abuelo inmediatamente después de su
vuelta de Roma.
Anthony albergaba la esperanza de encontrar muerto al anciano, pero al
telefonear desde el muelle descubrió que Adam Patch se hallaba de nuevo
relativamente bien; al día siguiente, ocultando su desilusión, Anthony se
trasladó a Tarrytown. A cinco millas de la estación su taxi se introdujo por una
carretera privada perfectamente cuidada, que atravesaba un verdadero laberinto
de vallas y alambradas para proteger la finca; la gente decía que esto era
debido a que se tenía la seguridad de que si los socialistas se hacían con el
poder, uno de los primeros hombres que asesinaran sería el viejo Cross Patch.
Anthony llegó tarde, y el venerable filántropo lo esperaba en un solario con
paredes de cristal, donde hojeaba los periódicos de la mañana por segunda vez.
Su secretario, Edward Shuttleworth — que antes de su regeneración había sido
jugador, tabernero y réprobo en el sentido más general de la palabra—, lo hizo
entrar en la habitación, mostrando a su redentor y benefactor como si estuviera
exhibiendo un tesoro de valor incalculable.
Nieto y abuelo se estrecharon la mano solemnemente.
—Me alegro muchísimo de saber que está usted mejor —dijo Anthony.
El anciano, con aire de haber visto a su nieto la semana anterior, sacó el reloj
de bolsillo.
—¿Traía retraso el tren? —preguntó apaciblemente.
Le irritaba que Anthony le hubiese hecho esperar. Se hacía la ilusión no solo de
que en su juventud había resuelto todos sus asuntos de índole práctica con la
más absoluta escrupulosidad, hasta el punto de no llegar nunca tarde a ninguna
cita, sino de que ello había sido la causa directa y primaria de su éxito.
—Este mes ha llegado muchas veces con retraso —hizo notar, con tono de voz
vagamente acusador; luego añadió, después de un largo suspiro—: Siéntate.
Anthony contempló a su abuelo con el tácito asombro que siempre le deparaba su
presencia. Que aquel anciano débil y poco inteligente poseyera un poder tal que,
a pesar de la oposición de los periódicos sensacionalistas, en White Plains no
abundasen las almas que él no pudiera comprar, directa o indirectamente, parecía
tan imposible de creer como que en otro tiempo hubiese sido un bebé sonrosado.
Los setenta y cinco años de su periplo vital habían actuado como un fuelle
mágico: el primer cuarto de siglo lo había llenado de vida, mientras que el
último había servido pala desinflarlo por completo. Le había hundido las
mejillas y el pecho, y disminuido el diámetro de brazos y piernas. Le había
quitado, tiránicamente todos los dientes, uno a uno; le había suspendido los
ojillos dentro de sacos de un color azulado oscuro; le había arrancado los
cabellos, y, finalmente, había cambiado su color de gris a blanco en algunos
sitios y de rosado a amarillo en otros, invirtiendo las tonalidades con la
indiferencia de un niño que hace ensayos con su nueva caja de pinturas. Luego, a
través del cuerpo y del alma le había atacado al cerebro, enviándole sudores
nocturnos, lágrimas y sueños infundados, transformando un sólido equilibrio en
credulidad y sospechas. Del basto material de su entusiasmo había cortado
docenas de mansas pero petulantes obsesiones; de su antigua energía no quedaba
más que el malhumor de un niño mimado, y su voluntad de poder se había
convertido en un deseo tan pueril como ilusorio de instaurar en la tierra un
reino de arpas y cánticos celestiales.
Después de un cauteloso intercambio de cortesías, Anthony comprendió que el
anciano esperaba de él un esbozo de sus intenciones para el futuro, y al mismo
tiempo, un brillo fugaz en los ojos de su abuelo le previno del peligro que
representaría dar a conocer, por el momento, su deseo de vivir
permanentemente en el extranjero. Le hubiese gustado que Shuttleworth tuviera el
tacto suficiente para abandonar la habitación —el joven Patch detestaba a
Shuttleworth—, pero el secretario se había instalado calmosamente en una
mecedora y con ojos descoloridos contemplaba, alternativamente, a los dos Patch.
—Ahora que estás aquí tendrías que hacer algo —dijo el anciano con voz suave—,
llevar algo a cabo.
