
El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald - Capítulo II
Previo - Capítulo I
Casi en la mitad del camino entre West Egg y Nueva York la carretera se une con
la carrilera y corre a su lado durante un cuarto de milla, como huyendo de
cierta desolada área de tierra. Es un valle de cenizas, una granja fantástica
donde las cenizas crecen, como el trigo, en cerros, colina,, y grotescos
jardines: un valle donde las cenizas toman la forma de casas, chimeneas y humo
en ascenso, e incluso, con un esfuerzo trascendente, la de hombres grises que se
mueven envueltos en la niebla, a punto de desplomarse y a través de la
polvorienta atmósfera. De vez en cuando una hilera de autos grises pasa reptando
a largo de un sendero invisible, emite un traqueteo fantasmagórico y se detiene,
acto seguido unos hombres grises como la ceniza se trepan con palas plomizas y
agitan una nube impenetrable que tapa su oscura operación a la vista.
Pero encima de la tierra gris y de los espasmos del polvo desolado que todo el
tiempo flota sobre ella, se pueden percibir, al cabo de un momento, los ojos del
T.J. Eckleburg. Los ojos del T.J. Eckleburg son azules, y gigantescos, con
retinas que miden una yarda. No se asoman desde rostro alguno sino tras un par
de enormes anteojos amarillos, posándose sobre una nariz inexistente. Es
evidente que el oculista chiflado y guasón los colocó allí a fin de aumentar su
clientela del sector de Queens, y después se hundió en la ceguera eterna, los
olvidó o se mudó. Pero sus ojos, un poco desteñidos por tantos días al sol y al
agua sin recibir pintura, cavilan sobre el solemne basurero.
Por uno de los lados el valle de las cenizas limita con un riachuelo fétido, y
cuando se abre el puente levadizo para que pasen las barcazas, los pasajeros de
los trenes que esperan pueden observar la deprimente escena, a veces hasta por
media hora. Siempre es necesario hacer un alto allí, por lo menos de un minuto.
Gracias a esta parada conocí por primera vez a la amante de Tom Buchanan.
Donde quiera que lo conocían se hacia referencia al hecho de que Tom tenía una
amante. A sus amigos les molestaba que se presentara con ella en los
restaurantes más populares y que, dejándola sentada, fuera de mesa en mesa a
conversar con cualquier conocido. Yo sentía cierta curiosidad por ver cómo era,
aunque no tenía deseos de conocerla. Pero me tocó. Una tarde subí a Nueva York
con Tom en tren, y al detenernos junto a los morros de ceniza, éste se levantó
de un salto y, asiéndome del codo, literalmente me sacó del vagón.
-Bajémonos -insistió-; quiero que conozcas a mi chica.
-Me parece que en el almuerzo había empinado el codo más de la cuenta, pues su
decisión de que yo lo tenía que acompañar rayaba en la violencia, y se basaba en
la arrogante suposición de que en una tarde dominical yo no tendría nada mejor
que hacer.
Brinqué tras él la reja bajita y blanqueada que separaba la carrilera, y
caminamos hacia atrás unas cien yardas por la carretera, bajo la persistente
mirada del doctor Eckleburg. El único edificio a la vista era un pequeño bloque
de adobe amarillo, acomodado a la orilla del basurero, que daba la impresión de
ser como una calle principal compacta, y que no lindaba absolutamente con nada.
Uno de los tres almacenes que había allí estaba en alquiler; otro era un
restaurante de aquellos que abren toda la noche y al que se llegaba por un
sendero de cenizas, y el tercero era un taller: Reparaciunos. George B. Wilson.
Compraventa de autos; y entré tras Tom.
En e1 interior, casi vacío, mostraba la falta de prosperidad; el único auto
visible era una chatarra de Ford, que, cubierto de ceniza, se encontraba
agazapado en un oscuro rincón. Se me estaba ocurriendo la idea de que este
sombrío taller debía ser tan sólo una mampara y que escondidos en el piso de
arriba habría una serie de apartamentos suntuosos y románticos, cuando el dueño
en persona apareció en la puerta de la oficina, limpiándose las manos en un
trapo sucio. Era un hombre rubio, apagado, anémico y vagamente buen mozo. Cuando
nos vio, un húmedo rayo de esperanza saltó a sus ojos azul claro.
