
El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald - Сapítulo I
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En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella
época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza.
“Cuando sientas deseos de criticar a alguien” -fueron sus palabras- “recuerda
que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste.”
No dijo nada más, pero como siempre nos hemos comunicado excepcionalmente bien,
a pesar de ser muy reservados, comprendí que quería decir mucho más que eso. En
consecuencia, soy una persona dada a reservarme todo juicio, hábito que me ha
facilitado el conocimiento de gran número de personas singulares, pero que
también me ha hecho víctima de más de un latoso inveterado. La mente anormal es
rápida en detectar esta cualidad y apegarse a las personas normales que la
poseen. Por haber sido partícipe de las penas secretas de aventureros
desconocidos, en la universidad fui acusado injustamente de ser político. No
busqué la mayor parte de estas confidencias; a menudo fingía tener sueño o estar
preocupado; o cuando gracias a algún signo inconfundible me daba cuenta de que
se avecinaba por el horizonte la revelación de alguna confidencia, mostraba una
indiferencia hostil. Y es que las revelaciunos íntimas de los jóvenes, o al
menos la manera como las formulan, son por regla general plagios o están
deformadas por supresiunos obvias. Reservarse el juicio es asunto de esperanza
ilimite. Todavía hoy temo un poco perderme de algo si olvido que como lo insinuó
mi padre en forma por demás pretencioso, y yo de la misma manera lo repito-, el
sentido fundamental de la buena educación es inequitativamente repartido al
nacer.
Y tras vanagloriarme de este modo de mi tolerancia, he de admitir que tiene un
límite. La conducta puede estar cimentada en la dura piedra o en el pantano
húmedo, pero pasado cierto punto me tiene sin cuidado en qué se funde. Cuando
regresé del Este en el otoño sentí deseos de que el mundo estuviera de uniforme
y con una especie de eterna vigilancia moral; no quería mas excursiunos
desenfrenadas con atisbos privilegiados al corazón humano. Sólo Gatsby, el
hombre que presta su nombre a este libro, Gatsby, el hombre que representaba
cuanto he desdeñado desde siempre, estuvo eximido de mi reacción. Si por
personalidad - se entiende una serie ininterrumpida de gestos exitosos, entonces
había algo fabuloso en él, una sensibilidad a flor de piel hacia las promesas de
la vida, como si estuviera vinculado a uno de aquellos intrincados aparatos que
registran terremotos a diez mil millas de distancia. Esta sensibilidad nada
tiene que ver con la amorfa capacidad de impresionarse que adquiere categoría
bajo el nombre de “temperamento creativo era, más bien, una extraordinaria
disponibilidad para la esperanza, una presteza para el romance que jamás he
encontrado en nadie y que probablemente no vuelva a hallar jamás. No.... Gatsby
resultó bien al final; fue más bien aquello que lo devoró, esa basura hedionda
que flotaba en la estela de sus sueños, lo que mató por un tiempo mi interés por
las congojas intempestivas y las efímeras dichas de los hombres.
Desde hace tres generaciunos mi familia ha sido gente de bien, prominente en
esta ciudad del Oeste Medio. Los Carraway son una especie de clan que, según una
tradición suya, desciende de los duques de Buccleuch; pero el verdadero fundador
de la rama a la cual pertenezco fue el hermano de mi abuelo, que vino a este
lugar en el año cincuenta y uno, envió un reemplazo a la guerra civil y fundó la
ferretería mayorista que mi padre administra hoy.
Jamás conocí a este tío abuelo, pero se supuno que me parezco a él en especial
tal como se ve en un retrato bastante duro, que cuelga en la oficina de mi
padre. Me gradué en New Haven en 1915, exactamente un cuarto de siglo después de
que mi padre lo hiciera, y al poco tiempo participé en aquella emigración
teutónica tardía conocida como la Gran Guerra. Disfruté tanto en el contraataque
que cuando regresé me sentía aburrido. En lugar de ser todavía el cálido centro
del universo, el Oeste Medio parecía ahora el raído extremo del mundo, razón por
la cual decidí dirigirme hacía el Este y aprender el negocio de bonos y valores.
Todos mis conocidos estaban en este campo y me parecía que podía brindarle el
sustento a un soltero más. Mis tíos hablaron del asunto como si estuviesen
escogiendo un colegio para mí, y al fin dijeron: “Pues... bueno”, con grandes
dudas y caras largas, Mi padre aceptó subvencionarme un ano, y luego de
postergarlo varias veces, me vine para el Este definitivamente, o al menos así
lo creía, en la primavera del año veintidós.