Anthony aguardó a que hablara de «dejar algo terminado cuando desaparezcas».
Luego presentó una sugerencia:
—Mi idea… creo que quizá lo que mejor podría hacer sería escribir…
Adam Patch dio un respingo, imaginándose emparentado con un poeta de largos
cabellos y tres amantes.
—… historia —concluyó Anthony.
—¿Historia? ¿Historia de qué? ¿De la guerra civil? ¿De la Revolución?
—Bueno… no, señor. Una historia de la Edad Media. —Simultáneamente nació en
Anthony la idea de escribir una historia de los papas del Renacimiento,
enfocándola desde algún ángulo nuevo. Sin embargo, se alegró de haber dicho «la
Edad Media».
—¿La Edad Media? ¿Por qué no de tu propio país… de algo que conozcas?
—Bueno, verá usted, he vivido tanto tiempo en el extranjero…
—No entiendo por qué tendrías que escribir sobre la Edad Media. Solíamos
llamarla la Edad del Oscurantismo. Nadie sabe lo que sucedió, y a nadie le
importa, excepto que es una cosa pasada. —El anciano continuó hablando unos
minutos sobre la inutilidad de semejante información, haciendo referencia, como
es lógico, a la Inquisición en España y a la «corrupción de los monasterios»—.
¿Crees que en Nueva York podrás avanzar en tu trabajo, si es que realmente te
propones trabajar? —continuó después, con un tono sarcástico tan suave que casi
resultaba imperceptible.
—Sí, claro que pienso trabajar, abuelo.
—¿Cuándo crees que lo terminarás?
—Bueno, primero tendré que hacer un guion, ¿comprende?, y también tendré que
leer mucho para documentarme.
—Hubiera jurado que ya habías dedicado suficiente tiempo a eso.
La conversación siguió avanzando a trompicones hacia una conclusión bastante
abrupta: Anthony se puso en pie, miró el reloj y explicó que tenía una
cita con su agente de bolsa. Había hecho el propósito de quedarse unos días con
su abuelo, pero estaba cansado e irritado porque la travesía no había sido buena
y se notaba muy poco dispuesto a dejarse intimidar, aunque fuera de aquella
manera tan suave y santurrona. Dijo que volvería al cabo de unos días.
Sin embargo, la idea de trabajar había aparecido de manera permanente en su vida
gracias a este encuentro. Durante el año transcurrido desde entonces, Anthony
estuvo preparando varias listas bibliográficas e incluso experimentó con títulos
de capítulos y con la división de su obra en diferentes períodos, pero no
existía aún una sola línea de texto ni parecía probable que llegara nunca a
haberla. Anthony no hacía nada, y a despecho de la más acreditada
lógica convencional, conseguía divertirse y disfrutar más de lo corriente.
Tarde
Era el mes de octubre de 1913, a mitad de una semana de agradables días, con la
luz del sol holgazaneando en los cruces de las calles, y una languidez tal en el
aire que la atmósfera parecía sobrecargada con el peso de fantasmales hojas
desprendidas de los árboles. Era agradable sentarse indolentemente junto a la
ventana abierta terminando un capítulo de Erewhon. Era agradable bostezar a eso
de las cinco, arrojar el libro sobre una mesa, y avanzar canturreando por el
corredor en dirección al baño.
A… ti… her-mo-sa dama,
Cantaba Anthony mientras abría el grifo.
Alzo… los ojos; por… ti… her-mo-sa da- a-ma gime… mi… corazón…
El joven Patch alzó la voz para competir con el ruido del chorro de agua que
caía en la bañera, y, mientras miraba el retrato de Hazel Dawn, se colocó en el
hombro un violín imaginario y lo acarició suavemente con un arco fantasmal. Sin
separar los labios dejó escapar un zumbido que imaginaba vagamente similar al
sonido de un violín. Al cabo de un momento sus manos abandonaron la pantomima
musical para concentrarse en los botones de la camisa, que Anthony empezó a
desabrochar. Una vez desnudo, y adoptando una postura atlética como la del
hombre con piel de tigre en el anuncio, se contempló a sí mismo en el espejo con
cierta satisfacción, abandonándola para introducir en la bañera un pie
exploratorio. Luego de modificar la apertura de un grifo y de permitirse unos
cuantos gruñidos preliminares, Anthony se deslizó dentro del agua.