-Hola, Wilson, viejo-dijo Tom, dándole una jovial palmada en el hombro-. ¿Cómo
van los negocios?
-No me puedo quejar -contestó Wilson sin mucho convencimiento-. ¿Cuándo me vas a
vender ese auto?
-La semana entrante; un hombre está trabajando en él ahora.
-Es muy lento, ¿no?
-No, no lo es -dijo Tom cortante-. Y si tú lo piensas así, tal vez decida
venderlo mejor en alguna otra parte.
-No quería decir eso -se apresuró a explicar Wilson-. Lo único que quería
decir...
Su voz se apagó y Tom dio una mirada impaciente por todo el taller. Oí entonces
pasos en una escalera, y poco después una figura femenina gruesa tapó la luz de
la puerta del local. Era una mujer de unos treinta años largos, bastante
robusta, que portaba el exceso de carnes a la manera sensual como algunas
hembras saben hacerlo. En su rostro, que sobresalía por entre un traje de crêpe
de chine azul oscuro a puntos, no había ningún ángulo ni destello de belleza,
pero se notaba de inmediato que estaba llena de una vitalidad tal que parecía
como si los nervios de su cuerpo se mantuvieran en permanente ebullición. Esbozó
una sonrisa lenta y, caminando a través de su esposo como si éste fuera un
fantasma, le dio la mano a Tom, mirándolo directamente a los ojos. Se humedeció
entonces los labios y sin volverse, le dijo a su esposo con voz suave y ronca:
-Trae algunas sillas, ¿sí?; para que alguien se pueda sentar.
-Oh, claro -accedió Wilson enseguida y se dirigió a la oficinita, mezclándose en
el acto con el color cemento de las paredes. Un polvillo blancuzco de ceniza
velaba su traje oscuro y sus cabellos pálidos, de la misma manera como lo velaba
todo en aquel vecindario, excepto a su esposa, que se acercó a Tom.
-Deseo verte -dijo Tom resueltamente--. Toma el próximo tren.
-Listo.
-Nos encontramos en el kiosko de las revistas del nivel bajo.
Ella aceptó con un gesto de la cabeza y se alejó de él justo en el momento en
que George Wilson salía con dos sillas por la puerta de su oficina.
La esperamos en la carretera, más abajo, donde no podíamos ser vistos. Faltaban
unos pocos días para el 4 de julio, y un niño italiano, gris v flacuchento,
filaba cohetes de pólvora a lo largo de la carrilera.
-Terrible lugar, ¿no? -dijo Tom, intercambiando un gesto adusto con el doctor
Eckleburg.
-Horrible.
-Le hace bien a ella alejase de aquí.
-Y el marido, ¿no puno reparos?
¿Wilson? Cree que va a visitar a una hermana en Nueva York. Es tan tonto que ni
siquiera sabe que está vivo.
Así fue, pues, como Tom Buchanan, su chica y yo subimos juntos a Nueva York, o,
para mejor decir, no juntos en realidad, porque la señora Wilson viajaba
sentada, discretamente, en otro vagón. Esto era lo máximo que Tom concedía a la
sensibilidad de los habitantes de East Egg que estuvieran viajando en el tren.
Se había cambiado el vestido por uno de muselina marrón estampada que se le
forró en las anchas nalgas cuando Tom le ayudó a subirse a la plataforma en
Nueva York. En el kiosko compró una copia del Town Tattle y una revista de cine,
y en la droguería de la estación una crema limpiadora y no frasco de perfume.
Arriba, en el impunonte ducto lleno de ecos, dejó que se fueran cuatro taxis
antes de seleccionar uno nuevo, color lavanda, con tapicería gris; en é nos
deslizamos, alejándonos de la mole de la estación hacia el resplandeciente sol.