Lo más práctico habría sido encontrar alojamiento en la ciudad, pero como la
estación era calurosa y yo acababa de abandonar una región de grandes campos y
árboles acogedores, cuando un campanero de la oficina me insinuó que
alquiláramos juntos una casa en un pueblo vecino, la idea me sonó. Él la
encontró, una casa de campo prefabricada, con paredes de cartón, golpeada por
los elementos, por ochenta dólares mensuales; pero a último minuto la empresa lo
envío a Washington, y yo me marché al campo solo. Tema un perro -o al menos lo
tuve durante varios días, antes de que escapara-, un viejo Dodge y una criada
oriunda de Finlandia que me tendía la cama, hacía el desayuno y mascullaba
máximas finlandesas junto a la estufa eléctrica.
Durante un día o dos me sentí solo, hasta que un buen día un hombre más recién
llegado que yo me detuvo en la carretera.
-¿Por dónde se llega al pueblo de West Egg? -me preguntó, sin saber que hacer.
Se lo indiqué, y cuando seguí mi camino ya no me sentía solo: era un gula, un
baquiano, un colono original. Sin quererlo, él me había otorgado el derecho a
considerarme un vecino del lugar.
Y entonces, gracias al sol y a los increíbles brotes de hojas que nacían en los
árboles, a la manera como crecen las cosas en las películas de cámara rápida,
sentí la familiar convicción de que la vida estaba empezando de nuevo con el
verano.
Tenía mucho para leer, por una parte, y mucha salud qué arrebatarle al joven y
alentador aire. Me compré una docena de obras sobre bancos, crédito y papeles de
inversión, que se erguían en el estante, en rojo y oro, como dinero recién
acuñado, prometiendo revelar los resplandecientes secretos que sólo Midas,
Morgan y Mecenas conocían. Tenía, además, las mejores intenciunos de leer muchos
otros libros. En la universidad fui uno de aquellos estudiantes que se inclinan
por la literatura -un año escribí varios editoriales muy solemnes y obvios para
el Yale News-, y ahora traería de nuevo estas cosas a mi vida, para convertirme
en el más limitado de los especialistas, el “hombre cultivado”. Esto no es sólo
un epigrama; al fin y al cabo, la vida se puede contemplar mucho mejor desde una
sola ventana.
Fue azar que alquilé una casa en una de las comunidades más extrañas de
Norteamérica. Estaba situada en aquella isla bulliciosa y delgada que se
extiende por todo el este de Nueva York, y en la que hay, entre otras
curiosidades naturales, dos formaciunos de tierra insólitas. A veinte millas de
la ciudad, un par de enormes huevos, idénticos en contorno y separados sólo por
una bahía de cortesía, penetran en el cuerpo de agua salada más domesticado del
hemisferio occidental, el gran corral húmedo de Long Island Sound. No son óvalos
perfectos; al igual que el huevo de la historia de Colón, ambos son aplastados
en el punto por donde hacen contacto, y su parecido físico tiene que ser fuente
de perpetua confusión para las gaviotas que los sobrevuelan. Para las criaturas
no aladas, un fenómeno más llamativo es lo disímiles que son en todo salvo en
forma y tamaño.
Yo vivía en West Egg, el..., bueno, el lugar menos de moda de los dos, aunque
éste es un rótulo demasiado superficial para explicar el extraño y no poco
siniestro contraste que hay entre ellos. Mi casa quedaba en la punta misma del
huevo, a sólo cincuenta yardas del estuario, apabullada por dos inmensos
palacetes que se alquilaban por doce o quince mil dólares la temporada. El de mi
derecha era, visto desde cualquier ángulo, un enorme caserón, imitación perfecta
de un Hôtel de Ville de algún pueblo normando, con una torre a un lado, tan
nueva que relucía bajo una delgada barba de hiedra silvestre, una piscina de
mármol y cuarenta cuadras de jardines y prados. Era la mansión de Gatsby. O
mejor, puesto que aún no conocía al señor Gastby, era la mansión donde habitaba
el caballero de este apellido. Mi casa era una vergüenza a la vista, pero una
vergüenza pequeña, y por eso no le habían hecho caso; y así, tenía yo vista al
agua, vista parcial a los prados de mi vecino y la consoladora proximidad de los
millonarios... todo por ochenta dólares mensuales.
Al otro lado de la bahía de cortesía rutilaban junto al agua los palacetes
blancos de los refinados habitantes de East Egg; la historia de este verano
comienza en realidad la tarde en que fui a cenar adonde los Buchanan. Daisy era
prima segunda mía, y a Tom lo conocí en la universidad. Cuando la guerra había
acabado de terminar pasé dos días con ellos en Chicago.
Entre otras hazañas físicas, su esposo había llegado a ser uno de los más
poderosos punteros que hayan jugado alguna vez al fútbol americano en New Haven,
figura de renombre nacional, de cierta manera. Era uno de aquellos hombres que a
los veintiún años han descollado tanto en un campo limitado que todo lo que
sigue les sabe a anticlímax. Su familia era en extremo acaudalada -cuando estaba
todavía en la universidad se le reprochaba su libertad con el dinero-, pero él
ya se había mudado de Chicago, y había llegado al Este en un estilo que cortaba
el aliento; por ejemplo, se trajo desde Lake Forest toda una cuadra de caballos
de polo. No era fácil imaginarse que un hombre de mi propia generación pudiera
ser tan adinerado como para hacer algo semejante.