Una vez acostumbrado a la temperatura del baño, se dejó invadir por un
somnoliento bienestar. Cuando terminara de bañarse, se vestiría sin prisas y
recorrería a pie la Quinta Avenida hasta el Ritz, donde se había citado para
cenar con dos de sus más asiduos acompañantes, Dick Caramel y Maury Noble. Maury
y él irían después al teatro: Caramel, probablemente, se volvería
a casa para trabajar en su libro, que debería terminar enseguida.
Anthony se alegraba de que él no tuviera que trabajar en su, libro. La idea de
sentarse a inventar no solo palabras con que vestir ideas, sino ideas dignas de
ser vestidas… todo ello resultaba absolutamente ajeno a sus deseos.
Al salir del baño el joven Patch se frotó con la meticulosa atención de un
limpiabotas. Luego pasó al dormitorio y, sin dejar de silbar una extraña e
incierta melodía, fue de un lado para otro abrochando, ajustando, y disfrutando
de la tibia caricia de la gruesa alfombra bajo sus pies descalzos.
Encendió un cigarrillo, arrojó el fósforo por la parte superior de la ventana,
que estaba abierta, y luego se detuvo con el pitillo a dos pulgadas de la boca,
también ligeramente entreabierta. Sus ojos se habían visto atraídos por una
brillante mancha de color en la azotea de una casa, callejón abajo.
Se trataba de una muchacha con una bata roja— de seda, sin duda—, secándose el
pelo con el calor del sol, todavía intenso en las últimas horas de la tarde. Su
silbido murió en el aire cargado de la habitación; Anthony dio cautelosamente
otro paso hacia la ventana con el repentino convencimiento de que se trataba de
una mujer hermosa. Junto a ella, sobre el pretil de la azotea, descansaba un
cojín del mismo color de su ropa, y la muchacha apoyaba en él los dos brazos,
mientras contemplaba el soleado patio donde Anthony oía jugar a los niños.
La estuvo mirando varios minutos. Algo se agitaba dentro del joven Patch, algo
que el cálido olor de la tarde o la triunfante intensidad del rojo no bastaban
para explicar. Anthony estaba convencido de que la muchacha era hermosa; luego,
de repente, comprendió lo que sucedía: era la distancia a que se encontraba, no
una singular y delicada distancia anímica, tan solo una distancia en yardas
terrestres. El aire del otoño se extendía entre ellos, y también las azoteas y
las voces borrosas. Sin embargo, durante un segundo que no llegaba a explicarse
del todo, perversamente distendido en el tiempo, se había sentido más cercano a
la adoración que el beso más apasionado de toda su vida.
Anthony terminó de vestirse, eligió una corbata negra de lazo, y la anudó
cuidadosamente con la ayuda del espejo de tres cuerpos que había en el cuarto de
baño. Luego, cediendo a un impulso repentino, entró deprisa en el dormitorio y
volvió a mirar por la ventana. La mujer estaba ahora de pie; se había echado el
pelo hacia atrás y Anthony pudo contemplarla de cuerpo entero. Era gorda, de más
de treinta y cinco años y sin nada que la distinguiera. Chasqueando la lengua,
el joven Patch regresó al cuarto de baño y volvió a hacerse la raya.
A… ti… her-mo-sa dama,
cantó, alegremente, alzo…, los… ojos…
Con una última pasada de cepillo, que convirtió sus cabellos en el puro
resplandor de una superficie iridiscente, Anthony abandonó el cuarto de baño y
el apartamento y echó a andar Quinta Avenida abajo, camino del RitzCarlton.
Tres hombres
A las siete, cuando ya refresca, Anthony y su amigo Maury están sentados a la
mesa en la terraza del Ritz. Maury Noble se parece, sobre todo, a un gato
grande, cenceño e imponente. Incesantes y prolongados destellos transforman sus
ojos semicerrados. Lleva el pelo muy liso y pegado al cuero cabelludo, como si
se lo hubiera lamido una hipotética —y, en el caso de existir, hercúlea — madre
gata. Durante los años de Anthony en Harvard se le consideraba como la figura
más singular de su promoción, el más brillante, el más original: elegante,
tranquilo; en suma, uno de los destinados a salvarse.