Pero unos instantes más tarde se retiró con brusquedad de la ventana, se inclinó
hacia adelante y tocó en el vidrio del frente.
-Quiero uno de esos perros -dijo con toda seriedad-. Me gustaría para el
apartamento. Es delicioso tenerlos..., un perro.
Retrocedimos hasta llegar adonde un anciano gris que guardaba un absurdo
parecido con John D. Rockefeller. En una canasta colgada de su cuello estaban
agazapados unos diez o doce cachorros recién nacidos, de raza indefinida.
-¿De qué clase son? -preguntó la señora Wilson con interés, cuando el hombre se
acercó a la ventanilla del taxi.
-De todas las clases. ¿De qué clase lo quiere, señora?
-Me gustaría un perro policía; supongo que de esa clase no tendrá.
Mostrando dudas, el hombre se asomó a la canasta, metió la mano y sacó por la
nuca un perrito que se retorcía.
-Este no es ningún perro policía -dijo Tom.
-No es exactamente un perro policía -dijo el hombre, decepcionado-. Parece más
un Airedale -sobó el trapudo lomo marrón-. Mire ese pelambre. ¡Qué capa! Este
perro nunca la va a molestar con resfriados.
-Me parece divino -dijo la señora Wilson entusiasma a-. ¿Cuánto vale?
-¿Este perro? -Lo miró con admiración-. Éste le costará diez dólares.
El Airedate -sin duda tenía algo de eso por ahí en algún lado, aunque sus patas
eran sorprendentemente blancas- cambió de manos y se acomodó en el regazo de la
señora Wilson, que comenzó a acariciar con arrobo la piel a prueba de
inclemencias del tiempo.
-¿Es niño o niña? -preguntó con delicadeza.
-¿Ese perro? Es un niño.
-Es una perra - dijo Toro en tono cortante-. Aquí tiene su dinero. Vaya y
cómprese diez más como éste.
Seguimos hacia la Quinta Avenida; el día estaba tan suave y caluroso que no me
hubiese sorprendido ver una gran manada de ovejas volviendo la esquina.
-Pare - dije yo -. Tengo que dejarlos aquí.
-Ni riesgos -interpuso Tom de inmediato-. Myrtle se ofendería si no subes al
apartamento. ¿No es así, Myrtle?
-Vamos- insistió ella-.Yo llamaré a mi hermana Catherine. Los que saben de eso
dicen que es muy bonita.
-Pues.... sí; me gustaría, pero...
Continuamos, pasando otra vez por el parque, hacia los lados de la calle 100
Oeste. En la calle 158 el taxi se detuvo frente a una de las tajadas de una
larga y blanca torta de aparta-casas. Echando una arrobada mirada de regreso al
dulce hogar por todo el vecindario, la señora Wilson recogió su perro y todas
las otras compras y entró con altivez.
-Voy a hacer venir a los McKee -anunció mientras subíamos en el ascensor-. Y,
por supuesto, también tengo que llamar a mi hermana.
El apartamento quedaba en el último piso: una salita, un pequeño comedor, una
alcoba pequeña y un baño. La salita estaba atiborrada hasta las puertas por un
juego de muebles capitunoados demasiado grandes para el lugar, de modo que
moverse en ella significaba tropezar a cada momento con escenas de damas
meciéndose en los jardines de Versalles. El único cuadro era una fotografía
sobreampliada, parecida a una gallina echada sobre una piedra borrosa. Pero
vista desde la distancia la gallina se convertía en sombrero, y el semblante de
una mujer anciana y robusta resplandecía sobre el salón. Habla en la mesa varios
números viejos del Town Tattle junto a un volumen de Simón llamó a Pedro y
algunas copias de revistas sobre los insignificantes escándalos de Broadway. La
primera preocupación de la señora Wilson fue el perro. El desganado ascensorista
salió a buscar una cajita llena de paja y un poco de leche, a lo que agregó, de
su propia iniciativa, una lata de bizcochos duros y grandes para perros, uno de
los cuales a causa de su apatía se fue desliendo en el platillo de la leche toda
la tarde. Mientras tanto Tom sacó una botella de whiskey de un arrnario cerrado
con llave.