No sé por qué vinieron al Este. Hablan pasado un año en Francia sin ninguna
razón particular y luego anduvieron inquietos de un lugar a otro, dondequiera
que hubiera jugadores de polo y gente con quien disfrutar de su dinero. Daisy me
dijo por teléfono que esta mudanza era definitiva, pero no le creí..., no
conocía bien el corazón de mi prima, pero sentía que Tom andada por siempre con
algo de ansiedad en pos de la dramática turbulencia de un irrecuperable partido
de fútbol.
Fue así como me encontré una cálida y venteada noche viajando hacia East Egg con
el propósito de visitar a dos viejos amigos a quienes apenas conocía. Su casa
era aún más recargada de lo que esperaba, una mansión colonial georgiana, en
alegres rojo y blanco, con vista a la bahía. La grama comenzaba en la playa y a
lo largo de una distancia de un cuarto de milla subía hacia la puerta del
frente, sorteando relojes solares, muros de ladrillo y flamantes jardines, para
acabar, al llegar a la casa, trepando a los lados en enredaderas brillantes, que
parcelan producidas por el impulso de su carrera. Quebraba la fachada una hilera
de ventanales franceses, relucientes ahora por el oro reflejado y abiertos de
par en par a la cálida y fresca tarde; Tom Buchanan, en traje de montar, estaba
de pie en el pórtico delantero, con las piernas separadas.
Habla cambiado desde los días de New Haven. Era ahora un hombre en sus treinta,
robusto y de cabellos pajizos, boca más bien dura y porte altivo. Un par de
brillantes ojos arrogantes habían establecido su dominio sobre el rostro,
haciéndole aparecer siempre como echado hacia adelante con agresividad. Ni
siquiera el afeminado y ostentoso traje de montar podía esconder el enorme poder
de aquel cuerpo; llenaba las lustrosas botas de modo que los cordunos más altos
parecían a punto de reventar, y se podía ver la enorme masa muscular moverse
cuando el hombro cambiaba de posición bajo su chaqueta delgada, Era un cuerpo
capaz de ejercer enorme poder; un cuerpo cruel.
La voz con que hablaba, de tenor hosco y bronco, parecía aumentar la impresión
de displicencia que comunicaba. Había en ella un toque de desdén paternalista,
incluso cuando se dirigía a personas que sí apreciaba, y en New Haven más de uno
lo detestó a morir.
“Mira, no creas que yo en esto tengo la última palabra” –parecía decir-,”sólo
porque soy más fuerte y más hombre que tú”. En la universidad habíamos
pertenecido a la misma cofradía y aunque jamás fuimos íntimos, siempre tuve la
impresión de que tenía de mí una buena opinión, y de que, con aquella ansiedad
brusca y provocativa tan suya, deseaba que yo lo apreciara.
Conversamos unos minutos en el pórtico soleado. -Esto aquí es bonito dijo, dando
un vistazo inquieto en derredor.
Haciéndome girar por el antebrazo, movió una de sus manos anchas y aplanadas
para señalar el paisaje, incluyendo en su barrido un jardín italiano en
desnivel, media cuadra de rosas intensas y pungentes y un bote motorizado, de
nariz levantada que hacía salir la marea de la playa.
-Perteneció a Demaine, el petrolero -de nuevo me volvió a hacer girar, a un
tiempo cortés y abruptamente-. Entremos.
Pasando por un corredor de techo alto llegamos a un alegre espacio de colores
vivos, apenas integrado a la casa por ventanales franceses a lado y lado. Los
ventanales blancos estaban abiertos del todo y resplandecían contra el césped
verde de la parte de afuera, que parecía entrarse un poco a la casa. La brisa
soplaba a través del cuarto, haciendo elevarse hacia adentro la cortina de un
lado y hacia afuera la del otro, como pálidas banderas, enroscándolas y
lanzándolas hacia la escarchada cubierta de bizcocho de novia que era el techo,
para después hacer rizos sobre el tapiz vino tinto, formando una sombra sobre
él, como el viento al soplar sobre el mar.
El único objeto completamente estacionario en el cuarto era un enorme sofá en el
que habla dos mujeres a flote como sobre un globo anclado. Ambas vestían de
blanco, y sus trajes revoloteaban ondulados como si hubieran acabado de regresar
por el aire tras un corto vuelo por los alrededores de la casa. Debí haber
permanecido unos instantes escuchando el restañar y revolotear de las cortinas y
el crujir del retrato de la pared. Se sintió una explosión al Tom cerrar el
ventanal de atrás; y entonces el viento atrapado murió en el cuarto, y las
cortinas y los tapetes y las dos mujeres descendieron cual globos con lentitud
hasta el piso.