Este es el hombre que Anthony considera como su mejor amigo. El único, entre sus
conocidos, al que admira, y al que también envidia en mayor medida de lo que le
gusta reconocerse a sí mismo.
Ahora se alegran de verse: sus miradas están llenas de afecto, porque los dos
experimentan la novedad de su reencuentro después de una breve separación. Cada
uno se tranquiliza con la presencia del otro, sintiéndose poseedor de una nueva
serenidad; a Maury Noble, detrás de ese rostro espléndido y absurdamente gatuno,
no le falta más que ronronear. Y Anthony, siempre inquieto, nervioso como un
fuego fatuo, recobra la calma.
Mantienen una de esas conversaciones de frases muy cortas a las que únicamente
se entregan los hombres de menos de treinta años o los que se ven sometidos a
fuertes tensiones.
ANTHONY. Las siete. ¿Dónde está Caramel? (Con gesto impaciente) Me gustaría que
acabara de una vez esa interminable novela. He pasado más tiempo hambriento…
MAURY. Le ha encontrado un nuevo título. El amante demoníaco… No está mal, ¿eh?
ANTHONY. (Interesado) ¿El amante demoníaco? Mujer gimiendo… No… ¡no está mal!
Nada mal en absoluto… ¿no te parece?
MAURY. Francamente bueno. ¿Qué hora me has dicho que era?
ANTHONY Las siete.
MAURY (Cerrando más los ojos, pero no con desagrado, sino para
expresar una débil censura) Consiguió volverme loco el otro día.
ANTHONY. ¿Cómo?
MAURY. Esa costumbre suya de tomar notas.
ANTHONY. A mí también. Parece que la noche anterior yo había dicho algo que
consideraba posible material, pero lo había olvidado… así que la tomó conmigo.
Me decía: «¿Por qué no tratas de concentrarte?». Y yo le contestaba: «Me aburres
mortalmente. ¿Cómo quieres que me acuerde?».
Maury ríe silenciosamente, mediante una suave y apreciativa distensión de sus
rasgos faciales.
MAURY. En realidad, no es que Dick vea más que otras personas. Simplemente, es
capaz de poner por escrito una mayor proporción de lo que ve.
ANTHONY. Ese talento suyo tan notable…
MAURY. Sí, desde luego. ¡Muy notable!
ANTHONY. Y energía… energía ambiciosa, bien orientada. Es tan entretenido… tan
tremendamente estimulante y excitante. A menudo el estar con él tiene algo de
sobrecogedor.
MAURY Sí, es cierto. (Silencio, y después)
ANTHONY. (Con su rostro enjuto y en cierta manera dubitativo, expresando un
máximo de convicción) Pero no indomable energía. Algún día, pedazo a pedazo,
saltará por los aires, y su notable talento saltará también, dejando tan solo un
hombrecillo insignificante, irritable, egoísta y parlanchín.
MAURY (Riendo) Aquí estamos, asegurándonos mutuamente que el pequeño Dick
profundiza en las cosas menos que nosotros. Y yo apostaría que él, a su vez,
también se siente superior… la mente creativa sobre la mente puramente crítica y
todo eso.
ANTHONY. Sí, claro. Pero está equivocado. Caramel tiende a dejarse llevar por un
millón de estúpidos entusiasmos. Si no fuera porque está sumergido en el
realismo y tiene por consiguiente que adoptar el ropaje del cínico, sería… sería
tan crédulo como un líder religioso universitario. Es un idealista. Sí. Él cree
que no porque rechaza el cristianismo. ¿Lo recuerdas en la universidad? Se
tragaba los escritores enteros, uno tras otro, ideas, técnica y personajes,
Chesterton, Shaw, Wells, cada uno con la misma facilidad que el anterior.
MAURY. (Todavía considerando la última observación que ha hecho él mismo) Sí que
lo recuerdo.
ANTHONY. Es la verdad. Un congénito adorador de fetiches. Piensa en el arte…
MAURY. Vamos a pedir la cena. Llegará…
ANTHONY. Claro. Pidamos la cena. Le dije…
MAURY. Aquí llega. Fíjate… va a tropezar con ese camarero. (Alza un dedo a
manera de señal; lo alza como si fuera una suave y amistosa garra) Hola,
Caramel.