No me he emborrachado más que dos veces en la vida, y la segunda fue aquella
tarde. Por eso cuanto sucedió está envuelto en una penumbra nebulosa, aun cuando
el apartamento estuvo lleno del sol más alegre hasta después de las ocho de la
noche. Sentada sobre el regazo de Tom la señora Wilson llamó por teléfono a
varias personas; después, se acabaron los cigarrillos y tuve que salir a la
droguería de la esquina a buscar unos. Cuando regresé, Tom y su amante habían
desaparecido; me quedé, pues, sentado discretamente en la sala, leyendo un
capítulo de Simón llamó a Pedro que, o era muy malo, o será que el whiskey lo
distorsionaba todo, porque me pareció absurdo lo que decía.
Justo en el momento en que Tom y Myrtle (tras el primer trago la señora Wilson y
yo ya nos llamábamos por nuestros respectivos nombres) reaparecieron, comenzaron
a llegar los invitados al apartamento.
Catherine, la hermana, era una mujer esbelta y mundana, de aproximadamente
treinta años, pelirroja, con el cabello corto como un bloque pegajoso y el cutis
empolvado hasta lograr una blancura lechosa. Se había depilado las cejas y se
las había vuelto a dibujar en un ángulo más lascivo, pero los esfuerzos de la
naturaleza por volver a la línea antigua le hacían ver el rostro desdibujado. Al
moverse se podía escuchar un constante tintineo a medida que un gran número de
pulseras de porcelana subían y bajaban cual cascabeles por su brazo. Entró con
tal pose de propietaria y miró de modo tan posesivo los muebles, que yo me
pregunté, si vivía allí. Pero cuando se lo pregunté le dio un ataque de risa,
repitió mi pregunta en voz alta y me dijo que residía con una amiga en un hotel.
El señor McKee era un hombre pálido y afeminado, que vivía en el piso de abajo.
Se veía que acababa de afeitarse porque tenía una mancha blanca de crema en la
mejilla, y saludó a todo el mundo con el mayor respeto. Me informó que
pertenecía al “mundillo del arte”; más tarde colegí que era fotógrafo, y autor
de la borrosa ampliación de la madre de la señora Wilson que pendía como un
ectoplasma en el muro. Su mujer era chillona, lánguida, bonita y horrible. Me
contó orgullosa que su esposo la había fotografiado cientoveititisiete veces
desde que se habían casado.
La señora Wilson se había cambiado de ropa un poco antes y llevaba ahora un
recargado vestido vespertino de chifón color crema, que producía un continuo
crujido al moverse por la habitación. Bajo la influencia del vestido, también su
personalidad había sufrido un cambio. La intensa vitalidad, tan notable cuando
se encontraba en el taller, se convirtió en una impresionante altivez. Su risa,
los gestos, las afirmaciunos, se llenaban cada vez de más violencia. A medida
que ella se expandía, el cuarto que la rodeaba se encogía más y más, hasta que
pareció girar sobre un ruidoso y chirriante eje por el cuarto lleno de humo.
-Querida -le dijo a su hermana con voz alta y melindrosa-, la mayor parte de la
gente cada vez que puede trata de robarle a uno. No piensan sino en el dinero.
La semana pasada hice venir aquí a una mujer para que me mirara los pies, y
cuando se iba me pasó una cuenta como si me hubiera operado el apéndice.
-¿Cómo se llamaba esa mujer? -preguntó la señora McKee.
-Una tal señora Eberhardt. Ella va a las casas a verle los pies a la gente.
-Me gusta tu vestido -anotó la señora McKee-, me parece precioso.
La señora Wilson desechó el cumplido alzando la ceja con displicencia.
-Es sólo un vestido viejo y loco -dijo-. Me meto en el únicamente cuando no me
importa cómo me veo.
-Pero se te ve divino, tú sabes lo que quiero decir -prosiguió la señora McKee-.