La menor de ellas me era desconocida. Estaba extendida cuan larga era en su
extremo del sofá, totalmente inmóvil, con su pequeño mentón ligeramente
levantado, como si estuviera equilibrando en él algo que fácilmente podía caer.
Si me vio por el rabillo del ojo, no dio ninguna muestra de ello; es más, me
sorprendí a mí mismo a punto de balbucir una disculpa por haberla molestado con
mi entrada.
La otra joven, Daisy, hizo el intento de levantarse -se inclino un poco hacia
adelante, con expresión consciente- , emitió entonces una risita absurda y
encantadora; yo también reí y entré a la habitación.
- Estoy pa... paralizada de la felicidad.
De nuevo rió, como si hubiera dicho algo muy ingenioso, me estrechó la mano un
momento, me miró a la cara, y juró que no había nadie en el mundo a quien
deseara tanto ver. Era un truquito muy suyo. En un susurro me hizo saber que el
apellido de la joven equilibrista era Baker (he oído decir que el susurro de
Daisy servía sólo para hacer que la gente se inclinara hacia ella; crítica sin
importancia que en nada lo hacía menos atractivo).
De todos modos, los labios de la señorita Baker se movieron un poco, me hizo un
gesto casi imperceptible con la cabeza y acto seguido volvió a echaría hacia
atrás -era obvio que el objeto que sostenía en equilibrio se había tambaleado,
produciéndole un pequeño susto. De nuevo una especie de disculpa llego a mis
labios. Casi cualquier exhibición de total autosuficiencia arranca de mí un
atónito tributo.
Volví a mirar a mi prima, que comenzó a formularme preguntas en su voz queda y
excitante. Es la clase de voz que el oído sigue en sus altos y bajos, como si
cada emisión fuese un arreglo musical que nunca jamás volverá a ser ejecutado.
Su rostro era triste, bello y brillante el brillo en los ojos y la brillante y
apasionada boca; pero era tan sensual su voz que los hombres que la amaban
encontraban difícil olvidarla: un cantarín apremio, un “escúchame” susurrado, la
promesa de que acababa de hacer cosas ricas y emocionantes, de que se avecinaban
cosas excitantes a la hora siguiente.
Le comenté que en mi viaje hacia el Este había pasado un día en Chicago y que
una docena de personas le mandaban saludes conmigo.
-¿Me extrañan? -exclamó en éxtasis.
-La ciudad entera está desolada. Todos los autos pintaron de negro la llanta
izquierda trasera Como corona fúnebre, y a lo largo de la costa norte se
escucha, la noche entera, un permanente gemido.
-¡Qué maravilla! ¡Regresemos, Tom; mañana mismo, -y entonces agregó, como sin
darle importancia:
-Tienes que conocer a la niña.
-Me gustaría mucho.
-Está dormida. Tiene tres altos. ¿No la has visto nunca?
-Jamás.
-Entonces, tienes que conocerla. Es...
Tom Buchanan, que había estado moviéndose inquieto de un lado a otro por el
cuarto, se detuvo y dejó descansar su mano en mi hombro.
-¿En qué andas, Nick?
-Esclavo de los bonos.
-¿Con quién?
Le conté con quienes.
-No los he oído mentar -comentó con tono seguro.
Eso me molestó.
-Ya oirás de ellos -contesté cortante-. Si te quedas en el Este oirás.
Pues claro; que me quedaré aquí, créeme -dijo, dirigiéndole una mirada a Daisy y
de nuevo una a mí, como si estuviera pendiente de algo más-. Sería un tonto si
me fuera a vivir a otra parte.
En aquel instante la señorita Baker dijo: “¡Seguro!”, de modo tan abrupto que me
hizo sobresaltar-; era lo primero que decía desde que yo entrara al cuarto. Era
evidente que esto la sorprendió tanto a ella como a mi, porque dio un bostezo, y
con una serie de movimientos rápidos y precisos se puso de pie y se integró al
cuarto.
-Estoy tiesa -se lamentó-, llevo recostada en este sofá desde que tengo memoria.
-No me mires a mí replicó Daisy ; toda la tarde me la he pasado tratando de
convencerte de que vayamos a Nueva York .
-No, muchas gracias -le dijo la señorita Baker a los cuatro cocteles que
acababan de traer desde la despensa; seguro, estoy en pleno entrenamiento.
Su anfitrión la miró incrédulo.
-¡Que va! -Se bebió el trago como si no fuera más que una gota en el fondo del
vaso-. No me explico cómo logras llevar a cabo alguna cosa a veces.