UNA NUEVA VOZ. (Con tono desafiante) Hola, Maury. Hola, Anthony Comstock Patch.
¿Qué tal está el nieto del viejo Adam? ¿Siguen asediándote las jovencitas de la
buena sociedad?
Richard Caramel es bajo y rubio: se quedará calvo a los treinta y cinco. Ojos
amarillentos —uno de ellos alarmantemente diáfano y el otro opaco como un charco
fangoso— y una frente tan abultada como la de un bebé de tebeo. Hay en él otros
sitios que también sobresalen; su vientre sobresale proféticamente; sus palabras
parecen salir hinchadas de su boca; hasta los bolsillos de su esmoquin también
abultan más de la cuenta, como por simpatía, merced a una colección muy usada de
horarios, programas y fragmentos varios de papel, donde Caramel toma notas con
violentas torceduras de sus dispares ojos amarillos y gestos de silencio con la
mano izquierda que permanece libre.
Cuando llega a la mesa, estrecha la mano de Anthony y de Maury. Es una de esas
personas que siempre estrecha la mano de todo el mundo, incluso de personas que
ha visto pocas horas antes.
ANTHONY. Hola, Caramel. Me alegro de que hayas llegado. Nos hacía falta un
intermedio cómico.
MAURY. Llegas tarde. ¿Has estado echando carreras con el cartero alrededor de la
manzana? Nos hemos dedicado a hacer trizas tu personalidad.
DICK. (Examinando ansiosamente a Anthony con el ojo diáfano) ¿Qué habéis dicho?
Cuéntamelo para que lo escriba. Esta tarde he suprimido tres mil palabras de la
primera parte.
MAURY. ¡Noble esteta! Mientras, yo me llenaba el estómago de alcohol.
DICK. No tengo la menor duda. Seguro que lleváis una hora aquí sentados,
hablando de bebidas alcohólicas.
ANTHONY. Nosotros nunca perdemos el conocimiento, imberbe amigo mío.
MAURY. Nunca volvemos a casa con damas que hemos conocido mientras estamos
achispados.
ANTHONY. En conjunto, nuestras fiestas se caracterizan por cierta altiva
distinción.
DICK. ¡Vuestra estúpida distinción consiste en presumir de que bebéis como
esponjas! Lo malo es que los dos pertenecéis a la Escuela del Viejo Caballero
Inglés del siglo dieciocho. Beber en silencio hasta caerse debajo de la mesa.
Nunca divirtiéndose. ¿Divertirse? No, no, eso no se hace en absoluto.
ANTHONY. Apostaría algo a que se trata de una cita del capítulo seis.
DICK. ¿Vais al teatro?
MAURY. Sí. Tenemos intención de pasar la velada meditando seriamente acerca de
los problemas de la vida. La pieza se llama sucintamente La mujer. Imagino que
terminará pagando sus culpas.
ANTHONY. ¡Cielo santo! ¿Se trata de eso? Será mejor que volvamos a los Follies.
MAURY. Estoy cansado de esa revista. La he visto tres veces. (Dirigiéndose a
Dick) La primera vez, salimos en el entreacto y encontramos un bar asombroso. Al
regresar nos equivocamos de teatro.
ANTHONY. Mantuvimos una larga discusión con una joven pareja muy asustada;
pensábamos que nos habían quitado el sitio.
DICK. (Como hablando consigo mismo) Creo… que cuando haya escrito otra novela,
una obra de teatro, y quizá una colección de cuentos, intentaré hacer una
comedia musical.
MAURY. Ya sé… las letras de las canciones serán tan intelectuales que nadie
querrá escucharlas. Y todos los críticos gemirán y gruñirán acordándose de
Gilbert y Sullivan. En cuanto a mí, seguiré resplandeciendo como una brillante
figura sin sentido en un mundo ininteligible.
DICK. (Pomposamente) El arte carece de sentido.
MAURY. En sí mismo. Pero lo tiene por tratar de hacer la vida más inteligible.
ANTHONY. En otras palabras, Dick, actúas delante de un patio de butacas poblado
de fantasmas.
MAURY. De todas formas, haz que sea bueno el espectáculo.