Si Chester pudiera captarte en esta pose, creo que podría sacar buen partido.
Todos observamos en silencio a la señora Wilson quitarse un mechón de cabello de
los ojos y miramos con una sonrisa esplendorosa. El señor McKee la contempló
concentrado, ladeando la cabeza, y movió con lentitud su mano hacia adelante y
hacia atrás, frente a su rostro.
-Yo le cambiaría la luz dijo después de un rato.-Me gustaría resaltar el
modelado de sus facciunos, y me encantaría captar toda esa melena de atrás.
-Yo no pensaría en cambiarle la luz exclamó la señora McKee-, me parece que
es...
Su esposo la hizo callar y todos volvimos a mirar al objeto de su atención,
momento en el cual Tom Buchanan emitió un sonoro bostezo y se levantó.
-Ustedes, McKees, tómense algo dijo-.Trae un poco más de hielo y agua mineral,
Myrtie, que te va a dar sueño a todo el mundo.
Te dije del hielo Myrtle alzó las cejas con desesperación ante la ineficiencia
de los empleados menores-.
-Qué gente! Hay que estar detrás de ellos todo el tiempo.
Me miró y rió sin razón. Entonces caminó contunoándose hasta el perro, le dio un
beso arrobado y se marchó de prisa a la cocina, implicando que allí había tina
docena de chefs aguardando sus órdenes.
Hice algunas cosas buenas en Long Island -afirmo el señor McKee.
Tom lo miró indiferente.
-Hay dos enmarcados abajo.
¿Dos qué? pregunto Tom.
Dos estudios. A uno lo llamo Montauk Point-Las gaviotas, y al otro Montauk
Point-El mar.
Catherine, la hermana, se sentó a mi lado en el sofá.
-¿Tú también vives en Long Island? -inquirió.
-Vivo en West Egg.
-¿De veras? Yo bajé allí a una fiesta hace más o menos un mes. Donde un tipo de
apellido Gatsby. ¿Lo conoces?
-Soy su vecino.
-Pues se dice que es nieto o primo del káiser Guillermo. Que de allí le viene el
dinero.
-No me diga.
Asintió con la cabeza.
-Me da miedo de él. Me aterraría que yo le gustara.
Esta cautivante información sobre mi vecino fue interrumpida de un momento a
otro por la señora McKee, que señaló a Catherine.
-Chester, creo que tú podrías hacer algo con ella estalló de pronto; pero el
señor McKee se limitó a sentir con desinterés y volvió su atención hacia Tom.
-Me gustaría hacer más trabajos en Long Island, si puedo conseguir la entrada.
Todo lo que pido es que me den un empujoncito.
-Pídeselo a Myrtle -dijo Tom rompiendo a reír en el momento en que la señora
Wilson entraba con la bandeja-. Ella te dará una carta de presentación, ¿verdad,
Myrtle?
-¿Verdad qué? -preguntó ella, sobresaltada.
-Que le darás a McKee una carta de presentación para tu esposo, a fin de que él
pueda hacerle unos estudios -sus labios se movieron en silencio un instante
mientras inventaba-. George B. Wilson en la gasolinera, o algo por el estilo.
Catherine se me acercó y me dijo en secreto:
-Ninguno de los dos se aguanta a la persona con la que está casada.
-¿No?
-No se los soportan -miró a Myrtle y luego a Tom-. Y yo digo: para qué seguir
viviendo con ellos si no los pueden aguantar. Si yo fuera ellos me divorciaría y
me casaría con el otro ahí mismo.
-¿Tampoco quiere ella a Wilson?
La respuesta a esto fue inesperada. Llegó de Myrtle, que había alcanzado a
oírla, y fue violenta y obscena.
-¿Ves?- exclamó Catherine triunfante. Bajó la voz de nuevo-. En realidad, es la
esposa de él quien los separa. Es católica, y ellos no creen en el divorcio.
Daisy no era católica, pero me impresionó mucho la rebuscada excusa.