Miré a la señorita Baker para darme cuenta de qué es lo que lograba “llevar a
cabo”. Disfrutaba mirándola. Era una chica esbelta, de senos pequeños y porte
erguido acentuado por su modo de echar el cuerpo hacia atrás en los hombros,
como un cadete joven. Sus ojos grises, entrecerrados por el sol, me devolvieron
la mirada con una curiosidad recíproca y cortés desde su rostro pálido,
encantador e insatisfecho. Pensé que en el pasado la había visto a ella o una
fotografía suya en alguna parte.
-Usted vive en West Egg -anotó con desprecio-. Conozco a alguien allí.
-No conozco a nadie...
-Usted debe conocer a Gatsby.
-¿Gatsby? ¿Cuál Gatsby? -preguntó Daisy.
Antes de que pudiera replicar que era mi vecino anunciaron la comida; metiendo
su tenso brazo en forma imperiosa bajo el mío, Tom Buchanan me sacó de la
habitación como quien mueve una ficha de damas a otro cuadro.
Esbeltas, lánguidas, las manos suavemente posadas sobre las caderas, las dos
jóvenes señoras nos precedieron en la salida a la terraza de colores vivos,
abierta al ocaso, en donde cuatro velas titilaban sobre la mesa en el viento ya
apaciguado.
-¿Y velas por qué? -objetó Daisy, frunciendo el ceño y procediendo a apagarlas
con los dedos-. En dos semanas caerá el día más largo del año -nos miró
radiante. ¿Esperas siempre el día más largo del año y después se te pasa por
alto? Yo siempre espero el día más largo del año y después se me pasa por alto.
-Tenemos que hacer algún programa -bostezó la señorita Baker, sentada a la mesa
como si estuviera a punto de irse a la cama.
-Está bien -dijo Daisy-. ¿Qué podemos hacer? -se volvió hacia mi, compungido-,
¿Qué hace la gente?
Antes de que pudiera contestarle, fijó sus ojos con expresión doliente en su
dedo meñique.
-¡Mira! --se quejó- ; está lastimado.
Todos miramos. Tenía el nudillo amoratado.
-Fuiste tú, Tom -dijo acusadora-, Sé que fue sin culpa, pero fuiste tú. Eso me
gano por haberme casado con un bruto, un espécimen de hombre grande y grueso; un
completo mastodonte.
-Detesto la palabra mastodonte -objetó Tom, malhumorado-, hasta en broma me
molesta.
-Mastodonte -insistió Daisy.
Algunas veces ella y la señorita Baker hablaban al tiempo, con disimulo y con
una frivolidad burletera - que no podía llamarse charla-, tan fría como sus
vestidos blancos y sus ojos impersonales, vacíos de todo deseo. Se encontraban
en este lugar y nos aceptaban a Tom y a mí; hacían sólo un cortés y afable
esfuerzo por entretener o ser entretenidas. Sabían que muy pronto terminarían de
cenar y muy pronto también la tarde, como si nada importara, sería arrinconada.
En esto el Oeste era radicalmente diferente, pues allí una velada se precipitaba
de etapa en etapa hasta llegar a su fin, defraudadas siempre las expectativas, o
a veces en total pavor del momento mismo.
-Tú me haces sentir- poco civilizado, Daisy -confesé al calor de mi segundo vaso
de un clarete soberoso espectacular-. ¿No puedes hablar de las cosechas o y algo
por el estilo?
No me refería a nada en especial cuando hice este comentario, pero fue, acogido
de un modo que no esperaba.
La civilización se está derrumbando -estalló Tom con violencia-. Me he vuelto un
terrible pesimista en la vida. ¿Has leído El auqe de los imperios de color,
escrito por ese tipo Goddard?
-Oh, no respondí, muy sorprendido por su tono.
-Pues es un magnífico libro, que todo el mundo debería leer. La tesis es que si
nos descuidamos, la raza blanca va a quedar aplastada sin remedio. Es algo
científico; está demostrado.
-Tom se nos está volviendo muy profundo -dijo Daisy con una expresión de
tristeza indiferente-. Lee libros plagados de palabras largas. ¿Qué palabra fue
aquélla que ... ?
-Pues cómo te parece que esos libros son científicos -insistió Tom, mirándola
con impaciencia--. Ese tipo sabe cómo son las cosas. Nos corresponde a nosotros,
la raza dominante, estar atentos para que esas otras razas no se apoderen de]
control.
-Es necesario aplastarlas -murmuró Daisy, parpadeando con ferocidad hacia el
ferviente sol.
-Ustedes deberían vivir en California -comenzó la señorita Baker, pero Tom la
interrumpió, moviéndose pesadamente en su asiento.
-La idea es que nosotros somos nórdicos. Yo lo soy y tú lo eres, y tú también
y... -después de una vacilación infinitesimal incluyó a Daisy con un gesto de la
cabeza y ella me guiñó el ojo de nuevo-, y nosotros hemos sido los artífices de
todas las cosas que conforman la civilización... ciencia y arte y todo lo demás,
¿ves?