ANTHONY. (Dirigiéndose a Maury) Yo pienso, por el contrario, que si el mundo no
tiene sentido, ¿para qué escribir? El intento mismo de darle una finalidad
carece de ella.
DICK. Bueno, aun admitiendo todo eso, ten sentido práctico y concédele a un
pobre hombre el instinto de vivir. ¿Querrías que todo el mundo aceptara
esos estúpidos sofismas? ANTHONY. Sí, imagino que sí.
MAURY. ¡No, señor! Estoy convencido de que a todos los americanos (con la
excepción de un millar de elegidos) se les debe forzar a que acepten un sistema
de moralidad muy rígido: el de la Iglesia católica, por ejemplo. No me quejo de
la moral convencional. Me quejo más bien de esos herejes mediocres que roban los
hallazgos de mentes más refinadas y adoptan una pose de libertad moral a la que
su inteligencia no les da derecho en absoluto.
La llegada de la sopa hace que se pierda para siempre lo que Maury
hubiese podido decir a continuación.
Noche
Después de cenar visitaron a un revendedor y, pagando un considerable
suplemento, consiguieron entradas para una nueva comedia titulada High Jinks. En
el vestíbulo del teatro esperaron unos momentos para ver entrar a los habituales
de las noches de estreno. Había capas elegantes adornadas con innumerables
pieles y sedas de muchos colores; joyas que pendían de brazos, gargantas y
sonrosadas orejas; innumerables reflejos en multitud de sombreros de copa;
zapatos de oro y bronce, rojo y charol; altos y complicados peinados femeninos y
bruñidas cabelleras de hombres muy cuidadosos de su apariencia… pero, sobre
todo, el flujo y reflujo, los parloteos y las risitas, la espuma y el efecto
como de lento oleaje de aquel jubiloso mar de personas a medida que su torrente
deslumbrante se incorporaba al lago artificial de risas…
Después de la representación se separaron: Maury iba a un baile en Sherry’s,
Anthony camino de casa para acostarse.
El joven Patch avanzó lentamente a empellones entre las masas nocturnas que
llenaban Times Square, extrañamente hermosa, brillante e íntima con la animación
de los grandes anuncios luminosos. Los rostros se arremolinaban alrededor de
Anthony en un calidoscopio de muchachas feas, tan feas como un pecado: demasiado
gordas, demasiado delgadas, y, sin embargo, flotando sobre el aire del otoño
como si la atmósfera nocturna estuviera formada por sus tibias y apasionadas
respiraciones. Allí, a pesar de toda su vulgaridad, se convertían en algo vaga y
sutilmente misterioso. El joven Patch inhalaba cuidadosamente, introduciendo en
sus pulmones perfumes y el aroma nada desagradable de muchos cigarrillos. Se
tropezó con la mirada de una joven belleza morena, a solas en el interior de un
taxi cerrado. Sus ojos a media luz hacían pensar en noche y violetas, y por un
momento la casi olvidada y remota visión de aquella tarde le turbó de nuevo.
Dos jóvenes judíos pasaron junto a él, hablando en voz muy alta y
estirando el cuello aquí y allá para lanzar fatuas miradas desdeñosas. Llevaban
los trajes exageradamente ceñidos, que ya por entonces estaban casi pasados de
moda; el cuello de pajarita no lograba cubrirles la nuez; y sus polainas grises
hacían juego con los guantes del mismo color, sostenidos por la mano que
empuñaba el bastón.
Anthony se cruzó después con una desconcertada anciana, transportada — como una
cesta de huevos— entre dos hombres que le lanzaban exclamaciones sobre las
maravillas de Times Square, explicándoselas tan deprisa que la anciana, tratando
de mostrarse imparcialmente interesada, movía la cabeza de un lado a otro como
si fuera una peladura de naranja agitada por el viento. El joven Patch oyó un
retazo de su conversación:
—¡Ahí tienes el Astor, mamá!
—¡Mira! El anuncio luminoso con la carrera de cuadrigas…
—Ahí es donde hemos estado hoy. No, ¡allí!
—¡Cielo santo…!
—Si te preocupas demasiado, te quedarás tan delgada como una moneda de diez
centavos. —Anthony reconoció, mientras brotaba, estridente, de una de las
parejas con las que se codeaba, la ocurrencia más popular del año.