-Cuando se casen -continuó Catherine- se irán a vivir por un tiempo al Oeste
hasta que se calme la tempestad.
-Sería más discreto ir a Europa.
-¿Oh, te gusta Europa? -exclamó sorprendida- Yo acabo de regresar de Montecarlo.
-¿De veras?
El año pasado, fui con otra chica.
-¿Se quedaron mucho?
-No; sólo fuimos a Montecarlo y volvimos. Pasamos por Marsella. Teníamos más de
mil doscientos dólares cuando salimos para allá, pero nos timaron y perdimos
todo en dos días en los cuartos privados. Pasamos gran cantidad de trabajos para
poder regresar. ¡Dios mío, cómo me aterró esa ciudad!
El cielo crepuscular brilló en la ventana por un momento, como el inigualable
azul del mediterráneo... y entonces, la aguda voz de la señora McKee me hizo
regresar de nuevo al cuarto.
-Yo también estuve a punto de cometer un error -declaró con energía-. Por poco
me caso con un judío horrible que llevaba varios años detrás de mi. Yo sabía que
era menos que yo. Todo el mundo me decía: “¡Lucille, ese hombre es mucho menos
que tú!”
Pero de no haber conocido a Chester, el me habría cazado, con seguridad.
-Sí, pero escucha -dijo Myrtle Wilson, moviendo la cabeza arriba y abajo-; al
menos no te casaste con él.
-Ya lo sé.
-Pero yo si lo hice dijo Myrtle con ambigüedad-. Y esa es la diferencia entre tu
caso y el mío.
-¿Por qué lo hiciste, Myrtle? -preguntó Catherine-. Nadie te obligaba.
Myrtle pensó un momento.
-Me casé con él porque imaginé que era un caballero -dijo al fin-. Pensé que él
sabia qué es ser gente bien, pero no me llega ni a los zapatos.
-En una época estuviste loca por él dijo Catherine.
-¡Loca por él! -exclamó Myrtle, incrédula-. ¿Quién dijo eso? Jamás estuve más
loca por él que por este hombre que está allá. -Y me señaló. Todos me dirigieron
miradas acusadoras y tuve que indicar con mi expresión que ningún papel había
jugado en su vida pasada.
-Mi única locura fue haberme casado con él. En seguida me di cuenta de que habla
cometido un error.
Cómo les parece que pidió prestado a alguien su vestido bueno para usarlo en la
boda y jamás me lo contó; el hombre vino a reclamarlo un día en que él se
encontraba afuera -miró en derredor para ver quién la escuchaba-; “oh, ¿es este
vestido suyo?” -dije-. “Es la primera noticia que tengo.” Pero se lo di y
entonces me tiré en la cama y lloré toda la tarde, hasta que se me acallaron las
lágrimas.
Es claro que ella debe dejarlo -siguió diciéndome Catherine-. Han vivido encima
de ese taller once años. Y Tom es el primer amor que tiene.
La botella de whiskey -la segunda -- estaba ahora en permanente demanda por
parte de los presentes, salvo Catherine, que “me siento igualmente bien sin
nada”. Tom timbró para que viniera el portero y lo mandó por unos sandwichs
famosos, una cena completa por sí solos. Yo quería levantarme e irme caminando
hacia el Este, rumbo al parque, en el suave crepúsculo, pero cada vez que lo
intentaba me enzarzaba en una discusión acalorada y estridente, que me halaba
hacia atrás, como una cuerda, reteniéndome en la silla. Pero, alta sobre la
ciudad, nuestra hilera de ventanas amarillas tenían que haberle brindado su
ración de secretos humanos al observador casual de las calles crepusculares, y
yo era un observador también, que miraba hacia arriba con asombro. Yo estaba
adentro y afuera, al mismo tiempo encantado y molesto con la interminable
variedad de la vida.
Myrtle acercó su silla a la mía y de repente su cálido aliento derramó sobre mí
la historia de su primer encuentro con Tom.