Su concentración tenia un no sé qué patético, como si su complacencia, más aguda
que antaño, no le bastara ya. Cuando, casi enseguida, el teléfono repicó adentro
y el mayordomo se retiró del balcón, Daisy aprovechó la interrupción momentánea
para inclinarse hacia mí.
-Te voy a contar un secreto de la familia -murmuró entusiasmada-. Se trata de la
nariz del mayordomo. ¿Quieres saber de la nariz del mayordomo?
-Para eso vine hoy.
-Pues bien; él no fue siempre un simple mayordomo; solía ser el brillador de una
gente de Nueva York que tenía un servicio de plata para doscientas personas. De
la mañana a la noche tema que brillarle, hasta que al cabo de un tiempo comenzó
a afectársele la nariz.
-Las cosas fueron de mal en peor -insinuó la señorita Baker.
-Sí. Fueron de mal en peor, hasta que se vio obligado a renunciar a su cargo.
Por un momento el último rayo de sol cayó con romántico afecto sobre su rostro
radiante; su voz me obligó a inclinarme hacia adelante, sin aliento mientras la
oía... entonces se fue el brillo, y cada uno de los rayos abandonó su rostro con
reticente pesar, como dejan los niños una calle animada al llegar la oscuridad.
El mayordomo regresó y le dijo a Tom en secreto algo que lo puso de mal humor;
echó entonces hacia atrás su silla y sin decir palabra entró en la casa. Como si
la ausencia de su marido hubiera encendido algo en ella, Daisy se inclinó hacia
adelante de nuevo, su voz ardiente y melodioso.
-Me encanta verte en mi mesa, Nick. Me recuerdas una rosa..., toda una rosa.
¿No? -Se volvió hacia la señorita Baker en busca de confirmación: ¿Toda una
rosa?
Esto no era cierto. No me parezco ni un poco a una rosa. Lo que hacia era
improvisar, pero manaba de ella una calidez excitante, como si su corazón
estuviera tratando de llegar adonde uno, escondido tras alguna de aquellas
palabras emocionantes, emitidas sin aliento. De pronto, arrojó la servilleta
sobre la mesa, se excusó y entró en la casa.
La señorita Baker y yo intercambiamos una rápida n-di rada, adrede desprovista
de significado. Me encontraba a punto de hablar cuando ella se sentó atenta y
dijo “chist” en tono de advertencia. Un murmullo contenido pero cargado de
pasión alcanzó a escucharse el cuarto aledaño, y la señorita Baker, sin la menor
vergüenza, se inclinó hacia adelante Para escuchar mejor. El murmullo vibró en
los límites de la coherencia, se apagó, creció excitado y cesó por completo.
-Este señor Gatsby de quien usted me habló es mí vecino -dije.
-No hable. Quiero oír qué pasa.
-¿Sucede algo? -indagué inocente.
-¿Quiere decir que no lo sabe? dijo la señorita Baker, francamente
sorprendida-.Yo pensé que todo el mundo estaba enterado.
-Yo no.
-Pues -dijo con vacilación-, Tom tiene una mujer en Nueva York.
-¿Tiene una mujer? -repetí impertérrito.
La señorita Baker hizo un gesto de afirmación.
-Debería tener la decencia de no llamarlo a horas de comida, ¿no le parece?
Casi antes de que hubiera alcanzado a entender lo que quería decir se oyó el
revoloteo de un traje y el crujido de unas botas de cuero, y Tom y Daisy
regresaron a la mesa.
-¡No se pudo evitar! -exclamó Daisy con tensa
Se sentó, dio una mirada inquisitivo a la señorita Baker, otra a mí, y continuó:
-Me asomé y está muy romántico afuera. Hay un pájaro en el prado que debe ser un
ruiseñor llegado en un barco de la Cunard o de la White Star. Está
cantando...-cantó su voz-; qué romántico, ¿no, Tom?
-Mucho -observó él, y entonces, angustiado, me dijo a mí:
-Si hay buena luz después de cenar, te llevo a los establos.
De, pronto se oyó sonar el teléfono adentro, y al hacerle Daisy a Tom un gesto
contundente con la cabeza, el tema del establo, o mejor, todos los temas, se
desvanecieron en el aire. Entre los fragmentos rotos de los últimos cinco
minutos pasados en la mesa recuerdo que, sin ton ni son, encendieron de nuevo
las velas, y tengo conciencia de que yo deseaba mirar de frente a cada uno de
ellos, y al mismo tiempo quería evitar todos los ojos. No podía adivinar qué
pensaban Daisy y Tom, pero dudo que incluso la señorita Baker, que parecía dueña
de un atrevido escepticismo, fuera capaz de hacer caso omiso de la penetrante
urgencia metálica de este quinto huésped. Para ciertos temperamentos la
situación podría parecer fascinante... pero, a mí, el instinto me impulsaba a
llamar de inmediato a la policía.