—Y yo le dije, digo…
El suave apresurarse de los taxis que pasaban a su lado, y risas, risas tan
ásperas como graznidos de cuervos, incesantes y muy fuertes, con el retumbar del
metro por debajo; y, sobre todo, el girar de las luces, el aumento y disminución
de las luces; luces dividiéndose como perlas; apareciendo y reapareciendo en
barras y círculos luminosos y figuras monstruosamente grotescas, que se
destacaban asombrosamente contra el cielo.
Anthony se dirigió aliviado hacia el silencio que soplaba como un viento oscuro
desde una calle secundaria; cruzó junto a un restaurante-asador en cuyo
escaparate una docena de pollos daban vueltas y más vueltas sobre un espetón
automático. Por la puerta salía un olor caliente, pastoso y sonrosado. A
continuación un drugstore, con olor a medicinas, gaseosa derramada y un perfume
más débil y agradable de los artículos de perfumería; luego una lavandería
china, abierta aún, sofocante y llena de vapor de agua, con olor a dobleces y
también vagamente a amarillo. Todas estas cosas le deprimieron; al llegar a la
Sexta Avenida se detuvo en el estanco de la esquina y salió de allí sintiéndose
mejor: era un local agradable, la humanidad en medio de una niebla azul marino,
comprando un artículo de lujo…
Ya en su apartamento fumó un último cigarrillo, sentado a oscuras junto a la
ventana abierta de la sala de estar. Por primera vez en más de un año se
encontró disfrutando plenamente de Nueva York. Había en ella una extraña
intensidad, sin duda; algo que más bien hacía pensar en el sur. Pero era también
una ciudad donde uno se sentía solitario. Anthony, que había crecido solo, había
aprendido recientemente a evitar la soledad. Durante los últimos meses había
tenido buen cuidado — cuando carecía de compromisos para la noche— de ir
corriendo a alguno de los clubes de los que era socio para encontrar a alguien
que le hiciese compañía. La soledad en Nueva York era una realidad palpable…
Su cigarrillo —cuyo humo envolvía los finos pliegues de la cortina en una suave
neblina blanca— siguió brillando hasta que el reloj de St. Anne, calle abajo,
dio la una, con campanadas de quejumbrosa belleza. El ferrocarril elevado, media
manzana más allá, también rompió el silencio con un redoblar de tambores: si se
asomara a la ventana, podría ver el tren como un águila enojada, doblando la
esquina envuelto en la oscuridad. Anthony se acordó de una novela fantástica,
recientemente leída, en la que se bombardeaba a las ciudades desde trenes
aéreos, y por un momento se imaginó que Washington Square había declarado la
guerra a Central Park y que aquel ruido era una amenaza en dirección norte,
cargada de destrucción y muerte repentina. Pero al pasar el tren la ilusión se
desvaneció; el ruido disminuyó hasta convertirse en el más suave de los redobles
y finalmente en el aleteo de un águila que se perdía a lo lejos.
Seguían oyéndose campanas y el sonido continuo y entremezclado de las bocinas de
los coches en la Quinta Avenida, pero la calle de Anthony estaba en silencio y
él a salvo de todas las amenazas de la vida, porque contaba con su puerta y el
largo corredor y su dormitorio guardián… ¡a salvo, a salvo! El arco voltaico que
iluminaba su ventana parecía ser la luna en aquel momento, aunque una luna más
brillante y más hermosa que la verdad.
Una escena retrospectiva en el Paraíso
La Belleza, que nace de nuevo cada cien años, se hallaba sentada en una especie
de sala de espera al aire libre, atravesada por ráfagas de viento blanco y de
cuando en cuando por una estrella presurosa y sin aliento. Las estrellas al
pasar le hacían guiños como de viejas conocidas, y los vientos agitaban
incesantemente sus cabellos con mucha suavidad. Se trataba de un ser
incomprensible, porque, en ella, alma y espíritu eran una sola cosa: la belleza
de su cuerpo era la esencia de su alma, logrando esa unidad buscada por los
filósofos durante muchos siglos. En esta sala de espera, hecha de vientos y
estrellas, llevaba esperando cien años, sumida en la paz que le proporcionaba su
propia contemplación.