-Fue en uno de aquellos asientos pequeños que dan cara a cara y que son los
últimos que quedan en el tren. Yo me dirigía a Nueva York a ver a mi hermana y a
pasar la noche allí. Él iba vestido de etiqueta con zapatos de charol, y yo no
podía apartar mis ojos de él; cada vez que me miraba, tenía que aparentar que
estaba mirando la propaganda que habla encima de su cabeza. Cuando entramos a la
estación se paró junto a mí, y la blanca pechera de su camisa hizo presión sobre
mi brazo; entonces le dije que tendría que llamar a un guarda, pero él sabia que
yo no lo iba a hacer. Estaba tan excitada que cuando me subí a un taxi con él,
casi no sabía que no me estaba metiendo al metro. Todo cuanto pensaba, una y
otra vez, era: “Uno no vive eternamente, uno no vive eternamente.”
Se volvió hacia la señora McKee y el cuarto retumbó con su risa artificial.
-Querida -exclamó-, te regalaré este vestido tan pronto lo haya usado. Mañana
tengo que conseguir otro. Voy a hacer una lista de todas las cosas que necesito
conseguir: un masaje y una rizada; un collar para el perro y uno de esos lindos
ceniceritos en los que uno toca un resorte; además, una corona con moño de seda
negra para la tumba de mi madre, que dure todo el verano. Tengo que hacer una
lista para que no se me olviden todas las cosas que necesito hacer.
Eran las nueve de la noche; al poco rato miré el reloj y encontré que eran las
diez. El señor McKee estaba dormido en su sillón, con los puños cerrados sobre
el regazo, como una fotografía de un hombre de acción. Saqué mi pañuelo y limpié
de su mejilla los restos secos de la mancha de crema, que me había mortificado
toda la tarde.
El perrito, echado en la mesa, miraba a través de] humo con sus ojos ciegos,
gruñendo quedamente de cuando en cuando. Unos metros más abajo la gente
desaparecía y reaparecía, hacía planes de ir a algún lado luego se perdían, se
buscaban y se encontraban. En algún momento, cerca de la media noche, Tom
Buchanan y la señora Wilson se quedaron cara a cara, discutiendo con voz
apasionada si ella tenía derecho a mencionar el nombre de Daisy.
-¡Daisy, Daisy, Daisy! --gritó-. ¡Lo diré cada vez que quiera! ¡Daisy! Dai...
Con un movimiento corto y certero, Tom Buchanan te reventó la nariz de un
manotazo.
Entonces se vieron toallas ensangrentadas sobre el piso del baño, y voces
femeninas regañando, y más alto que el resto de la confusión, un largo y
entrecortado lamento de dolor. El señor McKee se despertó de su sueñito y salió
aturdido hacia la puerta. Cuando iba a medio camino, se volvió a ver la escena:
su esposa y Catherine regañando y consolándose mientras se tropezaban aquí y
allá con los aglomerados muebles, en su búsqueda de los artículos de primeros
auxilios, y la desconsolada figura del sofá, sangrando en abundancia y tratando
de extender una copia del Town Tattle sobre las escenas versallescas de los
forros. Entonces el señor McKee se dio la vuelta y siguió hacia la puerta; yo
tome mi sombrero de la araña, y lo seguí.
-Ven a cenar algún día -insinuó - mientras el ascensor bajaba cargado.
-¿A dónde?
-A cualquier- lugar.
-Retire las manos de la palanca -dijo con irritación el muchacho del ascensor.
-Excúseme -dijo el señor Mckee, con dignidad-; no me di cuenta de que la estaba
tocando.
-Está bien -acepté - ; me gustaría mucho.
...Yo me encontraba junto a su cama y él estaba sentado entre las sábanas, en
ropa interior y con un gran portafolios en las manos.
-La bella y la bestia... Soledad... El viejo caballo granero... El puente de
Brooklin
Luego, me di cuenta de que estaba recostado, medio dormido, en el frío andén
inferior de la estación Pennsylvania, mirando el Tribune matutino y esperando el
tren de las cuatro de la mañana.
El siguiente - Capítulo III
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