Huelga decir- que los caballos no se mencionaron más. Tom y la señorita Baker,
con varios centímetros de crepúsculo entre ambos, se encaminaron hacia la
biblioteca, como si fueran a velar un cuerpo perfectamente tangible, mientras
yo, tratando de parecer satisfecho e interesado, y un poco sordo, seguí a Daisy
por una serie de corredores que iban a dar al pórtico delantero. En medio de su
profunda oscuridad, nos sentarnos lado a lado en un diván de mimbre.
Daisy se rodeó el rostro con las manos como para palpar su hermoso óvalo, y sus
ojos se dirigieron poco a poco a la aterciopelada penumbra. Viéndola poseída por
turbulentas emociunos le formulé una serie de preguntas sobre su hijita,
preguntas que esperaba que la sedarán.
-No nos conocemos bien, Nick -dijo de repente-; aunque seamos primos. No viniste
a mi boda.
-No habla regresado de la guerra.
-Cierto -vaciló-. Pues, sí, Nick. He tenido malas experiencias y me he vuelto
muy cínica con respecto a todo.
Era obvio que tenia razunos para serlo. Esperé, pero no dijo más, y después de
un momento volví, débilmente, al tema de la hija.
-Supongo que hablará.... comerá, y todo lo demás.
-Oh sí, claro -me miró ausente-. Escucha, Nick; te voy a contar lo que dije
cuando nació. ¿Quieres oírlo?
-Claro.
-Eso te va a mostrar cómo me he vuelto. Bien, tenía la niña menos de una hora de
nacida y Tom estaba quién sabe dónde. Me desperté del éter con un sentimiento de
total desamparo, y ahí mismo le pregunte a la enfermera si era niño o niña. Me
dijo que niña, y entonces volteé la cara y lloré. “Esta bien” -dije-, “me alegro
de que sea niña. Pero confío en que sea tonta..., lo mejor que le puede pasar a
una niña en este inundo es ser una hermosa tontita”.
-Como puedes ver, pienso que el mundo es horrible, mírese como se mire
-prosiguió convencida-. Todo el mundo lo cree... hasta la gente más avanzada.
Pero yo lo sé. He estado en todas partes, lo he visto todo y lo he hecho todo
-sus ojos, desafiantes como los de Tom, se movieron veloces en derredor río con
emotivo desdén-. ¡Refinada; oh, Dios, si soy refinada!
En el instante en que se quebró su voz, dejando de atraer mi atención y mi
credulidad, me di cuenta de la falta de sinceridad básica de cuanto había dicho.
Me hizo sentir incómodo, como si toda la velada no hubiera sido sino una especie
de truco destinado a suscitar en mí una emoción que le sirviera de apoyo.
Esperé, y dicho y hecho.... un segundo después me miro con la más postiza de las
sonrisas en su hermoso rostro, que confirmaba su pertenencia a una sociedad
secreta muy distinguida, de la que ella y su marido eran miembros.
Adentro, el cuarto carmesí resplandecía. Tom y la señorita Baker se encontraban
sentados en los extremos del largo sofá, y ella le leía en voz alta un artículo
del Saturday Evening Post; las palabras, susurradas con monótona voz, fluían en
sedante melodía. La luz de la lámpara, brillante en las botas de Tom y opaca en
el cabello de la joven, color amarillo de hoja otoñal, se reflejaba en el
periódico en el momento en que ella volteó la página con una crispación de los
delgados músculos de sus brazos. Cuando entrarnos alzó la mano para obligarnos a
guardar silencio.
-Continuará -dijo arrojando el periódico sobre la mesa en nuestro próximo
número.
Afirmando su cuerpo con un movimiento inquieto de la rodilla, se puso de pie.
-Las diez de la noche --anotó, encontrando, aparentemente, la hora en el techo.
Hora en que las niñas buenas se van a la cama.
-Jordan va a jugar- en el torneo mañana -explicó Daisy- En Westchester.
-Ah... usted es Jordan Baker.
Ya sabia por qué su rostro se me había hecho conocido; su agradable expresión de
desdén me había mirado desde muchas fotografías de fotograbado de la vida
deportiva de Asheville y Hot Springs y Palm Beach. También había oído una
historia sobre ella, negativa y desagradable, pero hace tiempos había olvidado
de qué se trataba.
-Hasta mañana -dijo con suavidad-. Despiértenme a las ocho, ¿si?
-Si te levantas.
-Sí, desde luego. Buenas noches señor Carraway. Nos veremos de nuevo.
-Claro que lo harás -confirmó Daisy-. Es más, me dan ganas de arreglar un
matrimonio. Ven a menudo, Nick, y yo.. ,cómo decirlo.... echaré a uno en brazos
del otro. Qué buena idea, los encerraré por accidente en los armarios de la ropa
blanca, los lanzaré en un bote a altamar, o algo por el estilo...