Supo finalmente que volvería a nacer. Suspirando, entabló una larga conversación
con una voz que surgía del viento blanco, una conversación que
duró muchas horas y de la cual solo puedo dar aquí un fragmento.
LA BELLEZA. (Moviendo apenas los labios, y los ojos, como siempre, vueltos hacia
sí misma) ¿Adónde tendré que trasladarme esta vez?
LA VOZ. A un nuevo país… una tierra que no has visto nunca.
LA BELLEZA. (Con petulancia) No me gusta nada tener que irrumpir en esas nuevas
civilizaciones. ¿Cuánto tiempo me quedaré esta vez?
LA VOZ. Quince años.
LA BELLEZA. ¿Y cómo se llama ese sitio?
LA VOZ. Es la tierra más opulenta y espléndida que hay en el mundo: una tierra
donde los sabios son solo un poco más sabios que los estúpidos; una tierra donde
los gobernantes tienen la inteligencia de un niño pequeño y los legisladores
creen en Santa Claus; donde mujeres feas controlan a hombres fuertes…
LA BELLEZA. (Llena de asombro) ¿Qué?
LA VOZ. (Muy deprimida) Sí, un espectáculo realmente triste, a decir verdad.
Mujeres sin barbilla y con narices deformes caminan a plena luz diciendo «¡Haz
esto!» y «¡Haz aquello!», y todos los hombres, incluso los que tienen grandes
fortunas, obedecen implícitamente a esas mujeres a las que denominan sonoramente
«Mistress Fulano de tal» o «la esposa».
LA BELLEZA. Pero ¡eso no puede ser verdad! Comprendo, por supuesto, que
obedezcan a mujeres con encanto… pero ¿a mujeres gordas?, ¿a mujeres huesudas?,
¿a mujeres de mejillas chupadas?
LA VOZ. También a esas.
LA BELLEZA. ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué posibilidades tendré?
LA VOZ. Será «duro de pelar», si se me permite usar la frase.
LA BELLEZA. (Después de una pausa, expresión de su descontento) ¿Por qué no a
las tierras antiguas, la tierra de las uvas y de los hombres con voz dulce, o la
de los barcos y los mares?
LA VOZ. Se espera que estén muy ocupadas en breve plazo.
LA BELLEZA. ¡Ah!
LA VOZ. Tu vida sobre la tierra será, como siempre, el intervalo entre dos
miradas significativas en un espejo mundano.
LA BELLEZA. ¿Qué voy a ser? Dímelo.
LA VOZ. Al principio se pensó que esta vez te presentaras como actriz de
cine, pero no es aconsejable, después de todo. Durante esos quince años estarás
disfrazada de lo que se llama una «chica de la sociedad».
LA BELLEZA. ¿Qué es eso?
El viento produce un muevo sonido que debemos interpretar como el que hace la
voz al rascarse la cabeza.
LA VOZ. (Al cabo de un rato) Es una especie de aristócrata de pacotilla.
LA BELLEZA. ¿Pacotilla? ¿Qué es pacotilla?
LA VOZ. También eso lo descubrirás en ese nuevo país. Te encontrarás con muchas
cosas que son de pacotilla. Y tú misma harás muchas cosas así.
LA BELLEZA. (Plácidamente) Todo eso suena muy vulgar.
LA VOZ. Ni la mitad de lo que es realmente. Durante esos quince años se te
conocerá como una chica ragtime, como una flapper, como una jazz-baby y como una
baby-vamp. Bailarás ritmos nuevos con la misma gracia con que bailabas los
antiguos.
LA BELLEZA. (Hablando en un susurro) ¿Se me pagará?
LA VOZ. Sí, como de costumbre… en amor.
LA BELLEZA. (Con una leve risa que solo turba momentáneamente la inmovilidad de
sus labios) ¿Y me gustará que me llamen jazz-baby?
LA VOZ. (Serenamente) Te encantará…
El diálogo termina aquí, mientras La Belleza sigue tranquilamente sentada, las
estrellas hacen pausas de éxtasis admirativo, y el viento, blanco e impetuoso,
le agita el cabello.
Todo esto tuvo lugar siete años antes de que Anthony se sentara junto a la
ventana de su apartamento y escuchase las campanas de St. Anne.
Próximo - Libro 1 Capítulo II
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