-Buenas noches -gritó la señorita Baker desde las escaleras-. No oí nada.
-Es una buena muchacha -dijo Tom al cabo de un rato-. No la deberían dejar
corretear por todo el país de esta manera.
-¿Quién no debería? - preguntó Daisy con frialdad.
-Su familia.
Toda su familia es una tía que tiene como cien años de edad. Además, Nick va a
cuidar de ella; ¿no es así, Nick? Ella va a pasar muchos fines de semana aquí
este verano. Creo que la influencia de un hogar le va a ser muy provechosa.
Daisy y Tom se miraron por un instante en silencio.
-¿Es de Nueva York? -me apresuré a preguntar.
-De Louisville. Pasamos allí nuestra inocente infancia. Nuestra hermosa e
inocente...
-¿ Le abriste tu corazón a Nick en la terraza? -preguntó Tom de repente.
-¿Te lo abrí -me miró. No creo acordarme, me parece que hablamos de la raza
nórdica. Sí; eso hicimos. No sé cómo se nos metió ese tema, y cuando menos lo
pensamos...
-No creas todo lo que te cuenta, Nick- me aconsejó.
Sin darte importancia dije que nada había escuchado, pocos minutos después me
levanté para irme a casa. Salieron los dos hasta la puerta conmigo y se pararon,
lado a lado, en un alegre cuadrado de luz. Cuando encendí el auto Daisy me llamó
con voz imperiosa:
-¡Espera!
-Olvidé preguntarte algo importante. Supimos que estabas comprometido con una
chica de allá del Oeste.
-Cierto -corroboró Tom con gentileza-. Nos contaron que estabas comprometido.
-Es una calumnia. Soy demasiado pobre.
-Pero lo oímos decir -insistió Daisy, sorprendiéndome al abrirse de nuevo como
una flor-. Se lo oímos a tres personas, luego debe ser cierto.
Yo, por supuesto, sabía a qué se referían, pero no estaba ni remotamente
comprometido. El hecho que los chismosos hubieran publicado sus amunostaciunos
fue una de las razunos que me trajeron al Este. No es lógico dejar de salir con
una vieja amiga por hacerle caso a los rumores, pero por otra parte, no tenía yo
intenciunos de que a fuerza de chismes me obligaran a casarme.
Su interés en mí me conmovió un poco y los volvió un tanto menos remotamente
ricos; de todos modos me sentía confundido y un poco asqueado cuando me marché.
Me parecía que lo que Daisy debía hacer era irse cuanto antes de la casa con la
niña; pero todo parecía indicar que no se le había pasado por la cabeza hacerlo.
En cuanto a Tom, el hecho de que tuviera “una mujer en Nueva York” me sorprendía
muchísimo menos que verlo deprimido por un libro. Algo lo impulsaba a
mordisquear los bordes de unas ideas rancias, como si su robusto egoísmo físico
no bastara para alimentar aquel imperioso corazón.
Ya se reflejaba bien el verano en los techos de las hosterías y en las
estaciunos de camino donde las nuevas bombas de gasolina rojas se erguían en
medio de sus fuentes de luz; cuando llegué a mi predio en West Egg puse el auto
bajo el cobertizo y me senté un rato sobre una podadora abandonada en el césped.
El viento se había ido, dejando una noche ruidosa y brillante, con alas que
batían en los árboles y el persistente sonido de un órgano a medida que los
fuelles abiertos de la tierra les insuflaban vida a los sapos. La silueta de un
gato en movimiento se recortó contra los rayos de la luna, y al volver mi cabeza
para mirarlo, me di cuenta de que no me encontraba solo: a unas cincuenta
yardas, la figura de un hombre con las manos en los bolsillos, observando de pie
la pimienta dorada de las estrellas, había emergido de las sombras de la mansión
de mi vecino. Algo en sus pausados movimientos y en la posición segura de sus
pies sobre el césped me indicó que era Gatsby en persona, que había salido para
decidir cuál parte de nuestro firmamento local le pertenecía.
Decidí llamarlo. La señorita Baker lo había mencionado en la comida, y esto era
suficiente para una presentación. Pero no lo hice ya que mostró un repentino
indicio de que se sentía contento en su soledad: estiró los brazos hacia las
aguas oscuras de un modo curioso y, aunque yo estaba lejos de él, pude haber
jurado que temblaba. Sin pensarlo, miré hacia el mar, y nada distinguí salvo una
sola luz verde, diminuta y lejana, que parecía ser el extremo de un muelle.
Cuando volví a mirar hacia Gatsby, éste había desaparecido y yo me encontraba
solo de nuevo en la turbulenta oscuridad.
El siguiente - Capítulo II
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